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Una historia de verano

~Y así, después de muchas horas, llegué al cabo, donde tú, inconsciente de ello, aguardabas a encontrarte conmigo.

Era una tarde de verano, colmada por una fresca brisa. El Sol ya empezaba a ocultarse, y un melancólico naranja marcaba ya su dominio en el cielo.

Te encontré sentada, mirando al horizonte, puede que con una fantasía que añorabas que se hiciera realidad. La sorpresa devoró tu rostro en cuanto me encontraste, y aunque no lo esperabas ni lo más mínimo, me respondiste con una deslumbrante sonrisa en cuanto descubriste la confianza y lo optimista de mi rostro, mas dejabas entrever tu triste añoranza.

Me senté a tu lado, en el risco, y aún lejos de las olas no costaba nada apreciar la magnífica belleza del agua cristalina al romperse entre las rocas.

Y aunque ambos parecíamos disfrutar sobremanera el espectáculo, lo cierto es que no me parecía nada comparada con el de tus finas facciones, tus labios estrechos y pequeños y tus melancólicos ojos.

Así te lo hice saber, y tras un momento agachaste la cabeza, mientras te ruborizzabas. Pero ni aún así cesó aquel tono de tristeza en la curva de tus cejas.

Froté un poco tu espalda, y en cuanto te recuperaste de la sorpresa corrí mi mano hasta tu hombro. Para mi sorpresa, no solo no te importó, sino que apoyaste sobre mí tu cabeza.

Dicen que "el mejor modo de recuperarse de un desamor... Es volviendo a enamorarte", y por ello aposté. Y la lágrima que lentamente resbaló por tu mejilla fue el anuncio de mi victoria. Una victoria que, aunque mi intuición auguraba que pasaría mucho tiempo contigo, me resultó muy amarga. Recién conocida, misteriosa, incluso aunque no supiera apenas nada de ti, conquistaste de inmediato mi empatía. Tenía la sensación no solo de que eras muy cercana a mí, sino que habíamos pasado juntos toda una vida.

Acosté mi cabeza sobre la tuya, pero tras un instante me dije "¡No!" en voz alta, y tras alzar mi cuello, mi mano recorrió el tuyo, suavemente, cual caricia. Y cuando habías apartado tu cabeza, curiosa, y tal vez preocupada, cogí, con cuidado, con apenas tres dedos, tu barbilla, y la dirigí hacia mí, haciendo encontrarse nuestros ojos.

Tensión. Te miraba con cierta lástima, tú me observabas asustada. Cogí tu mano por un momento y enseguida arrastré la mía hasta tu espalda, presionando un poco.

Y nuestros labios se encontraron. Frescos por la brisa, húmedos y salados por el agua. Solté tu espalda y, aunque te retiraste un par de centímetros, tras un par de segundos volviste a besarme.

Esta vez nuestras lenguas se acariciaron tímidamente. Consciente, por tu pasividad, de tus deseos, me calmé un poco y te abracé, con una tranquilidad que contrastaba bastante con el leve temblor de tu mano, que en mi periferia podía observar apoyada en la roca.

Te miré a los ojos. Sonreíste. Te sonrojaste. La lágrima que cayó a continuación no era ya de melancolía, sino de felicidad.

Estaba enamorado. Y tú parecías empezar a estarlo.

Pasaron las horas, el cielo se tornó oscuro y nuestra única compañía era ya la de los astros. La luna, mengüante, formaba un precioso arco de luz en la lejanía, que era acompañado por decenas de puntos luminosos que, aún si no estaban a su alrededor, así lo parecían.

Estábamos entonces en la playa, alejados de toda humanidad, mirando, tumbados sobre la arena, a la inmensa bóveda celesta que se expandía sobre nuestras cabezas.

Te apoyabas sobre mi pecho, alegre, completamente segura de la sinceridad de mis sentimientos. Con no mucho esfuerzo, nos dejé sentados, rodeándote con mi brazo, por la espalda. Te besé. Devoré tus labios, con pasión. Pasé mi otro brazo por encima de tus piernas, inclinándome sobre ti y apoyándome, para a continuación llevar mi mano hasta tu cintura.

Te acariciaba, te frotaba, bajando lenta pero confiadamente, hasta llegar al lado de tu entrepierna. Agarraba tu pierna, suave, caliente. Un calor que contrastaba sobremanera con el viento, que aunque frío, no llegaba a ser molesto.

Abrista tus piernas y, sin dejar de disfrutar de tu lengua, me puse de rodillas frente a ti, inclinándonos sobre el suelo seguros de llegar hasta el final.

Y allí estábamos. En la playa, desnudándonos, contigo bajo mí, dominada por tu tragedia, por tus sentimientos, por mí.

Pero que yo tuviera el control no significaba nada. Aquello era lo de menos, pues lamentablemente yo me sabía esclavo de tu belleza, de tu voz, de lo poco que sabía sobre cómo eras. Y aunque normalmente me hubiera importado y habría movido cielo y tierra para cambiar las cosas, entonces no me importaba. Era feliz, me sentía completo, entregado a la pasión que con ferviente deseo me hizo llenarte, sucumbiendo ambos ante el placer.

Con dificultad sentía el resto de mi cuerpo: brazos en tensión, aguantando bestialmente las cargas que tomaban lugar más abajo. Y sentía, bajo mis manos, bajo mis rodillas y mis pies la arena húmeda.

Y, por supuesto, tus gritos. Tus gritos de placer me hacían más bien que la misma música, reforzando mi líbido, llenándome de satisfacción.

Pero tras aquella breve pausa volví a concentrarme en la brutal batalla de ahí abajo, casi hundiéndonos en la arena por las embestidas que recibían tus caderas, gestándose una tremenda explosión que cada carga provocaba en todos nuestros nervios, en nuestras cabezas. En nuestras mentes, en nuestros corazones.

Y la última explosión, dentro de ti. Tras semejante paliza, el correr de nuestros fluidos, y dentro y fuera de ti, llegando a mezclarse con la sangre de la bolsita que tan silenciosamente se había roto minutos atrás, no hacía sino relajarme, perder la fuerza en los brazos, y, lentamente, dejarme caer sobre ti.

Sentí tus pechos. Rocé tus labios. Me puse a un lado y nos abrazamos un rato, antes de ir a lavarnos y vertirnos.

Mañana acaban nuestras vacaciones, volvemos a la ciudad. Juntos. Sabes que te amo, y ambos creemos ciegamente que así nos amaremos por siempre.

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