Siempre le había gustado la plaza San Martín. Sus espaciosas veredas y la sombra fresca de los añosos árboles la rescataban del vertiginoso ritmo de la ciudad, retrotrayéndola a la calmosa tranquilidad pueblerina de su niñez en una de las tantas localidades de la provincia de Buenos Aires que se debaten en la ambivalencia de ser un pueblo grande o una ciudad chica. Cerrando los ojos se deja llevar por la nostalgia y en su recuerdo vuelve a cobrar una consistencia casi real, la longilínea figura de su padre, apuesto y cordial.
¡Cómo había cambiado todo luego de su trágica desaparición!.Superado el traumático trance de las exequias y el luto interior, su madre se había hecho cargo de todo, capeando el temporal de los negocios inconclusos, deudas pendientes por hipotecas y créditos adquiridos para la explotación de los campos.
Sabiéndose incompetente para llevar adelante los negocios tal como los manejaba su marido y con esa simpleza práctica e instintiva que tienen las mujeres para la supervivencia, había vendido la secular mansión de la familia en el pueblo, hermosa, querible, pero innecesariamente grande y costosa de mantener, mudándose a la mejor de las chacras, tan sólo a un kilómetro del pueblo. Sin enajenar los extensos campos que su marido había heredado de su padre y tras vender las manadas de ganado vacuno, los dividió en grandes potreros que arrendó a distintas personas para no depender de un solo inquilino ni verse sometida a presiones a la hora de renovación de contratos.
La proximidad con la pequeña ciudad hizo que Andrea siguiera yendo regularmente al colegio así como a sus clases de música y danza. A los nueve años todavía tropezaba penosamente sobre el teclado del piano pero su predisposición natural para la danza la fue convirtiendo en la niña prodigio de sus coterráneos, no habiendo festival cultural donde la niña no fuera invitada a participar y presentada como el crédito comunitario.
El término de la primaria la sorprendió con varias circunstancias que la desorientaron. Por un lado, sus calificaciones y talento artístico la colocaban en un lugar de privilegio, pero su desarrollo como mujer, sus incertidumbres por la sexualidad que aun larvada la intrigaba, un cierto episodio confuso y la inesperada boda de su madre, la sumían en un estado constante de cuestionamiento.
La falta de empatía con el marido de su madre que, aunque quisiera comportarse como tal, no era su padre y el insistente pedido en que la llevara Buenos Aires para tratar de acceder a una beca en el teatro Colón, hicieron que esta accediera, llevando un poco de calma a la que ya era turbulenta relación familiar. Pasados con éxito los exhaustivos exámenes intelectuales, físicos y técnicos, obtuvo la beca y con ella se suscitó un nuevo problema; encontrar un sitio donde la jovencita de catorce años pudiera vivir, ser cuidada y vigilada, dirigida en sus estudios secundarios y en los que la beca le exigiría. Aconsejada por las religiosas del colegio del pueblo al que había ido hasta entonces, dotada de sus recomendaciones y calificaciones, pudo conseguir que la admitieran como pupila en un instituto privado de educación media.
En ese período y en términos generales, su vida había sido buena. Aunque no era rica, la renta de los campos daba como para que vivieran sin sobresaltos y sin sufrir por los desplantes de soberbia que sus empingorotadas compañeras infligían a las que no pertenecían a su supuesta elite citadina. Pasó sin placer ni dificultades esos cinco años de estudio, con el beneplácito de las religiosas que, periódicamente se interesaban en su carrera y acudían sigilosamente a verla en funciones o veladas especiales.
Su gracia y estilo le habían asegurado desde los primeros días la preferencia de maestros y coreógrafos, quienes la incorporaron rápidamente a aquellas obras en que su edad y físico lo permitían. Sin embargo, sus dieciocho años marcarían el comienzo de las primeras dificultades, ya que su cuerpo, en una especie de anárquica decisión de la naturaleza, había comenzado a desarrollarse tardía y casi anormalmente. Su estilizada figura de sílfide y el escaso metro con sesenta comenzaron a mutar; mensualmente se incrementaba su estatura y en el cuerpo se acentuaban ciertas redondeces que atraían la mirada de los hombres pero que poco tenían que ver con el ballet.
Andrea veía con desesperación como sus caderas y glúteos se ensanchaban voluminosamente y las piernas cobraban un largo extraordinario, en tanto que sus hombros perdían sutileza en una espalda fuerte y musculosa, capaz de soportar el peso y magnitud de los pechos que crecían día tras día. Al culminar la secundaria y con ello su permanencia en el instituto, la directora del ballet le comunicó que, si bien su estilo, técnica y calidad permanecían intactos, la opulencia de su cuerpo no condecía con la práctica de la danza clásica y, a su pesar, prescindirían de ella. Entregándole las más altas recomendaciones técnicas, le aconsejó que buscara ser admitida en otros tipos de ballet, incluidos los comerciales y profesionales.
Con el dolor que esa despedida compulsiva le producía, volvió a la chacra para pasar las vacaciones con el firme propósito de no decírselo a nadie pero con la decisión de hacer de la danza una forma de vida. Esta visita le confirmó la intensidad con que su madre había reiniciado su vida y el por qué se había desentendido de ella en estos largos años de soledad. Como si se tratara de la concreción de un negocio - y en realidad lo era -, obtuvo de ella la autorización y el dinero para alquilar un departamento en un appart-hotel, en la creencia de que aun estaba en el ballet del teatro Colón.
Prometiéndose a sí misma recuperar el tiempo perdido en estos años cobrándose revancha al desamor, había regresado a la ciudad y ahora, en el comienzo tibio de la primavera, la calma de la inmensa plaza le ayudaba a hacer un recuento del último mes, en el que había acudido a cuatro castings y comprobado con espanto la preferencia de los productores por todo aquello que supusiera mediocridad y chabacanería. Suspirando resignada, tomó por la calle Esmeralda encaminándose al teatro Maipo, donde una de las grandes vedettes estaba preparando su regreso con una producción que prometía ser espectacular.
