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Categoría: Infidelidad

Una noche irrepetible

Una noche templada, parida por un día caliente, de la segunda mitad de los años 90, al llegar a casa llevaba en el auto juguetes nuevos para mis tres hijos y una excusa antigua para mi esposa.

Después de una cena frugal, bañado, afeitadora eléctrica a pilas en el maletín, vestido con la ropa habitual para las ocasiones en que tenía trabajo fuera del horario normal -para no despertar sospechas- y una expresión de sacrificio, salí para encontrarme con Erika.

Erika tenía un aire decidido y una belleza poco común.

De buena fuente, sabía que, no habían sido pocos los jóvenes que penaron por sus favores y sufrieron por sus rechazos y caprichos, que heredó las formas de la madre, los gustos del padre y que luego de trastornar abogados, médicos, políticos acabó sucumbiendo a un Individuo que por su nacimiento y posesiones descollaba entre sus conciudadanos: un marido VIP, que le daba una vida tibia y holgada pero en la época en que, mi trabajo hizo que alternara con ella (tenía a su cargo un proyecto, para la empresa de su marido, proyecto para el cual me habían asignado, en la empresa de ingeniería que me daba trabajo), sus antojos ardientes estaban con acciones, si no congeladas, monótonas.

Transcurrido el tiempo -algunos meses- múltiples encuentros profesionales, sondeos y sugerencias para inducirle a “jugar con nuevas cartas”, ella largó la rutina, supuestamente años de indecisión y tomó un taxi, para una aventura, más o menos a la misma hora que yo salía en mi auto. Llevó consigo un perfume nuevo para mí, una esperanza antigua y una excitación reciente para sí misma. Bañada, depilada y con ropa íntima sugerente -para despertar antojo-, vistió una conveniente expresión de indiferencia –nunca se sabe– que no se correspondía con el vértigo de lo prohibido ni la osadía de bucear en lo desconocido con un hombre (yo), no mal posicionado, que perdía, y mucho, en nivel social y económico con el marido pero lo aventajaba en actitud, en estilo, en trato y en temas de conversación, en ocasiones, salpicados con delicadas indecencias y tenues vulgaridades.

Dejé el auto en una playa próxima a mi oficina –nunca se sabe–

Antes de entregar la llave repasé mi barba y mi peinado con la ayuda del espejo retrovisor. Luego tomé un taxi para ir al bar de la esquina de Corrientes y Callao (hoy desaparecido).

El programa, para ese día, era el habitual para encuentros de ese tipo, excepto por la compañía: una mujer Vip, con marido VIP, probablemente tendría la clase que le faltaba a las cómplices de contravenciones precedentes. Quién sabe si no mezclaría a los gemidos algo de francés…

El encuentro comenzó con sonrisas cómplices y dos besos en las mejillas:

-¡Estas espléndida, resplandeciente!!

-Muy gentil, gracias por la amabilidad.

-Estoy hablando en serio.

-A todas las que traés aquí, le dirás lo mismo

-Vos sos la primera.

-No te lo creo.

-…

-¿Querés pedir ahora?

Hablamos de banalidades, de actualidades, y de la belleza, elegancia y charme de mi compañía de esa noche, yo. Ella de lo agradable del lugar, de algunos de sus sentires, fastidios, sueños y nuevos proyectos personales.

Llegó el silencio pos-bebidas y quedamos inmóviles, mirándonos. En el ambiente flotaba el aroma a cuerpos exacerbados, la exaltación acumulada, las tensiones de las fuerzas, opuestas, de atracción necesitaban una vía de escape. Al sentir un toque insinuante de un piecito debajo de la mesa me incorporé a medias y nos besamos por primera vez.

Percibí que era el tiempo de concretar y propuse un espacio más íntimo.

Ella sintió que era el momento de hablar y dijo que buscaba emociones inéditas, que quería volar, ser otra persona y, a la vez, ser ella misma:

-¿Me entendés?

Tenía mis dudas pero no las manifesté, todo lo contrario. Ya vería que hacer:

-¡Claro que sí! Está cerca de aquí el lugar que te dije, vamos en el mismo taxi, nadie nos va a ver.

-Quiero experimentar contigo el encanto del “hada verde”. Con la inspiración del hada verde vamos a viajar a una dimensión desconocida. Traigo una botellita en la cartera. Lista para tomar con la proporción justa de agua y azúcar. No es lo mismo que prepararla en el momento, pero servirá.

“No podía ser de otro modo”, pensé, es una mujer chic y tiene fantasías raras, extravagantes.

