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Categoría: Confesiones

Un matrimonio de tres con mi esposa y nuestro amante

Llegamos a aquella nueva casa a principios del verano, en lo que parecía ser el punto más alto de la canícula, con cierta ilusión de recomenzar o darle un nuevo impulso a nuestra relación matrimonial, y sin sospechar ninguno, claro está, lo que ahí nos esperaba. Tras años de rentar departamentos, habíamos al fin podido conseguir un buen crédito y comenzado a pagar aquel lugar, tan lindo y espacioso, que nos había gustado tanto desde que nos lo mostraran en folletos, y que tanto parecía prometer.

No es que tuviéramos grandes problemas ni que nos hubiéramos peleado por nada en concreto, pero tras poco más de tres años juntos habría sido difícil decir que estuviéramos realmente bien; seguro que todas las parejas del mundo deben pasar por algo similar una vez acaba el primer momento de enamoramiento y creo que ambos lo entendíamos, lo que no quiere decir que supiéramos cómo lidiar con ello. La verdad era que nos aburríamos uno a otro, últimamente reñíamos todo el tiempo por tonterías, ella intentaba enfocarse en su trabajo y yo en el mío, siendo nuestra vida sexual fiel reflejo de todo aquello. Nunca habíamos sido particularmente fogosos, en todo caso, el sexo era sencillamente bueno, adecuado, suficiente para los dos, suponía yo, pudiendo pasar ahora semanas sin que lo hiciéramos, el Diablo sabría por qué, pues, como ya he dicho, tampoco es que nos disgustara o hubiéramos tenido nunca problemas al respecto.

En fin. Aquella casa representaba verdaderamente una esperanza, y con auténtica alegría llegamos aquella calurosísima tarde con nuestras cosas, bien dispuestos a instalarnos lo más pronto posible. Estuvimos varias horas bajando cosas, o más bien indicándoles a los sujetos de la mudanza dónde y cómo poner las cosas, Gaby sobre todo, que no se podía decidir a veces dónde poner esto o aquello, para desesperación de los hombres, que tenían que levantar de nuevo un sillón o un pesado ropero. Ya casi a la caída de la tarde, con la ropa empapada en sudor y todos los músculos cansadísimos, me quedé un buen rato de pie sólo mirando en derredor, tomando agua, cuando de pronto oí decir justo a mi espalda:

—Buenas tardes, señorita –por lo que instintivamente me volví y me topé con este hombre tan… peculiar: muy grueso y alto, con una barba enorme y descuidada, vistiendo apenas una playera vieja y unas amplias bermudas, con chanclas y lentes de sol.

—¿Perdón? –le pregunté entonces, sólo por decir algo, incapaz de quitar mis ojos de tan curioso personaje.

—¡Oh, disculpe! Yo creí… bueno… no importa… ¡Qué tal! Soy Dmitri, su nuevo vecino –siguió diciendo él, con un acento bastante peculiar, mirándome quizá no muy distinto a como yo lo miraba a él.

Con mi cabello claro y largo amarrado en una cola, mi figura siempre esbelta, mi casi ningún vello corporal y a lo mejor cierta delicadeza innata de maneras, aquella no era para nada la primera vez que alguien “me confundía” con una chica, a veces ni siquiera luego de volverme, por lo que tampoco me pudo sorprender y, con una media sonrisa de vergüenza, tan sólo le respondí:

—Mucho gusto, soy Adrián… y gracias. ¿Vive aquí al lado, entonces?

—No, no, allá atrás, su patio trasero de aquí está pegado al de mi casa, yo vi y quise venir a presentarme –continuó, desenfadado, puede que incluso alegre, señalando hacia su patio, que por supuesto no se veía desde ahí.

—Oh, vaya… Mi mujer está allá arriba, dando y dando órdenes –mencioné entonces, sin saber qué más decir, mirando hacia el piso de arriba, desde donde podía escucharse en efecto la voz de Gaby y el ruido de los muebles en movimiento.

—¿Y te bajaste por escaparte? –me preguntó luego, comenzando a tutearme sin ningún empacho, lo que me destanteó un poco.

—No… bueno… yo… la verdad es cansado alzar tantas cosas… y quise tomar agua.

—Si quieres puedo ayudar.

—No, no, ¿para qué? No hace ninguna falta, ya los de la mudanza lo están haciendo, y por algo se les va a pagar.

—Ah, sí, claro, okey… pero, cualquier cosa que haga falta, ya sabes, me pueden preguntarme y con mucho gusto les ayudo, a lo que sea.

—Amh… sí, sí, muchas gracias… —contesté yo maquinal, desviando la mirada y sin ocurrírseme qué más agregar, mientras él parecía no darse cuenta de mi incomodidad creciente, ahí parado mirando hacia donde yo miraba.

—¿Y tú qué haces? –me preguntó tras un largo silencio incómodo, sin al parecer la más mínima intención de marcharse.

—¿Qué hago? ¿De trabajo?

—Trabajo sí, ¿te dedicas a hacer qué? –continuó él, con ese acento rudo aunque increíblemente amigable, con una expresión que no parecía corresponderse mucho con aquel cuerpo enorme.

