Lucho y yo corrimos por un herradura reposado (no añejo: eso no es tequila) a la vinata de enfrente, y al volver exigimos a Raúl que terminara la historia.
Bien, tíos (dijo). Mini y Sandra estaban en pelotas, dije, pero debí haber dicho casi en pelotas. Mini sólo tenía sus chorts de licra, que marcaban muy bien su figura y debajo de los cuales, como yo sabía, no había nada más, mientras Sandra tenía puestos sus holgados chorts. De ésta niña no hablaré, porque casi ni la vi, pero mi princesa estaba esplendorosa, con sus pequeñas tetas desafiantes, su breve cintura y esas caderas que despuntaban golosamente. Yo me acariciaba la verga y pensaba y pensaba en posibilidades de acción a cual más descabellada.
Entre tanto, en el cuarto de al lado se interrumpía el juego, porque Hernán y Juan habían ganado una mano, y Mimi dijo: “se acabaron las apuestas, mis niños”. Pero Hernán, que la miraba embobado, le preguntó “¿Puedes darme un beso?”
Mimi se levantó, mostrándose entera, majestuosa, y atrajo al pequeño bribón hacia ella. Y le dio un largo beso que me puso fuera de este mundo. El chaval le magreaba los pechos, sin cuidado ni sentido, y yo me vine -¡en mi mano, carajo!- con el mismo beso, primero del pequeño Hernán.
Como si hubiese estado esperando mi leche, Mimi se separó de Hernán y dijo “ya está bien”, y empezó a vestirse. Solo entonces me di cuenta de que Juan y Sandra también estaban besándose y también dejaron de hacerlo al oír la voz de Mimi.
Mi princesita despidió a sus amigos y una vez sola, empezó a tocarse, con furia. Se acariciaba el clítoris por encima de la licra, hasta venirse en medio de profundos gemidos. Naturalmente, mis carnales, yo también me había masturbado por segunda vez en el día, siguiendo su ritmo y viendo cómo se arqueaba bajo sus propios dedos y como su carita angelical expresaba su ansia y su placer.
Esa noche decidí como acercarme a ellos, a los que hasta entonces sólo les daba los buenos días, pero también decidí que si para el martes no había pasado nada, tomaría otra decisión. No me importaría, me dije, fotografiarla y luego hacerle un vil chantaje, pero antes intentaría no caer tan bajo.
Así llegó el día 14, sábado. Yo estaba decidido a espiar su salida, hacerme el encontradizo en la escalera e invitarme al dominó. Pero lo que vi antes de la hora fue salir a Hernán, Sandra y sus papás con los arreos típicos de quienes se vana pasar fuera un fin de semana. Entonces subí al cuarto de azotea a meditar en las alternativas posibles. Ahí estaba cuando oí la puerta de la cueva de Mimi: ahí estaba, ya había llegado mi princesa.
Venía como de costumbre: espigada y morena, con su chorcito, su top y sus sandalias. Su pelo recogido en una cola de caballo, todavía húmedo, y su mirada perdida en su propio interior. Se sentó a leer y a las pocas páginas empezó a tocarse suavemente, sin moverse de la mesa. Eran apenas unos cariñitos, unos frotamientos ligeros. Pasaron así varios minutos hasta que sin dejar de leer, se sacó los chorcitos y siguió acariciándose. Yo maldije la posición de la mesa, porque no podía verle su chochito desde donde estaba ni la manera en que se lo meneaba, pero sí veía su cara, su expresión... empezaba a sacarme la pija para la primera chaqueta del día cuando tocaron a la puerta de Mimi. Ella se asustó visiblemente y preguntó “¿quién?” y cuando escuchó “Juan”, se agachó por sus chorts.
Yo entonces tomé una decisión inmediata y salí precipitadamente de mi cuarto, alcanzando a dar la vuelta cuando Mimi abría la puerta a Juan, que llevaba bajo el brazo el dominó. Lo acompañaba el mismo guarrillo del miércoles, que, no tardaría en saberlo, se llamaba Mateo.
