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La carcajada rompió la noche, la magia, el loco sueño. Como parte de una boca negra, la risotada siniestra del animal de fuego fue devorando el amor que Adrián sentía, quemándole lentamente los intestinos. La densa nada fue tragándose los cuerpos, haciéndolos livianos, de humo, de vacío. Daniel era consciente de que su falta de control le había costado todo. Había echado por la borda nueve meses de montaje perfecto, de la sensación más deliciosa de poder sobre el otro, una comedia ridícula en la que los sentimientos eran los perfectos espectadores, un escenario en el que a diaria iban caminando bajo la piel del sol, envolviéndose en las más irrepetibles figuras, máquinas de carne que seguían el ritmo de la música fúnebre, sueños insensatos que hacían la vida más fácil pero mucho, muy falsa.
Adrián, un abogado 30 años, casado, sin hijos, mediocre habitante de la nada. Empleado público con un pasado que consumía su vida entre su pasión por la cocina, la música y su vocación por la apariencia de éxito, con demasiados sentimientos de culpa y algunas perspectivas de felicidad más allá de lo imaginable, con ciertos recursos intelectuales y un profundo sentido de lo tanático. Con una constante y obsesiva compulsión por regodearse en sus fracasos pasados y su maldita y definida fijación en los chicos lindos, muy jóvenes, de piel suave y cabellos revueltos, de ojos dormidos y locura en las formas.
Pareces parte de mí, solía pensar secretamente Adrián cuando miraba a Daniel. Le recordaba su propia historia, excepto por la soltura y el desparpajo con que asumió su opción desde muy temprano, aunque fuera solamente para él. Por el contrario, Adrián fue desde niño un reprimido impenitente, que prefería ocultarse tras sus ideas de pureza y la inmensa cobardía de su miserable corazón de pájaro enfermo, negándose desde siempre y para siempre la posibilidad de ser feliz como él quería, lo cual suponía aceptarse en lo más íntimo, en lo más profundo de su miseria y su soledad.
Fue quizás a los 9 años cuando Adrián comenzó a perturbarse al descubrir que sentía cierto tipo de atracción por los chicos más que por las chicas, algo extraño teniendo en cuenta su trayectoria de normalidad e inocencia. Estudiaba en el único colegio decente de su pequeña ciudad, religioso y sólo para varones, lo cual no hacía sino marcarlo o predestinarlo para la larga cadena de frustraciones y dolor que lo acompañaría toda su vida.
No fue sino hasta el comienzo de la secundaria cuando sus sospechas se confirmaron secretamente, su inclinación era clara, pero su miedo era mayor. Bajo la influencia de su abuela dominante, entre la moral enfermiza de los curas y su propia búsqueda de la normalidad, se fue perfilando una adolescencia marcada por el halo de la infelicidad, la sombra de lo efímero, lo mortal, la negación de su propia esencia. Una negación que perennizó el dolor del lado del alma, de esa orilla en donde la soledad se aferra a los huesos y convive con los nervios, con la materia humana, con la piel.
En el barrio de diez manzanas en el que creció sólo había una chica que le interesó. Ella, con sus cabellos castaños y su carita de imperfecta lujuria juvenil le despertó algunas tenues emociones en el despertar de su sexualidad, ella y los más de doce muchachitos que poblaban las calles de la urbanización, todos ellos perfectos para sus ojos pero improbables para su realidad. Era imposible que él sintiera lo que sentía, por eso el sufrimiento lo visitaba cada tarde, cada noche, entre las tareas y la televisión, entre los discos antiguos de los abuelos y la soledad más abrumadora jamás sentida.
Así pasaban los días en esa ciudad de playas y campiñas, de extraños y curiosos, de fantasmas y forasteros, de locos y chismosas, entre torturas y juegos solitarios, abrazado por la inquietante certeza de que sería un muerto en vida, en ser sin emociones, un espanto vestido de blanco, una sombra sin rumbo. La soledad se puede mostrar de las formas más inefables, y todas ellas decidieron darse a conocer a Adrián, en la niñez y en la adolescencia, perdido entre las tardes friolentas, encaramado entre sus irreales sábanas, sintiendo la burla de la vida, la que lo había colocado en un espacio y tiempo para negarle lo que miraba a través del vidrio, en los retratos de los muchachitos felices de la calle. La soledad respiraba en su nuca cada noche, calentaba sus noches, le producía los primeros placeres, lo masturbaba, le hablaba al oído, lo asfixiaba y le decía sus preparados planes, como cuando el villano le cuenta al espía sus preparativos para destruir el mundo antes de intentar matarlo, regocijándose en su maldad y segura del éxito. Sólo que en las películas el héroe suele triunfar. En la vida trunca de Adrián, su constante vivencia de soledad le adormeció las emociones, le cerró las preguntas, le canceló la sonrisa.
