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Categoría: Infidelidad

Un matrimonio diferente - Primera parte

Enaida estaba que ya no se hallaba en aquel minúsculo cuartito. Apenas iba a cumplir el año de casada y sus deseos carnales aún no se le aplacaban. Y hay que decir que Enaida fue virgen hasta el matrimonio. Cosa rara, lo sé, y más allá en Santa Rosa de Guadalupe, de donde era originaria. Por allá, lo más común es que las chamacas, desde bien morrillas, sean desvirgadas por sus primeros novios; y no pocas veces terminen matrimoniados con éstos casi a la fuerza.



No obstante, Enaida nunca tuvo otro novio que su ahora esposo Crispín pero se esperó hasta el matrimonio para entregársele.



Como muchos jóvenes de su natal pueblo anduvieron de novios desde bien chamacos. Aunque, a diferencia de otras muchachillas, ella se supo abstener y no entregar el quinto sino hasta haberse casado. Cosa que hicieron bien jóvenes, pues, en Santa Rosa de Guadalupe, así se estilaba. Prácticamente no ves hombre o mujer que pase de los veinte años estando aún soltero.



Crispín y Enaida bailaron en el día de su boda, y, como tantos otros, lo único que deseaban en aquel momento era que el huateque ya se acabara para darle gusto a lo que verdaderamente les interesaba.



Así que, mientras la gente aún tomaba, embruteciéndose hasta perderse, u otros les metían mano a las que se dejaban, Enaida y su esposo habían dejado la pachanga para consumar su matrimonio.



Cuando por fin estuvieron a solas, Crispín, siendo el único de la pareja en ya haber tenido experiencias previas, guio a su consorte por los caminos de la entrega y la pasión.



—Ya quiero hacerte mía, corazón —le dijo él al oído mientras la desnudaba.



—Ya Crispín, hazme tuya, hazme tu mujer —le respondió ella, totalmente dispuesta.



Una vez la tuvo en prendas menores, Crispín le metió dedo en la raja. Una gruta virginal que ya lo ansiaba. Y la babita que escurría de ella lo demostraba.



—¡Estás pero que te escurres, amor! —dijo Crispín.



Para ese momento, Enaida, ya no decía nada, sólo se dejaba hacer y gemía en respuesta.



Crispín le retiró las pantaletas con el fin de saborearle la virtud que ella había guardado sólo para él. Fue así como Enaida supo por primera vez en su vida lo que una lengua podía provocarle allí abajo.



Lamió y penetró con aquel húmedo apéndice. La muchachilla no supo de sí cuando fue llevada al cielo. El mismísimo paraíso era aquello.



Luego fue el turno de Crispín. Tras desnudarse, aquél le mostró su otro miembro, también carente de hueso.



Enaida quedó boquiabierta.



Crispín, le dio precisas indicaciones:



—Métetela en la boca... eso, lo más que puedas. ‘Ora mama, mama como hacen los becerros recién paridos.



Enaida sabía a qué se refería.



La succión fue satisfactoria, pero, aun así, Crispín la tomó de la nuca.



—‘Ora no te muevas, quédate quieta, na’más mantén la boca bien abierta.



Luego le comenzó a meter y sacar su vergota, de forma ruda y violenta. Pese a ello, Enaida aguantó.



—A ver, saca la lengua que te voy a dar unos vergazos.



Lejos de tomarlo como insulto, la muchacha aceptó eso de buena gana, y al poco rato se oían los chasquidos de la reata masculina al chocar con la lengua encharcada de Enaida.



Más tarde, Crispín acomodó a su esposa en cuatro, sobre la cama.



—Si te duele le paramos —tuvo la amabilidad de decirle Crispín—. Siéntela —luego le dijo, mientras la punta de su vergudo tolete le rosaba la entrada a Enaida.



Sin decírselo, Enaida ya deseaba tenerlo adentro. Había esperado mucho para ser la mujer de su amado.



Por fin, Crispín rompió la delgada telilla de su ahora cónyuge..., sus nupcias estaban consumadas.



