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Categoría: Maduras

Una cosa dura para la madura (Parte 1 de 3)

Podría decirse que, con diecisiete años, ningún chico es feo. Sus cuerpos aún no han terminado de formarse pero ya se entremezclan los trazos del niño que fueron y con los del hombre que serán. Si además hacen deporte y van al gimnasio, como es el caso del protagonista de esta historia, a lo antes mencionado se unen unos músculos fuertes y bien definidos y un vigor sin igual. Como están en edad de presumir y andar de ligoteo, suelen vestir vaqueros apretaditos que marcan sus jóvenes culos, firmes y duros, y sus fácilmente estimulables paquetillos (o paquetones, según que casos).
 
       Es verano, mediodía, y Jorge regresa del gimnasio con su bolsa de deportes sobre un hombro. Es de estatura media y hombros anchos, musculoso, de potentes bíceps y abdominales marcados y viste un pantalón corto que deja al descubierto unas piernas fuertes y bien torneadas. Al abrir el portal se cruza con ella: la vecina del tercero. Debe tener unos 35 años y lleva su larga y sedosa melena rubia recogida en una cola de caballo. Gafas de sol de marca. Un minúsculo top que marca todas y cada una de las curvas de sus enormes y bien formados senos, dejando al descubierto ombligo y hombros. Bajo uno de los tirantes del top, ligeramente desplazada, se vislumbra una de las tiras traviesas de su sujetador. Viste unas mallas rojas ajustadísimas, que marcan el tanga que lleva debajo. Con cada paso de la mujer hacia el exterior, sus nalgas vibran de forma sensual e insultantemente provocativa. Apenas articula un tenue “hola” y cierra la puerta tras de sí, dejando un rastro de dulce y apetecible perfume. “Ya les gustaría estar así de macizas a muchas de mi edad…” pensaba Jorge, reteniendo en su mente la imagen de esos enormes pechos y ese culo tan firme mientras subía las escaleras en dirección a su casa.
 
 
       Un par de días después, cuando Jorge regresaba de hacer footing, se encontró de nuevo con la vecina en el portal. Tenía una bicicleta apoyada en la puerta y estaba inclinada dando vueltas a los pedales con una mano y sacudiendo la cabeza con mala cara. Su soberbio e imponente trasero estaba allí, medio en pompa y en un absoluto primer plano para cualquiera que pasara por la acera. Como era habitual, estaba embutido en unas estrechas mallas de deporte que le sentaban fenomenal, y marcando tanga, que esta vez, podía entreverse sobresaliendo un poco por la cinturilla de la prenda.
 
 
- Oye – dijo la mujer cuando el muchacho pasó a su lado - ¿podrías ayudarme?Mi bici tiene un problema…
 
 
Por primera vez, el joven pudo verle la cara con detenimiento. Tenía unos preciosos ojos grises, muy claros, en unos párpados de larguísimas pestañas. Una nariz pequeña y unos labios carnosos y rosados. Su piel estaba bien bronceada. Ninguno de sus rasgos delataba su edad, parecía una veinteañera.
 
 
-         Por supuesto.
 
 
Jorge observó la bicicleta. La cadena se había saltado de la catalina, algo de lo más corriente. La colocó sobre un par de dientes del plato, luego levantó la rueda trasera y dio unas pedaladas con su mano libre. En cuestión de segundos, la cadena estaba en su sitio.
 
 
            Una sonrisa iluminó la cara de la rubia, que agradeció con efusividad la ayuda prestada.
 
 
            A partir de ese encuentro, cuando se cruzaban en las escaleras o se encontraban en el portal, se dedicaban pequeñas charlas y se iban conociendo poco a poco. Ella se llamaba Sara y estaba divorciada. No trabajaba, vivía gracias a una jugosa pensión que su marido debía pasarle todos los meses y le encantaba hacer deporte. “Por eso estás así de buena, macizorra” pensaba Jorge. Las mañanas las dedicaba a hacer ejercicio y adecentar su piso y por la tarde se iba de tiendas o de paseo con sus amigas.
 
 
            Fueron pasando los meses y llegó el invierno, y con el las clases para Jorge. Un día, cuando llegaba del instituto, coincidió con ella en el portal. Llovía a cántaros.
 
