Me vestí, lo mejor que pude. Zapatillas altas, tanga de encaje e hilo dental, vestido corto y entallado, perfume y líquido afrodisiaco. Acudí a la cita en una puerta semi oculta junto a la iglesia central. Allí completamente a oscuras me agarraron sus manos desconocidas e hicieron conmigo lo que quisieron. No grité más porque seguramente me escucharían en todo el pueblo. No era cosa de andar presumiendo mis devaneos y aquellos orgasmos de película, que aquel desconocido me provocaba en el cuarto oscuro de citas a ciegas concertadas los lunes por el teléfono. Un día me arrepentí, y decidí confesarle al sacerdote del pueblo mis peores pecados de casada. Se sorprendió un poco cuando le fuí contando con lujo de detalle como me desvestía, me tocaba y me hacía explotar en una oscuridad plagada de miedo, de clandestinadad y de ganas de tener más de aquelo cada día. Solamente me preguntó donde hacía mis aventuras. Es en la puerta que está junto a la pila bautismal- le dije- Es grave mi pecado padre?- -Claro que el pecado es muy grave, máxime tratándose de una mujer como tú, casada con un hombre piadoso pero.¿A poco no está con madres el cuartito.?