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Hace unos años conocí a una chica que vino a hacerse unos análisis. Se llamaba Silvia y era argentina. Siguió viniendo y con el tiempo nos hicimos amigos.
Un día me dijo que necesitaba pedirme un favor. Necesitaba otro análisis, pero ese mes no andaba bien de dinero. Le dije que no se preocupara, que me podía pedir cualquier cosa, hasta que le limpiara los zapatos. Lo dije en broma, pero ella, riendo, me contestó:
—Bueno, pues entonces, empieza ya.
Por seguir la broma, me arrodillé a sus pies y cuando iba a limpiar su zapato con mi pañuelo, ella retiró de repente el pie, riendo. Entonces me dijo:
—Vale, ahora no. Tendrás que ganártelo.
Pasó el tiempo y seguimos viéndonos de vez en cuando. Un día me dijo que había tenido que despedir a su criada, y que ahora tenía que hacer ella todo el trabajo de la casa, lo que era un suplicio para ella. Yo me ofrecí a ayudarla cuando quisiera. Ella sonrió y me dijo
—Ok. Pues el viernes te vienes a ayudarme.
Aquel viernes la ayudé a hacer la limpieza semanal. Al terminar me dio las gracias y me dijo si podría volver algún otro día. Yo no sabía qué decir, y oí cómo mis labios decían "Claro, naturalmente, cuando me necesites..."
Las ayudas esporádicas se hicieron más frecuentes, y yo hacía casi todo el trabajo, mientras ella, sentada en el sofá descansaba y me supervisaba. En realidad, no me importaba, y creo que se me notaba.
Un día, después de terminar todo lo que me había ordenado hacer, me dijo:
—Bueno, llevas casi un año tiempo trabajando bastante bien, y estoy satisfecha contigo. Así que he decidido darte un premio. Hoy te doy permiso para limpiar mis zapatos.
Me puse rojo como un tomate. Ella se rio y me dijo:
—Vamos, ¿o es que te has echado atrás?
Me arrodillé y cuando iba a comenzar, sonrió otra vez y me dijo:
—No, no. Con un trapo no. Usa tu lengua...
Totalmente excitado, recorrí de arriba a abajo sus zapatos con mi lengua, dejándolos impecables, aunque ya estaban limpios antes de empezar.
Al cabo de 10 o 15 minutos, ella se cansó. Me hizo parar y me mandó a mi casa.
Desde entonces he ido casi todos los días a su casa. Todo el trabajo doméstico es mi competencia. Ella únicamente revisa y me riñe si no me he esforzado lo suficiente. Un día que estaba enfadada por algo de su trabajo, me amenazó con no dejarme volver si no me esforzaba más. Me arrojé a sus pies suplicando que no hiciera eso, que sería más aplicado. Ella pareció tener piedad de mí y me dejó continuar.
Al rato, me llamó y me dijo que necesitaba orinar. Le dije que acababa de fregarlo, pero que lo volvería a hacer cuando ella terminase. Entonces me dijo:
—No será necesario. Arrodíllate.
Yo no sabía qué pretendía, pero obedecí.
—Abre bien la boca y cierra los ojos —ordenó —No quiero que veas lo que no debes.
Obedecí. A los pocos segundos noté como un líquido caliente llenaba mi boca y entonces comprendí. Tragué toda su orina sin derramar ni una gota. Parecía que lo había hecho mil veces.
Al acabar sonrió y me dijo:
—Bien hecho, gusanito. En ti sí que puedo confiar.
Siempre he creído que fue una prueba. Nunca más volvió a orinar en mi boca, aunque yo desde entonces lo deseé mil veces.
Hace un año que se fue a vivir a Canadá. Al despedirse me regaló un par de sus zapatos viejos y me ordenó que los besara todos los días 50 veces cada uno.
No la he desobedecido ni un solo día...
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