Santiago Yáñez fue un niño de agradable presencia y finos modales, moreno de ojos verdes, tupidas pestañas y cabello también negro ligeramente ondulado que bien podría haber sido un adolescente de anuncio televisivo si su madre, Doña Mercedes, al menos lo hubiera intentado. Pero ella era demasiado protectora y quería a su hijo con un cariño que más de un conocido consideraba enfermizo. Sin embargo, Yago, como le llamaban los amigos, nunca fue un niño mimado aunque sí, bastante hipocondríaco, lo cual no resulta nada extraño habida cuenta del proteccionismo excesivo de su madre.
Aunque era un chico perfectamente normal y sano, el menor malestar físico lo convertía en una posible enfermedad mortal. Por ponerles un ejemplo:
-- Esta noche me la he pasado roncando – dijo un día a Félix uno de sus pocos amigos cuando apenas tenía doce años y estudiaban segundo curso de bachillerato.
Naturalmente, Félix le preguntó:
-- ¿Pero es que te oyes roncar?
-- Sí, claro, ¿Qué tú no?
-- Yo no ronco.
-- Porque tú no tienes vegetaciones inflamadas como yo.
-- ¡Venga ya, vegetaciones! – exclamó Félix riéndome de sus manías.
-- No te rías, no – dijo muy serio y le soltó la siguiente perorata -- Las adenoides son un cúmulo de ganglios que se encuentran en la parte superior de la faringe, al fondo de la fosa nasal. Cuando este cúmulo es muy grande puede llegar a taponar el paso de aire desde la fosa nasal hasta la laringe, por lo que se realiza una respiración oral (por la boca) como mecanismo de compensación. Cuando esto ocurre puede haber complicaciones, como otitis, infecciones de repetición del tracto superior respiratorio, bronquitis, respiración ruidosa nocturna (que son los ronquidos) y muchas otras cosas. Me operan la semana que viene.
-- ¡No jodas, Yago! ¿Cómo te vas a oír roncar si estás durmiendo?
-- Pues me oigo – respondió en tono categórico.
Naturalmente, a la semana siguiente no lo operaron pero sí ocurrió un hecho extraordinario. Eran treinta y dos chicos en clase. Ocho filas de largo por cuatro pupitres de ancho. Dos de los pupitres del medio de la primera fila los ocupaban Yago y Félix. Estaban más a la vista de profesores y profesoras que los árboles de la calle a la vista de viandantes y vecinos.
Una mañana, durante la clase de literatura que les impartía la señora
Andrade, una mujer muy mayor, según el criterio de los chicos, aunque ella tenía poco más de treinta años, era muy guapa, con una figura que cortaba la respiración porque, a los doce años, ya sabían aquellos chicos la tira de tías buenas y cachondas. Yago no podía apartar los ojos de ella y ella parecía sentir un aprecio especial por tan guapo muchacho. Su marido, el señor Andrade, era también profesor de Instituto y les daba clase de lengua española… que tiene tela la ironía habida cuenta de lo que soñaban con hacerle a su esposa los chavales.
El día anterior a los hechos, Yago, le había comentado a Félix por el camino de regreso al hogar a la hora de comer:
-- Me gustaría verla desnuda.
-- Joder, y a mi – respondió el otro, sin necesidad de preguntarle a quien se refería.
-- Debe tener unos muslos y un coño como una gloria.
-- Si. La tía está cachondísima, pero el que se la folla es el “barbas” del marido que debe ponerse como el “Kiko” comiéndole el coño.
-- ¡Bah! Ese es un papanatas. – comentó despectivo Yago.
-- Sí, sí, un papanatas que se harta de nata.
-- Mañana haré que nos enseñe las bragas.
-- ¿Quién? – pregunto el amigo carcajeándose.
-- La Andrade, idiota, quien va a ser.
-- ¿La vas a hinoptizar? – preguntó Félix con sorna.
-- No sé, pero si me lo propongo lo hará.
-- Vale, vale, me gustará verlo – comentó Félix, con cachondeo antes de despedirse.
Bueno, pues al día siguiente de ésta conversación, después de la clase de mates y la de latín, tocaba la de Literatura. Cuando la señora Andrade abrió la puerta del aula, le sonrió a Yago cerrando con el pie la puerta apoyando la espalda en ella. Soltó la cartera de mano que cayó al suelo con un ruido sordo y todo esto sin dejar de sonreírle. Félix alucinaba porque Yago parecía un pajarito encantado por una serpiente y la miraba con unos ojos febriles y escrutadores. ¡Joder – pensó Felix, no sin envidia – esta tía está tan loquita por Yago como él por ella!
De pronto, quitándose la chaqueta del traje sastre, la profesora les ordena:
-- Abran el libro por la lección 12. Hoy hablaremos de los Clásicos españoles del Siglo de Oro.
