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Categoría: Lésbicos

Visitas inesperadas

Tal y como lo hacía desde que se casaran, Damián se había acostado a dormir la siesta con que todos los sábados se premiaba a sí mismo por las horas que su trabajo le demandaba durante la semana.
Como buena porteña, Nélida no era afecta a esa costumbre provinciana y aprovechaba esas tres horas en que su marido se sumía en tan profundo sueño que muchas veces debía recurrir casi a la rudeza para despertarlo, para darse ella también un respiro; sentada a la mesa del comedor diario, con un atado de cigarrillos y una buena jarra de café, se perdía en la elucidación de juegos de ingenio contenidos en varias revistas que no dejaba faltar en la casa.
El inesperado toque del timbre la sobresaltó, ya que no esperaba visitas y al observar por la mirilla, se vio sorprendida por la presencia de Bernarda e Irene, las hijas de la que fuera su mejor amiga y que tras de su muerte desaparecieran del barrio; no tardó un segundo en abrir la puerta con una sonrisa alborozada en sus labios para estrecharlas en un abrazo y hacerlas pasar inmediatamente.
A pesar de los más de cinco años transcurridos, las chicas no habían cambiado en lo absoluto y según pudo apreciar de un vistazo, un leve engrosamiento solo había servido para dar más solidez a sus formas aunque sin abandonar la estilizada figura que las hacía parecer más jóvenes de lo que en realidad eran, ya que Bernarda debería de alcanzar la treintena e Irene, la menor, tendría entonces veinticinco o veintiséis.
Sentadas a la mesa, pero haciéndolo en voz baja porque ella les recordara que Damián dormía su sempiterna siesta, se enteró que vivían en Del Viso, que por distintas razones a las que comprendería enseguida no tenían pareja y que en realidad habían venido a visitarla por una duda que tenían sobre ella desde que eran jovencitas sobre esa enigmática amiga de su madre que no soltaba prenda en cuanto a su sexualidad en las conversaciones íntimas a que eran tan afectas.
Turbada y confundida porque sólo esa inquietud las llevara hasta su casa, se extendió en una larga explicación del por qué de su reserva cuando en ese entonces era tan joven como ellas ahora, sin prestar atención cuando Irene se levantó para ir supuestamente a buscar un vaso con agua, se sobresaltó cuando la joven apoyó la pelvis contra su espalda y extendió sus manos para, desde los hombros, dejarlas escurrir sobre el pecho hasta envolver los senos en un delicado sobamiento; increpándolas en irritada sordina sobre esa conducta agresiva y asquerosa, trató de levantarse pero la joven era más fuerte de lo que suponía y apretándola con suave prepotencia contra el respaldo de la silla, le impidió moverse.
Bernarda no permanecía ociosa y recordándole con sugestiva picardía que no debería importunar a su marido, se acercó a su hermana y entre las dos corrieron la silla para separarla de la mesa; en tanto Irene acrecentaba el estrujamiento a los senos aun por sobre la ropa, la mayor se ahorcajó sobre sus piernas para decirle con traviesa lasciva que con ellas conocería un mundo de placer que desconocía y al cual no desearía abandonar jamás después de vivirlo.
Tomando entre sus manos el rostro de la despavorida mujer, acercó los labios a su boca para rozarla en una tierna caricia que no llegaba a concretarse en un beso; alarmada por aquel intento homosexual, comprobó como las manos de Irene abandonaban los senos para asir sus brazos y llevándolos hacia atrás dolorosamente, la inmovilizaba totalmente.
Indignada, Nélida cerraba fuertemente la boca y trataba de menear la cabeza, pero las fuertes manos de la mujer se lo impidieron e insistió en el besuqueo hasta que, falta de aliento, tuvo que separar los labios y entonces los de Bernarda se posesionaron como una ventosa de ellos; aunque el lesbianismo siempre fuera un interrogante íntimo que la inquietaba, nunca había pensado en intentarlo pero sí preguntarse que experimentaría una mujer teniendo sexo con otra: ahora y a sus cuarenta y dos años, sin haberlo tan sólo insinuado, veía que iba a ser sometida sexualmente no sólo por una sino por dos.
Si los cuarenta marcan una bisagra en la vida de una mujer por lo que significa entrar en la madurez adulta pero a la vez supone acceder a un nivel más alto de la sexualidad, en ella se cumplían todos los requisitos, ya que como decía Damián, vivía permanentemente “alzada”, seguramente por la alteración glandular y hormonal que anticipa la proximidad del climaterio; conciente y culturalmente, se negaba de plano a esa asquerosidad, pero en lo profundo del inconsciente, una pizca de libidinosidad agitaba no sólo su mente sino que establecía un picor que, simultáneamente, trepaba por la columna vertebral desde la zona lumbar y profundizaba en las entrañas con pulsantes puntadas cálidas.
La boca virtuosa de Bernarda hacía prodigios en la suya, tanto chupeteando los labios como succionándolos o llevando la lengua vibrante a explorar ese lugar sensibilísimo que los une a las encías e involuntariamente, su lengua se atrevió a ir al encuentro de la invasora; jamás ni se le había cruzado por la imaginación besar a una mujer, pero algo muy metido en ella, un ansia primitiva, la hizo abandonarse a los labios de la muchacha y respirando afanosa por la nariz, acometió el succionar con la misma vehemencia con que esta lo hacía.
Bernarda no la forzaba ni trataba de ser violenta y los labios carnosos envolvieron los suyos para iniciar una especie de masticación al tiempo que la lengua se introducía a la boca rebuscando en ella y la suya la enfrentó envalentonada para trenzarse en una lucha incruenta pero infinitamente agradable; al ver su respuesta instintiva, Irene le soltó las manos y en tanto ella alzaba los brazos para abrazar de forma inconsciente a Bernarda acariciando su espalda y aferrándola por la nuca, Irene se ocupó en ir levantando hasta su cuello la remera que la cubría para descubrir la desnudez del torso y en rápido acuerdo tácito con su hermana, sacarla rápidamente por la cabeza.
Tal vez complacida al ver su pechos desnudos por la falta de corpiño, la más joven dejó a sus dedos tantear tiernamente los senos como para comprobar su tamaño y consistencia; ciertamente, aunque no eran espectacularmente grandes, los pechos de Nélida conservaban una consistencia que seguramente envidiaría más de una chica joven, ya que ella se ocupaba en mantenerlos solidamente lozanos a través de masajes con cremas estimulantes y tonificantes y ahora, la maciza contundencia de la comba y la superficie plagada de gránulos sebáceos de las aureolas más la proyección de los gruesos pezones, se ofrecían como un ansiado manjar para las mujeres.