—Oh, bueno… yo, soy… programador, por decirlo en breve.

—¿Programador? ¡Oh! ¡Genial! ¡Yo ingeniero en sistemas! –me soltó entonces, más alegre aún, alzando la voz y los brazos.

—Oh… ¿en verdad?

—Sí, sí… de verdad… mucha coincidencia, me alegra eso.

—Sí… ya… veo… ¿Tú no eres de… por aquí, verdad? –acabé por preguntarle, sonriéndome a mi pesar ante su transparente bonachonería.

—Oh, no, no… Yo ruso, de Yekaterimburg… muy muy lejos –me indicó, señalando con su dedo enorme hacia alguna dirección en que yo supuse estaría la tal Yekaterimburg.

—Vaya… eso… eso es… genial.

—Hace mucho que vine aquí… es más rico el calor, sí señor, por allá hace un frío de los mil demonios hasta en verano.

—Sí, supongo.

Justo en ese instante, cuando ya no sabía que más podría agregar, bajó Gaby y se nos acercó, mirando con no menos curiosidad a aquel sujeto con el que al parecer estaba yo hablando tan a gusto.

—Mi esposa… Gabriela… Gaby, Dmitri, nuestro vecino… de Rusia ni más ni menos.

—¿Rusia? –exclamó ella curiosa y sonriente, tomando la mano que ya Dmitri le había tendido.

—Rusia, sí, madam, allá muy muy lejos en el norte.

—Vaya, ¿y qué hace por acá tan lejos?

—Me gusta aquí… es mejor el calor, como le decía a Adrián… más agradable por aquí –dijo, aspirando entonces una gran bocanada de aire, como para mostrarnos lo bien que se estaba por ahí.

—Oh… pues a mí me encantaría estar ahorita rodeada de nieve, ya no aguanto este calor horrible –mencionó Gaby, limpiándose el sudor de la frente con la manga de su blusa, también ella empapada en sudor.

—¡Oh, no, no! No saben ustedes lo que tienen aquí, no, señor, no saben… esto es el paraíso, mucho mucho calor, mucho sol todos los días, se puede andar hasta desnudo sin problema –exclamó él, alegre, haciéndonos buscar nuestras miradas, creyendo de seguro cada uno que tal vez iba en ese momento a desnudarse.

—Me estoy muriendo de sed –me dijo Gaby luego, como para evitar que Dmitri siguiera hablando de andar desnudo por ahí.

—Siéntate, deja te traigo agua –le indiqué, entrando luego a la casa. Rebuscando entre el montón de cajas de trastes hallé un vaso y lo lavé, con trabajos vertí algo de agua de un pesado garrafón y al fin salí, temiéndome un poco por Gaby, no sabía por qué, si bien, apenas acercarme a la puerta la escuché reírse alegre junto al ruso, que se reía con más fuerza aún.

—¿Qué cosa? –pregunté, sonriéndome sin saber por qué, mientras le daba el vaso a Gaby.

—Nada, nada… sólo me decía algo de un pato que tenía.

—¿Un… pato?

—Sí, sí… un pato… Bueno, ¿por qué no vienen a comer a mi casa? Seguro que aquí no pueden comer, ¿o sí? –nos preguntó el ruso entonces, mirándonos a ambos con los brazos extendidos.

—Bueno… no sé… yo… Creo que todavía falta mucho que hacer por aquí –balbuceé yo, mirando a Gaby, en el momento preciso en que los sujetos de la mudanza salían de la casa.

—Listo, señor, creo que ya nos vamos –mencionó uno de los sujetos, y, sin más que agregar, me fui con él aparte y les pagué lo acordado, añadiéndole unos billetes de más para que no le guardaran resentimiento a mi Gaby.

En todo caso, ya despachados los hombres y quedándonos solos junto a Dmitri, cayendo ya la tarde y sin nada en la cocina aparte de montones de cajas por abrir, nos miramos uno a otro y, acordándolo sólo con la mirada, aceptamos la invitación.

—Oh, perfecto, perfecto… vengan… hay mucho que comer… y beber, si quieren también… vengan, vengan –nos indicó, visiblemente emocionado, como jalándonos con sólo la voz, por lo que, sin chistar, lo seguimos por el estrecho corredor que había entre nuestra casa y la de al lado, por donde llegamos en unos cuantos pasos a su jardín.

—Vaya –exclamó Gaby apenas entrar, mirando aquel patio enorme con piscina, y aquella casa de una sola y amplísima planta que debía tener el triple de tamaño de la nuestra.

—Vengan, vengan, vecinos… pónganse cómodos… ¿quieren algo de tomar? ¿Vino, cerveza?

—Ahh… pues… no sé… una cerveza está bien, creo –mencioné, mirando a Gaby, que, divertida y encogiéndose de hombros dijo que ella quería también una cerveza.

—Perfecto, perfecto, amigos vecinos, no tardo –nos indicó y, casi corriendo entró a la casa, volviendo al poco rato con una cubeta llena de cervezas en botella.