 
-         ¡Buf! Que tiempo más asqueroso tenemos. – comentó la rubia
 
 
       Vestía de manera elegante: unas botas de tacón, altas hasta la rodilla, unas medias negras de rejilla y una minifalda de cuero roja, con abertura en un lado. Llevaba una blusa blanca que marcaba sus volúmenes, con un par de botones desabrochados, lo justo para poner a tope a cualquiera. Por encima, llevaba una cazadora de cuero, también rojo. Que buena estaba…
 
 
-         Es cierto… Con esta mierda de lluvia no hay quien salga a correr…
-         Ya… Yo tengo una cinta, pero está estropeada, no se que podrá pasarle. ¡Oye! Podrías echarle una mirada, y si eres capaz de arreglarla puedes ir a usarla por las tardes, ¿qué te parece?
-         Bueno, por echarle una mirada, no se pierde nada…
-         ¡Genial! ¿Te va bien pasarte hoy ahí a las tres y media o cuatro?
-         Perfecto.
 
 
       Jorge se sentó a la mesa y comió sin dar crédito a lo que iba a ocurrir después. Él iba a entrar en el piso de Sara. Iban a estar allí los dos, a solas. Las piernas le temblaban. Al terminar, justo cuando sus padres se fueron, se encerró en el baño para expulsar sus nervios. Bastó la imagen de Sara en el portal, con sus ajustadísimas mallas, para poner a punto su miembro. Se acarició el bulto sobre los vaqueros, mientras pensaba en los pechos redondos, encerrados en aquellos diminutos tops. Sacó su pene y dio rienda suelta a su imaginación, con la bella divorciada en su mente, como ya había hecho otras muchas veces.
 
 
            Eran las cuatro en punto cuando timbró a la puerta de su vecina. Ella abrió y lo invitó a pasar, lo condujo por el pasillo. Vestía de forma diferente a la habitual: un holgado pantalón de chándal y una camiseta de manga larga con el cuello muy ancho. Entraron a un cuarto que hacía la función de trastero o algo así. Al fondo, en una esquina, había una lavadora y sobre esta, atornillada a la pared, una pequeña estantería con suavizantes y detergentes. Al lado había una cesta con ropa para lavar. En la otra esquina, sobre un estantito, había una televisión y un aparato de DVD. Próximas a la pared había un par de sillas y en el centro de la estancia, la susodicha máquina de gimnasia. Era un cuarto bastante amplio, sin ventanas.
 
 
            Ella se acuclilló al lado de la cinta. Al hacerlo, el pantalón se escurrió un poco hacia abajo, dejando al descubierto un precioso tanga rojo y parte de sus nalgas. “Que buena estás, joder…! Pensó el chico, mientras su pene se retorcía dentro de los pantalones.
 
 
-         El cable para enchufar está aquí, es retráctil, como el de las aspiradoras.
 
 
       Jorge se agachó a su lado y tiró del cable, luego lo enchufó. La mujer le mostró
los controles y efectivamente, al encenderla, la cinta no se movía. Hacía ruido como si estuviese funcionando, pero no lo hacía.
 
 
-         Bueno, te dejo aquí con el aparato. A ver si tiene arreglo.
 
 
       “Aparato el que te iba a meter y sacar yo durante un buen rato…” dijo el chico para si mientras desmontaba la caja que albergaba la transmisión. La cadena estaba suelta. Con bastante más dificultad que la de la bici, logró colocarla en su sitio. Cuando terminó ya habían pasado un par de horas.
 
 
       La puso en marcha y comprobó que funcionaba. Avisó a Sara. La rubia estaba más que satisfecha, cosa que demostró con un efusivo e impulsivo abrazo. Le preguntó cuándo quería empezar a usarla y a que hora. Jorge comentó que le iría bien a las siete u ocho de la tarde y que por él, empezaría mañana mismo. Ella explicó que a esa hora nunca estaba en casa, hasta las diez no llegaba, pero podía dejarle una llave bajo el felpudo de la entrada. Cuando él se fuera, si ella no había regresado todavía, bastaría con que metiese la llave por debajo de la puerta después de cerrar.
 
 
       Al día siguiente, a la hora acordada, subió a casa de su vecina. Timbró. Al no obtener respuesta, levantó la alfombrilla y encontró la llave. Nada más abrir, un ramalazo cálido del perfume de Sara lo golpeó. Cerró y dirigió sus pasos hacia el trastero, muy despacio, aspirando ese aroma que le recordaba a la guapa rubia. No llevaba ni dos minutos en su casa y ya se estaba poniendo como un burro.
 