Entre cajas, desde la semi oscuridad de las bambalinas, miraba hacer su rutina a las demás postulantes que como las de las oportunidades anteriores, poseían escasas dotes y técnica, pero cuyos cuerpos opulentos despertaban las expresiones lujuriosas entre el personal que deberían de provocar en los futuros espectadores, dándole la pauta de cuáles eran las características expresivas preferidas por los hombres.
Cuando le tocó el turno, dejó de lado las técnicas del clasicismo y dejó que su cuerpo fuerte, voluptuoso y bello respondiera instintivamente a los movimientos que la música le sugerían y, casi enajenada por el fervor, entusiasmó de tal modo al director que este ordenó su contratación inmediata.
Durante la primera semana, los ensayos fueron agotadores, especialmente para ella que, dominadora de la estética, carecía de las técnicas y el oficio de la revista. Sin embargo, fue la única capaz de descender la empinada escalinata a ritmo y sin bajar la vista a los pies.
Recién a finales de la segunda semana, la vedette estrella concurrió a los ensayos y Andrea pudo verla personalmente. Sentada en la primera fila, vio evolucionar por el escenario a las muchachas y en tres o cuatro oportunidades sus ojos intensamente autoritarios se fijaron en los suyos, produciéndole una profunda turbación que no acertó a definir. Haciendo caso omiso de la chusca desfachatez de la mayoría de las bailarinas, cuando terminó de bajar la escalera la sorprendió la entusiasta recepción de la estrella quien, aplaudiéndola de pie, anunció que Andrea sería la segunda vedette del espectáculo, ya que con su técnica y belleza distraería la atención de los babosos de siempre y ella sólo haría el paso de comedia con el capo cómico y la gran bajada final.
Andrea no podía creer lo que le estaba sucediendo y en las tres semanas que quedaban antes del estreno, casi no hacía tiempo para asistir a las sesiones de fotografía, las pruebas de vestuario, maquillaje y peluquería, más la asimilación de los nuevos cuadros en que el coreógrafo debió incluirla. Los últimos días estaba agotada hasta la extenuación ensayando sus mejores pasos y obedeciendo cabalmente las indicaciones personales que Ileana, la vedette, le daba para enriquecer su actuación. Los coreógrafos no podían creer en el interés desusado que la estrella ponía, transmitiéndole infinidad de secretos y triquiñuelas a la joven en desmedro de su propia imagen de vedette irreemplazable.
Finalmente, llegó el día del estreno y Andrea sintió como se le ponía la piel de gallina al recibir el fervoroso aplauso de todo el teatro mientras descendía majestuosamente los altos, angostos y empinados escalones en los que apenas si tenía cabida la planta del pie. Con los ojos llenos de lágrimas, temblaba de pies a cabeza y mientras se inclinaba para agradecer tomada de la mano de Ileana, sintió un cómplice apretón, transmitiéndole todo se apoyo y confianza.
Encerrada en su camarín, estremecida por el llanto agradecido de aquel éxito que debía asumir en soledad, tardó media hora en reponerse hasta que se deshizo aquel nudo que sentía en la boca del estómago y, desnudándose, se dejó mimar por las suaves caricias de esos dedos gentiles de la ducha caliente. Totalmente tranquilizada, se recostó en unos minutos de relajación y luego, volvió a maquillarse con sumo cuidado, atendiendo el consejo de Ileana de que una vedette no debe ser vista jamás a cara limpia. Vestida con una simple solera en la ya cálida noche primaveral salió del camarín para comprobar asombrada en el gran reloj que habían pasado más de dos horas desde la bajada del telón y, aparentemente, no quedaba nadie.
Al dejar los camarines pasó junto al escenario y como al conjuro de esa tenue luz nochera que apenas dibujaba la escenografía, se adentró lentamente en brillante piso del escenario, contemplando la oscura caverna que era ahora la sala desierta. Cerró los ojos y en sus oídos volvieron a resonar los aplausos que la habían premiado y, como inspirada por una música inaudible que vibraba dentro suyo, descalzándose, fue esbozando algunos tímidos pasos de baile. Respondiendo a un hipnótico reclamo, su cuerpo respondía a ritmos e inéditas cadencias y deshaciéndose del vestido, sólo con la escueta ropa interior, se entregó a un baile sin rutinas, sin esquemas, sin trucos, sin historia, sin melodía pero que modulaba en su estómago y le imprimía las energías que las piernas necesitaban para manifestar la resplandeciente dicha que la colmaba.
De manera inequívoca, iba perdiendo el control de sí misma y su cuerpo se entregó a la danza sin ningún tipo de inhibiciones. La música secreta que sonaba en su interior la hacía adoptar las más salvajes y primitivas actitudes, tan pronto saltando en elegantes giros, como revolcándose escandalosamente por el suelo en lujuriosas contorsiones del cuerpo.
Casi como un rito y después de cada función, Ileana acostumbraba relajarse mediante técnicas orientales, tras lo cual tomaba un largo baño de inmersión y, ya desaparecido el fervor de sus admiradores, podía salir tranquilamente del teatro. Con las tensiones del estreno, aquella noche se había demorado más de lo acostumbrado y, cuando se encaminaba hacia la salida, vio la contundente figura de Andrea que en la semi oscuridad del escenario parecía estar desnuda, entregada a esa danza fantasmagórica. Silenciosamente fue acercándose a la joven, fascinada por semejante explosión de sensualidad y energía y era tanta su emoción enajenada que con solo observarla, ella también comenzó a vibrar al ritmo de esa música individual y secreta.
Como en una especie de homenaje a sus inicios como stripper, fue despojándose despaciosamente de sus ropas hasta quedar solamente con un mínimo sostén y la casi inexistente trusa. Sintonizando de alguna manera instintiva la misma frecuencia que la joven, su cuerpo experimentado se adaptó facilmente al ritmo y fue copiando los pasos y giros que Andrea, ahora consciente de que no estaba sola, le proponía en una suerte de duelo.
