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Había llegado yo a mis 18 años teniendo a mi hermosísima madre con sólo 36 y una figura deslumbrantemente sensual, habiendo enviudado ella hacía ya diez años, y desde entonces, nunca más otro marido ni siquiera pareja en casa ni en otra parte.
La fortuna que había dejado papá era sobradamente suficiente como para que mi madre, sabiamente austera en el manejo del dinero y muy inteligente para saber también reproducirlo, había hecho de nuestro solitario y cómodo vivir juntos los dos, una costumbre de disfrutar en compañía complementándonos armoniosamente en sobrellevar la luctuosa pérdida que habíamos sufrido ambos.
Fui creciendo en mi pasaje desde mi niñez a mi adolescencia, en la permanente compañía hogareña de mi hermosa madre, siempre sensual y coqueta, y todo mi ser, iba siendo como una brasa ardorosamente creciente en la admiración cada vez más excitante, hacia la avasallante persona femenina de mi deslumbrante madre.
Yo, creciendo en mi desarrollo, no advertía que mi juvenil figura, iba desarrollando también ese embeleso, que suelen tener muchos de los jóvenes de mi género, y poco inteligente o listo para advertirlo, no notaba que mi madre... también había puesto con demasiada atención en mí, sus miradas ávidas, sabiendo seguramente, además, tener la cautela y el disimulo para hacerlo, que yo al hacerlo con ella… no tenía.
Pero tanta ingenuidad no podía caber en mí, y sí o sí... comencé a darme cuenta de lo que pasaba, o ella... ya no podía más simular tanto.
Nuestras relaciones, armoniosas siempre en una maravillosa afinidad, donde nos desbordábamos en manifestaciones de cariñoso amor filial, iban... "in-crescendo" en una continua cadena de delicias donde no podíamos ser más buenos, uno con el otro.
Aquello... parecía miel pura. Era... ¡como demasiado!
Las miradas comenzaban a detenerse en sonrisas que delataban "ese algo más", y ni ella ni yo, nos animábamos a lanzarnos a esa, como invisible hoguera, que estaba sí ardiendo en nosotros, pero que no dejábamos que se viera así con la evidencia que ella ya tenía.
Poco a poco, íbamos dando pequeños pasos, cada vez, más osados... algún toquecito al pasar, alguna caricia, sus maravillosas miradas con esas pícaras muequitas, donde sabía astutamente entremezclar lo tiernamente maternal con lo pícaramente femenino y sensual, y yo... ardiendo cada vez más, en ese fuego en el cual me iba ella como cochando despacito...
A mares me masturbaba, ahora por ella, en cada una de mis volcánicas noches hasta revolcándome en la cama, mientras ella lo mismo hacía en la suya y los dos éramos, como un desperdicio de amor que ya, no tenía sentido así serlo.
Una tarde, calurosa y húmeda tarde de primavera, volvía mamá de unas compras, que le habían insumido largo tiempo de caminatas, como a ella tanto siempre le gustaron, y estando yo mirando la tele, cuando ya la tarde estaba por darle paso a la noche, entra mamá con un suspiro de placer y agitación a la vez, llegando exhausta, y dejando los bolsos sobre otro sofá, levanta sus brazos acomodando su pelo mientras miraba embelesado yo, su sudor la bañaba enteramente y sus empapadas axilas, ahí, ante mis ojos, mirándola yo embobado.
Toma asiento frente a mí, mirándome con una extensa sonrisa, mientras con las manos se hacía viento, y nos sonreímos largamente sin hablarnos... Y.… la mueca pícara, aparece en su hermosísima mirada. Yo... ¡ardo! Quitando sus sandalias, dice:
—Tengo los pies hechos un caldo de tanto sudor y calor! —Y alzándolos risueñamente hacia mi cara, bromea diciéndome— ¿No te gusta el olor a queso...? ¡Toma...huele!
¡Fue... demasiado! Riéndome tomé sus pies en mis manos, y ya, desenfrenadamente excitado y en la más desaforada pasión, comencé a besárselos y deslizarle por las plantas mi lengua, lamiéndole los pies de manera ardiente y locamente descontrolado, metiéndole mi lengua entre los dedos y chupándoselos como un loco.
Entendió enseguida. ¡Obvio! Aquello, era el comienzo de lo que yo... no pude aguantar ya más. Riéndose a las carcajadas se denudó con una velocidad sorprendente, y entre nosotros comenzó el más ardiente y lujurioso de los desenfrenos donde ya, ni yo ni ella teníamos límites, que ninguno de los dos, además, quería.
Mi única prenda en aquella calurosa tarde -un pequeño short-, apenas mi madre quedó desnuda me lo arrancó de un sólo manotazo arrojándolo lejos, y desnudos, comenzamos a rodar por la alfombra.
Mi lengua, recorría su piel entera saboreando su salado sudor abundante, y no hubo milímetro que no la recorriese completa.
Cuando el 69 era una hermosa figura en el piso entre nuestros cuerpos, ella y yo brincábamos con ella encima mío y yo corcoveando debajo de ella, meta mamarme como energúmena y yo meta mandarle lengua por el coño y el culo, mientras ya mis orgasmos estallaban y por mi empinada verga, que ella atrapaba con ambas manos mientras me mamaba y pajeaba a la vez, los chorros de leche corrían desde mis huevos, para escaparse saltando adentro de su boca mamándome ella y enredando su lengua como una maravilla, haciéndome acabar entre gritos de placer y locura, ahí con mi cara entre sus nalgas, su culo y su raja.
Tal era mi calentura que habiendo acabado como un bestia seguía yo empalado y caliente, y mamá reía a carcajadas y se acomodaba encima mío para comenzar ya, la más colosal de las amasadas, acomodando mi verga en la entrada de su coño, para empezar ese subir y bajar en un mete saca frenético donde me bombeaba como máquina y yo gritaba enloquecido en desesperante placer como de locura, sintiendo ya, las caravanas de millones y millones de locas hormiguitas recorriéndome las genitales, entrañas, anunciándome otro orgasmo, que en sucesión como anormalmente insólita, comenzarían a invadirme encontrando en ello mamá, esa fortuna de haber encontrado a un semental macho que iría a ser su más entregado objeto, que adivinaba ya iba a yo ser, largando sus carcajadas y mirándome con esa mirada que ya, no hacía falta agregarle palabra alguna.
Ahora sí: ahora sí, comenzábamos a ser esos ardientes y desenfrenados amantes donde el amor, comenzaría a ejercerse con ilimitación hambrienta, y donde ambos, debíamos hacer esfuerzos por no ser tan exagerados y controlarnos, para reírnos cómplices ante tanto desenfreno mutuamente alocado.
Así, pues... ¡comenzó entre nosotros, aquello!
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