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Una historia bondage (IV): tablas

Carolina esperó con impaciencia, tamborileando con los dedos en el volante, a que se abriera la puerta corredera del chalet de Miguel. Aparcó junto a la entrada y respiró profundo. Estaba preparada para que le devolviera el golpe: dejarlo a medias después de haber follado con Martín, con él mirando y esposado, había sido una jugada sucia. Esperaba una réplica a la altura de Miguel. La idea de lo que podría recibir la preocupaba, pero sobre todo, la excitaba.

Entró por la puerta entreabierta y miró a su alrededor, extrañada. El vestíbulo estaba en penumbra, y podía oír la música suave de Coldplay que llegaba desde el salón, a bajo volumen. No pudo evitar recordar la agonía y el placer que vivió atada a aquella puerta, y se dio unos minutos para estudiar el ambiente. Esta vez, Miguel no la pillaría por sorpresa.

—Estoy en el salón.

La voz masculina interrumpió sus cavilaciones y se acercó hasta él. Estaba sentado en el sofá frente a la chimenea, vestido con un pantalón gris de algodón y una sencilla camiseta blanca. Descalzo. ¿Qué estaría tramando?

—¿Estamos solos? —preguntó Carolina, algo brusca. Él esbozó una sonrisa imperceptible al verla examinar la estancia con el ceño fruncido.

—Estamos solos. Ven, siéntate conmigo.

Carolina ignoró su invitación y se acercó al fuego. Extendió los dedos hacia las llamas, y se quedó allí durante unos minutos, incapaz de deshacerse de las conspiraciones en su cabeza. Miguel parecía tranquilo y relajado. No parecía que se fuera a abalanzar sobre ella en busca del orgasmo negado, o que fuera a vengarse. En vez de eso, se acercó desde atrás y la abrazó por la cintura.

—Tengo una propuesta para ti: quiero atarte de nuevo. —Carolina lo miró durante un segundo, se echó a reír y comenzó a negar con la cabeza. Pero Miguel la detuvo—. Sé que te gustó.

—No me gustó sentirme indefensa. Quiero decir —rectificó, dándose la vuelta para mirar a Miguel a los ojos—, quiero poder defenderme con todas mis armas.

—No hay nada de lo que tengas que defenderte.

—¿No? —preguntó Carolina, con tono retador. Miguel volvió a sonreír. Parecía cansado.

—No. Quiero que dejemos de lado el pulso absurdo que nos traemos. Ha sido divertido —reconoció—, pero ahora necesitamos algo distinto.

Carolina se relajó al escuchar sus palabras. En unos segundos, pareció que le quitaban una losa de encima. Llevaba toda la semana preguntándose lo que la esperaba. Con un suspiro, se descalzó los tacones y rodeó el cuello de Miguel con los brazos,

—¿Qué tienes en mente?

Recorrió sus labios con la lengua, y se besaron despacio, con más calidez que lascivia. Deslizó la mano hasta su entrepierna con el objetivo de encenderlo, pero Miguel la apartó ligeramente y señaló unas cuerdas en el suelo.

—¿Sabes para lo que son?

Ella las examinó con atención. Eran delgadas, gráciles. Estaban colocadas en hatillos ordenados y el calor de las llamas les daba un sutil color dorado. Todo su cuerpo se tensó.

—Para Shibari.

Su piel se erizó con expectación al pensar en los preciosos grabados japoneses que decoraban la habitación de Miguel. Siempre la fascinaron, pero hasta ahora Miguel no había dado señales de saber hacerlo, o de querer hacerlo con ella.

—Desnúdate.

Carolina se quitó el vestido de lana por encima de la cabeza. Miguel esbozó de nuevo esa sonrisa depredadora que le decía a gritos que se la follaría en ese mismo instante, pero no se movió. Manipulaba uno de los hatillos entre sus manos expertas, sin apartar la mirada de ella. Dobló la cuerda por la mitad, y la dejó extendida a sus pies sobre la alfombra.

