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Categoría: Maduras

Vecino y residentes en Madrid

Este relato es una experiencia personal que me ocurrió hace unos años y que todavía soy incapaz de recordar sin excitarme y tener que masturbarme de manera compulsiva.



No la he podido repetir y espero que compartirla pueda ser un camino para hacerlo.



Tenía entonces yo 23 años y la verdad es que no tenía más experiencia con el sexo que masturbaciones mutuas con algunas amigas más o menos satisfactorias. Pero entonces ya sabía que me gustaban las mujeres mayores y dominantes. Eso sigue hasta el día de hoy, aunque, como digo, es difícil de encontrarlas.



Lo que siempre me ha gustado ha sido salir por la noche y la juerga. Aquel día volvía a casa con unas cuantas copas cuando coincidí en el ascensor con los vecinos del ático. Una pareja de cincuentones sin hijos a los que gustaba bastante el mundo de la noche. Ella se llamaba Rosa (él no me acuerdo) y os dos volvían también con unas copas con lo que se estableció la típica solidaridad entre noctámbulos.



Me invitaron a tomar la últiam en su casa. En otras circunstancias no hubiera aceptado pero, envalentonado por las copas y motivado por el morbo que siempre me había dado Rosa, acepté.



Rosa era una mujer más bien gruesa, no muy alta y con unos grandes pechos que le gustaba enseñar con escotes que mi madre calificaba de propios de una fulana. Tenía una voz ronca y fumaba sin parar. Su marido era muy callado y delgado. También fumaba y creo que era unos diez años mayor que ella.



Entre en su casa que olía muy fuerte a tabaco y a perfume de ambientador. Rosa sirvió las copas y se abrió un silencio incómodo que Rosa llenó hablando de la suerte que era ser joven. Enseguida la conversación derivó a la suerte de los chicos de hoy en día y a lo distintas que eran las cosas respecto a las de sus tiempos. Y pronto el tema pasó de la libertad, al sexo.



Seguro que tú te hartas de follar con un montón de niñas bonísimas, ¿verdad? – disparó de repente Rosa.



Yo me quedé sin saber qué decirle y sólo el auxilio del alcohol me permitió balbucear que no se fuera a creer, que no era para tanto y que además, las chicas jóvenes y el sexo sin morbo me resultaban tan insípidos como un plato de verduras sin sal.



Vaya, vaya – respondió Rosa sorprendida y mirando con complicidad a su marido – Así que a nuestro vecinito le va el rollo duro. ¿Y lo sabe tu mamaíta?



Por alguna razón, sus palabras actuaron como un resorte sobre mi polla que se puso dura. Tuve que revolverme en el sillón para tratar de evitar que ella pudiera ver mi erección.



Como ya os he dicho, Rosa y mi madre se saludaban de manera forzada cuando no conseguían evitar coincidir en el portal o en el ascensor. Rosa no era claramente santo de la devoción de mi madre pero no pensé que ella lo tuviese tan claro – siempre me ha sorprendido esa habilidad de las mujeres para detectar, como si lo oliesen, la empatía o la animadversión -.



Rosa me miraba con una mezcla de cariño maternal, ironía y desprecio.



Pues si lo quieres, aquí lo vas a tener – prosiguió. ¿Qué te va? ¿O prefieres que yo lo adivine?



Yo no podía quitar la vista de sus ojos. Por cierto descubrí entonces que eran muy bonitos, de un verde claro intenso. Mi polla estaba a punto de reventar, como cuando me masturbaba en el baño y tenía que acabar a toda prisa porque alguien estaba esperando. O cuando, más joven aún, cronometraba el tiempo que podía tardar en correrme desde que empezaba a tocarme hasta que mi leche caía sobre el lavabo.



¡Pero si estás cachondo perdido! – se rió de mis intentos de ocultar mi erección.



Ya sé lo que vamos a hacer. Seguro que te has follado a niñas jovencísimas, pero estoy segura de que nunca te has metido en la boca una tranca. Pues eso es lo que va a hacer mi niño, comerse su primera tranca para su mamá. ¿Qué te parece? – espetó.



No contesté pero no aparté la mirada de sus ojos y eso le bastó.



Nunca antes había estado con un hombre y no he vuelta a estarlo – bueno sí, pero esa es otra historia -. Me considero y creo que soy heterosexual. Pero sus palabras me situaron al borde de pasar la vergüenza de correrme en los pantalones – como me pasó con Trini, la primera novia que me tocó en el cine -.



Su marido no se movió del sillón en el que estaba apoltronado con su copa sobre el apoyabrazos.



Rosa me tomó con dulzura de la mano y me forzó a ponerme de rodillas. Ella misma sacó con soltura la polla de su marido. Solo recuerdo que era blancuzca, que estaba fría que, para mi propia sorpresa, me la metí en la boca entera y empecé a chuparla con furia, como si me fuera la vida en ello, aplicando todos los recursos que había visto en las pelis porno – en eso sí era un experto -.