Mientras su hermana volvía a sometes a su boca la maravillosa acción de sus labios y lengua, los finos dedos de la más rubia de las chicas ya no tantearon con sutileza, dedicándose a sobar las carnes y en razón del endurecimiento que acompañaba la excitación de Nélida, rascaron tenuemente las dilatadas aureolas para luego alcanzar la cúspide donde se alzaban desafiantes los ya erectos pezones.
El único pensamiento que no permitía relajarse a Nélida ya no era ser sometida por dos lesbianas sino el hecho catastrófico de que en ese forcejeo alucinante, dejaran escapar sonidos que despertaran a su marido y en tanto despegó su boca forzadamente de la de Bernarda, les musitó que para el bien de todas, no lo hicieran allí sino en el sillón del living, más alejado del dormitorio.
Complacidas por su mansa aceptación y dándole la razón en obtener mayor privacidad, las hermanas la condujeron con morosa lentitud hacia el oscuro living en medio de besos y caricias, donde la despojaron de los pantalones y la bombacha para hacerla sentar en el medio del largo sillón; curiosamente, a Nélida no le importó exhibir su cuerpo enteramente desnudo ante ellas y en cambio observó con golosa curiosidad como las longilíneas muchachas se desvestían rápidamente, dándose cuenta cuanto no sólo la complacía sino la excitaba contemplar sus formas plenas y apetitosas.
El corto cabello rubio no hacía sino destacar en sus largas figuras la contundencia de pechos, nalgas y muslos y luciendo como si fueran gemelas a pesar de la diferencia de edad, concitaron a la mente de Nélida tan libidinosos pensamientos que por un momento hasta dudó de su cordura, ya que no sólo las deseaba sino que ansiaba conocer como era ese sexo que ya no le resultaba tan antinatural y a despecho de saber a su marido tan sólo separado por una pared de ella, no le importó y las acogió sonriente a su lado cuando se sentaron arrodilladas a su lado.
De sus cuerpos jóvenes brotaban fragancias que Nélida desconocía, una mezcla de cosméticos con sudores y ese almizcle propio de las mujeres en celo que repentinamente inundó la pituitaria para instalar en el fondo de sus entrañas una rara comezón. A pesar de los nervios, mantenía una calma aparente que dio a la chicas la impresión de que ya no habría problemas y aunque ella aparecía pasmada a la espera de cómo se desarrollarían los acontecimientos, no trataron de apurar las cosas; arrimándose hasta que a través de la piel le transmitieron el calor de sus cuerpos ardientes, una por cada costado, acercaron las lenguas tremolantes a su cuello para, después de ese primer contacto que la estremeció, perderse en el hueco detrás de las orejas para recorrerlo morosamente y luego de fustigar el pequeño colgajo del lóbulo, encerrarlo entre los labios succionantes.
Eso y los lengüetazos dentro de la oreja no era una cosa que la excitara particularmente como pensaban los hombres; antes bien, esas cosquillas la molestaban bastante, pero fuera por la ternura que las chicas ponían en el acto o porque en definitiva le gustaba que se lo hicieran mujeres, el delicado chupeteo puso un ansioso gemido en su boca y entonces, tanto Bernarda como su hermana, alternaron la acción de los labios con la de los dientes que en menudos bocados, apresaban y roían sin herir la carnosidad entre ellos.
Las manos que acariciaban apenas con las puntas de las yemas al cuello y lo alto del pecho, fueron derivando hacia abajo sobre el rubicundo salpullido propio de la excitación hasta alcanzar las estribaciones de los senos que a su contacto se estremecieron conmovidos, provocando que Nélida clavara los dientes en el labio inferior en inconsciente represión a sus quejidos; era que los pechos constituían una de las regiones más eróticamente sensibles de su cuerpo y ante el avance de los dedos para palpar y sobar suavemente la abultada teta, un impensable sí escapó de su boca.
Las de las muchachas no permanecían ociosas y derivando desde las orejas hacia las mejillas en cariñosos besos, la de Irene trepó hacia las sienes para recorrer lentamente la frente, bajar a los ojos sobre los párpados, delinear el perfil de la nariz, reconocer la elasticidad de las narinas palpitantes para finalmente acercarse a las comisuras de los labios y la de Bernarda, se entretuvo explorando junto a la lengua la curvada línea de la mandíbula, verificó la firmeza de los tejidos debajo del mentón y morosamente bajó por la tráquea hasta el hueco en que se unen las clavículas sorbiendo el sudor que comenzaba a acumularse en él, haciendo la mismo con los dos de los costados para finalmente comprobar las escalonadas lomas que forma el esternón y sobre ellas descendió hacia el valle que separa los senos.
Ese nuevo y desconocido regocijo sacaba de quicio a Nélida, pero se dejaba estar como suspendida para gozarlo con más intensidad mientras su parte consciente le preguntaba cómo haría para silenciar los ayes y gemidos con que normalmente expresaba su placer, pero la llegada conjunta de las muchachas a sus objetivos no le dejó pensar, ya que mientras Irene jugueteaba con sus labios en mimosos chupeteos y la lengua imperiosa hostigaba a la suya en rápido meneo, la lengua tremolante de Bernarda ascendió en lenta espiral por las colinas del seno que manoseaba, sorbiendo el húmedo sendero que dejaba con deliciosas succiones de los labios.
Veinte años de matrimonio y la dedicada atención de Mariano desde que se pusieran de novio, habían contribuido no sólo a la consolidación de los pechos, sino que, sumada a la sensibilidad aportada por la lactancia de su hijo por la que muchas veces obtuviera estremecidas satisfacciones similares a sus mejores orgasmos, había trabajado como un orfebre con lengua, labios, dedos y dientes para llevar su susceptibilidad al máximo nivel del goce; ahora, la casi etérea punta de la lengua de la muchacha la remitía a sus mejores momentos de excitación, cosa que su marido no realizaba desde hacía rato, resumiendo la ejecución de los coitos a una agresiva posesión que, por hábito, la dejaba satisfecha.