Saludé a Mimi, a la que apenas solía darle los buenos días, y les pregunté que si jugaban dominó, haciéndome el interesado, y a los dos minutos estaba ya con ellos. En la mesa de Mimi, con mis siete fichas frente a mi, y más atrás mi adorable princesa. Había entrado, por fin, a la fortaleza enemiga.
El juego de dominó era una vacilada: ninguno de los tres sabían más allá de poner las fichas, y la plática no fluía. Tampoco había trago ni nada, y yo les daba algunos consejos elementales. Pronto aquello devino en clase: les enseñaba a contar las fichas, a seguir al compañero, digamos, dominó para principiantes.
Finalmente se pararon los dos morrillos: naturalmente, ese día mi presencia los había inhibido, y no habían podido ver ni tocar.
Mimi y yo los acompañamos abajo, para abrirles la puerta del edificio. De regreso le pregunté qué tanto leía y empecé a sacarle plática al respecto. Cuando llegamos a la azotea otra vez ya sabía yo que acababa de leer “El club Dumas”, de Pérez Reverte, que le había encantado. Le ofrecí entonces prestarle “La tabla de Flandes”, y en vez de entrar a su cueva entramos a la mía.
Tenía yo tres repisas de libros: una, de historia y filosofía, porque según yo estaba preparándome para la Fac, otra de literatura y, la de hasta abajo, de novelas policiacas y eróticas. Mientras yo buscaba el libro prometido vi que leía los títulos de la tabla inferior. Tomó “Todo está permitido” y empezó a hojearlo y me lo pidió prestado. Se lo di, por supuesto, pero le dijo: “oye, si lo ven tus jefes nos va a ir mal”, a lo que ella respondió que no me apurara. La despedí de beso y rocé su suave mejilla, olí su sudor ya adulto y la despedí.
Me maldije los huesos por haber sido incapaz de pedirle nada, de decirle nada, pero sabía que tendría que leer la novela en su cueva y que yo sería testigo de las reacciones que le causaran. Por si no la han leído, la novela habla de una adolescente precoz que se lo monta a su gusto desde muy pequeña. Mi amada dio la vuelta y se metió en su cueva. Cuando entró, ya estaba yo en mi observatorio, listo para ver lo que ocurría.
Empezó a leer y a tocarse. Estaba como en la mañana, antes del dominó, tocándose bajo la mesa. Al cabo de unos minutos se despojó de su chort. Yo retomé la paja interrumpida desde horas atrás, cuando ella hizo algo sospechosísimo: leyendo, sosteniendo el libro con la mano izquierda, se sentó sobre la mesa y abrió completamente las piernas de modo que antes de dirigir su mano derecha a su clítoris, me ofreció por primera vez un panorama completo de su vagina. Y aunque tenía poco pelo, su clítoris, enorme e hinchado, y sus labios prietos, me llamaban a gritos. Cuando empezó a frotarse, mi mano, que hasta entonces se había contentado con acariciar la cabecita y ese delicioso pliegue que la separa del tronco, empezó, por su cuenta, a agitar mi verga a gran ritmo, tal, que cuando lo noté bajé la intención.
Sus pezones se marcaban firmemente tras la estirada tela del top y su cara empezaba a cambiar y a ponerse mala. Su dedo índice y medio buscaron la entrada de su vagina (eso lo imaginé, porque tanto no veía) y yo decidí que se había acabado.
Seguí sacudiéndomela sin misericordia mientras fantaseaba, mientras la veía. Me vine con un largo espasmo y me senté: al dpía siguiente habría que comentar el libro. Tendría que decirme algo o yo se lo diría.
(Continuará...)
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ME ENCANTA LA LECTURA EROTICA. POR QUE PARA MI ES MUY FACIL ESCRIBIRL. ME ENCANTARIA QUE ME ESCRIBIERAS Y PODER AYUDARTE ALGUNA VEZ. PERO SI ALGUIEN LO LEE PUEDO ESCRIBIRLE ALGUNAS.