—Ahhh… deliciosa cerveza… —exclamó, alzando la botella—. Salud, vecinos.

—Salud, Dmitri –le respondimos nosotros al unísono y, todos juntos, dimos un largo trago.

Después del sol de la tarde y tanto cargar de cajas, aquel viento fresco en el patio con las cervezas se sintió de maravilla, y, animados ambos por el curioso Dmitri, sencillamente nos pusimos a platicar con él de todo y nada, nos reímos, tomamos un poco más y, para el momento en que llegó la comida del restaurant (que Dmitri había pedido sin decirnos, pues en realidad no tenía nada en su refrigerador aparte de muchas cervezas y quizá queso) nos reímos más aún, relajados ya de plano, contándole cosas de nuestros años en la universidad y divirtiéndonos él con montones de anécdotas chuscas de su vida allá en la gélida Yekaterinburg.

Hacía ya varios años que se había divorciado, nos contó, y, al recibir una excelente oferta de empleo en nuestro país, sin demasiado meditarlo había decidido mudarse, olvidándose al poco tiempo de aquel frío eterno y decidiendo establecerse de plano por acá.

—De todas formas –continuó, algo achispado por las cervezas—, jamás me sentí muy aceptado por allá… digamos que soy… algo raro… como ya lo habrán podido notar, mis amigos.

—Algo sí… pero raro en buen plan –le respondió Gaby contenta, también ella algo achispada.

—Ja, ja, sí… raro buen plan, eso… y ustedes me han caído muy muy bien… ¡s dorove! ¡Salud! –exclamó de nuevo, levantando su cerveza.

Era realmente tarde cuando al fin nos despedimos, alguna hora de la madrugada, y al llegar a nuestra casa caímos rendidos, durmiéndonos enseguida, optimistas ambos como hacía mucho no lo estábamos.

Así, pues, cada mañana temprano a partir de entonces, al salir nosotros de casa e irnos cada uno en su auto al trabajo, nos lo encontrábamos enfrente, nos saludábamos con gusto y, más tarde, al volver del trabajo, lo volvíamos a encontrar, con la misma ropa casi siempre, y aunque por supuesto que por momentos sentimos cierta incomodidad por su constante presencia, al final era tan auténticamente agradable y ligero de trato que, resignados, acabamos por aceptar su ofrecimiento de ayuda, pasándose varias tardes con nosotros ayudándonos a acomodar y acabar de arreglar todo en la casa, incluyendo la instalación de un nuevo calentador de agua, que aunque por el momento no hacía falta, ya llegaría el invierno e iba a ser muy necesario.

La verdad es que era en extremo útil, muy hábil o habilidoso para todo tipo de trabajos manuales (arreglo de chapas de puertas, de llaves en el lavabo, la instalación de la lavadora, el lavavajillas, la estufa y un muy largo etcétera), que ni Gaby ni yo habríamos podido hacer solos, cayéndonos como del cielo aquella ayuda inesperada. Finalmente, extrañados, acabamos por preguntarle si trabajaba desde su casa o algo así, pues no parecía ir a ningún lado por la mañana, y a veces ni por la tarde.

—Sí, sí, desde casa, todo lo hago aquí, no hace falta ir a ningún lado… bueno, a veces hay que ir al Centro de control, pero muy poco.

Se pasaron así un par de meses, en que se nos fue haciendo habitual tenerlo en nuestra mesa o ir a comer algo a su casa, casi siempre el fin de semana, pasándonos largas tardes platicando y a veces cantando, pues además tocaba muy bien la guitarra, de tal modo que se convirtió en parte habitual de nuestras rutinas, aceptándolo cada uno de una forma quizá impensable en cualquier otro caso.

Aunque nuestra vida sexual apenas debió mejorar un poco, ciertamente nos sentimos un poco más a gusto uno con otro, como si cierta carga o tensión emocional se hubiera al fin quebrado, aliviándonos la existencia.

Entonces, casi tres meses después de la mudanza, Gaby tuvo que irse a un congreso en otra ciudad, mandada por su empresa, y yo no la pude acompañar por mi propio trabajo, lo que tampoco era la primera vez que sucedía. De hecho, seguro que también para ella era un alivio tener de cuando en cuando un cierto “tiempo libre”, lejos uno de otro, y en los pasados años cada uno había viajado por algunos días sin el otro, siempre por motivos de trabajo, si bien eso servía sólo como una excusa perfecta.