La fina punta recorriendo recurrente los senos en un recorrido exasperantemente despacioso, más el estrujamiento de los dedos sumados a la deliciosa variedad de besos con que Bernarda se extasiaba en su boca, desde el suave chupeteo a los labios hasta la inquisitiva presencia de la lengua en el interior o la succión irresistible que actuaba como una poderosa ventosa que la dejaba sin aliento, la hacían transitar una circunstancia gloriosa que ni hubiera imaginado jamás poder vivir y sus manos manifestaron su complacencia, acariciando las rubias testas de las chicas.
Ante su respuesta y dado por sentado sus consentimiento, la chicas incrementaron su accionar; Bernarda enviando una manos a auxiliar a Irene en el estrujamiento a los senos y esta, sin dejar que su boca cesara de hacer estremecer a la mujer mayor por la combinación con que labios, lengua y dedos se abatían fervorosos sobre la mama, dejó a la mano que sojuzgara tan deliciosamente al seno, deslizarse en una lenta exploración que, partiendo desde el mismo esternón, recorría el surco que marcaba la musculatura del abdomen.
Las yemas y los filos de las uñas tanteaban las carnes como comprobando su textura que, a pesar de la gimnasia y las dietas, los años se encargaban de modificar con una nueva flaccidez que la desesperaba pero que a la muchacha parecía contentarla; provocando cosquilleos en el bajo vientre a la columna de Nélida, indagaban curiosos sobre la blanca piel que ya mostraba una débil pátina de transpiración, investigaban el hueco del ombligo y finalmente se escurrían sobre la comba de la pancita por el tobogán que los conduciría al notorio Monte de Venus en el cual nacía el triángulo recortado de una espesa alfombrita dorada que testificaba la autenticidad de su rubio cabello.
El sentir tan exquisita caricia en los alrededores del sexo enardecía a Nélida, ya que nunca una mujer había transitado ese camino y esperaba angustiosamente cómo terminaría ese recorrido y, junto con la boca de Bernarda con la que intercambiaban lengüetazos y chupones por los que mezclaban sus fragantes salivas, más los pellizcos y sobamientos a los senos y la exquisita labor de los dientes y uñas en sus pezones. Dos dedos de la más joven transgredieron la sutil alfombrita para tomar contacto con la capucha del clítoris que, a esa altura ya congestionado por la afluencia sanguínea, se mostraba erguido, sobresaliendo de la rendija que lo cobijaba.
Aunque ella misma matizaba sus despertares matinales cuando, boca abajo para no evidenciar que lo hacía, hundía una mano por debajo de la bombacha y se masturbaba concienzuda y morosamente hasta que, sin llegar al orgasmo, obtenía una gratificante paz que la sumía nuevamente en el sopor, el contacto casi eléctrico de esos dedos que no eran suyos la galvanizó y con infinita alegría, los sintió hundirse entre los labios mayores de la vulva para aventurarse sobre los fruncidos colgajos del interior.
Cuidadosa de la higiene y la sanidad, revisaba periódicamente su sexo con ayuda de un espejo e inspeccionaba meticulosamente cada meandro del interior, con lo que conocía perfectamente la abundancia de los labios menores que en fruncidas ondulaciones rodeaban al liso óvalo en el que se ubicaba el agujero de la uretra. Solía palpar esos recovecos a la búsqueda de bultitos o gránulos que pudieran marcarle alguna anomalía y en ese proceso los recorría cuidadosamente, tanto los lóbulos que formaban protegiendo la entrada a la vagina como levantando el arrugado capuchón sobre el cegado clítoris y era tal su escrupulosidad que muchas veces esos tanteos terminaban en una frenética masturbación.
Ahora eran los prudentes dedos de Irene los que parecían repetir esos contactos y los tejidos condicionados por aquellos restregones, transmitían a su cuerpo y mente todas las mejores sensaciones que puede esperar sexualmente una mujer; aunque los besos ardorosos y los dedos de Bernarda retorciendo delicadamente al pezón con alternados hundimientos de las uñas en la carne y la boca de su hermana chupando profundamente al otro en combinación con el suave roer de los dientes la cegaban de placer, el tránsito de los dedos en su sexo la introducían a un mundo tan gozoso que, sin dejar de acariciar sus rubias mechones, dejaba escapar sordos gemidos en los que involuntariamente expresaba su satisfacción.
Como una parturienta, pujaba con la pelvis y eso hacía que la tierna labor de los dedos fuera convirtiéndose en exquisito restregar que iba enardeciéndola cada vez más y cuándo Irene hizo a los dedos escarbar en lenta penetración la vagina, creyó enloquecer de placer y despegando trabajosamente su boca de la de Bernarda, proclamó su imperiosa necesidad de acabar.
Como la idea de las muchachas era complacer a la mujer complaciéndose para poder conducirla a compartir con ellas las más perversas
practicas del sexo lésbico, Bernarda abandonó su boca para llevar a reemplazar a los dedos sobre la mama y así las dos hermanas unidas sometieron los pezones a una variedad insospechada de lengüeteos, chupones y mordiscos que hicieron comprender a Nélida cuanto había estado equivocada en su desprecio hacia las tortilleras, como las denominaba ella en forma denigrante.
De su boca liberada comenzaron a surgir incoherentes palabras de pasión, lujuria y alabanzas hacia las chicas, ya que estas habían unido sus manos para complementarse, la una rascando con prepotente ternura el bultito del Punto G dentro de la vagina y la otra, estimulando en sabias friegas la erguida masa del clítoris que alternaba con rápidos periplos sobre los hinchados frunces de los labios de los cuales extraía los humores con que lubricaba el diminuto pene femenino.
Nélida desesperaba de tanto gusto y debía morderse los labios para evitar romper en estentóreas exclamaciones, pero suplía eso con ahogados sollozos e hipaba convulsivamente por las contracciones uterinas que agitaban su pecho y sí, bramó sordamente cuando Bernarda descendió a lo largo del torso e instalándose entre sus piernas, separó con ambas manos las piernas que ella encogía instintivamente para dejar que su boca se instalara como una ventosa sobre el sexo; los dúctiles labios se movían exquisitamente a lo largo de toda la vulva, besando y atrapando entre ellos las carnosidades que quedaron expuestas al separar los labios mayores con dos dedos y, mientras Irene restregaba ahora al clítoris, las introducía a la boca para, casi masticándolas, estrellarlas contra la parte interior de los dientes.