Las dos fantásticas mujeres danzando silenciosamente constituían un espectáculo soberbio y aterrador al mismo tiempo; los cuerpos ligeros se curvaban en insólitas posturas, las piernas se alzaban, estiraban y encogían en gimnásticos alardes, los brazos se movían con esa plástica sinuosidad de las diosas orientales y los cuerpos, resplandecientes de sudor, exudaban tal sexualidad reprimida que espantaban. Temblorosas como dos hembras salvajes en celo, acezando ruidosamente a través de los labios entreabiertos, quedaron frente a frente casi rozándose y fue Ileana la que acercó su boca a la de Andrea con una lentitud desesperante hasta que los labios se tocaron tenuemente y la lengua escarbó contra sus encías. Entonces y en feroz reacción, abrazándola apretadamente, hundió su boca con gula en la de la muchacha, mientras su mano rebuscaba frenéticamente en su entrepierna.
Recobrando bruscamente y de manera total la conciencia, Andrea soportó el embate de la mujer mayor con los ojos dilatados, petrificados en un viejo recuerdo; como el rebobinarse de una vieja película, vio pasar de manera tan fugaz como nítida los últimos años de su vida y se detuvo, repentinamente, allí donde todo había comenzado.
Juntamente con su egreso de la primaria, su madre le anunció que aquella Navidad sería muy especial ya que contraería matrimonio con su apoderado. Para Andrea fue un shock tremendo, ya que no sólo se ponía en evidencia la falta de confianza que su madre había demostrado al ocultarle su romance sino que también se constituía en una traición a la memoria de su padre, pero asumió con entereza la situación y participó activamente en los preparativos de la boda que, efectivamente, se realizó en Nochebuena. Su madre, quien por primera vez salía de viaje al extranjero, había elegido las Bahamas para su luna de miel y organizó todo para que en esos treinta días de ausencia, Andrea permaneciera en la chacra al cuidado de una prima.
La fiesta fue recoleta y sólo concurrieron los familiares directos, lo que no impidió que se comiera, bebiera y bailara hasta altas horas de la noche. Después de que los novios se marcharan, el entusiasmo se agotó rápidamente y, cerca de las tres de la mañana, la prima Elvira saludaba a los invitados más remisos y con un suspiro de alivio, cerraba las puertas de la casa.
Enfurruñada y bastante bebida, Andrea se había hundido en uno de los sillones del living mientras apuraba en pequeños sorbos los restos de una copa olvidada de champán y dada la juventud de Elvira quien superaba escasamente los veinte años, desoía insolentemente sus pedidos para que dejara de beber y fuera a acostarse. Furiosa con esa chiquilina que con trece años la desafiaba, apagó todas las luces y trató de llevarla hasta su dormitorio, pero tropezó con la terquedad típica de los ebrios noveles y la jovencita insistía tozudamente en pasar esa noche en la cama de su madre. Agotada de tanto forcejear, finalmente accedió a que durmiera en la cama matrimonial y ayudándola a quitarse el vestido, la acostó entre las sábanas, abriendo los ventanales para que entrara el fresco de la noche rural.
A pesar de la borrachera fácil, Andrea no había perdido totalmente la conciencia y, relajándose despatarrada boca arriba sobre la cama, disfrutó del aire nocturno. Más como una percepción que una certera, sintió como Elvira se acostaba a su lado y, tranquilizada por su presencia, se dejó resbalar por la pendiente que el sueño y el alcohol le proponían.
Ya estaba sumida en esa nebulosa en la que es casi imposible distinguir la realidad de la fantasía, cuando creyó sentir la suavidad de una mano deslizándose tenuemente a lo largo de sus piernas y que, llegada a su vientre, se prodigaba en caricias inquietantes. Cuando tuvo la certeza de que esa mano no pertenecía a los lúbricos personajes que elaboraban sus fantasías adolescentes sino a Elvira, su mente se pasmó, por dos razones; una, la sorpresa y el temor instintivos ante un acto de ese tipo, que no ignoraba pero que entraba en el terreno de las cosas reprochables y prohibidas; la segunda porque, a pesar suyo, esas caricias provocaban sensaciones placenteramente inéditas en rincones innominados de su cuerpo, colocando un brasero incandescente en el bajo vientre cuyo calor se difundía inexorablemente a otras regiones, inflamándolas.
Tomando su inmovilidad como aquiescencia a sus requerimientos y acostándose apretadamente a su lado, Elvira acarició los senos temblorosos de Andrea, que ya no era una niña, sólo que su aspecto infantil aun era el de una obra sin terminar de ser modelada. Aunque en pequeño, poseía todos los atributos de una mujer adulta, especialmente destacados por la musculosa consistencia que la danza había otorgado a sus piernas y glúteos, torneando las unas y acentuando la rotunda prominencia de los segundos, sin contar la meseta apretadamente trabajada de sus abdominales y los mismos senos, que ya lucían como dos medios pomelos de sólida contextura.
Loas dedos de Elvira, pequeños y tersos, se escurrían ágiles, leves y morosos desde las piernas hasta su rostro, entreteniéndose en donde sabían o presentían que la niña era más sensible y allí, expertos y seguros, se solazaban en las carnes inquietas y la piel sudorosa, provocando fugaces cortocircuitos eléctricos y encendiendo llamaradas en el cuerpo huérfano de sexo.
Suspensa e incapaz de dominar las respuestas involuntarias de su cuerpo a las exigencias de su prima y tratando imaginar como finalizaría esa dulce tortura a que ella la sometía, se debatía entre el miedo y la alegría; el uno por esa respuesta irrefrenable de sus carnes y la segunda, el descubrirse con todos los apetitos y las ansias larvadas de una mujer en plenitud.