Llevaba una blusita blanca de seda que dejaba transparentar el sujetador de encaje
sometida por la cintura a una minifalda que Félix nunca le había visto tan corta. Éste no sabía lo que hacían los que estaban en los pupitres detrás de ellos, pero sabía que Maneiro que estaba a su izquierda lo miró sonriendo pero sin perder de vista los muslos de la profesora y le guiñó un ojo.
Ella, de pronto, les dio la espalda, se subió a la tarima y sentó una nalga en la esquina de la mesa con el otro pie apoyado en la madera. Tenía los muslos separados y podían verle, por lo menos los de la primera fila, las braguitas de encaje blanco, el tono más oscuro de sus rizos negros y el grosor de su vulva con la rajita marcada en la tela tan claramente como veían sus propios dedos. Así pasó la hora de clase sobre Góngora, Quevedo, Lope de Vega y compañía mirando de cuando en cuando con una sonrisa a Yago como si se complaciera en provocarle una erección. Félix no dudaba que Yago estaba tan empalmado como él, pero ya no la miraba más que de vez en cuando. Hasta le pareció que estaba de malhumor. ¡Joder – se dijo muy extrañado – esto de enseñarnos las bragas ha sido una casualidad!
Al mediodía cuando se dirigían a casa para comer, después de comentar lo muy caliente que los había puesto la cachonda profesora le espeta de repente:
-- Mañana haré que se denude.
Félix soltó una carcajada sin poder contenerse. Yago lo miró muy serio y volvió a comentar:
-- No te rías, ya lo verás.
-- Venga ya, tú estás chalado.
-- Ayer tampoco te creías que hoy nos enseñaría las bragas.
--¡Bah, Yago, eso ha sido una casualidad!
-- Lo que tú digas, Félix – sonrió al mirarle para decirme al despedirse -- Hasta luego, nos vemos después de comer.
Vivían cerca uno del otro, pero Félix se fue pensando que lo sucedido había sido una casualidad porque se le hacía difícil de creer otra cosa y creo que cualquiera, en su situación, hubiera pensado lo mismo. ¿Qué otra cosa cabía pensar? Conocía a Yago desde la primaria, más de cinco años hacia de eso y sabía de su loca imaginación. Pero, a pesar de su incredulidad, esperó al día siguiente con una cierta curiosidad y, como en esta vida todo llega, y todo pasa, también llegaron las once de la mañana del día siguiente.
La profesora Andrade procedió del mismo modo que el día anterior, salvo que esta vez, al tiempo que apoyaba la espalda en la puerta, tenía un brazo a la espalda y con la mano cerró con llave cosa que Félix no le había visto hacer nunca. Ella y Yago se miraban como si sólo existieran ellos en el mundo y la mirada del amigo aún
le pareció más febril que la del día anterior. La sonrisa que la profesora le dirigió a Yago, que ya era la comidilla de toda el aula, era la misma que la del día anterior; daba la impresión de que en la clase para ella no había más alumno que Yago.
Se subió a la tarima sin dejar de mirarlo. Para asombro del Félix, Yago no la miraba. Con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en la tapa del pupitre parecía dormido y tuvo la impresión de que ni respiraba. Cuando ella se quitó la blusa y el sujetador quedando con las hermosas tetas al aire, en el aula no se oía ni el vuelo de una mosca. Félix miro a Maneiro que parecía hinoptizado por las hermosas y erguidas tetas de la profesora. Unas tetas dignas de una estatua griega. El muchacho tragó saliva cuando se bajó la cremallera de la faldilla y ésta cayó a tierra. Luego con los pulgares en las caderas fue bajándose la fina braguita, primero un pie, luego el otro y quedó desnuda con su fabuloso cuerpo completamente desnudo ante las atónitas y excitadas miradas de sus alumnos.
No podían separar la vista de su cuerpo. Nadie se atrevió a moverse pero, igual que Félíx, todos menos Yago que seguía con la cabeza entre las manos, se estaban masturbando a su salud ante la excitante visión de su cuerpo desnudo. Lo curioso del caso es que ella seguía sonriéndole a Yago como si éste estuviera mirándola. Sólo cuando mi amigo levantó la cabeza para mirarla, pareció ella darse cuenta de que estaba desnuda. Felix creyó que la profesora se volvía loca y dejó de meneársela porque en verdad le daba enorme pena ver a aquella hermosa mujer llorando desconsoladamente escondida detrás de la mesa mientras se vestía apresuradamente.
Cuando Félix miró a Yago comprobó que tenía el rostro perlado de sudor como si hubiera estado picando piedra bajo un sol de justicia durante horas.
Ella nunca más volvió por el Instituto y Félix quedó convencido y ligeramente atemorizado de los poderes mentales de su amigo Yago. No cabía dudarlo después de la demostración que le había hecho. Tardó algún tiempo en presenciar otra demostración de sus poderes mentales, pero en aquella segunda ocasión ya tenían algunos años más y el tiempo, que todo lo amortigua y finiquita, también acabó amortiguando el recuerdo de los sucedido con la profesora Andrade.
Continuará...