Semejante minetta conmovía a quien era una ferviente cultora del sexo oral pero que nunca había disfrutado de esas sensaciones que, aparentemente, sólo una mujer puede provocar en otra y pidiéndoles con voz enronquecida y baja que no cesaran en darle tanta felicidad, pujaba fuertemente contra la boca; Bernarda puso entonces en acción a su lengua que, tremolante como la de un reptil, inició un moroso periplo que la condujo a disputar con los dedos de su hermana sobre el endurecido clítoris, descendió vigorosamente por los ennegrecidos frunces, los separó para escudriñar la lisura del óvalo y los pellejitos de la uretra, llegando finalmente a estimular los tejidos que orlaban la entrada a la vagina y cuando Nélida acezaba en espera de que introdujera en ella, descendió aun más para alojarse sobre la oscuridad del ano.
Este tenía una connotación contradictoria para la mujer mayor que, a lo largo de los años había conseguido gozar verdaderamente de las sodomías con las que solía premiar esporádicamente a su marido, pero todavía primaba en ella el criterio atávico de que esa zona era básicamente sucia y desagradable por lo que su uso específico significaba; sin embargo, la vibrante punta de la lengua agitándose sobre los esfínteres le proporcionaba una desconocida sensación de agrado y cuando la lengua se envaró para concentrarse en la introducción, fue la revelación de que una nueva dicha la esperaba y aflojando mansamente los músculos que apretaba por instinto, percibió como el órgano se introducía en el recto.
A Bernarda la entusiasmaba poseer a otras mujeres analmente y especialmente si eso se convertía casi en una violación como al parecer sucedía con Nélida y pugnando contra el haz de esfínteres que ya no le ofrecía resistencia, fue introduciéndose a la tripa como un diminuto pene, agregando la penetración de un dedo pulgar a la vagina; el goce era tan profundo que Nélida incrementó las caricias a la cabeza de Irene en tanto la otra mano bajaba para acompañar a la suya en el sometimiento al clítoris, mientras mascullaba su asentimiento en innumerables sí.
La joven lesbiana comprendió que verdaderamente la mujer estaba a punto y sacando la lengua del ano para llevar la boca a chupar con violencia al clítoris, la suplantó por el mismo pulgar que estaba en la vagina e introdujo en aquella tres dedos de la otra mano ahusados como una cuña para comenzar una verdadera cópula que embraveció a la amiga de su madre cuya pelvis se meneaba a imitación de un coito.
Realmente a Nélida le importaba un bledo si su esposo las escuchaba y en medio de roncos bramidos y entrecortados sollozos, expresó a las muchachas como las riadas de su orgasmo fluían desde el útero para manar abundantes a través de la vagina y así, en medio de su proclamación, con el fluido chasquido de las bocas en el clítoris y pezones, los jugos excedieron al sexo, escurriendo sonoros entre los dedos fálicos.
Con los dedos de una mano apretando férreamente la cabeza de Bernarda contra ella y la otra tapándose la boca para reprimir los ayes, gemidos y sollozos que la acabada le provocaba, sintió como las chicas la acomodaban a lo largo del asiento y, seguramente enfervorizada por lo que había obtenido, la joven colocaba bajo sus axilas las piernas encogidas y su boca volvía nuevamente a engolosinarse en su sexo; verdaderamente y sintiendo aun los espasmos del orgasmo, el juego perverso de labios, lengua y dientes en su entrepierna le pareció una exquisitez nunca antes experimentada y cuando separó los párpados aun encharcados por las lágrimas del goce, vio ante sus ojos el sexo palpitante de Bernarda.
No hacía falta ser una luz para comprender las intenciones de quien era casi como una sobrina y decidiendo satisfacer una cada vez más acuciante curiosidad, se dijo a sí misma que ese era el momento y lugar para comprobarlo; extendiendo sus manos para acariciar las sólidas nalgas de la muchacha, aspiró con fruición las flatulencias que dejaba escapar la vagina y llevó los dedos a separarlas.
Por los videos porno con que junto a su marido calentaban motores antes de una buena encamada, conocía sobradamente lo que era la zona genital de una mujer pero jamás, a pesar de los primeros planos, pudo imaginar lo que verdaderamente era; ni en su más alocada fantasía había sospechado siquiera el impacto que semejante espectáculo produciría en ella y miraba arrobada la comba carnosa de esa vulva totalmente desprovista de vello alguno y por cuya rendija entreabierta escapaban los filos de lo que ella suponía eran los labios menores.
Más arriba y apenas separado del sexo, un rosado haz de esfínteres marcaban al ano que tenía una curiosa forma, ya que los bordes se alzaban como un diminuto volcán cuyas laderas eran surcadas por hendeduras concéntricas que confluían al cráter del recto y allí, en la cúspide de la vulva, se erguía totalmente erecto un clítoris al que seguramente la continua práctica había dado un crecimiento fuera de lo normal.
Lo que la muchacha ejecutaba en su sexo era maravilloso, ya que una vez saciadas sus ansias por acabar, las carnes parecían haber incrementado su sensibilidad y el goce de la fantástica minetta se esparcía por cada rincón de su cuerpo.; tentada por el panorama que tenía ante sus ojos, levantó la cabeza y manteniendo los glúteos separados, buscó con la punta aguzada de su lengua tremolante el curioso ano.
No le faltaba experiencia en esa práctica, ya que junto a su marido disfrutaban intensamente practicándosela recíprocamente en algunos de sus encendidos sesenta y nueve; por eso fue que el órgano tremoló en viva estimulación sobre el montículo y la impresionó el fruncimiento involuntario de la muchacha, lo que sólo sirvió para incrementar sus ansias y a los azotes del órgano, sumo la actividad de los labios que, primero besando y luego adhiriéndose a él como una ventosa, ejercieron tan complaciente aceptación en Bernarda quien, despegando la boca de su sexo, proclamó en alegre sordina cuanto la satisfacía aquello al tiempo que la calificaba con amorosos adjetivos de vieja puta y tortillera.
El suave meneo de la pelvis de la joven incentivó a Nélida y abrazándose a sus muslos, se dedicó con verdadero afán a lamer y chupetear ese ano que se le ofrecía dilatado para que ella pudiera introducir su lengua en la tripa y degustar los sabores agridulces de las mucosas, provocando como contrapartida que aquella le elevara aun más el cuerpo para poder alcanzar su ano e imitándola, se enzarzó en tan fantástico trabajo que hizo a la mujer mayor complementar a la boca con la introducción del índice a la tripa.
