¿Se podía salvar la situación?, ¿ese sería mi recuerdo eterno de la primera vez?, ¿podíamos aún consumar los planes?, parecía que no, era la tercera tentativa, la tercera noche y el tercer fracaso. ¿Qué más podía hacer?, había esperado un año su decisión, el lugar no podía ser mejor, mi propia cama y la casa vacía toda la noche, música romántica, champaña fría, preservativos para su total tranquilidad. La verdad es que yo me sentía frustrado, ¿acaso no la excitaba? Ella estaba de acuerdo, ella lo quería hacer, la acosaba la curiosidad y quería aprender, pero al instante de desvestirse todo cambiaba, se ponía nerviosa, rígida, temerosa. ¿Sería yo el problema?…, no lo creo. Era ella, y ahí estaba, desnuda, llorando sentada sobre la cama a mis pies, con su espalda apoyada en la gélida pared de concreto. Tenía ganas de gritarle en la cara su frigidez, de gritarle su cobardía irracional a la hora de afrontar los asuntos difíciles, pero no podía, eso es de bestias. Me acerqué a ella, y con palabras afectuosas la consolé: "no llores mi amor, no es tu culpa, es normal que suceda", "tenemos miles de viernes por delante para probar de nuevo", "no te preocupes por mí, te esperaría toda la vida".
No cabía duda, estaba enamorado de Jazzel, enamorado como el adolescente soñador e idealista que era, y le perdonaba todo, jamás fuí capaz de reprocharle nada, en absoluto, la dulzura de su sonrisa era mucho más fuerte que mi voluntad.
Con mis dedos suavemente le peiné su sedoso cabello castaño mientras ella lloraba con su rostro escondido entre sus rodillas, la acaricié con ternura, hablándole, susurrándole todo lo que la amaba, tratando de arrancarle una sonrisa, ella me miraba apenada con sus ojos cristalizados por la vergüenza y se escondía de nuevo. Después de varias tentativas logré mi recompensa, una sonrisa preciosa y un fugaz ósculo. Estaba mejor, y luego de unas palabras de aliento, levanté su mentón y la besé de nuevo, para mirarla a continuación y volver a juntar mi boca con la suya. Dócil, se dejó llevar por mí, ya disfrutaba las caricias de mis labios. Sentí el sabor de sus saladas lágrimas en mi lengua y en mi paladar, y su humedad inocente en mis mejillas. La toqué como muchas veces lo había hecho, pero ahora sin ansiedad, delicadamente, como se toca una rosa muy frágil, mis manos recorrieron sus delineadas piernas, sus rodillas perfectas y sus muslos firmes, como un barco armonioso navegando en un sereno mar. El beso no terminaba, y yo no deseaba que terminara, por mi mente sólo transcurría ese momento, sin más espectativas por delante y olvidando todo lo pasado, sólo el momento. El efecto de mis manos producía que su piel se erizara a mi paso y que ella diera sorpresivos y suaves saltos, mi tacto en sus glúteos rosando su sexo incitaba a que su respiración se acelerace, sus hombros se contrajeron de golpe cuando tomé su brazo derecho entre mis dedos. Poco a poco, Jazzel, se excitaba. Posó una de sus manos en mi cabeza, tirándome hacia ella, y me desordenaba el pelo cíclicamente y sin ningún cuidado al ritmo de su lengua, yo coloqué los cinco dedos de una de mis manos alrededor de su muslo interior izquierdo, apretándola, espásmodicamente presionando, apenas a un centímetro de mi aterciopelado e inmaculado premio, eso la agitó, le provocó un despertar de sensibilidades, y apuró todos sus movimientos. Nuestras lenguas se reconciliaban con vehemencia, apresuradas, precipitadas, como dínamos bombeadores de nuestra sangre, me corrí del lugar donde estaba y la invité con mi gesto a que se recostara en el lecho, lo hizo en silencio apoyada en mis brazos, acomodó su cabeza en la almohada, su cabellera se abrió como una magnífica flor alumbrada con los amarillos tonos del atardecer, me miró como nunca antes lo había hecho y abrió las piernas con una sensualidad sobrecogedora. Había superado sus miedos y ahora era ella la que me hacía la invitación, una invitación irresistible. Me arrodillé fascinado entre sus piernas y sin dejar de mirarla a los ojos, a esos ojos de miel destellantes, mis manos contornearon sus muslos, arriba y