Recordé que el ajenjo, también es conocido como el hada verde (la fée verte) en virtud de un supuesto efecto alucinógeno. Charles Baudelaire, Vincent Van Gogh (se dice que perdió la oreja bajo sus efectos), Oscar Wilde, Henri de Toulouse-Lautrec, Edgar Allan Poe, entre muchos otros, eran adeptos al hada verde.

Fue prohibido a principios del siglo XX, en casi todo el mundo. Con el tiempo y estudios rigurosos, se comprobó que, salvo el alto tenor alcohólico, no tiene ninguna propiedad nociva.

Un halo o creencia rodea este elixir. Se tiene por cierto que alucina, seduce y hace desear vehementemente. A principios de los 2000 se lo incluyó en una película (Alfie) en la que la protagonista (Susan Saradon) bebe ajenjo con el rito recomendado (ajenjo + cuchara perforada con terrón de azúcar + agua) con su partenaire y luego hacen el amor de una manera alucinante.

En el modular del comedor, en mi casa, tenía una petaca de la marca Mari Mayans (que traje de España vaya a saber en qué año. Creo que, en la península, nunca se prohibió.) Virtualmente sin uso (la había mechado en un par de sesiones íntimas hogareñas sin nada para remarcar).

-Bueno, vamos ¿Te parece?

Pagué la cuenta y salimos en busca del hotel Los Pinos, en la avenida Independencia al 1300.

En la habitación, reanudamos el boca a boca, apenas insinuado en el bar y las manos comenzaron a recorrer nuestros cuerpos con caricias cada vez más osadas que, a despecho de la ropa de por medio, alcanzaron para consumir un buen puñado de ardorosos minutos.

A continuación se imponía desprenderse de las prendas de vestir. Amagué emprenderla con botones y cierres.

-Dame un segundo – replicó ella, separándose empujándome con sus manos en mi tórax.

Percibí picardía en la mirada de Erika. No caí en el por qué hasta que, fue donde había dejado su cartera, sacó una diminuta botellita con el contenido de color verde claro, desenroscó la tapita y se la llevó a la boca. Volvió junto a mí, pegó sus labios a los míos y derramó en un beso el ajenjo de su boca para mi boca. Tragué la dosis y la sorpresa.

Tomó, mi mano derecha y la llevó debajo de su vestido en su zona púbica depilada, protegida sólo por la bombacha - algo más que húmeda algo menos que mojada - y la soltó (segura que de allí me costaría retirarla) para, acto seguido, ir en procura de mi crecida y palpitante entrepierna.

Fue el “déjate de prolegómenos y vamos al grano”. Instantes después éramos dos cráteres próximos a despedir lava.

Lo que sucedió, a partir de ese momento y por el resto del turno del hotel, fue un dejarse arrebatar por las pasiones, entregarse a la exaltación de los sentidos, casi sin moderación.

No puedo asegurar si, entre el sinnúmero de emociones experimentadas por ambos, hubo algunas inéditas. Las que yo disfruté fueron desde superlativas a alucinantes, entre ellas el excelso Beso de Singapur que ella mechó con maestría y, según lo que pude apreciar en Erika (en sus pupilas dilatadas leía el deseo salvaje que la consumía, sus jadeos rebotaban entre las paredes de la habitación, sus caderas se meneaban urgidas, su lengua porfiaba juntarse con la mía en una danza erótica animal, su clítoris latía frenético estimulado por las caricias…) gozó de ramalazos de placer que, parecía, amenazaban con dejarla sin conciencia.

Hubo profusión de orgasmos de ella y eyaculaciones profusas de mi parte, en su intimidad más profunda.

Sin embargo, a la hora de irnos, convinimos que, nos debíamos, por lo menos, una réplica.

Nos retiramos del hotel los dos en el mismo taxi que, previo dejarme en la playa de estacionamiento donde había estacionado el auto, siguió viaje a su departamento.

Al entrar al dormitorio, luego de una nueva concienzuda higiene corporal y cepillado de dientes más allá de los tres minutos aconsejados y enjuague bucal con un colutorio –para prevenir la remota posibilidad de detección de aromas delatores– encontré a mi esposa, Iluminada por la tenue luz del velador que había olvidado apagar, profundamente dormida, una expresión grata, apacible en el rostro, destapada por lo templado de la noche, con el cuerpo descansando sobre su espalda, las piernas en V y una de sus manos apoyada cerca de su pubis.

La escena apagó el cansancio y encendió el deseo. Era la primera vez que, de regreso de un acto de piratería sexual, experimentaba por mi esposa, a ese nivel, los reclamos, los aullidos de los genitales

Súbitamente se me presentó la petaca de ajenjo español en el modular y el artificio hábil y mañoso de Erika en el hotel. Segundos después, munido de cuchara vertí sobre un terrón de azúcar una pequeña cantidad del líquido esmeralda, agua para bajar el alto contenido de alcohol y regresé al dormitorio.