Lo que hacía para contentar a su marido, en Bernarda le proporcionaba un deseo loco y una sensación de prepotencia masculina que ignoraba poseer e introduciendo totalmente el dedo, inició una mínima sodomía que hizo prorrumpir en apasionados asentimientos a la muchacha quien suplantó a la boca por uno de sus pulgares en idéntica sodomía que las hizo retorcerse de puro placer.
La boca de Bernarda se trasladó nuevamente al clítoris pero en tanto lo succionaba enfáticamente casi con violencia, seguramente aportado por su hermana, apoyó la ovalada cabeza de un miembro artificial sobre la boca de la vagina que, en principió sobresaltó a Nélida, ya que no esperaba que los bolsos de la chicas fueran una fuente de artilugios sexuales que le provocarían inimaginables y desconocidos placeres.
Esa incertidumbre pareció potenciar su deseo e intensificando el ritmo del coito anal con el dedo, llevó su boca a macerar con fruición la abundancia de los colgajos al tiempo que sentía como algo maravilloso iba introduciéndose lentamente en la vagina; realmente y a pesar de la enjundia y frecuencia con que mantenía relaciones más que satisfactorias con su marido, nunca había conocido sexualmente a otro hombre y sólo la verga de Damián recorría eficazmente su sexo.
Sin embargo, aquello que a ella no sólo la satisfacía y gustaba sino que también y según la posición, la hacía sufrir, de una manera gozosa pero sufrimiento al fin, no tenía ni siquiera punto de comparación con eso que iba penetrándola; evidentemente, Bernarda era conciente du su padecimiento y por eso empujaba al falo con una delicadeza que quizás era la que crispaba a la mujer todavía más; como en sus mejores momentos de sexo, el dolor entraba en conjunción con el goce y en tanto multiplicaba el chupeteo y el mordisquear al delicioso sexo de la muchacha, sin siquiera pensarlo, añadió otro dedo más a la sodomía con lo que el acto fue convirtiéndose en una serie de reciprocidad.
Sin pronunciar palabra pero bramando y gimiendo sin abandonar la cópula, se debatieron así durante unos minutos, corcoveando y agitándose como posesas y en ese momento fue que Irene la distrajo para poner en su mano un consolador que debería ser semejante al que sentía dentro; confirmando su aserto sobre el tamaño, el que tenía en la mano poseía un grosor que no podía abarcar con los dedos y su tronco curvo excedería fácilmente los veinticinco centímetros.
Con la mente oscurecida por la pasión y esas nuevas necesidades que la invadían, casi acuciada por exigencias jamás experimentadas, aferró fuertemente al consolador y embocándolo en la mojada entrada a la vagina que dilatara con labios y lengua, empujó con el mismo cuidado que Bernarda, arrancando en ésta sofocadas exclamaciones de placer; era inexplicable como el someter a una mujer de esa forma modificaba sus sentimientos y sensaciones corporales y mentales, ya que un malévolo espíritu de masculina prepotencia la dominaba y los goces eran totalmente opuestos a los del amor.
Imitando a la muchacha que actuaba como guía, introdujo profundamente el falo hasta que las manos con que lo dirigía chocaron contra los tejidos empapados por su saliva y los fluidos de Bernarda y casi en sincronía, se penetraron lenta y profundamente, entremezclando sus clamorosos gemidos y mutuos reclamos en lo que ellas suponían eran sólo murmullos, pero sus sonoros ayes habían despertado a Damián quien, reconociéndolos y extrañado porque Nélida estuviera viendo un video porno a esa hora del día, se asomó curioso al living.
El espectáculo lo asombró, ya que si bien su mujer se excitaba cuando veían a lesbianas y hasta lo conminaba a masturbarla en tanto se abstraía en esa contemplación, no conocía que fuera una tendencia cierta y mucho menos que lo hiciera con dos mujeres. Reconociendo en ellas a las hijas de Anita, se preguntó si esa sería una costumbre entre ellas o justamente acababa de descubrir el debut de su mujer en semejantes lides.
Como el amplio living comedor estaba en la penumbra que otorgaba una sola lámpara encendida, se escurrió al cuarto y escondido detrás de un mueble, se dispuso a contemplar algo que ni su más alocada fantasía pudiera concebir; Nélida estaba boca arriba y acaballada sobre ella se veía la figura de una de las chicas de quienes ya ni recordaba su nombre, pero que la mantenía con las piernas abiertas calzadas bajo sus axilas y en tanto su boca parecía devorar al sexo, introducía en este una verga artificial de tamaño descomunal; por su parte, la “virtuosa” Nélida también se afanaba con su boca en el sexo de la muchacha a la que de pronto reconoció como Bernarda, penetrándola con tanta saña y competencia como aquella y en medio de ese torbellino sexual, la otra hermana permanecía en un sillón individual, con las piernas abiertas colgando de los brazos del mueble mientras contemplaba absorta a la pareja y se masturbaba con delectación por medio de un vibrador.

Dispuesto a sacar provecho de esa aventura de su mujer, se acomodó para hacerse casi invisible, preparado a ver hasta donde Nélida era capaz de llegar y así actuar en consecuencia; ignorantes de su presencia, las mujeres se brindaron denodadamente a penetrarse y cuando ambas parecieron estar a punto de alcanzar el clímax, en medio de calificativos en los que mezclaban lo grosero con el más apasionado afán, se penetraron y chuparon hasta que los orgasmos las superaron y roncando ya sin recato, fueron decayendo en sus ímpetus hasta cesar la cópula y derrumbarse exánimes en el asiento.
Damián tenia el orgullo personal de haber iniciado sexualmente a aquella muchacha de diecinueve años y de haberla conducido a través de los años a aceptar con placer la más terribles vilezas de las que la convencía eran las normales en cualquier pareja hasta convertirla en una verdadera bestia sexual, una señora puta que el disfrutaba como si fuera el primer día, pero nunca hubiera imaginado que aceptaría de una forma tan natural esa relación lésbica y menos que se convirtiera en su protagonista principal.
Aun murmurando mutuas alabanzas y acariciándose torpemente, Nélida reaccionó lo suficiente para comprobar como Bernarda salía de encima de ella para ser reemplazada por su hermana, la que se acostó a su lado y en tanto enjugaba con tiernos besos las lágrimas que encharcaban sus ojos, le prometió susurrante que lo de Bernarda había sido sólo el prólogo de lo que le harían vivir.