abajo, adivinando y recordando su espléndida figura con el tacto, palpando la dureza de su carne y el ardor juvenil de su sangre. Toqué su sexo como si fuera mío, ella me lo regalaba con su mirada, me cedía su tesoro con sus suspiros, me descubría sus secretos con descaro, estaba completamente mojada, empapados sus labios vaginales como una boca carnosa y jugosa, sus líquidos hervían, se evaporaban al contacto de mis dedos. Ella estiró el brazo, abrió el cajón del velador y con una seguridad sorprendente, tal como si sus llemas vieran, extrajo un preservativo. Con destreza rajó su envoltorio con los dientes, y tomando mi pene con una mano —agitándolo varias veces antes—, lo forró con la bolsa lentamente produciéndome un roce maravilloso. Luego colgó sus brazos en mi nuca y se dejó caer, y yo caí con ella, caímos flotando sumidos en una brisa encantada a la arena temperada de una playa exótica y solitaria. Toqué su entrada con mi virilidad deseosa, su entrada húmeda y tibia, empujé, y la penetré suavemente inmerso en unos quejidos somnolientos que brotaban calientes de su garganta, sintiendo con delicia cada milímetro hundiéndose en su ser, oprimiéndome deliciosamente con su carne la mía, sin sobrar ningún espacio, ninguna burbuja de aire, hechas esas partes para el disfrute único del otro, profanaba con su beneplácito su lugar sagrado, su zona erógena más oculta resguardada secretamente por tantos años; desfloraba a mi rosa con su fogosa complicidad. Esa era la primera vez, esa era la única vez, porque sentíamos que no había nada más en este mundo que ese poderoso momento mágico. Mi lengua se introdujo entre sus labios, y la de ella entre los míos, uniendo nuestros flujos hirvientes, simulando nuestra cópula con las bocas. Comencé a moverme encima de ella, a subir y a bajar, a entrar y salir, a gozar salvajemente, quería escucharla, había soñado un año entero con escuchar sus gemidos, escuchar cómo se alteraba su voz con mi vigor, la escuché junto a mi oído y fue el canto más precioso que jamás haya percibido, mi hembra gemía bajo mi cuerpo, clavándome sus duros y rosados pezones con cada movimiento, restregándo sus tetas hinchadas en mi vello pectoral, me rasguñaba sin hacerme daño, marcando mi piel con una estela roja hasta donde alcanzaban sus dedos, y eso provocaba que mis embestidas fueran más fuertes y más rápidas con cada segundo que transcurría. Sus piernas atraparon a las mías sintiendo toda la superficie de mi anatomía pegada a la suya, como queriendo con ese acto asegurar mi cuerpo para siempre, como queriendo hacer durar ese momento eternamente. Separé mis labios de los suyos, quería mirarla otra vez, apoyado en mis brazos lo hice sin dejar mis rítmicas acometidas, su rostro tenía algo distinto, era el mismo que conocía pero mucho más venusto, mucho más mujer, su boca entre abierta, sus ojos semi cerrados, sus mejillas sonrosadas, su pelo desordenado, sus cejas corvadas, su lengua asomada, su respiración profunda, sus labios mojados; todo pertenecía a una mujer. ¡Yo la estaba haciendo mujer!, y esa mujer preciosa, voluptuosa ahora, en un trance de lujuria afiebrada, era completamente mía, de mi propiedad. Bajé mi mirada y descubrí su pecho tembloroso, como si su corazón expuesto fueran sus robustos senos palpitantes, sus sabrosas tetas atrapadas en una agitación continua; más abajo su vientre sudaba, resplandeciente por los reflejos de la débil luz azul de la lámpara, su ombligo parecía una pequeña embarcación perdida en un mar en ebullición, un mar ocultando un volcán sumergido en latente erupción, vi como nuestros vellos púbicos se enredaban, se confundían, se descubrían y conocían, y entre ellos mi verga se perdía entera para asomarse de nuevo en toda su longitud, una y otra vez, un segundo dentro y un segundo fuera, mi verga reluciente y húmeda, cubierta con el latex transparente abriéndose paso dentro de sus entrañas, fue una visión apoteósica, deslumbrante, que me sumió en un delirio extremo, en una alteración violenta de mi estado, y sin mover mi vista de donde la tenía fija, comencé a moverme más