Yo quería mucho a Gaby, siempre la había querido mucho, y me gustaba, desde siempre me había atraído y disfrutaba en general de nuestra no muy emocionante vida sexual, y hasta entonces habría creído que con ella pasaría más o menos lo mismo… aunque, de todas formas, algo había ahí que nunca había acabado de cuadrar, un cierto algo que jamás me había permitido disfrutar plenamente mi propia sexualidad, y que sin duda se manifestaba en aquella medio anodina sexualidad nuestra, algo de lo que era bien bien consciente desde hacía mucho tiempo, desde mucho antes de conocerla a ella, por más que hubiera siempre decidido reprimirlo y ocultarlo lo mejor posible, considerándolo nada más que una fantasía, un capricho sin mucho sentido al que habría resultado absurdo (o hasta peligroso) entregarse: no sólo una persistente necesidad y gusto por usar ropa femenina (que había hecho desde que tenía memoria) sino claras fantasías y deseos de ser una mujer, una mujer a pleno quiero decir, llevar una vida completamente como mujer, en casa, en el trabajo, con la familia, y, sí, casarme incluso con un hombre, estar con un hombre en la cama y ser poseída como hembra, penetrada, quizá incluso embarazada, como tantas veces había imaginado en la soledad de mi habitación mientras me pajeaba con algún brasier o medias de mi mamá puestas, sin atreverme en todo caso a hacer nunca nada en ese sentido.

Y todo eso, al casarme, si bien se había aplacado durante un tiempo, al fin y al cabo no lo pude reprimir más, sobre todo al tener a mi alcance toda la linda ropa de Gaby, que con mi talla esbelta solía venirme casi toda muy bien… con algo de relleno por aquí y por allá. Lo hacía cada que podía, cuando tenía algún tiempo solo en la casa mientras ella aún estaba en el trabajo o se iba a alguna parte con alguna amiga o con su familia, y, claro está, lo hacía sobre todo cuando me iba de viaje o era ella la que se iba, teniendo para mí días enteros en que podía travestirme a gusto probándome muchísimas de sus prendas, masturbándome, sintiendo quizás algo de culpa aunque no tanta como para poder dejar de hacerlo. Era algo que estaba en mí, y que sólo a últimos tiempos había ido aprendiendo a aceptar, por más que no pensara hacer nunca nada por ir más allá… hasta que entonces apareció Dmitri.

Dmitri con sus ropas viejas de siempre, su barba espesa y descuidada, su corpachón enorme de oso y su sonrisa tan sincera, con quien podía platicar durante horas sin apenas darme cuenta, como nunca me había pasado en la vida con nadie, no siendo más que un recién conocido con quien al parecer nada (salvo el haber quizá estudiado más o menos lo mismo en la universidad) me unía. Y no es que fuera algo fácil de aceptar, de hecho no lo hice, intenté apartar el pensamiento lo más que pude, alejándome a veces de él de propósito algunas tardes, si bien al cabo era imposible apartarse demasiado, sobre todo porque vivía justo atrás de nosotros y además le caía tan bien a Gaby como a mí.

Y la cosa fue que, tal como me sucedía en la prepa y la uni con algunos compañeros, comencé a tener sueños con él, sueños eróticos, no sabía por qué, no entendía cómo, pero ahí estaba, se me aparecía en alguna situación extraña durante el sueño y, de la forma más natural, me buscaba, se me pegaba y sentía su aliento en mi nuca, sentía su erección detrás de mí y, fingiendo, le decía que no, que se apartara, que no podíamos, pero él no se iba, y yo tenía en realidad tantas ganas de que lo hiciera, de que me penetrara, que acababa cediendo, lo besaba y sentía su miembro acomodarse entre mis nalgas, caliente, rígido, enorme… despertándome apenas unos instantes después de que lo sintiera entrarme.

Esa tarde en que Gaby se fue, apenas regresar del aeropuerto me encerré en casa, me bañé rápido y con creciente excitación, y, tras poner algo de música, con una sonrisa me puse a revolver entre su guardarropa, sin poder decidir qué ponerme. Tenía todo el fin de semana para mí, y las tardes siguientes después del trabajo por una semana más, por lo que tal vez podría ponerme todo lo que quisiera así que no importaba mucho. No quería masturbarme aún, e intentando controlarme escogí una tanguita color rojo con el bra que le hacía juego, unas zapatillas de tacón alto del mismo tono y, encima, un vestidito de verano con estampado de flores de amplia falda, y, sin poder dejarme de mirar en el espejo, comencé a maquillarme. Con los años había aprendido un par de cosas, y si bien distaba mucho de hacerlo correctamente, igual me coloqué la base, el polvo compacto, el rubor, la sombra de ojos, me enchiné las pestañas y me puse la mascara, rematando con un lindo labial de rosa intenso. Dios… me miré con tanta satisfacción en el espejo que no pude aguantar más y me masturbé con ansias mirando una película porno, pero no fue suficiente, no podía ser suficiente con todo el tiempo del mundo a mi disposición, así que, buscando la llave de mi pequeño baúl, me fui al cuarto trasero, donde había todavía montones de cajas sin abrir, y, tras rebuscar un poco, lo encontré, abriéndolo de inmediato. Entre algunos papeles y fotos sin mucha importancia, algunas cartas viejas y un walkman descompuesto, hasta abajo en un falso fondo, estaba mi dildo, mi viejo y confiable dildo, que había tantas veces usado desde mis años en la universidad en que, con todos los nervios del mundo, me había atrevido a comprar en una sex-shop.