Descendiendo a los labios, degustó en ellos el sabor conocidísimo de los jugos de su hermana y luego de someterla a un dulce juego de lengua y labios que volvió a encender el caldero hirviente de su vientre, fue descendiendo a lo largo del cuello y mientras sorbía el sudor del pecho, sus dos manos envolvieron a los senos para sobarlos, estrujarlos y luego estregar entre sus dedos a los erguidos pezones; ya Nélida estaba otra vez excitada y sabiendo lo que quería, con firme cariño fue empujando la rubia cabeza hacia abajo.
Irene tenía la certeza de que cuando Nélida desatara los demonios que la habitaban y su subconsciente reprimía, sería una feroz compañera sexual y por eso bajó velozmente a lo largo del vientre para arribar a su sexo y encontrándolo mojado por la saliva de su hermana, los jugos hormonales y la propia eyaculación, lo recorrió de arriba abajo sin dejar de explorar el menor resquicio; después de haber saboreado el sabrosísimo enchastre, dejándolo tan limpio como si se hubiera bañado y manejando con destreza un artilugio que llevara hasta el sillón, fue jugueteando con él sobre los tejidos todavía inflamados del sexo.
Al contacto de algo suavemente liso que manejado por la muchacha se deslizaba gratamente desde el mismo clítoris hasta rozar delicadamente el ano, Nélida encogió los brazos y apoyada en los codos, alzó el torso y la cabeza para observar lo que Irene hacía; no distinguía claramente de qué se trataba pero parecía no ser otra cosa que una esfera plateada que la chica conducía entre pulgar e índice y cuando esta, tras varios recorridos a lo largo del sexo fue introduciéndola lentamente al agujero de la vagina, no supuso las delicias que aquello le proporcionaría.
Aparentemente de metal, la esfera no irradiaba una temperatura muy distinta a la del cuerpo y por su tamaño, no encontró resistencia cuando Irene la empujó profundamente con el dedo hasta que otra de lo que semejaba un tipo extraño de rosario la sucedió; la sensibilidad de sus carnes le indicaron que esta tenía un grosor mayor y que sí rozaba placenteramente la piel del canal vaginal; advirtiendo su interés y esbozando una espléndida sonrisa lujuriosa, la muchacha le anunció que se preparara para conocer algunas de las mejores sensaciones.
Acto seguido aceleró la introducción a la vagina de una larga serie de esferas que multiplicaban progresivamente sus dimensiones y en cada una sus esfínteres se dilataban para luego volver a ceñirse sobre el grueso cordón que las unía; cuando más de una decena de bolitas ocupaba plenamente su interior y la ristra culminó en una que trabajosamente traspasó la boca dilatada, ocasionándole uno de aquellos sufrimientos que emparentaba con el placer, lenta y morosamente, Irene comenzó a tirar del cordón, pero esta vez y casi sin solución de continuidad las esferas hicieron dilatar y ceñirse los esfínteres sobre cada una, acrecentando el dolor-goce que la manipulación de la chica le proporcionaba.
Viendo sus ojos preñados de angustia y los dientes mordiendo los labios para refrenar los gemidos que poblaban su pecho; Irene comenzó a acelerar la entrada y salida del rosario y cada vez Nélida arqueaba su cuerpo como si ese movimiento aliviara los fenomenales restregones; entonces y como si estuviera poseída por un espíritu destructor, tras meter todas la esferas en su sexo, la muchacha tiraba del cordel con una rapidez que hacía gritar a la mujer por el martirio que suponía la súbita dilatación de los músculos.
Después de cuatro o cinco de esos tirones, en medio del jadeo sollozante de Nélida y para sorpresa de Damián, la chica dejó de lado las esferas, acercó el cuerpo arrodillado junto al de su mujer y alzándole las piernas para apoyarlas en sus hombros, esgrimió en su mano un fabuloso consolador que unía a su cuerpo por un arnés.
Nélida jadeaba ruidosamente y cuando sintió como un nuevo falo se hundía en el sexo, se dejó caer sobre el asiento y clavando los talones en los hombros de la muchacha, dio a su cuerpo una proyección que la llevó a sentir como toda la fabulosa verga la penetraba hasta dilatar la estrechez del cuello uterino; ahora si estaba disfrutando de una cópula como a ella le gustaba y aferrando los fuertes antebrazos de Irene que a cada lado se apoyaban en el sillón, roncando suavemente mientras dejaba escapar insistentes asentimientos, inició un cadencioso menear de la pelvis acompañando los rempujones de la muchacha.
Realmente, ver la figura sólida pero estilizada de Irene poseyendo a su mujer era magnífico y así fue como Damián la vio transfigurarse y en su bello rostro se dibujo el rictus de una sonrisa mefistofélica en la que se mezclaban tanto la alegría como la maldad; aferrando a Nélida por las caderas, la muchacha se afirmó y comenzó un meneo que llevaba su cuerpo a semejar un arco perfecto por el que, retirando al consolador hasta casi su salida, arremetía contra el sexo hasta que las carnes chasqueaban sonoramente por el golpe y los jugos que bañaban la entrepierna de su mujer.
Esta le demostraba estar disfrutándolo tanto a más que algunos de sus coitos, ya que había acomodado las piernas para envolver la cintura de la chica y con los talones espoleando las fuertes nalgas, elevaba la pelvis para ir al encuentro del falo portentoso y en tanto se prendía a los antebrazos, levantaba la cabeza ansiosamente al tiempo que alentaba a Irene a que la poseyera más y mejor con un vocabulario groseramente callejero.
Es que Nélida estaba disfrutándolo como jamás lo hiciera y sintiendo la poderosa verga recorriendo las sensibilizadas carnes vaginales mientras se solazaba contemplando a la hija de su amiga sometiéndola a tan magnifica cópula con la juvenil carita expresando toda su perversa lujuria y los firmes senos bamboleantes ante sus ojos por el ritmo que imprimía al coito, incrementó el pujar del cuerpo contra el de la chica y roncando con incontinente deseo, se prodigó en bendiciones y maldiciones que expresaban el inmenso placer que la dominaba.