Cerrando los ojos se dejó estar blandamente, sintiendo como su cuerpo todo despertaba, centímetro a centímetro, a las más exquisitas sensaciones de placeres desconocidos y creyó estallar en el más puro goce, cuando la boca de Elvira reemplazó a los dedos. Con los labios succionando y la lengua tremolante lamiéndolo, recorrió ávidamente voraz su cuerpo, deteniéndose en sitios tan sensibles como el suave hueco detrás de las rodillas, las axilas o la parte posterior de la orejas y cuyo simple contacto le encogía de angustia los músculos del vientre. El escozor que se instalaba en su región lumbar se le hacía insoportable e inconscientemente iba arqueando el cuerpo mientras dejaba escapar suaves gemidos de su boca reseca, incitando con ello aun más a la otra mujer que, sin despojarla del liviano camisón, dejó totalmente al descubierto los agitados pechos y la boca se enfrascó en un lento pero firme besar, lamer y succionar las carnes.
La lengua, húmeda y vibrátil como la de una serpiente, se empeñó en restregar al pequeño pezón que lentamente se fue irguiendo y, progresivamente, los senos fueron aumentando de volumen y consistencia, cubriéndose de un acentuado rubor. Entonces y en tanto la otra mano se apoderaba del otro pecho, sobando y estrujándolo entre los dedos, la boca se enseñoreó del seno, succionando prietamente las carnes alrededor de las pequeñas aureolas con chupones que dejaban las oscuras marcas de su paso, hasta que se cerró sobre el pezón.
De forma totalmente inconsciente, Andrea comenzó a acariciar los cortos rizos de la cabeza de Elvira, presionándola estrechamente contra los senos. Los dientes de la mujer mayor rascaron suavemente las aureolas y el pezón e imperceptiblemente comenzó a mordisquearlo con ese raer con que los perros rascan su piel a la búsqueda de insectos, provocándole histéricos grititos de miedosa complacencia, ante lo cual fue incrementando la presión hasta que su filo se clavó en las carnes en tanto que los dedos de la mano fueron friccionando las carnes hasta terminar retorciéndolas y clavando el borde agudo de las uñas en el pezón.
La jovencita sentía como cada región de su cuerpo respondía a los estímulos del sexo y en su vientre se instalaba una bandada aleteante de pájaros espantados mientras que unas manos diminutas y poderosas trataban de separar las carnes de los huesos, arrastrándolas irremisiblemente hacia lo más profundo de su sexo para fundirlas allí en una lava hirviente que pugnaba por buscar una salida. Cuando Elvira, alternando de un seno al otro, intensificó el trabajo de uñas y dientes, creyó morir por unos instantes a causa de una histérica necesidad de dar expansión al goce que la inundaba. Una espesa y abundante saliva se acumuló en su garganta y mientras gorgoteaba en un grito irreprimible de honda satisfacción, las compuertas de su sexo se abrieron y la vagina expulsó en convulsivas contracciones la líquida expresión del más sublime de los placeres. Su mente estalló en una fantástica catarata de pirotécnica blancura y cuando la descarga del orgasmo se hubo consumado, la sumió en una densa púrpura casi palpable que la meció envolviéndola en tiernos abrazos de plumosa suavidad.
Lejos estaba Elvira de esa situación y la boca enloquecida descendió a lo largo del chato y musculoso vientre todavía agitado por intensos espasmos mientras sus manos la despojaban de la infantil bombacha de algodón, empapada por fragantes fluidos y sudores. La boca caracoleó casi timorata sobre la suave felpilla del incipiente vello púbico, separando con los dedos índice y mayor los labios inflamados y apenas esbozados de la vulva que la lengua se apresuró a lamer con tenue presión y a sorber golosa los jugos que la inundaban, fruto del reciente orgasmo. La aguda punta recorrió en cariñosa caricia de arriba abajo toda la extensión del sexo para finalmente aventurarse con extrema prudencia dentro del pulido óvalo, concentrándose en ese manojo de nervios sensitivos que lo presidían, encerrando entre sus pliegues la minúscula erección del clítoris.
La incesante actividad de Elvira había vuelto a excitar a la jovencita y el placer que esa boca le entregaba, ponía en funcionamiento un nuevo mecanismo sexual que iba llenando su cuerpo nuevamente de una ansiedad angustiosamente histérica. Con entrecortados jadeos, estrujaba instintivamente entre los dedos sus propios senos y su cuerpo comenzó a menearse, adaptando inconscientemente el ondular de la pelvis al ritmo que daba a su boca la mujer, quien viendo su entusiasta reacción, se arrodilló, tomándola por las caderas para colocar sus piernas sobre los hombros y, levantándose, la sostuvo en forma vertical. La comodidad de la posición hizo que labios y lengua iniciaran un demoníaco vaivén, lamiendo y sorbiendo las carnes desde el mismo Monte de Venus hasta el concéntrico fruncimiento del ano. Al cabo de un rato y como incapaz de soportar tanto goce, Andrea, que sólo estaba apoyada sobre su nuca y con los brazos extendidos rasguñaba las sábanas, hizo ondular con enloquecido frenesí al cuerpo y roncos gemidos de salvaje satisfacción brotaron desde lo más profundo de su pecho entremezclados con frases incoherentes en que lo amoroso se mezclaba con lo soez.
Elvira sentía en sus entrañas la proximidad del primer orgasmo y respirando ruidosa y afanosamente por los hollares dilatados de sus fosas nasales, incrementó la velocidad del loco vaivén y el aire del cuarto se llenó con los gemidos, bramidos e imprecaciones con que ambas mujeres expresaban su ardiente necesidad. Enajenada, totalmente fuera de control, bajó el cuerpo conmocionado de la niña separando sus piernas y colocándose entre ellas, con los dedos de una mano unidos en forma de uso, apoyando todo el peso de su cuerpo sobre ellos, fue impulsándose vigorosamente, penetrándola muy lentamente.