No tenía lubricante, nunca lo había tenido, pues habría resultado muy difícil de explicar a Gaby, pero con mi propia saliva era más que suficiente, siempre lo había sido, y entonces sí, con todo lo necesario, tras escupir en él un par de veces lo acomodé en mi ano, comenzando a introducirlo. Con la porno puesta y mirándome al espejo me seguí pajeando otro rato, con el dildo cada vez más dentro de mí, hasta al fin no aguantar más y explotar, teniendo mucho cuidado, eso sí, en no manchar la ropa.

Tras unos momentos, en que la calma volvió a mi cuerpo ya pasada la urgencia, me levanté a limpiarme, quité la porno y seguí escuchando música suave, tarareando, y, al cabo, contrario a lo que debía hacer usualmente, sin desvestirme ni desmaquillarme (pues no hacía ninguna falta) me recosté en la cama, sintiendo el cuerpo tan ligero que no tardé más que unos minutos en dormirme.

Era ya tarde cuando al fin abrí los ojos, el sol estaba por ocultarse y unos leves rayos naranja intenso se colaban por la ventana, y todavía con la sonrisa en el rostro me estiré, bostecé, me desperecé, bajando alegre a la cocina a comer algo, encantándome el sonido que hacían los tacones en el piso. Tarareando de nuevo encendí la pequeña bocina y comencé a prepararme un sándwich, saqué la botella de vino tinto y, apenas cerrar la puerta del refrigerador, di un brinco de espanto y sentí la sangre escapárseme entera del cuerpo al ver a Dmitri justo frente a mí, sonriente como siempre.

Ni qué decir que no supe qué hacer, cómo reaccionar, dónde meterme o hacia dónde salir corriendo, dado que él estaba frente a la salida, y, sintiendo desmayarme, me tuve que sostener de la puerta del refri.

—Cuidado –me dijo Dmitri acercándose y sosteniéndome, cuidadoso, ayudándome a sentarme luego en la silla más cercana.

Sentí que el mundo me dio vueltas, un calor intenso mezclado con frío helado me subió desde la nuca hasta la cabeza, probablemente me perdí por algunos instantes, sin alcanzar a comprender qué estaba pasando, hasta que él, entonces, me acercó un vaso con agua.

—Toma un poco, ¿te mareaste?

—S-sí… un poco… Dios… ¿q-qué…? –balbuceé, sin atreverme a alzar los ojos y tomando apenas un sorbo del vaso.

—Perdona… sólo venía a invitarte a cenar… como Gaby se iba, e ibas a estar aquí a solas.

—Oh… sí, claro… sí… ¿pero por qué… entraste… así…? –intenté yo articular una pregunta, pretendiendo mostrar enojo aunque sin conseguir darle ese tono.

—Sólo… bueno… estaba abierto… y otras veces… Pero sí, disculpa. ¿Vienes a cenar entonces? –insistió, sonriéndose de nuevo, como siempre, como si de verdad no pasara nada de nada.

—¿Q-qué…? No… yo… no sé… ¡Dios…, Dios! –exclamé al fin, tapándome los ojos con las manos.

—Oh, ¿qué pasa?

—Dios mío… lo que estarás pensando de mí… Yo… yo…

—¿Pensar de ti? Bueno… no me sorprende mucho… la verdad… y te ves muy… bonita –exclamó él, bonachón, extendiendo su manaza y dándome palmaditas en la espalda.

—¿Eh?

—Bueno… ya sabes… no quiero ser grosero… pero siempre supe que eras… diferente… Y es bueno… me gusta.

Todavía con más desconcierto, reiluminándose poco a poco mi cabeza, al fin alcé la mirada hacia él, encontrándolo el mismo de siempre, sonriéndose sin la más mínima sorpresa.

—Bueno… yo… No es que… es decir…

—Ven, vamos a cenar a mi casa, allá me cuentas –me indicó entonces, volviendo a darme una palmadita en la espalda y levantándose de su silla.

—Pero… es que… no creo que… deja me cambio y…

—No, no, así está bien, no importa, ven, no pasa nada –insistió y, al ver que yo no me movía, sin perder la sonrisa, me tomó de la mano y me hizo levantarme, llevándome de esa forma hacia el patio trasero, tras el cual no tuvimos más que pasar el bajo seto que separaba nuestras propiedades, entrando luego a la casa y la cocina, donde igual me hizo sentar y, mientras yo lo miraba preparar e intentaba arreglar mis pensamientos, comprender lo que estaba pasando, él acabó de arreglar los platos, que había pedido como siempre a un restaurant, acabando por invitarme a la mesa.

Estuvimos un rato sin hablar, yo probando apenas la carne mientras él, como de costumbre, devoraba la suya, intentando hacerme plática con alguno de aquellos cuentos chuscos suyos y arrancándome pese a todo alguna sonrisa, hasta que al fin, tras algunos momentos de silencio, suspirando, ya calmados los nervios y sabiendo que no tenía nada que temer, decidí contarle todo, todo todo, sobre mis gustos, mis fantasías de juventud, mi necesidad de travestirme, de sentirme aunque fuera un poco hembra de cuando en cuando, temblequeándome a veces la voz, si bien, al ver que él escuchaba atento y me preguntaba interesado más detalles, me estuve un buen rato descargándome por completo.