Pronto mis afanes dieron sus frutos y su polla, sin ser gran cosa, aumentó de tamaño y tomó nuevos sabores. Él solo emitía algún pequeño ruidito de vez en cuando.



¡Pero si tenemos aquí a todo un chupapollas! – dijo Rosa que seguía de pie, contemplando cómo se la mamaba en un silencio sólo roto por el sonido de mi boca hambrienta devorando la verga de su marido.



Sólo podía verla por el rabillo del ojo ya que estaba a cuatro patas. Ella me bajó los pantalones y los calzoncillos y frotó con su mano mi culo. Acarició desde atrás mis huevos y mi polla que estaban a punto de estallar.



Se puso de rodilas de tal modo que tenía su cara a un lado de la mía. Podía sentir su aliento a alcohol y a tabaco. Su mano me agarró la polla… desde atrás. Creo que desde entonces siempre me ha encantado que me masturben estando cuatro patas y desde atrás, empujando la polla para que salga por detrás del culo. ¡Delicioso!



Rosa jugó conmigo un juego delicioso y cruel … y ya escribo este relato con una sola mano – me fascina la capacidad de este recuerdo de excitarme tanto una y otra vez -.



Por un lado me hablaba y me pedía que le contestara. Me llamaba zorra chupapollas. Me hacía reconocer que me estaba gustando chuparle la polla a su marido. Me hacía insultarme a mismo. Con sus propias palabras o que yo mismo inventara formas de decirle lo zorra que era. Me hacía mirarle a los ojos mientras frotaba la polla sobre mi cara o me daba consejos sobre cómo hacerlo o me forzaba a metérmela más dentro o a mover la lengua con más brío.



Yo obedecía obteniendo en esa obediencia un placer intensísimo que nunca he vuelto a experimentar.



Pero eso era el comienzo del juego morboso. Faltaba lo mejor.



Empezó a decirme que qué pensaría mi madre si me viera zampándome una polla con tantas ganas. Era su venganza de patio de vecinos pero la idea de mi madre ocupando el lugar de Rosa me excitó aún más.



Rosa lo comprendió y, pronto, paso a usar un tono más maternal, a llamarme su cachorrito, a llamarme hijo. A decir que tenía una zorrita de hijo que se moría por mamar una polla. Me seguía insultando y pidiendo que repitiera su insultos pero con un tono tan dulce como morboso.



Mientras con la otra mano, con su mano derecha acababa de rematar una tortura deliciosa que amenazaba con hacer que el corazón se me saliese del pecho.



Me masturbaba lenta y suavemente.



Hay que ordeñar a este corderito – decía con ese tono tan sensual, dulce y perverso al mismo tiempo -. Mamá tiene que sacarle la leche para que le pueda entrar en la boquita la que está chupando mi cerdita.



Desde atrás, sacando mi polla entre mis muslos, más atrás de mis caderas, mientras yo seguía a cuatro patas, tragando polla como un poseso.



Pero siempre que estaba a punto de correrme – y siempre sabía cuando estaba a punto, justo a punto – tomaba una de sus zapatillas, una de esas de felpa a cuadros… y me azotaba el culo. Sólo tres o cuatro azotes que resonaban como un latigazo en un silencio solo interrumpido por mis labios y las palabras de Rosa. Ella también jadeaba y creo que se estaba masturbando pero no llegué a verlo ni se quitó la ropa.



Esos azotes cortaban de raíz la leche cuando luchaba por salir a borbotones. Y añadían el morbo de un culo cada vez más encendido a mi excitación.



¡Sublime! Desearía haber estado así horas aunque quizás no hubiera podido resisitirlo. No sé cuando tiempo pasó pero, de repente, los acontecimientos se precipitaron.



El marido de Rosa abandonó su mutismo y se estremeció. Se corrió en mi boca y me tragué toda su leche que tenía un sabor acre y salado. Era espesa y me pareció mucha. Rosa me miraba mientras la tragaba y me decía que era una buena chica, que así se hacía, que había que comérselo todo, todo, todo…



Y esta vez no paró… Siguió y me corrí sobre el parque. Podía oír los goterones de leche caer sobre la madera mientras seguía a cuatro patas. Ella siguió apretando con fuerza mi polla hasta que terminé del todo, mientras arañaba ligeramente con sus unas mi culito caliente. Estuve a punto de perder el sentido. Luego, me agarró del pelo y dulcemente, frotó mi cabeza el suelo. Mi cara quedó empapada con mi propio semen, todavía caliente.



Permanecí en esa posición hasta que noté que algo caía sobre mí. Era mi abrigo. Cuando me incorporé, el marido de Rosa ya no estaba.



Vístete y a tu casa – soltó Rosa.



Me dio un beso en los labios en el rellano. Tenía el sabor de las dos leches que había tenido ocasión de catar esa inolvidable noche.



De esto ni una palabra a nadie – dijo por despedida.



Días después supe que se mudaban. No supe si alegrarme o no.



Desde entonces, recuerdo una experiencia que la vida me regaló y que nunca he podido volver a sentir.



Quizás tú puedas ayudarme, mujer madura.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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