Ya en la universidad, apenas desligado de la locura de vestir sotana, su mente comenzó a dar signos de imposibilidad. Entre la convulsa evolución de su cuerpo, con la llegada de su madurez sexual, y la represión a que se sometía religiosamente cada día, su camino era intolerable, anormal. Sus días eran de constante mentira, la búsqueda de lo insabido, lo inasible, dándole golpes a su creatividad y a su alma herida por el miedo y el dolor de la negación. Como signado por la negra nube atroz de la soledad, descubrió la manera de huir definitivamente de sus pesadillas y de la brutal idea de ser diferente a los demás hombres.
Comenzó su aventura de vida feliz, de amigos inseparables, de cursos mediocres, de alcohol industrial, poesía sentida y poses de bohemio descuidado, intelectual de alcantarilla, vagando entre las sombras de las calles más sórdidas de Lima, rodeado de orines y ebrios, comidas baratas y alguna que otra droga imprecisa.
José María estuvo en esos momentos perfectos, momentos intensos, furiosas muestras de la vida que se arranca de las manos, que cercena la carne. José María, poeta, bohemio, gay, hermano indudable, confesión abierta, pero ante todo un amigo mayor. Él lideró las noches sangrientas de Magdalena, entre vigilantes proveedores y consumidores eternos, con galletas de soda y leche condensada. Él se fue en medio de la locura, tras el incandescente deseo y el distante sol. Él le dejó a su hijo el legado ciego de la inconstancia y las secretas locuras innombrables de las noches vagas de la vida sola. Él, el pequeño chamán, espera sin saberlo el momento para saltar a la muerte desde la sonrisa de un nuevo loco, suelto en la Lima sucia de la poesía y las eternas sedientas almas que postrados en su pos tendrán el coraje de vivir.
Fuera de ese círculo inefable de gente intensa, suicidas hermosos y adictos innecesarios, Adrián pudo conocer entre los pabellones de la universidad, a orillas del Río Maranga, a un grupo de amigos más usuales: el gordo bonachón, comprensivo y cómplice, el niño alocado y nervioso, a la chica madura y al escritor exitoso. Ellos le significaban la cordura, la tolerancia y la normalidad que la vida le negó desde el séptimo mes del embarazo de su madre.
Por esos años, su mente, enferma de pena, buscó en Beatriz la vida feliz. Cómo duelen los errores. Esa forma de ser, tan simple, amor verdadero, sincero, alma fundida, piel vibrante, palabras bonitas, cariño sentido, caricias lejanas, pureza y todas las cosas que un ser humano puede anhelar, desde la limpia cara de ángel hasta el ser de mujer total, sin reparos ni rencores, solamente el amor, el eterno amor, el ciego amor, el viejo amor.
Daniel era niño cuando su padre murió. Su madre, una mujer realmente prescindible, le había dicho que antes de cumplir los 4 años, unos asaltantes le arrancaron la posibilidad de crecer en una familia común, dándole tres balazos al querer resistirse al despojo absoluto. Como sea que fuere, todo lo que la vida le había empezado a dar se lo quitó, empezando por las ilusiones, las palabras, los cariños, los abrazos y las propinas. Con la sombra de las dudas y los insultos majaderos de los insensibles, fue creciendo hasta darse tiempo para pensar en por qué le gustaban más los chicos que las chicas.
Su madre era una persona intolerable, consumida por el fanatismo de una secta que le proporcionaba menos paz espiritual que posibilidades económicas y que significó una tortuosa niñez para el pequeño Daniel. Hacia los 11, saliendo de un colegio para entrar a otro, las palabras de la madre eran como martillos en las sienes y las mentiras del adolescente se hacían reales en su mente. En este momento, creo yo, se gestó el pacto de los lobos, el acuerdo de la locura, ese arreglo para destruir las vidas de los que se opusieran al proyecto demente de utilizar a las personas en su beneficio. Y Adrián fue esa víctima perfecta, el tonto útil que derramó su amor pérfido en los largos meses de esa mentira nefasta que le arrancó no solo lágrimas sino también vida, pedazos enteros de vida.