—Vaya –exclamó de nuevo, ya con el plato vacío y sirviéndonos un poco más de vino.

—Sí, vaya.

—Supongo que Gaby no sabe nada.

—No, claro que no… o no creo… no sé, yo me supongo que no.

—Pero ella… es decir, tú y ella… Eso… ¿funciona?

—Bueno… sí, claro… siempre hemos podido… es decir… yo no… de verdad me siento… —intenté explicarle haciéndome un lío, sin hallar las palabras adecuadas.

—Ya, claro… te atrae sexualmente… pero desearías otra cosa.

—No… no otra cosa… es decir… —volví a balbucear, quedándome en silencio unos momentos y mirándolo a los ojos—… Sí, tal vez… sí.

—¿Nunca has estado con un hombre?

—No, no… nunca… no podía… no me atrevería…

—¿Por qué no?

—Pues… porque no… quiero decir… Gaby… y yo… y…

—Sí, bueno… eso nunca es agradable… el engañar quiero decir… pero si es lo que tú quieres.

—Sí, supongo.

—¿Quieres?

—¿Qué cosa?

—Hacerlo con un hombre.

—No sé… no sé… —murmuré con nervios, sonrojándome y apartando la mirada.

—Me gustas… me has gustado desde que te vi el primer día –me soltó entonces, con una media sonrisa, algo nervioso al parecer, con ojos suaves y de pronto suplicantes.

—¿T-tú…? ¿De… verdad? ¿Pero… por qué…?

—No sé… sólo lo vi… vi que en realidad eras una mujer.

—No soy… no creo… me habría gustado pero no… no lo soy…

—Claro que sí… y muy bonita además –mencionó contento, haciéndome ruborizarme hasta las orejas.

—Ay, Dmitri… no digas… eso…

—Me encantaría hacerte mujer –dijo más decidido, alargando una mano y tomando la mía—. Bueno… mujer plena al menos.

—¿C-cómo…? N-no… Dmitri… no podría… yo… —murmuré con nervios, con cierto espanto, aunque no aparté mi mano de la suya.

—Quizá sólo te ha faltado probar… y a mí me encantaría hacerte hembra –insistió él, mirándome entre divertido y atrevido a los ojos, acariciando mi mano.

—Ay, Dmitri… —respondí sin convicción alguna, sintiendo de pronto algo removerse en mis entrañas, en tanto él, seguramente incitado por mi no-rechazo, se levantó de su silla y se sentó en la que estaba a mi lado, buscando luego mi mirada y acercándose hacia mí.

—Ven –exclamó luego, buscando mis labios, y… sin resistirme, lo recibí, besándolo con nervios y miedo y alegría, mientras mi corazón latía a mil por hora y me sentía medio volar.

Nunca antes había besado a un hombre, y esos labios tan toscos, su lengua grande y caliente, su barba tan poblada y su rostro duro me encantaron, me encantó besarlo y seguí haciéndolo, recibiéndolo en mi boca con ansia, dejé que él pasara su mano por mi nunca y la otra por mi cintura, coloqué luego las mías en su pecho, en sus hombros anchos, y lo besé y lo besé, con un cosquilleo creciente en la boca del estómago… y en mi colita.

—¿Vamos a mi cama? –me susurró entre beso y beso, a lo que yo tan sólo respondí:

—Ahá –sin poder separarme de él, de modo que, juntos, acariciándonos, nos fuimos a su habitación, nos echamos sobre el colchón y seguimos acariciándonos, manoseándonos, besándonos con ansiedad creciente.

Al sentir su erección bajo las bermudas tocando mi muslo, no pude evitar ya llevar mi mano hacia ella y comenzar a acariciarla, con mi propia erección creciendo entre mis bragas.

Él entonces se acomodó en el respaldo, quitándose las bermudas de un solo movimiento y dejando al descubierto un monstruo de verga, una cosa impresionante de verdad, como no era quizá de sorprenderse en un tipo de su talla.

—Wow –exclamé inconscientemente, mirando aquella cosa enorme, del doble del tamaño o más que la mía.

—¿Te gusta?

—S-sí… es… tan… wow…

—¿Quieres mamarla?

—Amh… no sé… yo… —dije con nervios, sin poder sin embargo apartar mis ojos de aquel miembro tan hermoso.

—Anda, no te apures, ven –me indicó, tomándome de nuevo de la mano y llevándome hacia él, colocando luego mi mano sobre su pija, y ya sin hacerme del rogar la palpé, la acaricié, la chaqueteé ligeramente, creyendo apenas lo gruesa y cabezona que era.

Abrí sin más los labios y me la metí a la boca, lo más que pude al menos, y dejando actuar mis instintos de hembra comencé a mamársela con ganas, con gusto, con deseo, lo que pareció complacerlo enormemente.

—Eso… ahhh…. ahhh… muy bien… sigue… —me susurró, colocando una de sus manos en mi cabeza y atrayéndome suavemente hacia él.

