Mi jefa era una mujer que rondaba los cuarenta. Más delgada que gorda, cabello largo que llegaba hasta los hombros, metro sesenta y cinco, enjuta de cara, pechos medianos, cintura estrecha y trasero generoso.
Finalmente salió del despacho.
Era el momento que estaba esperando, mi oportunidad, mi única oportunidad. Sí, había cometido una torpeza, una estupidez.
Me dedico a escribir relatos cortos de temática erótica. Ideas de lo más variopintas surgen en mi cabeza. Algunas de ellas no dan nada más que para una frase, otras no son a mi entender interesantes o simplemente no me veo capaz de desarrollarlas en ese momento... de vez en cuando alguna de ellas cuaja. Todo esto ocurría, si ocurría, fuera de mi jornada laboral.
Aquel lunes vacié la bandeja de correos de empresa, a buen seguro llegarían más, pero ahora, durante unos minutos, no había nada que hacer. Podría haberme levantado a visitar el cuarto de baño, o podría haberme acercado a la cocina a beber un vaso de agua. Incluso podría haberme dedicado a ver si pasaba alguna chica mona de hermosos... ojos por mi lado. Pero en lugar de todo eso me puse a pensar en el relato que había escrito el domingo.
Había algo que no estaba del todo correcto en la historia. Mire a derecha e izquierda, no había moros en la costa. Abrí mi correo personal y edité el documento de texto. Sí, allí estaba la protagonista, con el trasero al aire, en un cuarto en penumbra, aguardando la llegada de un apuesto desconocido enmascarado. Añadí unas líneas describiendo sus nervios, dando vida a sus manos y a su rostro.
En ese momento por el rabillo del ojo vi que se acercaba un compañero. Rápidamente cerré el documento y observando que mi colega se había detenido, aproveché para reenviarlo a lo que creía era mi correo personal. Tarde diez segundos en darme cuenta de mi error. Revisé la bandeja de correos enviados esperando, contra toda esperanza, que estuviese equivocado. Pero no fue así, allí, en CC, el maldito ordenador había copiado de manera automática el correo de mi jefa. Era cuestión de tiempo que ella abriese el documento y leyese un relato erótico enviado en horario de oficina.
Sí, durante un minuto me puse muy nervioso. Por mi mente pasaron decenas de posibilidades y escenarios a cada cual más humillante y una gota de sudor resbaló por mi frente. El día a día y los emails pasaron a ser la última prioridad, lo único que importaba mientras hubiese esperanza es poder hacer desaparecer el maldito correo del ordenador de mi superiora como fuese.
Con toda la cautela del mundo, pero sin demorarme ni un segundo más de la cuenta, me dirigí al despacho de la responsable de mi empresa y abriendo la puerta me colé.
Unas butacas frente a una enorme mesa de madera negra y un "diminuto", en comparación con la mesa ordenador, portátil aparecieron ante mis ojos. Como una centella rodeé el escritorio y sentándome en la butaca de mi jefa moví el ratón. La pantalla se ilumino pidiendo un usuario y una clave al tiempo que mi rostro se apagaba. No había esperanza. Yo no me sabía la clave.
Según la ley de Murphy, todavía la situación puede empeorar. Si este hubiese sido uno de mis relatos, me hubiese compadecido de mí mismo y hubiese creado en la habitación un armario de ropa donde me hubiese dado tiempo a ocultarme. Y desde allí, claro está, podría haber espiado que pasaba en el cuarto.
Podría haber escrito algo íntimo y también hay que decirlo, un tanto guarro, como por ejemplo que mi jefa se dedicaba a tirarse pedos ruidosos y mal olientes aprovechando que no había nadie en el despacho. O podría haberme decantado por una fantasía lesbiana, en la que mi jefa y su secretaria se dan el lote mientras yo me la meneo al abrigo de la oscuridad. También, naturalmente, podría haber incluido, al final, el momento en que mi jefa abre el armario y me pilla y llama a la secretaria y montamos un trío. O volviendo al tema de las ventosidades, muy sanas según algunos estudios científicos, mi jefa podría haberme forzado a enterrar mi rostro en su generoso trasero desnudo y sudoroso, a lamerlo mientras, como castigo y sin previo aviso, dejaba escapar alguna que otra ventosidad. ¿Me hubiera gustado aquello?, ¿vencería el deseo al "aroma" y se me pondría dura?... ni idea.
Pero volvamos a la realidad, el despacho era salvo la mesa minimalista y mi jefa acababa de entrar por la puerta. Me levanté con cara de susto, el rubor coloreando ligeramente mis mejillas. Allanamiento de morada, un cargo más a añadir a mi larga lista delictiva que a buen seguro acabaría en despido.
- Don Juan García García. ¿A qué debo el honor de su visita? - dijo mi jefa en tono, como ya habrán adivinado, irónico.
- Lo siento, yo venía... pero ya me iba. Necesitas algo... - dije hablando deprisa por si la confundía y me dejaba escapar.
- No tan deprisa, cuéntame, ¿qué haces en mi despacho sentado en mi silla y cotilleando en mi ordenador?
Estaba bloqueado, que iba a hacer, inventarme una historia. Quizás fuese lo más sensato. Pero visto lo visto aquel día todas mis ideas conducían al desastre. Además, estaba el puñetero e-mail. Estaba perdido, sin escapatoria y en esos casos la verdad, por muy mala que fuera, quizás fuese lo mejor.
Confesé.
Ella me miró. La había sorprendido.
- Bueno, iremos por partes. Toma asiento Juan. - Me dijo mientras se sentaba en su butaca y accedía al ordenador para leer el relato.
Al acabar de leerlo me llamó estúpido y me dio dos opciones. Despido o azotes.
Elegí lo segundo.
Ella misma se encargó de desabrocharme y quitarme por completo el cinturón que sujetaba mis pantalones. Luego me indicó que me los bajara, calzoncillos incluidos, hasta las rodillas. Obedecí y me quedé con el culo y el pene al aire. Ella me cogió el miembro con la mano, hizo comentarios sobre mi trasero y me ordenó recostarme sobre la mesa.
Pasaron unos segundos que parecieron minutos esperando que el cinturón, en cualquier momento, aterrizase sobre mis desprotegidas nalgas. Lo primero que impacto contra ellas, sin embargo, fue su mano. Unas diez veces. Y luego sí, luego el cinturón. Una docena de golpes que colorearon y calentaron mi trasero. Y ese calorcillo, esa mezcla de dolor, humillación y algo difícil de describir llegó a mi miembro con cada correazo haciéndolo crecer, empinarse, endurecerse.
Si por mi hubiese sido, acabado el castigo, hubiese saltado literalmente sobre mi jefa y la hubiese dado un repaso. Pero no estaba el horno para bollos. Después de todo había tenido suerte. Mi jefa tenía un fetiche y gracias a ello conservaba mi trabajo.
- Quiero que escribas un relato sobre todo esto y me lo mandes. - Dijo mi superiora mientras me reincorporaba. - Cuéntamelo todo. -
Y tal y como lo cuento aquí se lo envié. Sí, también con esas partes donde... en fin. Me ha pedido sinceridad y en estas líneas no me he apartado ni un ápice de la verdad.