Desperté a Mariel con caricias, besos y despojándola de su prenda íntima, sorbí una dosis mínima del ajenjo y posicioné mi cuerpo sobre el suyo obediente. Ella, casi durmiendo, aceptó las mini dosis que mi boca –por temor a ahogarla- iba derramando en la suya y el miembro urgido y palpitante. Cumplió con su “rol” conyugal, cooperando tibiamente, al principio, con entusiasmo, intensidad y desenfreno, sucesivamente, cuando tomó conciencia. Con movimientos rítmicos, su boca mordiéndome suavemente y emitiendo suspiros y gemidos; sus uñas hundiéndose en mi espalda a cada embestida de mi miembro. Nos mantuvimos entrelazados, deleitándonos, devorándonos mutuamente, hasta que sentí mi semen subir a la cabeza como tomando impulso, se me desató “algo” que imprimió un ritmo desenfrenado al entra y sale de la verga, que amainó luego de que el fluido que había subido descendió precipitadamente e inundó la cuevita de Mariel, quien, con un profundo gemido previo exteriorizó su orgasmo, arañándome la espalda y moviendo frenéticamente su pelvis.

Recuperado, después del epílogo, el ritmo cardíaco normal, ella suspiró, pseudo quejas por haberle interrumpido el sueño. Luego quiso saber:

-¿Qué era lo que tenías en la boca cuando comenzaste a besarme? Era dulce y alcohólico. Un licor… y vos no tomás ni vino ni licores, que yo sepa ¿De dónde lo sacaste?

-Era el hada verde. Viene del modular del comedor. ¿Viste que bueno? ¡Lo sentiste y paladeaste y te despertó! Y, por añadidura, re-cariñosa.

-Lo que sentí adentro y me despejó fue otra cosa, ¡caradura!!! ¡Qué hada ni que bruja!!!... ¡Tu verga como fierro!… ¿Qué decís que es el hada verde?

-El ajenjo que tenemos en el barcito del modular.

-¡Ahhh ya se!!! Ahora caigo, es esa petaquita color esmeralda que trajiste de Madrid. Me había olvidado de ella ¿Qué se te dio, desempolvarla, hoy y a esta hora?

-Mañana te cuento lo que me vino a la memoria cuando, al llegar, te vi como la Venus Desnuda de la pintura de Giorgione, con una manito en la “flor de la vida”. Quería despertarte y “cachonda”…

-¡Que loco lo tuyo!!

-Es hora de dormirnos.

Y hay quien dice que los años de convivencia traen, invariablemente, el tedio.

En nuestro caso, los años de convivencia, a pesar de cierta, pesada, pero soportable rutina, siguieron siendo altamente placenteros y ardorosos, en esa época y posteriormente.

Tal vez, en algo contribuyó el habernos atrevido, de tanto en tanto, a sutiles indecencias, a pasiones y/o a amores furtivos.

Está probado, sin lugar a dudas, que el ajenjo no es alucinógeno ni afrodisíaco pero… mi adhesión al método científico flaquea cuando rememoro esa noche extraordinaria de los años 90.

Me invade la sospecha de que sí, con ese elixir, se potencia la propensión natural del ánimo y el cuerpo a juntarse con otro ánimo y cuerpo y volverse ambos un todo durante un cautivante intervalo de tiempo, conocido pero siempre renovado, gratificante e, indefectiblemente, siempre demasiado breve. (Y, en ocasiones, reñido con la moral y las buenas costumbres que todo humano, se supone, debería “profesar” y no siempre lo hace. “Felizmente”).

Es sólo por unos instantes, enseguida desecho la idea, ante la evidencia precisa y objetiva de la ciencia.

La petaca verde de ajenjo se perdió, junto con otros dos envases de licores en un desafortunado suceso doméstico (torpeza en la limpieza del modular).

En algunas ocasiones sorprendí a Mariel cuchicheando en el teléfono (o, desde unos años para acá en su celular o sonriendo abiertamente frente a la pantalla de su notebook) y me pregunté: “con quién hablará (chateará) y por qué se ríe tanto”.

Nada de que asombrarse: la ciencia estableció que los mamíferos andan bastante enemistados con la fidelidad -sólo el 3% es monógamo- con los primates (entre ellos los humanos y los monos bolobos) a la cabeza.

No tengo evidencias, pero antes del accidente en el aseo del modular, tuve la impresión de que el nivel del contenido de la petaquita había descendido.

¿No habrá ella, Mariel, también recurrido al hada verde, para sofisticar, refinar alguna escapada “non sancta”??

Datos del Relato
  • Categoría: Infidelidad
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