Y me seguí chupando, chupando, abriendo lo más posible los labios, tragando hasta sentirme venir arcadas y teniendo que separarme.

—Más despacio, nena, es toda para ti, no te apresures –me indicó paciente, sonriente, y, tras recuperar la compostura, volví a tragármela.

Un poco menos ansiosa, más metódica, procuré tragármela lo más posible sin avorazarme, chupando sobre todo mientras me ayudaba con la mano.

—Aahh… ahhh… nena…. ahhh… —gimió Dmitri con placer creciente, en tanto yo, aprendiendo mientras hacía, chupé y chupé con gusto la punta, acaricié la cabeza, apreté el tronco con los labios, volví a metérmela lo más posible y, controlando las arcadas, tragué y tragué más, con boca experta, como si no hubiese hecho otra cosa en toda la vida, y mamé y mamé verga.

Cuando luego, de improviso, sentí salir unas primeras gotas de líquido previo, lejos de sentir ascos, las saboreé con gusto, las lamí muy bien e intenté incluso hacer que salieran más, sintiendo siempre como mi propia pija estaba que estallaba atrapada entre mis bragas y que mi cola parecía abrirse y humedecerse por sí sola.

Mis labios se acalambraban, la lengua se aletargaba de tanto continuo esfuerzo, pero seguí no obstante lo más que pude, con deseos de no decepcionarlo, de hacerlo disfrutar, como profundo agradecimiento a haberme dejado probar su hombría.

—Dios… es cansado… —mencioné al fin, separándome de él, aunque intentando sonreírle.

—Je, je… ya te acostumbrarás. Ven –me indicó, acercándome de nuevo hacia él y besándome.

Me sentía a salvo con él, segura, protegida, me gustaba tanto que me tratara en femenino y él fuera tan masculino que lo besé con más deseo aún.

—¿Segura que no habías mamado verga antes?

—Ji, ji… no, de verdad.

—Pues lo hiciste muy bien, ¿te gustó?

—Sí… gracias.

—Je, je, de nada, nena, gracias a ti… Entonces, ¿quieres que te coja? –me preguntó del todo desenfadado, sabiéndose de seguro cuál sería mi respuesta.

—Sí, sí, por favor.

—Quizá te duela un poco… ya sabes, es grande.

—Ji, ji… sí, ya sé… no importa, penétrame, por favor.

—Muy bien… ponte de cuatro patitas, ¿sí?

—Okey –le respondí, haciendo de inmediato como me decía, colocándome en aquella posición sumisa mientras le levantaba el trasero, ofreciéndomele sin reparos.

Él entonces, cuidadoso, paciente, alzó la falda y me bajó las bragas, liberando al fin mi pija adolorida, comenzando a acariciar mis nalgas y mis muslos.

—Mmh… nalguitas de hembra –exclamó divertido, jugueteando con la punta de su pija en mi entrada.

—Ji, ji… —me reí yo, meneándole coqueta el trasero.

—Okey, nena… te va a doler un poco, pero intenta aguantar, y relájate, ¿sí?

—Sí, claro… —le contesté, apenas creyendo que aquello iba a pasar de verdad, como en mis sueños; no era sólo que un hombre estuviera a punto de penetrar mi ano, sino que era él, precisamente él, Dmitri, mi encantador amigo ruso, tan grande y rudamente masculino, con aquella verga-monstruo que ni en mis sueños me imaginé tan grande.

Y finalmente, acomodándose muy bien detrás de mí, él escupió un par de veces en mi hoyo, luego en su pija, y, cuidadoso, me la acercó, dejándome sentir su calor y dureza sin entrarme todavía.

—Hazlo, por favor… hazlo –le supliqué sin poder aguantar más.

—Muy bien… relájate, ¿sí? Aahhh… —exclamó luego, colocando la cabeza justo en posición y presionando apenas un poco, arrancándome un gemido de dolor ante la fuerte contracción refleja de mi esfínter, que no había hasta entonces probado más que el dildo.

—¡AAayyy, Dios! ¡No, no, para! –le pedí, intentando apartarlo con mi mano.

—Ok… no pasa nada, es normal… sólo respira, relájate… ahorita pasa.

—Ok, ok… —le respondí, no muy convencida en realidad, sintiendo una punzada fría recorrerme todo el cuerpo.

Dolió muchísimo, me sentí desgarrar, era sencillamente demasiado grande y mi ano tan inexperto que sentí miedo de que pudiera lastimarme de verdad, pero no pude parar, no quise parar, ya no había vuelta atrás y, tras sentir que el dolor disminuía, le indiqué que continuara.

—Okey… okey… relájate… suéltate, ¿bien? Aahhhh… —volvió a exclamar, clavándose esta vez de verdad, no sé cuánto pero definitivamente estaba dentro, nos habíamos acoplado y yo grité de dolor.

—¡AAayyyyayyyyy! ¡No, no, salte, salte!

—No, nena… aguanta… ya no me muevo, pero no me voy a salir, relájate.

—¡Por favor, por favor… salte, ayyyy… me dueleee!