El dolor de la penetración instaló un grito estridente y desesperado en la boca de la muchachita pero, a pesar de los desgarros que sentía en la vagina, era tal el placer que, clavando la cabeza en la almohada con el cuello tensionado como si fuera a estallar, mordía furiosamente sus labios gimiendo su asentimiento y suplicándole por más. Su complacencia hizo que, conseguida la penetración inicial, Elvira retirara la mano para que tres de los dedos unidos se deslizaran en su vagina en un enloquecido ir y venir que la penetraba hondamente mientras giraban en su interior, elevándola a un nivel tal del placer que ella misma ignoraba poder experimentar. Próxima a un nuevo orgasmo, se alzó, abrazándose al torso de su prima y buscando su boca, se empeño en una voraz succión a los labios y así, entregadas física y espiritualmente la una a la otra, alcanzaron gozosamente sus orgasmos, en medio de caricias, quejidos y sollozantes murmullos de cariño. Estrechamente abrazadas y besándose mutuamente hasta el desmayo, se desplomaron en la cama, sumiéndose en un sueño soporífero.
Cuando despertó a la mañana siguiente, su prima estaba preparando el desayuno y antes de sentarse Andrea a la mesa, se besaron con llana espontaneidad en la boca pero ninguna de las dos hizo la menor referencia a la noche anterior, asumiendo lo sucedido con una naturalidad tal que asombró a la misma jovencita, criada en el austero clima del colegio religioso.
Durante el día se divirtieron paseando a caballo o refrescándose en la piscina en un clima de total normalidad y a la noche, después de cenar, tras bañarse cuidadosamente, en tácito acuerdo, se acostaron juntas en la cama matrimonial de su madre. Ahora, el alcohol no la perturbaba ni había urgencias en su prima y, tal vez por eso, se entregaron al sexo con morosa y lenta dedicación, gozándolo al máximo y haciendo gozar generosamente a la otra. Horas enteras la dedicaron a conocer mutuamente sus cuerpos y sus reacciones, procurando siempre ir un poco más allá en la búsqueda desesperada de los límites del goce y, cuando los alcanzaban intentaban superarlos, recreándolos de una manera distinta.
Durante treinta días hicieron el amor hasta el hartazgo, sin límites de lugar ni tiempo, con Elvira como experimentada mentora en la búsqueda de posiciones y penetraciones con sucedáneos fálicos que les dieran aun más placer pero en todo ese tiempo y a pesar de la enajenación a que el goce las llevaba, no permitió a la boca de Andrea que tomara contacto con su sexo.
La última noche tuvo un carácter muy especial para las dos que, seguras de que no volverían a verse, se entregaron a satisfacerse con un desenfreno tal que el día las sorprendió sin haber pegado un ojo. Con el regreso de su madre Elvira retornó a su pueblo y ella, se encontró incapaz de volver cruzar su mirada que había perdido la diafanidad de la inocencia, iniciando su lenta y persistente tarea de convencimiento para ingresar en el Colón.
A pesar de que todo ese racconto había durado segundos apenas, Ileana se la había ingeniado para hacerla acostar en el suelo aprovechando su momentánea parálisis y, desprendiéndose hábilmente de su menguada ropa interior, estaba haciendo lo propio con ella. Sentándose ahorcajada sobre su vientre, tomó la cabeza de Andrea entre sus manos y con una suavidad inusitada recorrió su rostro, cubriéndolo de menudos y tenues besos que iban llenando de frescura su frente, sus ojos, sus mejillas, su nariz y sus labios que, entreabiertos, esperaban ansiosos a los suyos. Rozándose apenas, establecieron un contacto sutil y excitante, que el vaho cálido y perfumado de sus gargantas elevó al nivel de sublime.
Como dos bestias fantásticas saliendo de su antro, siniestramente voraces, las ágiles y filosas lenguas, chorreantes de esa saliva espesa que genera el deseo contenido, se tantearon tímidamente para luego enzarzarse en una vigorosa batalla en la que tanto una como la otra era, simultáneamente, vencedora y vencida. Eso y el succionar poderoso de los labios, las sumió en una hipnótica y alienante lid que se prolongo por cierto rato durante el cual las manos se prodigaron en caricias y sobamientos exploratorios de pechos, muslos, glúteos y sexo.
Marcada a fuego por aquella única experiencia sexual, Andrea había evitado tozudamente todo contacto con gente joven en Buenos Aires, especialmente con mujeres. Su cuerpo se estremecía de deseo cuando estaba cerca de alguna, especialmente en los camarines donde nadie hacía misterio de su desnudez y en su fuero interno rechazaba esa atracción, ya que no soportaba compararlas con Elvira, de quien había hecho un verdadero fetiche inalcanzable, idealizando su recuerdo y convocándola angustiada en las solitarias noches de imperiosa autosatisfacción. Sólo Ileana, quien desde su primera mirada la había desasosegado, la había suplantado en las últimas semanas como imaginaria y potencial amante.
A pesar de no sobrepasar los treinta años, Ileana era la más famosa estrella de la revista porteña. Su estatura impresionante, la belleza de su rostro y la abundancia natural de sus pechos y nalgas la habían convertido desde hacía ya diez años en la favorita del público y la prensa. Ahora, en la cima de la riqueza y la fama, se podía dar el lujo de elegir qué y cómo hacerlo. Embelesada por la increíble seducción que Andrea ejerciera sobre ella desde apenas la viera en el escenario, agradecía que la muchacha hubiera acelerado los tiempos de una relación que todavía no había acertado como encarar.
No era que ella fuera lesbiana. En su haber se contaban innumerables hombres pero, si la satisfacía, le daba lo mismo hacerlo con una mujer y, justamente, se encontraba en un período en el que había comenzado a evaluar cuanto desinterés económico había en los hombres que la asediaban y el balance no les era ventajoso, razón por la que llevaba seis meses de abstinencia voluntaria. La joven aspirante había despertado en ella un interés que superaba lo profesional y a cualquiera otra relación ocasional que sostuviera con otras mujeres.
