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Una historia bondage (I): las consecuencias

«Todavía me arden los arañazos de la espalda».



Carolina leyó el mensaje en su móvil, disimulado bajo la mesa, y consiguió reprimir una sonrisa sibilina. Se movió sobre la butaca de cuero de la Sala de Juntas, ansiosa, para intentar calmar el calor entre sus piernas. Miguel la había bombardeado con mensajes subidos de tono todo el día y eso le generaba una deliciosa desazón.



Intentó poner atención a la charla sobre resultados económicos de la empresa, pero solo podía pensar en saltar al coche y salir al encuentro de Miguel. Llevaban cinco días sin verse. Toda una eternidad.



Consideró seriamente levantarse e ir al cuarto de baño a masturbarse. Buscó a ciegas con la mano dentro de su bolso hasta acariciar la superficie satinada de su discreto vibrador con forma de pintalabios, y revivió las dulces sensaciones que le provocaba. Mala idea. Muy mala idea: el calor entre sus piernas aumentó y se hizo más consciente del roce del encaje del sujetador sobre sus pezones…



Su colega de Marketing seguía hablando, entusiasta e infatigable. Ella no era capaz de escuchar más que un murmullo inconexo de palabras. Su respiración se agitó y cerró los muslos con fuerza. Necesitaba salir de allí. Ya.



La casi imperceptible vibración del móvil entre sus dedos volvió a llamar su atención.



«Tengo preparadas varias sorpresas. No tardes. Voy a necesitar mucho, mucho tiempo».



“¡Maldito cabrón!”, le insultó hacia sus adentros. La estaba poniendo a cien.



Por fin acabó la reunión. Sus compañeros discutían dónde tomar algo; era el ritual de todos los viernes.



Su jefe la agarró del brazo con suavidad.



—Esta vez no te escapas, Carolina. Ven con nosotros a tomar una copa —Su sonrisa apreciativa dejaba bien a las claras que estaba interesado en invitarla a varias, pero ella, a pesar de que era muy atractivo, solo podía pensar en recorrer el cuerpo duro y trabajado de Miguel. Ya habría tiempo para valorar su oferta.



—¡Lo siento mucho! Tengo un compromiso, pero la próxima vez prometo acompañarte.



“Acompañarte”. Lo había dejado claro: a él, no al grupo.



Añadió una sonrisa sugerente a su respuesta y, con ella, pareció aplacarlo. Ya buscaría una nueva excusa la semana siguiente. O no.



La música en el coche no hizo más que aumentar su excitación.  Los Artic Monkeyssonaban a todo volumen y la boca perversa de Miguel aparecía cada vez que Alex Turner se lamentaba con ese Crawling back to you. Carolina sintió de nuevo la embriagadora sensación de poder al recordar sus uñas clavándose en la espalda masculina,  y fantaseó con tenerlo rendido y enjaulado entre sus cuatro extremidades, acorralado como la presa de una gata en celo. Pero el atasco en la M40 hacía que salir de Madrid fuera una locura.



Repiqueteó las uñas rojo sangre sobre el volante de cuero, incapaz de contenerse. En cuanto pudo apretar el acelerador en dirección a la Sierra, activó el manos-libres del coche y llamó a Miguel. La voz al contestar, grave y sensual, evocó el tacto húmedo y exigente de la boca masculina sobre su sexo, que se tensó hasta el dolor.



—¿Qué me tienes preparado? No puedo esperar —preguntó, tras contestar a su saludo. Él se echó a reír, como si ocultara un gran secreto.



—Algo especial. ¿Cómo has pasado el día? —El tono de su voz indicaba a las claras que era una pregunta con segundas intenciones.



—Incómoda. Excitada. Cada vez que leía uno de tus mensajes… —Carolina se interrumpió, dejando la frase en el aire. Él murmuró una aprobación.



—¿Excitada? Quiero que lo compruebes. Tócate y dime lo mojada que estás.



Carolina miró al techo del coche y soltó una risita pícara.



—Eso no es necesario. Te aseguro que lo estoy.



—Métete los dedos y dime lo mojada que estás. Ahora. —La autoridad de su voz no palidecía, pese a estar al otro lado del teléfono—. Hazlo. Despacio. Primero acaríciate el interior de los muslos.



Carolina agarró el volante con una mano. Rodaba a poco más de ciento veinte kilómetros por hora, así que puso atención en controlar la velocidad. No era la primera vez que hacían esto, y sabía que hundiría el pie en el acelerador si la llevaba hasta el final. Se acarició la suave piel desnuda, por encima de la línea de sus medias, y llevó dos dedos hasta la entrepierna de sus bragas. Desplazó la tela a un lado, y comenzó a acariciarse con un movimiento circular que abarcaba el clítoris y su hendidura. Estaba húmeda y endulzada.



—Estoy empapada —murmuró, con la voz atenazada. Los acordes de Closer, de NineInch Nails sustituyeron al sensual pop inglés , y su excitación se disparó, sin posibilidad ni deseo de controlar la velocidad.



—No puedo esperar a arrancarte esas bragas y comprobarlo con la boca yo mismo —respondió Miguel. Carolina reprimió un gemido y profundizó con sus dedos un par de centímetros más.



—Estás loco —jadeó—. ¿Sigo?



—No. Quiero que te concentres en la carretera. Hace mucho frío y podría ser peligroso. Nos vemos en media hora. No tardes.



Y colgó.



“¡Cabrón!”, pensó Carolina. Retiró los dedos de su interior y limpió la humedad de su sexo en la boca, mientras sentía crecer su irritación. Frotó sus muslos, intentando apagar el fuego entre ellos, sin resultado. Sabía que la estaba provocando a propósito y esbozó una sonrisa torcida. Se lo haría pagar en la cama. Y ya no quedaba mucho para llegar.



La puerta corredera que daba acceso a su chalet se abrió sin necesidad de llamar. Miguel la estaba esperando. Aparcó frente a la entrada, y se ciñó la chaqueta de cuero sobre el pecho. Hacía un frío de  mil demonios. La puerta se abrió de improviso antes de llamar al timbre, y se vio arrastrada hacia adentro por Miguel, que la placó contra la entrada.



—Has tardado una eternidad —murmuró sobre sus labios.



Su rodilla se abría paso ya entre sus muslos para abrirle las piernas y sus manos tiraban de la ropa. Carolina se aferró a sus bíceps, para no perder el equilibrio ante su empuje.



—Empezó a caer aguanieve. Tuve que venir con cuidado —respondió, justificándose como una niña que llega tarde a clase.



Desabrochó uno a uno los botones de su camisa blanca y le acarició los pectorales. Deslizó las manos por su espalda y encontró las líneas duras de los arañazos que se había ganado el fin de semana anterior.



—¡Oh! No pensé que fuera para tanto —susurró, fingiendo un tono compungido.



Él soltó un gruñido mientras la despojaba de la blusa a tirones y le quitaba la falda.



—Cada vez que la camisa me rozaba las heridas, me ponía duro. —Empujó su erección contra el abdomen de Carolina, demostrando sus palabras—. He pasado toda la semana pensando en cómo castigarte por ello.



—¿Castigarme? —preguntó ella con una sonrisa angelical.



—Sí. He tomado medidas para que no se repita.



Se apartó un poco y sacó del bolsillo de su pantalón unas largas tiras de satén de color púrpura. Carolina sintió el núcleo de su placer vibrar con rabia ante la visión de las ataduras. Nunca antes la habían atado…


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