Viéndola tan denodadamente voluntariosa, Irene le desprendió las piernas para ir colocándola de costado y así, con una estirada contra su pecho, cuando toda la entrepierna se presentó abierta para recibir aun mejor las embestidas del cuerpo, la poseyó ya con un ritmo más calmo y al comenzar Nélida a reclamarle nuevamente por más, la condujo para que quedara arrodillada boca abajo; con su rubio cabello recortado, la muchacha parecía un fauno mitológico o la poética Safo poseyendo a una vestal y cuando su mujer separó espontáneamente las piernas, Damián se relamió previendo lo que sucedería.
Respondiendo a esa expectativa, Irene volvió a hundir totalmente el falo en el sexo de Nélida para luego inclinarse sobre ella y haciendo que se sostuviera sobre los brazos estirados, llevar sus manos a manosear los senos colgantes para de esa manera, mientras sobaba y estrujaba deliciosamente los pechos, menear con suave cadencia la pelvis, originando en la mujer un apasionado asentimiento.
Durante unos minutos, la perezosa cópula se desarrolló con una lentitud exasperante, hasta que en un momento dado, Irene se enderezó para ir aumentando el ritmo y atenta a su propósito final, dejó que un pulgar abrevara en la vagina para arrastrar las mucosas hacia el ano oferente y estimulándolo externamente ante las exclamaciones complacidos de la mujer, despaciosamente fue introduciéndolo a la tripa; el dedo no sólo penetraba hasta que, transpuesto el nudillo, la mano misma le impedía ir más allá, sino que se revolvía en el interior en círculos al tiempo que encogía y estiraba la falange.
La mente obnubilada de Nélida había olvidado la necesidad del silencio y proclamaba fervorosamente con voz enronquecida el inmenso goce que le proporcionaba, hasta que pronunció la palabra mágica que Irene esperaba y complaciendo su pedido de mayor disfrute, sacó el dedo para dejar caer un abundante cantidad de saliva y, apoyando la ovalada punta del falo contra los esfínteres, empujó; en ese momento, las palabras y las expresiones faciales de Nélida expresaron la inmensa alegría con que recibiría la sodomía y, alentándola a llevarla cabo, meneó fuertemente las caderas y, cuando el largo y grueso consolador comenzó a penetrar lentamente pero sin pausa la tripa, el bramido de dolorida satisfacción que lanzó enunció la inmensidad de su goce.
A través de los años, Damián había llegado a comprobar la transformación de su mujer en cuanto al sexo, desde la furiosa negativa inicial donde le rasguñara iracunda la cara hasta las recientes sodomías conque ella lo apremiaba como la verdadera culminación de una buena encamada; recordó risueño el trabajo de amansarla mediante la prolongación de la excitación al ano con la lengua cuando la mineteaba, las sucesivas estimulaciones con la punta del dedo meñique, su primera introducción, la utilización de otros dedos más gruesos, el usar dos conjuntamente, la primera sodomía con el falo en la que ella le agradeció en medio de sollozos el placer que eso le procuraba, la experimentación en otras posiciones que la del perrito y las últimas en las que le exigía alternar las penetraciones entre ano y vagina hasta degustar finalmente con su boca los sabores de ambas mucosas mezcladas por la tibieza del semen.
En una clara demostración de cuanto le gustaba aquel tipo de sexo, Nélida hamacaba su cuerpo para incrementar aun más la fuerza de los embates de Irene, jadeante por el esfuerzo, llevó una de sus manos a restregar el clítoris mientras proclamaba el próximo advenimiento de su orgasmo y cuando este llegó tras la vehemente embestida de la muchacha quien deseaba hacerla acabar, se revolvió en el asiento como hacía con él y aferrando golosa entre sus dedos la inmensa verga, la chupo y lengüeteo hasta eliminar de ella todo vestigio de sus propios jugos.
Al retirarse Irene de su frente, permaneció unos momentos arrodillada, con el pecho jadeante apoyado en los almohadones mientras todavía los dedos jugueteaban en la vagina con la jugosa manifestación física de su orgasmo, cuando Bernarda volvió a su lado y en tanto la recostaba nuevamente a lo largo, fue colocándole un arnés similar al que portara Irene; recién en ese momento comprendió por qué la muchacha estaba tan exaltadamente excitada, ya que el interior de esa copilla de plástico flexible que sostenía al consolador, estaba cubierto por cantidad de lo que ella estimó serían elásticas puntas romas de látex o siliconas que, abarcado totalmente la vulva, rozaban reciamente las carnes en excitante contacto que, sin embargo no lastimaba.
Acostándose a su lado y acariciándole suavemente el cabello, la muchacha llevó su lengua a buscar en los labios entreabiertos por el acezar que aun la agitaba, haciendo que su afilada punta escarbara en el espacio que hay entre el húmedo interior de los labios y las encías, pero ese cosquilleo que habitualmente la fastidiaba, pareció clavar un afilado estilete en sus riñones.
No era común que ella permaneciera tan caliente después de un buen orgasmo y sin embargo lo estaba como si lo que sucediera hasta el momento fuera la larga espera para un algo maravilloso que aun debía suceder: Atribuyéndolo a que esa nueva experiencia no común la llevaba a un estado tampoco habitual en ella, hizo que su lengua saliera a ofrecerle una mínima resistencia a la invasora y ambas se trenzaron en un duelo en el que los gemidos angustiosos sólo eran comparables a la cantidad de tibia saliva que intercambiaban mientras las manos no se daban abasto en acariciar el cuerpo de la otra.
Pero Bernarda tenía un propósito definido y en tanto se besaban con angurria, sus manos se apoderaron de los senos de Nélida para sobarlos con una intensidad que agradó a aquella a tal punto que, como ella quería, empujó su cabeza hacia abajo en tanto le suplicaba que los chupara como sabía; resbalando a lo largo del cuello y el transpirado pecho y en tanto las manos continuaban palpando concienzudamente las carnes, la lengua tremoló sobre la aureola y los labios comprobaron la consistencia de esa superficie.
Lo que le hacía era tan delicioso que mientras resollaba fuertemente por la nariz, dejaba escapar entre los labios sibilantes un jadeo que nacía desde lo más hondo de su vientre y cuando intercaló un quejumbroso ruego de mayor vigor, los labios se apresuraron a encerrar al pezón para chuparlo con una intensidad que la arrebató; simultáneamente, los dedos de la otra mano atraparon a la mama endurecida y comenzaron a restregarla entre pulgar e índice y cuando Nélida murmuró un repetido sí, los dientes menudos de la muchacha rastrillaron en minúsculo mordisqueo al pezón mientras los dedos fueron reemplazados por el filo de las uñas que se cebaron en la carne.
