Esto me sucedió cuando visité por primera vez un poblado de provincia en mi país. Me tocó compartir una velada y tragos con un grupo de jóvenes. Ellos en la madrugada me invitaron a algo que al principio pensé que era un espectáculo musical o alguna situación similar, pues me hablaron de la “dama sin rostro”. No me dieron detalles y nos fuimos hasta un lugar apartado del poblado donde había una llamativa mansión. Entramos al jardín y llamamos al timbre. Una voz elegante y femenina respondió lejana -¿quién?- -¡clientes!- respondieron aquellos demonios con quienes yo andaba. La puerta se abrió eléctricamente y tuvimos acceso a un largo pasillo al final del cual nos esperaba otra puerta protegida por una reja. Al llegar, los granujas llamaron con los nudillos de sus manos y volvimos a escuchar aquella voz -¿cuántos?- -¡cuatro!- respondió el más joven -¡doscientos mil!- dijo la dama. Enseguida los malandrines se llevaron las manos a las carteras, no sin antes espetarme: -¡tus cincuenta, Alfredo!-. Yo no quería dar crédito a lo que pasaba por mi mente ante aquella extraña actitud de los crápulas que andaban conmigo: ¿drogas? ¿prostitución? ¿pero de qué tipo?

Una vez recabada la suma establecida metieron los billetes por debajo de la puerta y esperamos unos minutos. -¡Ya!- se escuchó nuevamente la voz de la mujer. En ese momento la mitad inferior de la puerta se abrió y ante nosotros apareció un bellísimo trasero junto a la reja; su dueña estaba inclinada hacia el otro lado y era imposible verle el rostro. Nuevamente el más joven tomó la iniciativa y se recostó de la reja mientras se bajaba el cierre del pantalón; enseguida introdujo las manos y atrajo las caderas hacía él penetrando a la dama sin rostro a través de la reja. -¡Apúrate!- clamó la extraña mujer y el muchacho se contorsionó en medio de un salvaje gemido a la vez que soltó a la mujer y se agarró de los barrotes hasta concluir su orgasmo. Mutatis mutandis, otro tanto sucedió con los otros dos. Yo me que quedé de último a propósito para pedir un cambio de menú; así, cuando llegó mi turno le pedí cortésmente a la meretriz un chupón, entonces ella respondió: -Sí, pero te cubres los ojos y los otros se retiran!-

Hice como lo indicó la mesalina y estuve largos minutos aferrado a la reja y sin poder ver lo que sucedía. Una mano tierna y de largos dedos acariciaba mis testículos mientras una lengua prodigiosa y experta hacía mil delicias en mi glande. Tal vez habrían transcurrido unos veinte minutos cuando sentí que ella me tomó el pene entre las manos y se lo introdujo poco a poco entre los labios. Allí no pude resistir más y la pedí que por favor se dejara penetrar.

-¡Eso fue lo que pediste!- dijo la voz secamente y la media puerta se cerró. Yo comencé a enfriarme a la vez que sentía un dolor intenso en los genitales y unas ganas infinitas de culminar varonilmente aquella situación.

-¿Qué pasó Alfredo?- me preguntaron los monstricos cuando salí de la mansión. Les hice una mueca de desdén y les indiqué retirarnos a nuestra residencia. En el camino me desvié hacia atrás de un árbol con el pretexto de ir a orinar. Pero qué va: en realidad fue la masturbada más desesperada que en mi vida me he hecho hasta el día de hoy, por supuesto en honor de aquella dama sin rostro.