El precioso juego de lencería gris y las medias de Carolina siguieron el mismo camino del vestido sin que él prestara la menor atención. Eso sí era una novedad. Carolina se irguió ante él, y por primera vez sintió la vulnerabilidad de su desnudez.

Miguel se arrodilló junto a la chimenea, y arrastró a Carolina frente a él.

—Tiéndete en la alfombra —le ordenó. Carolina estaba reacia, seguía pensando que, en cualquier momento, Miguel la sorprendería con alguna jugada—. Tiéndete—repitió, empujándola con gentileza, con la palma de la mano apoyada entre sus pechos.

Carolina obedeció y se acostó de espaldas.  Su respiración comenzaba a acelerarse. El calor de la chimenea se derramaba sobre su piel y observó a Miguel, arrodillado a sus pies. El fuego otorgaba a sus ojos un brillo extraño.

La acarició desde la rodilla hasta el pie y ella se revolvió, anhelante. Contuvo el aliento cuando Miguel le rodeó el tobillo con la cuerda, menos áspera de lo que habría esperado, e hizo un nudo firme. Percibió con claridad cómo su cuerpo comenzaba a despertar entre sus manos.

Tirando de las hebras, la obligó a acercar el talón hasta que tocó su trasero y, con calma, envolvió con varias vueltas de la cuerda su pierna flexionada. Carolina la sentía clavarse en su piel como una serpiente, sedosa y firme. Cuando Miguel terminó, estaba totalmente inmovilizada.

—Es precioso —murmuró, al contemplar el contraste de las ataduras sobre su piel pálida.

Miguel asintió sin decir nada. Estaba concentrado, con los párpados entornados y pendiente de sus reacciones. Siguió con la otra pierna. Esta vez, Carolina fue más consciente de las caricias de los dedos masculinos sobre la piel, que dejaban un reguero de fuego, haciéndola más sensible al tacto de la cuerda. Cuando acabó, tenía las dos extremidades envueltas en sendas espirales doradas. No podía moverlas ni un milímetro, sentía su abrazo firme y constante, y por un segundo, sintió miedo.

—¿Cómo se llama? —Carolina sabía que cada atadura respondía a un nombre, y quería grabarlo en su memoria junto con la imagen exótica de su cuerpo.

Futomomo —respondió Miguel, lacónico.

Su tono de voz hizo que lo mirara con atención. Tenía los ojos fijos en su sexo, y Carolina abrió las rodillas para exhibirlo frente a él. Las hebras se enroscaron en sus piernas, acomodándose a la nueva postura. Miguel se desplazó entre sus muslos inmovilizados y deslizó las yemas de los dedos justo entre los labios empapados de su entrada. Ella dio un respingo ante lo inesperado de la caricia y arqueó la espalda como invitación, pero Miguel extendió la humedad hacia su monte de Venus, haciendo que su piel se erizara, y negó con la cabeza.

—Aún falta mucho, Carolina.

Sus pezones se endurecieron, y su interior se licuó como el hierro fundido ante la promesa.

Miguel gateó a su lado, sin romper el contacto visual y la ayudó a incorporarse, situándola entre sus piernas. Carolina se recostó en su pecho, y odió el tacto de la tela de algodón que lo separaba de ella.

—Quítatela. La camiseta, quítatela. Quiero sentir tu piel —exigió.

Miguel se desprendió de la prenda y Carolina se recostó sobre su tórax desnudo. Experimentó una inesperada sensación de alivio al apoyar su espalda en él, que la estrechó por un segundo entre sus brazos. La música seguía impregnando el ambiente y se inició una de las canciones favoritas de Carolina…

Miguel escogió ese preciso momento para incorporarla y llevarle los brazos hacia atrás. Comenzó a atarle los antebrazos, de manera que cada una de sus manos sostenía un codo. Sus pechos saltaron hacia adelante en una postura forzada. Carolina se derretía con cada roce de los dedos de Miguel sobre la piel, cada caricia de las cuerdas bailando al compás de la desgarradora canción.  El abrazo de las hebras doradas frunció sus pezones hasta el dolor, su sexo expuesto destilaba la miel que delataba su excitación y su deseo. Miguel trabajaba infatigable, concentrado en tensar, anudar y rodear su cuerpo, con la boca muy cerca del cuello de Carolina, haciéndola estremecer con cada exhalación de su aliento cálido.

