“No quiero arrepentirme después/ de lo que pudo haber sido y no fue...” (popular mexicana).
“Los amores cobardes no llegan a amores/ ni a historias: se quedan ahí/ ni el recuerdo los puede salvar/ ni el mejor orador conjugar...” (Silvio).
Amé a Idalia (nos recordó Juan, como si lo hubiéramos olvidado. Lo dijo después de que Silvio terminara de cantar, en el estéreo, el maravilloso “Óleo de una mujer con sombrero”), como a mi vida misma. La amé y no lo tuve nunca. Luego tuve a Isabel. Y sigo con ella. Pero hoy, amigos, les voy a contar de mi primera infidelidad, marcada por el dedo del destino.
Viajé a Chetumal, en el extremo último de la patria, a un Congreso de (no nos importa, ¿verdad?) y al llegar a la fila del vuelo que me correspondía la vi. Hacía tres años, por lo menos que no la veía, pero el vuelco de mi corazón fue inconfundible. Ahí estaba, la maldita, la amada. Viendo su nuca, su adorable, inolvidable nuca, la curva suave de sus pantorrillas, recordé.
Cinco años antes habíamos roto definitivamente, creía yo. Luego de desearla y buscarla, de darle caza por los pasillos, de volverme (¡oh, imbécil de mi!) su mejor amigo, de decirle que la amaba y estaba a su disposición, que quería todo con ella, cayó un día. O casi..., maldita sea, amada sea.
Estábamos en su recámara. Sus padres no estaban en casa. Yo había llevado, como otras veces, dos botellas de Beujolais para beber a gusto y comentar los últimos libros, los últimos sucesos... y sin aviso, me besó.
Yo seguí besándola y nos acostamos juntos. Me dejó quitarle la blusa y ella misma se deshizo del brasiere, todo sin dejar de besarnos y tocarnos. Acaricié sus pechos, los toqué, sentí por vez primera la suavidad de una teta, la inconcebible delicia de tenerla en mi mano. Descubrí también que no había alcohol ni sustancia alguna tan embriagadora como la saliva de la mujer amada.
Bajé a sus ceñidos jeans y logré desabotonarlos. Mi mano hambrienta buscó su sexo. Mi mano llegaba por vez primera a un sexo de mujer. sentía por vez primera su cuerpo y su olor. ¡Oh, hermanos míos! No sabía yo lo que un clítoris es. Lo había leído infinidad de veces, lo había visto en láminas e incluso en alguna película (aunque en realidad me disgustan tanto las pelis porno como me fascinan los relatos del mismo tono), pero ustedes saben (que me sirvan otro trago, coño, esto no puede contarse en seco) que el clítoris es un tesoro difícil de encontrar.
No sabía lo que era un clítoris. Mis dedos ansiosos, obedeciendo a mi verga enhiesta y palpitante, lo buscaron afanosamente. En vano. Pero encontré su dulce y húmeda vagina, y mis dedos la exploraron.
Como el caballero D’Artagnan la primera vez que enfrentó espada en mano a un enemigo (detrás de Los Carmelitas, a los guardias del cardenal, ¿recuerdan?), yo, a falta de práctica, tenía una profunda teoría, y casi me muero cuando descubrí la cálida humedad de su vagina, cuando sentí sus jugos en mis dedos, porque sabía lo que eso quería decir.
Sin dejar de maniobrar ni de besarla (¿de donde sale, mis hermanos, esa tercera mano?) me deshice de mi pantalón y mi camisa (los zapatos se habían ido una botella antes). No podía más: no había amado a nadie como a ella; no había ansiado nada como perder con ella mi virginidad. Y le dije, exactamente así, con mi dedo medio dentro de su mojada y olorosa cueva: “¿Puedo entrar?” Con voz baja, muy baja, con hambre y ansia.
Y ella me dijo: “No. Tenemos que cuidarnos”. ¿Que cuidar qué, mis hermanos, qué? Pero yo no sabía, no podía, y la seguí besando y acariciando, sin poderle quitar el pantalón (no se dejó nunca), sin estrenarme, hasta que ella se durmió dulcemente en mis brazos.
Yo no dormí. No.
Y al amanecer ella despertó en mis brazos. Pónganme otro trago, carajo: aún duele.
Y le pregunté: “¿Cómo vamos a quedar?”, y como fingiera demencia le dije que ella sabía, y sabía bien, que la amaba, que yo quería ser su novio, ser el hombre de su vida, pero, y disculpen la cursilería de la cita, le dije “seré lo que tu quieras que sea”. Así pensaba yo, todavía.
Y ella dijo: “Bien. Seamos novios, pero hoy vete”. Me besó. Me fui.
Durante tres semanas sus dudas la hicieron “terminar” (¿terminar qué, si nada empezamos?) tres vecxes, y empezar otras tantas. La abrazaba. Nos besábamos, pero nunca volví a tenerla desnuda. Finalmente me mandó al cuerno. “Eres mi mejor amigo. te amo. Pero te amo como un hermano...” Alguna tontería así, como si no existiera el incesto...
Traté de ser su amigo otra vez, pero pronto comprendí que, si no me iba, seguiría atado a ella indefectiblemente. Y me fui. Le dije que me iba, en serio y para siempre (como si “siempre” existiera, hermanos míos. Otro trago). Un año después encontré a la maravillosa Isa, pero esa es otra historia.
En fin, que ahí estaba yo, recordando, viendo su nuca, su figura, la mochila que acarreaba en el avión a Chetumal. Seguro iba al mismo congreso que yo, ¿a qué otra cosa se va a Chetumal?
Subió. La seguí diez pasajeros después. Una señora de edad estaba sentada junto a ella a medio avión. Me llegué a su fila y le dije:
-Señora: viajo con esta señorita, pero no pudieron darnos boletos juntos. ¿verdad, Idalia? –le pregunté a ella, que asintió, asombrada, a la escrutadora mirada de la dama en cuestión-. ¿sería usted tan amable de cambiarme su lugar?, traigo boleto de bventanilla.
La amable dama se levantó y me senté junto a Idalia. Hacía más de tres años que no nos veíamos. Hacía cinco años que me huí de su territorio... habíamos coincidido un par de veces para decirnos “hola” y darnos un beso en la mejilla. Pero ahora estaba sentada a mi lado... y nos esperaban cuatro días en Chetumal.
¿Queréis saber lo que pasó, oh, hermanos míos?
sandokan973@yahoo.com.mx
aunque siga disertando por favor termina tu historia. Besos para ti.