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Somos un matrimonio muy bien avenido con trece años de fiel convivencia a nuestras espaldas. Vivimos a las afueras de Madrid, a unos veinte kilómetros del centro de la ciudad, cerca de un polígono industrial.
Aquella noche de sábado regresábamos a casa en nuestro automóvil después de disfrutar de una grata velada con varios matrimonios de amigos. Serían cerca de las cuatro de la madrugada cuando enfilábamos la avenida que conduce a la calle donde tenemos instalado nuestro domicilio conyugal.
Estaba todo desierto. De pronto una silueta humana, que asomaba por detrás de una furgoneta que se encontraba detenida en el arcén, nos hacía claras indicaciones para que paráramos, presumiblemente debido a un problema mecánico. No me suele gustar mucho parar a gente extraña y menos a esas horas, pero mi mujer me convenció haciendo alarde de su buen corazón, y detuve nuestro vehículo detrás de la furgoneta.
Se trataba de un hombre enjuto y poco aseado de unos cincuenta años, que nos rogaba le acercáramos a la gasolinera más próxima desde donde poder llamar a una grúa. Como quiera que accedimos a su petición, tras agradecernos siete veces nuestra hospitalidad, se fue hacia la furgoneta para comprobar que la dejaba cerrada. Verificó ambas puertas laterales. Después se encaminó hacia el portón trasero, pero ante nuestra sorpresa, en lugar de comprobar su estanqueidad, la abrió de par en par.
De dentro del vehículo atisbamos varias sombras que se movían. Finalmente descendieron dos hombres armados con escopetas de caza que nos encañonaron sin mediar palabra. El hombre que anteriormente nos había solicitado ayuda amablemente se torno huraño y, con voz firme, nos invitó a bajar del coche. Aquella invitación era difícil de rechazar, teniendo en cuenta las dos escopetas que no cesaban de apuntarnos, por lo que mi mujer y yo tuvimos que obeceder.
Los dos hombres nos obligaron a entrar en la parte trasera de la furgoneta. Luego uno de ellos permaneció en el interior con nosotros sin dejar de apuntarnos, mientras que el otro, tras cerrar el portón de la furgoneta se dirigió al volante. El hombrecillo por su parte se subió en nuestro coche y lo arrancó. La furgoneta inició la marcha.
Aquel habitáculo era realmente desagradable. Una única bombilla que colgaba desnuda del techo, dejaba ver el mugriento colchón donde nos encontrábamos sentados. Las paredes interiores estaban oxidadas y en el ambiente volaba un fétido hedor a suciedad. El hombre que nos encañonaba nos miraba con mueca burlona. Debía rondar los cuarenta y cinco años. Estaba bastante gordo y tenía el rostro y la calva cuajado de gotas de sudor. Sus ropas estaban sucias y raídas, y sus gruesos labios sostenían una asquerosa y chupada colilla de puro barato.
Al cabo de diez o quince minutos la furgoneta se detuvo. El conductor se bajo de la cabina y abrió el portón trasero. Nos encontrábamos dentro de una nave abandonada, que en su día fue utilizada de almacén, cercana a nuestra casa. Detrás estaba nuestro coche. La caja de la furgoneta debía tener unos cinco metros de longitud por dos metros y medio de ancho. Los otros dos hombres subieron al furgón cerrando el portón tras de sí.
Lo primero que hicieron, sin dejar de apuntarnos con las escopetas, fue atarnos. A mí me ataron fuertemente las manos a la espalda. Luego me ataron los tobillos juntos. Finalmente me ciñeron una especie de fleje a la cintura con el que me contuvieron contra una de las paredes oxidadas del interior del vehículo, en posición sentado. Más tarde tumbaron a mi mujer, boca arriba, sobre el inmundo colchón. La sujetaron ambas manos, con cuerdas, por detrás de su cabeza, las cuales amarraron a una argolla situada en el suelo de la furgoneta. Luego la ataron los tobillos, con las piernas abiertas, a sendos ganchos situados a ambas paredes del furgón. La ataron de tal guisa que no podía mover el cuerpo ni un centímetro.
Una vez que nos tuvieron a su merced, depositaron las escopetas lejos de nosotros y se desnudaron los tres por completo. El ya de por sí hedor del furgón se hizo irrespirable al mezclarse con el mal olor a pies y sudor procedente de los cuerpos de los tres individuos, que parecían ser alérgicos al agua y al jabón, así como al olor a alcohol barato que emanaban sus alientos.
El sujeto que nos había estado encañonando fue el primero en actuar. Su aspecto era grotesco. Lucía una asquerosa barriga flanqueada por orondos michelines de grasa. De entre sus piernas le colgaba un flácido pero bien dotado miembro, que nacía de entre dos enormes testículos que aun le colgaban más. Se arrodilló sobre mi mujer, a la altura de su cabeza. Después se descapulló el pene, momento en el que un pútrido hedor a orines se unió al ya cargado ambiente. Acto seguido obligó a mi mujer a meterse aquel apestoso trozo de carne en la boca, y a que se la chupara sin pausa. Mi mujer consiguió tras un esfuerzo infrahumano controlar sus arcadas, para no empeorar la situación, y comenzó a chupársela.
En ese momento, el hombre que había conducido el furgón, de aspecto muy similar al primero, pero más delgado, sacó una navaja y destrozó los pantalones y las bragas de mi esposa hasta dejarla desnuda de cintura para abajo. Luego se recostó sobre ella y la penetró con fuerza, venciendo sin mucha dificultad la casi nula resistencia de mi mujer. Una vez penetrada, comenzó a bombearla el coño sin piedad, con una polla algo menor que la de su compinche, pero de mayor tamaño que la mía, por lo que mi mujer puso muecas de dolor hasta acostumbrar su vagina al tamaño del rabo de su agresor. El tercer hombre, el tipo enjuto que nos tendió la trampa, se limitaba a masturbarse sin quitar ojo del espectáculo, aunque, para mi "alivio" la tenia bastante más pequeña que yo.
Al cabo de unos cinco minutos el hombre que se la estaba follando comenzó a emitir sollozos y a entrecortar su respiración, señal inequívoca de que se estaba corriendo dentro de mi esposa. Cuando miré al otro hombre pude comprobar con verdadera repulsión que estaba eyaculando copiosamente en la boca de mi esposa. Fue tanta cantidad la que expulsó, que a pesar de que mi mujer estaba tumbada, las comisuras de sus labios comenzaron a rebosar leche.
Entonces los dos hombres se retiraron de sus posiciones. El hombre enjuto tomó el relevo. Se recostó sobre mi esposa y se la clavó hasta el fondo sin complicaciones. Luego comenzó a follarla mientas la desgarraba la blusa y el sujetador con la navaja. Después comenzó a estrujarla las tetas y a besarla en la boca sin dejar de joderla. En menos de tres minutos se corrió dentro de su coño entre grandes espasmos de placer.
En ese instante noté un fuerte golpe en la cabeza. Cuando me desperté, me encontraba dentro de mi coche con una brecha en la cabeza. En el asiento de atrás yacía mi mujer sin conocimiento, desnuda y con la cara y el cuerpo abundantemente cubiertos de restos de semen todavía frescos.
Entonces comprendí que la juerga no había terminado cuando perdí el conocimiento.
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