Aquello era insoportablemente placentero para Nélida y en tanto Damián la escuchaba rogar por un descanso que la aliviara de esa creciente desazón que le impedía casi respirar por tanta crispación, Bernarda cruzó una pierna sobre su cuerpo para acaballarse sobre ella y aun, sobando los castigados senos, llevó una mano al bajo vientre para tomar al consolador y embocarlo en la vagina; ese sólo movimiento alertó a la mujer mayor sobre la verdadera función de las puntas en el interior, sintiendo como rozaban agradablemente tanto al clítoris como a los labios menores.
La muchacha se tomó su tiempo y muy lentamente, casi imperceptiblemente, fue descendiendo el cuerpo hasta que sus nalgas rozaron la pelvis de Nélida; con todo el falo en su interior, enderezó el torso y muy suavemente, inició un meneo adelante y atrás de la pelvis que hizo a las puntas estregar reciamente las carnes de Nélida al tiempo que ella se penetraba hondamente; sin conocer aquello, Damián miraba extrañado la respuesta de su mujer, que sacudía animosamente la pelvis al compás de los movimientos de la chica y entonces, esta los complementó con un maravilloso subir y bajar que incrementó el exquisito martirio el sexo.
Excitada como nunca lo estuviera y deseosa de complacer a quien la hacía tan feliz, Nélida llevó sus manos al torso de la chica para acariciarla con frenesí y apoderándose de los senos que saltaban aleatoriamente, tras sobarlos con enérgicos apretujones, hizo a sus dedos ejecutar similar tarea que los de Bernarda hicieran en ella; el rostro sonriente de la muchacha le decía que eso la complacía y esmerándose entre tanto pellizco y retorcimiento, sintió el placer que daba enterrar el filo de sus uñas en las gruesas carnosidades de los pezones.
En ese momento de la fantástica cabalgata, Irene se agregó a la pareja y ahorcajándose sobre la cabeza de Nélida, acercó a su boca la fragante superficie del sexo; como antes el de Bernarda, el de Irene la tentó con su pulida superficie y la profundidad de la hendidura que dejaba entrever el rosado interior; ya conocía las delicias que aporta el sexo de una mujer y en tanto sentía como el galope del Irene hacía estragos en el suyo, se abrazó a los torneados muslos para atraerlo hacía ella.
Tal como en su hermana, la vulva era sólidamente mórbida y en este caso, los labios mayores formaban una especie de cordón amoratado que cedió blandamente a la separación de sus dedos para dejarle ver que, en oposición con Bernarda, sus labios menores eran una delicada filigrana de tejidos que se fruncía y arrepollaba como un coral pero que no era abundante ni llenaba el hueco; sí tenía una rosada palidez que en los bordes cobraba tonalidades violáceas, casi negruzcas y el clítoris que cubría el arrugado capuchón era finamente largo pero delgado.
Seducida por lo que ahora consideraba una tentadora belleza y antes de poner en acción a la lengua, abrió la boca para abarcar cuanto pudiera de la maravillosa comba y aplicando los labios como una ventosa, succionó fuertemente contra esas carnes cuyo sabor le supo a gloria; tanto así que incrementó la fortaleza de las succiones y dejó que su dedo pulgar buscara a tientas la apertura anal para, tras una mínima estimulación, hundir en ella totalmente el dedo.
Fascinado, Damián observaba el desaforado comportamiento de su mujer y lo que las chicas ejecutaban, ya que ambas se había enzarzado en un exquisito juego de lenguas y labios mientras sus manos acariciaban y entrujaban reciamente los senos bamboleantes por el vaivén que imprimían a sus cuerpos: De esa forma, las tres se complacieron recíprocamente durante unos momentos en los que Nélida introdujo sus dedos tanto en el ano como el sexo de Irene, pero llegado un momento, las hermanas salieron de sobre ella para hacerla dar vuelta y tras sacarle el arnés que Irene volvió a calzarse en tanto Bernarda hacia lo propio con el otro, la colocaron otra vez de rodillas.
Las puntas siliconadas en el sexo habían hecho su trabajo y Nélida ya no tenía conciencia de por qué estaba tan caliente ni tampoco le interesaba averiguarlo, pero quería terminar de una vez con aquella angustia que sobrepasaba su conciencia; abriendo bien la piernas y en tanto llevaba los dedos a estimular su propio sexo como se lo pedía Irene, con los senos irritados raspando sobre la tela del tapizado, sintió como la chica apoyaba la punto del consolador en el ano y ella misma se dio impulso para que aquella penetrara limpiamente hasta que la charlada copilla se estrelló contra sus nalgas.
Si alguna vez se había negado a la sodomía, creía haberlo compensado luego con largueza, pero ese fantástico falo excedía todo cuanto conociera y se dejó llevar por el placer, hamacando su cuerpo mientras sus dedos masacraban al clítoris y los labios menores.
Viéndola agitarse con tanta perversa lascivia, Damián notó que nuevamente esa situación lo excitaba, especialmente cuando vio a Bernarda acoplarse detrás de su herma para hundir el otro consolador en su ano. Era casi demencial la actividad de aquel trío; su mujer se masturbaba frenéticamente alternando el restregar al clítoris con la penetración de tres dedos a la vagina, Irene la sodomizaba a ella y Bernarda completaba la trilogía hundiendo el majestuoso consolador en el ano de su hermana.
Las tres parecían poseídas por algún espíritu maligno que las hacía buscar la destrucción propia y de las otras y entonces fue que él perdió la chaveta; terminando de desnudarse, corrió hacia ellas y acuclillándose detrás de Bernarda, lo poseyó con tanta violencia que la experimentada mujer en esas lides, prorrumpió en un grito lacerante, en parte por el dolor y en parte por ser penetrada por un hombre.
Sin embargo, su intervención no refrenó los ímpetus copulatorios de las amantes, que en un ensamble perfecto se poseyeron mutuamente en tanto dejaban escapar libremente las frases más apasionadas y los epítetos calificativos más grandes, alabándose e insultándose recíprocamente hasta que Damián, después de alternar la sodomía a Bernarda con rudas penetraciones vaginales a través de un hueco que poseía el arnés con ese propósito, sintió la necesidad de eyacular y saliendo de la muchacha, se paró frente al sillón y masturbándose violentamente, descargó sobre ellas los abundantes chorros espasmódicos de su esperma.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
  • Media: 3.24
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