Tal vez fuera por que era tan buena bailarina como ella nunca fuera o la evidencia de que era más bonita y mejor formada que ella a su edad o, tal vez, que estaba locamente enamorada. Lo cierto era que debía de admitir que estaba chiflada, irremisiblemente caliente con la muchacha y hacía semanas que soñaba con hacerla suya. Sin embargo, la había intimidado un posible rechazo de la niña campesina y el temor a perderla era mayor que sus ansias por poseerla. El destino, que siempre parecía jugar a su favor, la había colocado en sus manos y evidentemente no era ajena a sus exigencias.
Andrea no podía creer que aquel recuerdo singular de Elvira a quien durante seis años había endiosado y erigido como una deidad sexual, se derrumbaba hecho trizas por la personalidad voluptuosamente avasallante de Ileana, despertando deseos largamente reprimidos y nunca manifestados, aun en sus más caprichosas fantasías nocturnas. Absorta en la contemplación embelesada del hermoso cuerpo de la otra mujer, se estremeció de contenida emoción al verla colocarse invertida sobre ella, los grandes y consistentes senos colgando sobre su cara. Las delicadas manos de Ileana acunaron amorosamente sus senos y la boca se deleitó besuqueando y lamiendo las ahora grandes aureolas de un marrón violáceo que, abundantemente granuladas y abultadas, semejando a pequeños senos como siempre que se excitaba, sostenían erguidos a los largos y gruesos pezones.
Los rotundos pechos de la mujer, tan deseados, alabados, admirados y fotografiados, pendulaban casi obscenamente sobre su rostro, bamboleándose al cadencioso ritmo que Ileana imprimía a su cuerpo. Casi con saña, con una satisfacción sádica de la que no se creía capaz, Andrea clavó sus dedos sobre la tierna carnosidad hasta sentir como se hincaban, magullando los músculos interiores, provocando en la mujer mimosos gruñidos de complacencia. Con voraz instinto animal, la lengua fustigó duramente al pezón y su boca lo encerró mordisqueándolo suavemente mientras sus uñas, cortas, duras y filosas se clavaban perversamente en el otro, estirándolo como si quisieran arrancarlo, sintiendo el estremecimiento de Ileana que, ante el dolor, agredió brutalmente los suyos, mordisqueándolos hasta el límite de lo insoportable y, en medio de guturales bramidos de sufrimiento y deseo, ambas sintieron derramarse las incontenibles cataratas de sus fluidos.
Lejos de enervarlas, esa eyaculación parecía haberlas potenciado y, como herida por un rayo, Ileana se irguió como para tomar impulso y luego se derrumbó violentamente sobre la entrepierna de Andrea, quien respondiendo a algún llamado atávico, encogió y abrió sus piernas desmesuradamente, posibilitando que la cabeza de la mujer se hundiera en su sexo y la boca se posesionara de la vulva, hinchada, dilatada y oscurecida.
Fascinada con el aspecto de la vulva juvenil, Ileana comenzó a darle pequeños y fuertes golpes con su mano a la búsqueda de que los tejidos se saturaran por la afluencia de sangre e, inflamados, fueran aun más sensibles a las caricias. Labios y lengua se deslizaron sobre la depilada superficie de los labios exteriores, lamiendo y sorbiendo los delicados pliegues rosados que asomaban entre ellos y, sacudiendo la cabeza de lado a lado, rebuscó furiosamente hasta encontrar en la cima al ya alzado clítoris que, como un grueso dedo meñique, asomaba su cabeza casi blanca entre el capuchón de pliegues que lo protegía.
Las torneadas y musculosas piernas de Ileana quedaron a la altura de los hombros de Andrea y esta, que nunca había podido tener contacto con el sexo de Elvira, sintió como un mágico y perentorio llamado de todos sus sentidos. Abrazándose a las nalgas de Ileana, comenzó a lamer con la fruición el néctar anhelado del espeso flujo que rezumaba el sexo, sintiendo por primera vez, con una satisfacción que llenó de cosquillas sus riñones, el sabor oloroso y tenuemente agridulce de una vagina.
Aun estaba conmovida por su descubrimiento, cuando Ileana introdujo tres dedos en su vagina que, imperiosamente delicados, hurgaron por sobre la capa de espesas mucosas que inundaban al anillado conducto, rascando tenuemente con sus uñas las encendidas carnes, buscando en algún lugar cercano a la entrada una callosidad que Andrea ignoraba poseer y que, cuando la estimuló, encendió el despertar del más inmenso de los placeres.
Enceguecida por la hondura del goce, totalmente descontrolada y acezando profundamente con bestial fiereza, buscó, encontró y chupó con saña demencial el clítoris de Ileana, flagelándolo con labios y dientes y la mano, involuntaria pero eficazmente tenaz, se hundió en la vagina, entrando y saliendo en violentas penetraciones a las que el rasguñar de las uñas hacían insufribles. Con un afán casi destructivo, como si el sufrimiento de la otra satisficiera sus recónditas aberraciones sádicas y el propio las más oscuras perversiones masoquistas, se debatieron agrediéndose para sentir que sus entrañas se revolvían en violentas contracciones con la angustiosa urgencia del orgasmo e intensificaron sus succiones y penetraciones hasta que, en medio de histéricos alaridos y broncos rugidos, se desplomaron desmayadamente complacidas en la semipenumbra del escenario.
A partir de esa misma noche, Andrea abandonó el appart y pasó a vivir en la lujosa mansión de su amante. La joven nunca había ni siquiera imaginado la fortuna que la vedette había acumulado en esos años de fama, éxito y riqueza, invertida en un mobiliario y obras de arte que la dejaban sin aliento y cobrando conciencia del potencial que su sexualidad escondía, la codicia comenzó a fermentar en su mente, envenenando la pureza que otrora iluminara su inocencia.
