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Miriam le puso todos los sentidos y empeño en deleitarme y deleitarse, suspiros, gemidos movimientos de pelvis acompasados con cada entrada de mi miembro hasta que yo no pude dilatar el epílogo, y la inundé con abundante spray de semen. Su orgasmo me lo gritó a plena voz.
No existía riesgo de consecuencias ulteriores: ella transitaba el segundo mes de embarazo.
Recuperado el sosiego, caí en cuenta de lo singular de la situación:
En la cama en la que, algo más de 36 años antes, mi madre y mi padre me concibieron, estaba con una compañera de la infancia, la cual, participaba de un “partido”, de dos, jugado con un bate dos pelotas y dos hoyos, resentida con el marido que había viajado, para presenciar como 11 muchachos de su equipo le disputaban una pelota a 11 rivales.
Transcurridos casi quince años, de la última visita, regresé a mi ciudad natal.
Me alojé en la casa paterna, momentáneamente desocupada.
Algunos de los antiguos amigos y amigas del barrio y escuelas, organizaron una cena para “repasar juntos recuerdos de juventud”, algunos participaron con sus parejas, otros solos, Miriam era una de estos últimos.
Ella es una muy bonita mujer, de estatura arriba de los 1,70 m, cuerpo con todo armonioso y en su justa medida, facciones agraciadas, ojos color caramelo y cabello rubio largo atado a modo de cola de caballo.
Sin embargo, al ofrecerle llevarla de regreso a su casa - puesto que el día siguiente era laborable, la muestra de afecto para conmigo, finalizó temprano- estaba lejos de imaginar que terminaríamos en la vieja cama matrimonial de mis padres.
A poco de andar en el auto, en parte por lógica curiosidad, también por cortesía y buen modo:
-¡Cuánto tiempo que nos conocemos, Miriam!! Contame de vos ¿Cómo estás?-
No demoró en salir a relucir su resentimiento con el esposo. Según ella, no la contenía, se ausentaba, por el futbol, por los amigotes, etc. y la dejaba, con frecuencia, sola con su hijita Martina, inclusive ahora que estaba embarazada.
Aparecieron las lágrimas y las disculpas:
-Perdoname Juan. Te estoy arruinando la noche –
Detuve el auto a la penumbra de un árbol y atiné secarle los ojos con un pañuelo descartable. Ella me puso los brazos alrededor del cuello, como agradeciendo con un abrazo. Le repliqué rozando mis labios en su mejilla y, al ver tan cerca su cuello desnudo, no resistí la tentación de besarlo dos o tres veces.
El empacho, turbación y vergüenza iniciales quedaron, en pocos minutos y sin casi mediar palabras, sepultados por besos y caricias de apetito inmoderado.
-¿Vamos a mi casa?- le susurré al oído.
No respondió, sacó su celular de la cartera, discó y:
-Soy yo. ¿Podes cuidar a Martina hasta más tarde? –
-------
-Voy a demorarme… con un amigo –
-------
-Con Juan… que se yo, un par de horas... ¿podes o no podes?-
La hermana podía.
Urgidos por la refriega, de manos y bocas, de minutos antes en el auto, pasamos, sin escalas, al dormitorio.
Nos fuimos desvistiendo lentamente, intercalando besos y manoseo apasionados.
Ya sin ropas, ambos, la tumbé de espaldas en la cama, me subí encima suyo, le masajeé las tetas con caricias suaves, le besé y mordí el cuello sutilmente. Se le subió la excitación al rostro y a su voz:
-¡Cuánto me gustas, Juaaann!!-
Le introduje la lengua en la boca, le lamí los pezones, el ombligo, el vientre plano, baje hasta el entrepiernas y le besé la concha.
Presa de agitación viva y vehemente intentó erguirse y que me tumbara en el colchón.
No la dejé. Volví a subirme y la penetré de modo descortés; las embestidas fueron cada vez más violentas. Sobrevino la culminación descripta al comienzo de este relato.
Transcurrido un conveniente lapso de cariñosa distención Miriam, pidió que no la juzgase mal. No era una descocada ni libertina: se había encamado conmigo, llevada inicialmente por el despecho, pero, al cabo, por calentura y necesidad de contención, aunque sea transitoria.
Cometimos el “error” de volver a acostarnos juntos, después de sendas duchas. Cómo no podía ser de otro modo, el segundo polvo, superador del primero, fue inevitable.
Miriam suspiraba, gemía, murmuraba como poseída que quería más y más, que disfrutaba lo indecible al tenerme dentro de ella.
-¿Me dejas que te haga el culito? – le soplé en el oído.
Protestó:
-¡No me la saques ahora…! ¡Dale seguí…! ¡Por favooorr!-
Obedecí. Al rato empezó a menearse más y más y a soltar exclamaciones:
-¡Mmmmm. Juanllll Síiiiii, asíiiiiiiii, qué buenoooo, ¡Aghhhhhh, Siiiiiiiiii!-
Tuvo un espasmo involuntario y no tardó en manar fluido de la vulva, a laxarse y aflojar las piernas.
¿La había hecho acabar? Creo que sí, pero no había quedado satisfecha.
Digo porque, recapacitó y consciente que yo aún no había acabado, forcejeó para darse vuelta boca abajo y se quedó a la espera de mi reacción a su, evidente, ofrecimiento.
La visión de ese par de nalgas de “otro planeta” tuvo, sobre mi miembro próximo a desfallecer, un grandioso efecto re vigorizante. Aproveché su humedad vaginal para lubricarle, con mi dedo índice, el orificio anal, luego penetrarla y pistonear como un poseso sin pausas hasta la culminación con profusión de semen y expresiones verbales, cruzadas, de goce.
Dije que “cometimos el “error” de volver a acostarnos juntos”. Porque, por despecho, un polvo prohibido, parecería suficiente desquite.
Errar es humano, coger y encular es divino.
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