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Un escritor vive siempre el mismo temor. Al sentarse a escribir, todo son dudas. No hay nada más duro que enfrentarse a un papel en blanco; y decidir que plasmar, que contar, que dejar a la imaginación… y que no. El comienzo de cualquier relación es igual: todo nervio, duda y miedo. El sentarse en una mesa, frente a un total desconocido, decidiendo que decir, que transmitir, que sugerir… y que no.
Pero aquella ceba no era el comienzo de una nueva historia, mucha tinta precedía este momento. Dos amantes, frente a frente, con una mesa de su restaurante favorito separándolos, escribiendo un capítulo más de sus vidas. La cena se llenó de miradas cómplices entre ambos, de esas que no necesitan palabras para entenderse, sólo la tenue luz de una vela y los recuerdos de vivencias anteriores. El menú fueron las delicadas y suaves caricias entre ambos, y no tan suaves ni tan delicadas bajo la mesa. El contenido del plato nunca les importó. El vino que los acompañaba era exquisito, pero en vez de eso paladeaban los deseos de momentos futuros al vaciar sus copas.
Aunque tentados por los sublimes dulces, ninguno dudó al renunciar al postre. Sin necesidad de palabra alguna, conocían de antemano que un regusto mejor les acompañaría más tarde. Abonaron la cuenta con la urgencia de aquel que llega tarde. El camarero contempló sorprendido la generosa propina, dudando sobre si aquella extraña pareja habría mirado siquiera el interior de sus carteras al pagar.
Tras un breve, pero intenso viaje en coche, en el que lo acaecido en la cena pareció un inocente juego, llegaron a su destino. Cubrieron la distancia hasta la puerta entre caricias y carantoñas, para, al llegar allí, recrearse en el entrecruzar de sus lenguas. Ella, conocedora de viejas costumbres, buscó el bolsillo interior derecho del abrigo de su acompañante, y extrajo las llaves que les permitirían acceder a la confortabilidad de una cama. Cuando consiguió robarlas de la seguridad de su pecho, él la giro para aprisionarla contra la puerta, haciendo que las llaves cayesen ante la brusquedad de su maniobra. Al percatarse de su propia torpeza, se rio de su rudeza de manera cómplice, y se deslizó lentamente hacia el suelo hasta alcanzar las llaves, besando sutilmente cada centímetro del vaporoso vestido que cubría su vientre. Una vez alcanzadas, recorrió el camino inverso, sin modificar su velocidad, deseando que ninguna tela separase sus labios de la candente piel que anhelaba.
Una vez en el salón que tantas veces habían compartido, el pudor que pudiese haber por el miedo a cualquier intromisión desapareció. Lo que antes parecían besos, ahora era una lucha, donde el entrecruzar de sus lenguas parecía digno de unos gladiadores en el Coliseo que formaba la unión de sus labios. Ella arrebató el abrigo que le cubría a él, mientras él levanto el vestido de ella hasta la cintura, disfrutando de cada resquicio de piel que rozaba. Entonces, la asió de sus nalgas, elevándola hasta su cintura y aprisionándola contra la única pared diáfana de su vivienda. El deseo dio paso a la urgencia, ambos no podían si no desear tener más extremidades para no dejar sin acariciar ni el más mínimo fragmento de su acompañante.
Ambos estallaron en una sonora carcajada a la vez. Ella porque sus piernas impedían desnudarlo, y él porque la pared impedía terminar de arrebatarle ese dichoso vestido. Sutilmente, él la dejo en el suelo; y, como si no levitase sobre él, corrió sin dudar hacia la habitación. Él, se recreó en el momento, en la fragancia que ella había dejado a su alrededor al huir, en el bamboleo de sus curvas y en el reflejo de las tenues luces en su piel. Solemnemente él se desnudó, y avanzó hacia donde estaba su presa, siguiendo el rastro de prendas de ropa que había dejado a su paso.