—¡Ay... se siente bien rico! —gritó en un chillido Enaida.



Ambos disfrutaron de aquella primera cópula.



Las nalgas de la ahora Señora rebotaban morbosamente sobre su marido cuando ya lo cabalgaba. Luego, totalmente abierta de piernas, no dejaba de bufar como burra penetrada en el cerro, mientras que el otro, encima de ella, entraba y salía sin descanso.



Aquella primera noche de pasión Crispín dejó a su Señora bien llenita de leche.



Para los siguientes días de casados, los cónyuges no sólo disfrutaron de frecuentes encamadas de pasión, sino que comenzaron a experimentar:



—Nomás ve cómo te la comes —le decía su marido a Enaida, mientras le sostenía un espejito justo debajo de sus sexos para que ella pudiera apreciar cómo era penetrada.



En aquel reflejo, Enaida podía ver el pene de Crispín metiéndosele resbalosamente. A ella aquello le pareció muy morboso e incentivo. En Enaida comenzaba a estimularse un apetito nunca antes despierto.



Crispín se esforzaba en descubrir nuevas y variadas formas de culear y disfrutar así a su esposa.



—‘Ora, trépate a la mesa de la cocina y ponte de ladito que así te voy a dar —le ordenaba su amado.



La mujer nunca ponía un “no” a ninguna propuesta de su esposo, pese a lo raro que le pareciera.



—¿Te gusta mi amor? —le decía Enaida a Crispín, mientras le modelaba un vestido súper ajustado que resaltaba sus morenas curvas y dejaba poco a la imaginación.



—¡Te quedó pero si bien chingón! —le respondía viéndola vestir lo que él mismo le había comprado; aquello no podría calificarse menos que de “putivestido”—. ‘Ora, vete al mercado y cuando regreses me cuentas cómo se te quedaron viendo —le ordenaba su morboso esposo.



—Ay, amor. Es que me da pena —le confesaba Enaida.



—Tú no te agüites. Tranquila, que les vas a gustar a muchos.



—Pero sólo soy tuya —le dijo y lo besó.



Sin embargo, no todo en la vida es sexo, pues Crispín tenía que ganarse el sustento, y fue así que Enaida se quedó sola por primera vez, mientras que su hombre salía a ganarse el pan con el sudor de su frente.



Dada la excitación despertada en ella, no fue raro que a Enaida le comenzaran a carcomer las ansias de satisfacer sus diarias necesidades sexuales. Cada día que permanecía sola, sin su marido, parecía ansiosa, intranquila. Deseaba bajarse los vaqueros con todo y calzones, nomás llegara.



Enaida pasó mucho tiempo aburrida, pues Crispín estaba fuera por varios días, mientras que ella se quedaba sola en casa, dedicada exclusivamente a las tareas del hogar, sin ningún otro aliciente que el deseo de que volviera su marido.



Él, al igual que muchos otros hombres de su región, se dedicaba a la hechura y venta de muebles rústicos, cosa que lo hacía viajar junto con sus camaradas a distintas localidades urbanas.



La faena era pesada, pues, una vez bajaban sus muebles del vehículo que los llevaba, ellos mismos cargaban sus enseres caminando por calles y plazas para ofrecerlos. No obstante, de regateo en regateo, Crispín sacaba lo suficiente y, una vez llegada la noche...



—¿En cuánto sale el brinco? —él preguntaba.



—En cuatrocientos tres posiciones, más lo del cuarto —le respondían.



Era así como Crispín saciaba sus necesidades de penetrar hembra estando lejos de su esposa.



El catre de aquel diminuto cuartito crujía y crujía mientras Crispín se montaba en aquella mujer de alquiler.



—¡Dale, dale! Así papi, así... —decía mecánicamente la suripanta.



A diferencia de los encuentros con su esposa, allí no había amor de por medio, sin embargo, tales sesiones le servían al joven, no sólo de disfrute ocasional, sino que también de aprendizaje.



—¿Y cómo dices que se llama esta posición? —preguntaba Crispín.



—Pollitos rostizados —respondió la mujer que tenía frente a él.