Cuando Daniel vio por primera vez a Adrián esa noche de febrero, en la puerta del supermercado, supo que sería fácil engañar una mirada tan simple, tan anhelante, tan pobre. No hubo manera alguna, ni remotamente, en que Adrián se diera cuenta de que las verdades que él ocultaba eran mínimas comparadas con el célebre montaje que Daniel había urdido en torno de su vida, hasta succionar toda su paz, toda su alma. Esa primera noche fue magnífica. Los cuerpos obedecían a las mentes y las locas formas jugadas contra la luz en ese secreto hotel de Lince compusieron la sinfonía casi perfecta de una irrealidad alcanzada con mucho dolor. Y utilizando sus almas como armas de fuego, lanzaron al aire gritos de furia, sexo incontrolable, pasión encerrada, miradas esquivas, amor a piel abierta.
Durante casi 9 meses el juego se había presentado de la manera más increíble. Adrián había perdido el juicio y Daniel la vergüenza. Te amo, diariamente se decían, en todos los idiomas, en todas las formas y en todas las poses, consumidos por el fuego del amor, o lo que más se parecía. Vivían sus vidas entre el trabajo y el estudio y las mentiras consuetudinarias, las de sobrevivencia, pero mientras que para Adrián eran las necesarias para Daniel eran una forma de vida. Envueltos entre sábanas viejas y acompañados por la suficiencia de lo único, llegaron a convivir de cierta manera en una habitación alquilada que les regalaba privacidad y la posibilidad de preparar su vida juntos. Pero Daniel quería más, lo quería todo, no solo las palabras, las intenciones, las locuras, lo quería todo.
Para setiembre, mes en el que ambos cumplían años, las mentiras verdaderas y ese juego estúpido llamado amor habían alcanzado niveles inimaginables. Adrián había anunciado en casa que se separaría y Daniel había renunciado al trabajo. Era claro quién estaba dando más de sí en la vorágine del amor que ambos se habían empeñado en llevar hasta el fnal. Y como muchas historias de fracaso, ésta tiene mucho de irreal, deforme mareo con el que tropiezan los personajes a cada paso que deciden dar. Todos los esfuerzos de la mente por la lucidez se desvanecían entre el látex y las preciosas mentiras que Daniel reservaba para Adrián, muñeco absurdo de ese escenario burdo tramado para terminarlo, destruirlo.
La infamia pudo haberse descubierto esa noche de octubre en la pequeña habitación. Adrián le quiso regalar a su joven amor de diecinueve años la oportunidad de invertir los roles, combinar las carnes para sentir la entrega en otro nivel. Al interior de una pareja, el sexo carece de reglas, patrones, idiomas. Adrián no vio sino amor en los ojos de Daniel, pero la farsa tiene sus defectos, fugas de sensatez, raptos de verdad que no siempre puede manejar ni el más hábil de los timadores. Y en ese momento una carcajada rompió la noche, como parte de una boca negra, la risotada siniestra del animal de fuego fue devorando el amor que Adrián sentía, quemándole lentamente los intestinos.
La mirada que tuvo al frente no era la de su Daniel, la del muchachito flaco y lindo que había conocido en la puerta del supermercado, esos ojos lágrima que tantas veces tuvo cerca, esos ojos labio que tantas veces besó con dulzura, esos ojos cabello que tantas veces acarició en la noche, esos ojos dormidos que tantas veces cobijó en su pecho, simplemente no era real... El choque con esa realidad equívoca fue un hielo puesto bajo las plantas de los pies, fue un frío corte sobre el viejo cansado corazón, un latigazo sobre el alma, vértigo indecible que derribó su inestable armazón de cartas, soplo horrendo de hálito negro sobre la cara oculta de sus labios, cruel y desdichada forma de abrir los ojos demasiado tarde.
Esa noche Adrián amó y murió, para siempre. Y no habrá forma posible en que su alma cansada vuelva a latir, a sentir, a vivir. Daniel consumió sus esfuerzos en regresar el tiempo sin éxito. Los fantasmas siguen vagando por las calles de Lince, esperando que Adrián les muestre el camino, el irremediable y largo derrotero de la soledad, la lenta soledad que negra acompaña su sueño y puebla su vida, la que le hace el amor y lo cobija cada noche. Los ojos de Daniel siguen diciendo mentiras, revolcándose entre llantos y regalos de nuevos tontos útiles que aparecen de noche, sólo de noche, en la puerta de algún supermercado.
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