Pese a las muchas veces que la había contemplado desnuda, la visión de su joven cuerpo aún seguía turbándolo. En esta ocasión, la encontró apoyada en el cristal, contemplando a través de la ventana la naturaleza en su oscuridad. Como un cazador, se acercó sigilosamente a su presa, hasta rodearla con un brazo por el pecho, y el otro bajo el vientre. Depositó suavemente sus labios tras su oreja, sintiendo como su cervatillo se estremecía. Al ritmo en que su boca se deslizaba hacia la clavícula, su mano se deslizaba hacia su entrepierna, notando el deseo que ella sentía en el calor de sus dedos. Recordó el hacer de ocasiones anteriores, y sintió el estremecer de su espalda contra su pecho. Los segundos avanzaban más rápido de lo que los amantes deseaban. Él prosiguió con su rutina, ella prosiguió disfrutando de ella. Notó cómo su cuerpo ignoraba sus órdenes, siguiendo sus propios impulsos de convulsionar y endurecerse. De pronto, notó como sus piernas fallaban en el mejor momento, el placer la impedía mantenerse en pie, pero el firme abrazo de su hombre la permitió disfrutar del más intenso placer sin temor a dejarse caer.
Extenuada, se giró hacía él, y elevando los talones, le besó, sellando con saliva la promesa de que eso no acabaría ahí. Él, la levantó del mismo modo que al entrar poco antes, pero esta vez sin nada que los separase. Sintió la humedad de ella, aun latiente, rozar la punta de su virilidad, y un escalofrío recorrió su espina dorsal; recordando el futuro e imaginando el pasado.
Cargando su peso en sus brazos, la llevó hasta la cama, en donde depositó a ambos sin ningún tipo de delicadeza, prevaleciendo sus instintos más primitivos sobre cualquier tipo de precaución. Situándose entre sus muslos, recorrió con su boca su pecho, deleitándose en él como si se tratase de su última comida. Con sus manos recorrió el rostro de su pequeña Nereida, deteniéndose en la línea de su mandíbula justo antes de embestirla por primera vez.
El suspirar simultáneo era algo que ambos esperaban que no desapareciese nunca a pesar de la experiencia. La urgencia del primer envite dejó paso al intenso disfrutar de 2 cuerpos en armonía. Las respiraciones acompasadas, las caricias dominadas por el deseo, el ansía de obtener más y más del otro era el idioma de otro capítulo en su historia, escrito como tantas ocasiones con sudor, saliva y deseo.
El ritmo se volvió frenético, y ella tomo las riendas de la situación. Envolvió con sus piernas la cadera de su pareja, y le instó a voltearse, le gustaba llevar el ritmo. Él se sintió enloquecer por el movimiento de su cuerpo, mientras la cintura de ella le hipnotizaba en su incansable bamboleo. Ella, en su infinito ir y venir, noto como su cuerpo volvía a estremecerse y a dejar de obedecerla, llevado por los también sin control movimientos de él. Esta vez, nada le preocupó. A él tampoco, disfrutando del infernal ritmo final de ese baile, y sintiendo como si la vida se escapase en las últimas notas de ese instrumento que era su cuerpo.
Vencidos, cansados, y felices ambos disfrutaron de un segundo de respiro. Sabían que no duraría mucho. Ella se encaminó hacia la ducha, para desprenderse del olor a sexo y sudor que exudaba cada poro. Él, acostumbrado a la siempre pronta despedida, se sirvió una copa que saboreó con gusto, deseando que sus papilas gustativas se entretuviesen en otros matices.
Un beso en la puerta sellaba otro capítulo en las andanzas de ambos. Ella se marchaba, con la sensación de que todo buen trabajo tiene que tener su correspondiente pago. Un "hasta la próxima" fueron sus últimas palabras. Él las saboreó amargamente, mientras guardaba la cartera en el bolsillo interior de su sotana, pensando en apurar la copa que se había servido anteriormente, y en cuando llegaría su próximo encuentro.
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