 
       Cuando Sara llegó a su casa eran ya las once de la noche. La reunión con las amigas se había demorado más de lo previsto y la remataron cenando en un restaurante chino. Abrió y encontró una llave en el suelo, señal de que jorge había estado allí y ya se había ido. “Un muchacho encantador y muy guapo”, pensó. Se sacó la cazadora y la dejó en un perchero, luego se desabrochó los vaqueros y los dejó, junto con los zapatos, en medio del pasillo. Por último se desprendió de la blusa, la dejó colgada del picaporte de la puerta de su habitación y se soltó el pelo. La larga melena lisa le caía sobre los hombros, ocultando parcialmente los tirantes del wonderbra negro que elevaba sobre sus copas los dos preciosos y firmes pechos. Vientre plano, con un tatuaje de una pequeña flor. Un diminuto tanga, también negro, se colaba en su interior por los pliegues de su entrepierna, dejando al aire dos nalgas perfectas.
 
 
       Entró en el cuarto de gimnasia y caminó hacia la lavadora. Sobre esta, encima de un estante, y oculta entre detergentes había una cámara de vídeo. No podía arriesgarse a meter a un extraño en su casa y no tenerlo vigilado. Sacó el dvd del aparato y se fue al salón, ya que allí tenía un lcd enorme y un buen reproductor de DVD. Puso el equipo en marcha y se sentó en el sillón.
 
 
       Se veía a Jorge entrar en el cuarto, parecía bastante nervioso y se movía con gestos torpes, agarrotados. Llevaba puesta una camiseta apretada y un pantalón corto de deporte azul. Sara congeló un instante la imagen y examinó a fondo a su vecinito. Sus ojos pronto se centraron en su entrepierna, que aparecía visiblemente abultada, marcándose de forma ostentosa a lo largo de la pernera izquierda del pantaloncillo. La rubia sonrió. El chico se subía a la cinta, la ponía en marcha y corría un poco. Debía hacer calor, porque pronto se deshizo de la camiseta. Aparecieron unos pectorales fuertes y unos abdominales muy marcados. La mujer suspiró, mordisqueándose el labio inferior, mientras una de sus manos acariciaba suavemente sus ingles.
 
 
       De pronto, el muchacho miró hacia la lavadora y articuló una mueca de sorpresa. “¿Habrá descubierto la cámara?”, pensó Sara horrorizada. Paró la máquina y dio unos pasos. Se agachó al lado del cesto de la ropa sucia y cogió un tanga.
 
 
       Ahora era la mujer la asombrada. Jorge empezó a olisquear el tanga y lo lamió, pasando la lengua sobre las manchitas de flujo muy suavemente. Se puso una mano en el paquete, acariciándoselo. Continuó husmeando entre la ropa sucia y tomó un precioso sujetador rosa con encajes. Acarició sus copas, como si sopesase unos pechos. Su mano ya se había perdido dentro del pantalón. Sacó del cesto un top, que olía a sudor y a perfume. Finalmente, no pudiendo contenerse más, se bajó los pantalones, dejando al aire una enorme verga colorada.
 
 
       La rubia estaba a cuadros, se sentía violada, no esperaba ver esas imágenes. Iba a parar la película, cuando vio a aquel niñato sacar otro tanga del cestón y ponerlo sobre su cara, aspirando todo el aroma a sexo que impregnaba la tela. Rebozó a gusto su miembro por la camiseta que tenía en la mano. Eso debió excitarlo aún más porque su verga siguió creciendo y engordando de manera exagerada. Sara observó incrédula aquel enorme pene, nunca había visto nada igual. Después contempló al hombrecillo afanado en menear su “cosita” enrollada en el top. La mano de la chica se había posado de forma inconsciente en su bajo vientre y acariciaba suave sobre el tanga.
 
 
       Después de un buen rato, el ajetreado muchacho se relajó por fin. Su cara se contrajo en un gesto de placer y a través de su rabo disparó unos buenos chorros de semen que se estrellaron contra la pared. Las caricias que Sara se hacía habían aumentado en velocidad y en intensidad.
 
 
       Los días siguientes transcurrieron con normalidad para Jorge. Por las tardes iba a casa de su vecina para hacer ejercicio, aunque casi siempre  acababa masturbándose con las braguitas usadas de la macizorra. Nunca pensó que llegaría a tanto.
 
 
       Sara, por su parte, estaba obsesionada con el miembro del joven muchacho. Todos los días, al volver de la calle, degustaba con fruición y ansiedad las imágenes gravadas por la cámara oculta. En ocasiones, más de una vez y siempre acababa tocándose; al principio como quien no quiere la cosa, pero luego con más ganas, susurrando su nombre e imaginándose penetrada por él. Su fijación por el chico era tal que decidió que lo expiaría para ver y oír en directo como se corría.
Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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