Enamorada hasta el tuétano de la muchacha, Ileana la imbuyó de todos los secretos del arte revisteril y aquella le demostró tal gratitud que, en la cama, le hizo vivir algunos de los momentos sexuales más gloriosos y satisfactorios de su trajinada vida, aceptando con mansa complacencia algunos de los juegos más viles, abyectos e ignominiosos. Era tan grande el amor que la chiquilina había despertado en su corazón endurecido por la ambición de quienes pretendieran hacerla una presa fácil, que en un gesto de generosidad que rayaba con la locura y convencida de que Andrea sería la pareja con la que terminaría sus días, puso a su nombre la mansión de Barrio Parque.
Públicamente, sólo trascendió que vivían en la misma casa pero cada una se movía de forma independiente a la otra sin dar lugar a otro tipo de especulaciones y, aunque en general se suponía suspicazmente que tipo de relación las unía, tanto los medios como el ambiente artístico miraban discretamente hacia otro lado. Ileana y como si hubiese sido decisión del empresario, hizo colocar su nombre en la marquesina apenas debajo del suyo y se dedicó personalmente a diseñarle nuevo vestuario, especialmente una esplendorosa cola dorada que la joven luciría bajando la escalinata sólo cinco pasos detrás de ella.
Las revistas y la televisión se hicieron eco del vertiginoso ascenso de la novel segunda vedette. Rápidamente comenzó a ser convocada por los programas más exitosos y su figura pasó a ocupar un sitio preferente en las portadas de revistas pero, lejos de estar celosa y sentirse desplazada, Ileana se manifestaba orgullosa de haber descubierto a quien sería su sucesora y, en un alarde de suficiencia artística, faltó a dos funciones para que Andrea se pudiera lucir cubriendo el rol de primera vedette.
Envalentonada por la repercusión que esa suplencia le procurara, urgió a Ileana en tener mayor protagonismo. Aunque esta le explicara que cada paso en su carrera le había costado sangre, debiendo someterse a soportar cosas inenarrables de hombres cuya crueldad iba más allá de todo lo imaginable, haciéndola estremecer al contárselo hasta en los más nimios detalles, fue tanta su insistencia que puso como precio la prueba de su sumisión total, aceptando de ella, todo aquello que le provocara rechazo y asco en su relato. Con un plan fríamente premeditado en su cabeza, la joven aceptó sin condiciones y entonces Ileana se le manifestó en toda la diabólica malevolencia que era capaz.
Abriendo un maletín que extrajo de un placard, le explicó que esos mismos “juguetes” eran lo que habían empleado aquellos hombres y que, en realidad, nunca había pensado utilizarlos con ella, pero su ambición era la que la obligaba a esa actitud de sometimiento humillante para asegurarle su fidelidad, tanto en lo íntimamente sexual cuanto en lo artístico.
Con resignada curiosidad, observó como la mujer colocaba una cámara de video en un sitio estratégico y, tras encenderla, se ponía un arnés que sostenía un falo de proporciones tremendas, con una serie de largas excrecencias de silicona en su alrededor que, supuso, serían para estimularla junto con la penetración.
En estos meses, Ileana había comprado algunos consoladores con los que se penetraban mutuamente, pero ninguno alcanzaba, ni por asomo, la dimensión de este y lo que realmente ignoraba era su textura que, visualmente no se apreciaba. Tomando un pote de gel transparente, la mujer untó con minuciosidad su sexo y ano, tanto exterior como interiormente e inmediatamente, Andrea, sintió un ardor inaguantable en esas partes y un escozor que la incitaba a tratar de rascarse con sus uñas. Pero fue el príapo el que, sabiamente apoyado en la entrada a la vagina por Ileana muy lentamente, fue haciéndole olvidar de aquello, ya que el volumen extraordinario de la verga era tal que, aunque había aguantado con placer hasta cuatro dedos, un dolor inédito la atravesó como si la hendieran con una espada ardiente y su garganta se cerró, impidiéndole proferir sonido alguno.
Como un ariete monstruoso, la verga desgarraba y laceraba sus carnes, pero aun así, los músculos se cerraban con pulsante latido a su alrededor, convirtiendo esa agresión en un goce infinito. Con una sonrisa beatífica dibujada en los labios, sintió como la cabeza bestial traspasaba la cervical del cuello uterino y finalmente, golpeaba blandamente contra el fondo de la matriz. El murmullo de alegría con que alentaba a Ileana a que volviera a penetrarla, se cortó de raíz cuando esta fue retirando el falo, ya que de su superficie de tersa silicona surgían unas escamas que, como anzuelos, se clavaban en la piel y a pesar de las mucosas que la lubricaban, dejaban el lacerante roce de su paso.
Ileana lo extrajo totalmente para volver a penetrarla y así, una y otra vez y cada una era como la primera. Andrea abría y cerraba las piernas como si ese movimiento la aliviara en algo y, con los codos clavados en la cama, alzaba su torso como tratando de ver que era lo que le causaba tan gozoso sufrimiento mientras su pelvis se meneaba involuntariamente, acentuando el vigor de la penetración. Las dos mujeres alcanzaron finalmente un ritmo y lo que había comenzado como algo espantoso, fue convirtiéndose en algo sublime para Andrea que, aferrada a los brazos extendidos de Gloria, se daba impulso y gemía sordamente mientras su boca buscaba abrevar en los senos que oscilaban a su frente.
Haciendo caso omiso a que ella había alcanzado el orgasmo y con las bellas facciones deformadas por perversas expresiones, Ileana siguió penetrándola por un rato más y cuando Andrea estaba ascendiendo nuevamente la cuesta del deseo, le encogió las piernas hasta que cada rodilla quedó junto a su cara y, pidiéndole que ella misma las sostuviera en esa posición, apoyó la cabeza del miembro colosal en el ano y, violentando a los esfínteres con furiosa arremetida, la sodomizó.
Esta vez el dolor superó a todo lo conocido y en medio de gritos estridentes y una luz que la cegaba, cayó en un profundo desmayo que fue el que le permitió soportar la bestial penetración de aquella verga inmensa. Aun sabiéndola inconsciente, Ileana siguió intrusándola hasta que ella misma experimentó un orgasmo que, de tan potente, la hizo caer desmadejada sobre el cuerpo de la muchacha.