Takatekote —murmuró, cuando hubo terminado la obra en su torso y sus brazos.

Carolina apenas le prestó atención, solo podía sentir con la piel. Apoyó la cabeza en su hombro, arqueando la espalda para darle acceso y entreabrió los labios, como una ofrenda. Miguel por fin la besó. Sus manos la acariciaban desde atrás, recorriendo los pezones atrapados entre las cuerdas. Cuando su mano se dejó caer hasta su sexo inundado, Carolina jadeó, moviendo sus caderas con exigencia.

—Te necesito —murmuró.

No era una súplica, ni una orden. Era la realidad más pura y descarnada, sin subterfugios, sin trampas ni juegos, y Miguel así lo entendió.

La sujetó con fuerza de las cuerdas a su espalda y la tendió contra el suelo. Carolina se vio obligada a apoyarse sobre sus piernas flexionadas y abiertas, exhibiendo sus orificios ávidos. Miguel se bajó el pantalón por las caderas para descubrir su erección, y se enterró en ella a la vez que ambos emitían un gemido agónico de alivio.

Comenzó a moverse en su interior sin que Carolina pudiese hacer nada. Inmovilizada, indefensa, se dejó invadir por el torrente de placer que cada embestida de Miguel desencadenaba en ella. La música del Stay de Rihanna acompañaba las lentas y profundas acometidas. Miguel de pronto, se retiró de su interior y Carolina se giró para pedir explicaciones por su súbito abandono, pero Miguel no la hizo esperar. Extendiendo su lubricación hacia el ano, la penetró con cuidado, hasta el fondo. El gemido de Carolina expresó la combinación exacta de placer, aderezado con un punto de dolor, para hacerlo tocar el cielo.

Ambos bailaron coordinados. Carolina se sentía abrumada por el doble abrazo de Miguel y de las cuerdas, y se dejó caer en un exquisito, angustioso y sublime orgasmo. Miguel se derramaba en ella poco después, tras asegurarse que yacía deshecha entre sus brazos.

Permanecieron así una eternidad, al calor del fuego, hasta que Miguel se despegó de su piel sudorosa con delicadeza. Poco a poco, con movimientos suaves, fue liberándola de las ataduras. Con un masaje continuo y firme, devolvió a la vida sus extremidades entumecidas por la postura forzada. Una languidez y un bienestar que había olvidado se apoderaron de Carolina. Miguel la acunó junto al fuego, susurrando palabras de consuelo. Carolina llevaba tiempo llorando sin percatarse. Las lágrimas se mezclaban con su pelo revuelto y lavaban el estrés y las preocupaciones que, en su día a día, la acorralaban. Se refugió en los brazos de Miguel, deshaciéndose en una catarsis inesperada de toda la tensión, mientras recorría con los dedos las marcas que las cuerdas habían dejado sobre su piel.

—Has ganado —susurró Carolina, con la falsa certeza de que su derrota era mucho más que algo físico, sin entender aún la dulce victoria de su alma.

—No, Carolina —negó él, intensificando su abrazo–. Este juego no tiene combinaciones ganadoras. Nuestros movimientos siempre desembocan en tablas.

—No me dejes sola —murmuró, al sentir que Miguel se incorporaba.

—Jamás —replicó él, en un susurro.

La levantó entre sus brazos y la llevó hasta el sofá, envolviéndola en una manta suave. Al calor del fuego, las cuerdas en el suelo fueron testigos mudos de sus emociones. Los suspiros entrecortados de su sueño hablaban de un juego todavía más grande.

Datos del Relato
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