rápido, más fuerte, más profundo, desesperado por saciar mi gula lujuriosa. Ella reaccionó conmigo, gimió sin control, de su garganta manaban unos ruidos que me volvían loco, sus uñas se enterraron en mi pecho y sus piernas me abrazaron furiosas. Con cada arremetida su cuerpo se sacudía en la cama, con cada caballada le robaba un quejido doloroso, todo se hizo escandaloso, los ruidos y los movimientos, los besos y las palabras, porque ella comenzó a hablarme, ella me decía cosas, me decía que no me detuviera, que le diera más duro, qué estaba caliente como perra en celo, lo decía entre gritos, entre jadeos agudos, sin darse cuenta, y ahí vi completarse su transformación, ahí vi de lo que era capaz lo que pugnaba entre mis piernas, Jazzel, de ser una niña hace un rato, de ser una mujer ahora, se convirtió en un animal salvaje, un animal sin consciencia entregado a sus intintos más básicos, Jazzel debajo de mí se había convertido en una gata hambrienta, irracional, en una puta libidinosa de apenas quince años. Me sentí desfallecer, la sentí más mía que nunca, me sentí amo y señor de su cuerpo y de su alma, ella era mi puta y eso me desquició. No parecíamos novatos, no parecía la primera vez, daba la impresión de que habíamos nacido y crecido haciendo ésto, y esperado una vida para vivir este preciso y anhelado momento, éramos unos profesionales consumados del sexo entregados al gozo de nuestra sucia labor, entregados con los cinco sentidos a la fusión exquisita de nuestras existencias carnales y espirituales. Sentí cerca mi final, sentí que iba a morir en la gloria restregado en los sudores, jugos y salivas, restregado en los morbosos olores corporales, cada molécula de mi cuerpo se sumía en una electricidad vertiginosa, en un cosquilleo escalofriante, y cuando llegó el fatal momento la clavé con una inmensa rabia, sin ninguna consideración; de mi boca surgió un grito desgarrador que se confundió conel chillido estruendoso de ella, me quedé empujando todo mi ser, como si mi semen al salir tirara de mi cuerpo, sentía que la arrastraba sobre la cama, que la iba a aprisionar contra la pared con el vigor de mi último embiste, la tenía literalmente atravesada en mi sable rojo y vivo, y ella en venganza, como bestia herida y acorralada, me arañaba histérica la espalda. Detenido el tiempo en ese lapso, manaba el semen como un río desbocado y caliente, con sensaciones terriblemente placenteras, emociones nuevas, potentes como de mil masturbaciones; mi pelvis casi levantaba el cuerpo de Jazzel de la cama, y la de ella se elevaba en un arco atacando a la mía. Caímos desfallecidos, abatidos por la batalla feroz, quedé sobre ella muerto de cansancio, exhausto, con nuestra unión aún fusionada entre los líquidos calientes de su interior, no dijimos nada, sólo descansamos y calmamos nuestros ímpetus, bajando las pulsaciones y la respiración agitada, volviendo las consciencias a nuestros cuerpos sudorosos y maltratados, aún nos movíamos, casi imperceptiblemente, como si la inercia del frenesí anterior tuviera que esperar un tiempo largo para detenerse por completo.
Se escuchó la música por primera vez en toda la noche rompiendo el silencio virtual en el que estábamos sumergidos, deberíamos haber estado felices, pero no fue así, algo no funcionaba, algo había fallado; habíamos hecho lo que soñábamos desde hace mucho, habíamos dado el gran paso y demostrado que ya éramos grandes, adultos con derecho a estos secretos y cómplices placeres de la carne, adultos capaces de amar con pasión, pero no podíamos dejar de sentir culpa, como si hubieramos violado una regla prohibida o traicionado nuestros principios más arraigados, a nuestras creencias, traicionado a nuestros mentores. Una lágrima corrió lenta y dormida por la sien derecha de Jazzel, y mojó sutil la cándida almohada; no dije nada, muy en mi interior sabía lo que le sucedía, esa lágrima era de tristeza, y era por los dos, esa era la lágrima amarga de la despedida, el adiós irrevocable a nuestra amada inocencia.
bueno creo que no me gusto en la forma en que se expresaba en cirtos momentos,