Ambos mantenían las piernas bien flexionadas, trabadas entre sí, mientras sus sexos se conectaban.



Así fue como aquél fue ganando habilidad en el sexo y una vez que llegaba con su mujer lo daba a demostrar:



—¿Te gusta así? —le preguntaba a su mujer, mientras que él la penetraba girando sobre un eje el cuál era su propia verga.



—¡Sí mi amor! Me gusta cómo se siente.



—Pues a esto se le llama el helicóptero —decía él sin dejar de girar.



Enaida reía.



Luego la trepaba en cuclillas a una silla y así, flexionada, le daba.



—¡Ay Crispo...! ¡Siento que me voy a caer!



—Tú no te agüites que yo te sostengo.



Acto seguido, le metió un dedo ensalivado en el fundillo.



—¡¿Y’ora qué haces?!



—Tú nomás aguanta.



Fue así como Crispín dilató aquel fruncido orificio preparándolo para lo que vendría.



—Uuuyyy... no lo voy a aguantar —decía Enaida, cuando su esposo le metía por primera vez la cabezota de su glande por el estrecho huequito.



Al principio creía que su marido se inventaba aquellas particulares posiciones.



—Eres de lo más ocurrente —le decía, creyendo que tenía al mejor esposo del mundo.



Con la mente calenturienta de Crispo, no fue sorpresa que se las ingeniara para fabricar un taburete pequeño, cuyo asiento, hecho de cuero bien tensado, tenía un agujero por en medio.



—¡Hay Crispo, qué ideas tienes! —le decía su joven esposa, mientras seguía las indicaciones de su cónyuge sentándose desnuda sobre el agujero.



Crispín, también en cueros, se acostó debajo del taburete y metió el pene por el hoyo (no sólo del mueble, sino de su mujer en sí). Fue así que su señora, afianzada a los costados del banquillo, tuvo el mejor apoyo para darle los más sobresalientes sentones a su marido, quien no podía estar más satisfecho de su obra.



Sin planearlo, la actitud de Crispín hacia su Señora esposa no hizo sino inflamar los, de por sí, encendidos fuegos uterinos propios de su mujer. Y fue así que, una vez sintiéndose sola, sabiendo que su marido no regresaría sino hasta cuatro días más tarde, pues...



 



Estaba la Señora bien empinada siendo penetrada por el macho que la sostenía de su cintura. Duro y dale, duro y dale, la joven mujer era continuamente penetrada; ya no llevaba nada en la parte superior que la vistiera, y en cuanto a la inferior: sus jeans permanecían arremangados hasta los tobillos, las pantaletas habían quedado sobre sus rodillas.



Se apoyó de una de las paredes cercanas pues el ayuntamiento no cesaba y sus piernas ya flaqueaban, sin embargo ella lo estaba disfrutando tanto.



El macho la penetraba con brío y no tomaba pausa alguna. Ella, en ese momento, era una mujer plena, feliz. Pero, pese a ello:



—¡No... ya! —dijo Enaida, con voz quebrada, y se desapartó.



—¿Qué...? ¿Qué te pasa? —le respondió el otro.



—No, sabes qué. Ahí le paramos. La mera verdad no puedo hacerle esto a Crispín. Es mi esposo.



—Pero ya te dije que él siempre se va de putas cada que salimos.



—Sí, pero...



Pese a que el hombre la abrazó con ternura y le insistió amablemente, ella terminó por vestirse e irse dejando el apareo a medias. Salió de ahí y fue de regreso a su casa.



El hombre, por su parte, pese al palito frustrado, se había quedado con buen recuerdo. El muy vivaz había colocado un aparato para que los grabara y éste capturó el evento para la posteridad.



A partir de ese momento, aquél contaba con una grabación que demostraba que la mujer de Crispín se le entregaba de buena gana y, si editaba esa última parte, parecería que ni siquiera hubo duda alguna por parte de ella. Enaida sació sus ansias de mujer con él, que no era su marido y la había dejado satisfecha.- Así lo presumiría.



Continuará...


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