Con la parte inferior de su cuerpo latiendo como si tuviera una herida en carne viva, Andrea recuperó el sentido para comprobar que Ileana estaba untando nuevamente, delicada y profundamente, su vagina y ano con el gel. Otra vez esa picazón inaguantable carcomía sus carnes mientras que la mujer, volviendo a penetrarla por el sexo, la introducía en un vórtice de placer que obnubilaba sus sentidos y la llevaba a enfrentar sus terribles embestidas con la alegría gozosa que solo da la satisfacción total. Estrujando entre sus manos los senos generosos la mujer y tomando envión con sus brazos hundidos en el colchón, envolvió sus piernas alrededor de su cintura y los talones colaboraron, presionando fuertemente las nalgas de Ileana.
Con un compás cadencioso y un moroso hamacar de los cuerpos, como en un trance hipnótico, fascinadas por la profundidad de su propio lujuria, copularon durante largo rato hasta que la mujer mayor sin sacar el falo de su sexo, hábilmente se dio vuelta y, quedando debajo de ella, la instó a cabalgar la verga. Flexionando las piernas, inició un ir y venir que le hacía sentir aun más hondamente el duro falo y los apretones frenéticos que Ileana propinaba a sus senos bamboleantes.
La mezcla explosiva de dolor y placer había estallado nuevamente en su interior, llenando sus ojos de lágrimas y de la boca abierta en una sonrisa de éxtasis fluían los hilos de una baba espesa que goteaba desde su mentón sobre los senos y de allí a las manos inquietas de Ileana, quien nuevamente la incitó a girar sobre sí misma con las piernas acuclilladas y asiéndose a las rodillas de sus piernas levantadas, iniciar una penetración todavía más honda y dolorosa que, sin embargo, la sumía en una expectante desesperación por alcanzar el clímax.
Como si hubiera perdido la chaveta y estuviera fuera de control o pretendiera castigar a la jovencita que había osado desafiarla, como mujer y como artista, Ileana fue bajando las piernas para hacer que las manos asidas a ellas las acompañaran y la grupa de Andrea quedara desvergonzadamente expuesta en su vaivén de grosera libidinosidad. Contemplando con gula los rojizos pliegues de la vulva inflamada que rodeaban al tronco de la verga y los fruncidos esfínteres del ano que pulsaban excitados, tomó otro de los consoladores, esta vez uno de forma piramidal constituido por distintas esferas que progresivamente aumentaban de tamaño. Presionado con la más pequeña, vio con satisfacción que el ano se dilataba y daba paso complaciente al artificio y que la muchacha, aunque se quejaba roncamente, aceptaba mansamente la doble penetración e incrementaba el flexionar de las piernas, favoreciendo la intrusión total.
Era la primera vez que Andrea sentía dos falos dentro suyo y, aunque el sufrimiento la cegaba, el goce de sentir esas dos vergas en su interior le hacía poner los ojos en blanco ante esa danza infernal de los miembros entrando y saliendo acompasadamente, conduciéndola por sendas intransitadas del placer. Lentamente, su cuerpo se iba tensando y se arqueaba al recibir en el recto la enloquecedora fricción de las esferas junto al envión del falo que Ileana estrellaba en su interior para volver a relajarse y bajar aliviada. Esa secuencia de penetraciones lacerantes haciéndole alcanzar la cima del placer en su estado más puro y primitivo hasta que un aluvión de orgasmos múltiples como jamás había experimentado, la fue sumiendo en la inconsciencia del goce.
La exigencia humillante y la tiránica amenaza del video, que Ileana aseguraba hacer público si ella la traicionaba, no hicieron sino avivar y enconar aun más el odio en que se había convertido la inicial adoración de la muchacha, haciéndole encontrar justificativos para la continuación de sus planes. Valiéndose de un poder un tanto ambiguo que Ileana le había dado como administradora de sus cuentas bancarias, dedicó la mañana a transferir esos fondos a un banco en el Uruguay. Al mediodía, tuvo la satisfacción de comprobar que esa noche tremenda y deliciosa a la vez, estaba pagada con creces al ver la inmensa marquesina donde su nombre figuraba a la par del de Ileana, en el mismo tamaño de letra.
Después de almorzar, Andrea volvió al teatro y revisó personalmente el armado de la complicada escenografía, especialmente la empinada escalera por la que obtendría su consagración definitiva, descendiéndola sólo a pasos detrás de su amante y luciendo la más espectacular cola de que se tuviera memoria. Luego se encerró en el camarín que ahora compartían y allí se dedicó especialmente a los zapatos que llevarían esa noche, de altísimos tacos y transparentes plataformas de acrílico, esmerándose en pulir y lustrar las suelas de los de Ileana.
La música grandiosa y espectacular del gran final le anunció su momento de subir a la plataforma detrás de la escenografía, desde la cual, primero Ileana y luego ella, descenderían esplendorosas para recibir el aplauso final de un teatro que estaba colmado de fanáticos. Ocultas tras el dorado telón, recibió el beso apasionado de Ileana quien rápidamente caminó hacia el óvalo luminoso que enmarcó su salida y escuchó complacida el murmullo de asombro que recorría la sala.
Con el orgullo de las divas y poniendo en su rostro una espectacular sonrisa, la máxima estrella bajaba acompasadamente, saludando a su público con los brazos en alto y Andrea ya se disponía a hacer lo mismo, cuando un grito terrorífico sacudió a los espectadores; Ileana había rodado aparatosamente los diez escalones que le faltaban descender y su cuerpo yacía desmadejado en el escenario, con el cuello torcido en extraño ángulo.
Aprovechando la confusión general y la parálisis que parecía haber alcanzado a todos, Andrea se quitó rápidamente los zapatos y bajó con cuidado los empinados escalones, recogiendo en el camino y escondiendo bajo la gran cola el fino hilo de nylon que colocara tensado esa misma tarde y que, enredándose en los tacones de Ileana, provocara su absurda y fatal caída.