—-Shhh… shhh… afloja tu colita, es normal, no tarda en pasar.

—Aayyy… no, no… ayyyyyayayyy… —seguí gimoteando, con lágrimas en los ojos, inmóvil e impotente, creyendo desmayarme de nuevo, con un sudor frío empapando mi frente y nuca.

Él sin embargo, comprensivo, paciente, seguramente experimentado, no se movió nada, se sostuvo dentro sujetándome por las caderas, aguardando a que mi esfínter al fin comprendiera que no había peligro y debía al fin adoptar su función de vagina, como desde siempre lo había deseado.

Y, contra todo pronóstico, o eso me había parecido unos momentos antes al sentir que me partía en dos, poco a poco, sentí el dolor atenuarse, sentí incluso el suave abrirse de mi esfínter, el expandirse de mi recto y, con ello, la entrada firme si bien lenta de su verga.

—Ayyyyayyy… ayyyy… ayyy –seguí chillando maricona, sin atreverme a mover todavía, adolorida de nuevo al él avanzar más y más, pero ya no intenté detenerlo, me aguanté, aguanté como hembra la punzada, confiando en que era verdad lo que me decía y que pronto pasaría, que tenía que pasar y luego todo iría bien… aunque fue difícil todavía.

—Ahhh…. muy bien… ahh… suave, suave… no me hagas fuerza, nena… ahhh… —seguía él, penetrando suave, decidido, enterrándose más y más en mí.

—¡Diosito, Diosito… ayyyy…! Ayyyyy…

—Ahí va, ahí va… ahhhh… lo haces muy bien… ahhh…

Era enorme, gordísima, apenas podía creer que siguiera entrando más y más, si bien, pese a todo, tras unos momentos el dolor volvió a calmarse, él penetró con más facilidad, clavándoseme mucho más, aunque, justo cuando ya creía que lo peor había pasado y todo sería más fácil desde ese punto, él inició el mete-saca, disparando el dolor de nuevo.

—¡AAaayyy, aayyyy, noooo, nooo, todavía no… ayyyy… para, paraaaa! –le pedí, le supliqué, dándole de manazos en el muslo, pero él, firme, sencillamente continuó, sujetando mi brazo.

—Shhh… quietecita, nena… aahhh… vas muy bien… muy, muy bien…. no te apures… relájate… aahhh…

—¡AAayyayayyyyyyy! ¡Para, por favor, para… Dmitriiii!!

—Ahhh… ahhh… chillona… je, je… ahhhh…

—¡Aayyayy… no, no… menso… ayyy… paraaaa! –seguí pidiéndole, pegándole de verdad mientras sentía mi cola romperse, pero él, fuerte y grande como era, no tuvo mayor problema en sujetarme, recibiendo en todo caso mis golpes con alegría.

—Je, je… me encantas, Adrianita… me encantas de verdad… ahhh… ahhh…

—Ayyy… idiota… ayyy… —le espeté, llorando, incapaz de defenderme o soltarme.

Curiosamente, milagrosamente, justo como al principio, mi cola de un momento a otro sencillamente dejó de luchar, comprendió, acabó por adoptar plenamente su función receptora femenina… y hubo magia.

—Mmhhh… mmmhhh… ayyyayyy… mmhhh… —seguí exclamando yo, quejosa, llorosa, si bien el dolor ya era casi inexistente y el placer que iba sintiendo crecía a niveles jamás sospechados.

—Ooohh… nena hermosa… ahhh… mira qué rico te entra, ahhhh…

—Mmmhhh… mmhhh… te odio… —susurré, mirándolo con un leve mohín.

—Je, je, claro que no… me amas, y más me vas a amar cuando te entre completa.

—¡¿Todavía no es toda?!

—No, mi amor, pero casi, no te apures, se ve que vas a poder con ella.

—Ay, Mitia –exclamé, llamándolo por vez primera con aquel apocope ruso–. Mmhh… ok… ok… mmhhh…

—Te voy a dar más duro, nena… ahora sí te voy a coger de verdad, ¿lista?

—Okey… sí… sí… —le respondí, miedosa y emocionada, procurando relajarme.

—Muy bien… ahhh… ahhh… ooohhhhh… —gimió él entonces más fuerte, acelerando el ritmo, la fuerza de sus embistes y acabando al fin de clavarme su monstruo.

—¡Aaayyyayyy! ¡Aayyayyyy! ¡Mhhhh! –volví yo a gritar, pero ya no de dolor, para nada de dolor sino de un placer enorme, el más grande placer que había sentido en toda mi vida, mientras él se me dejaba ir fuerte, poderoso, excitadísimo, embistiendo una y otra vez mi cola, que golosa y femenina lo recibía del todo abierta.

—Aahhh… nena… nena… ahhh… lo sabía… siempre supe que eras mujercita… ahhhh… ahhh…

—Ayyyy, sí… sí… soy mujercita… mmhhh… mmmhhh… –le respondí golosa, acariciando su muslo peludo.

Y se siguió una cogida deliciosa, como nunca la había podido tener yo con Gaby, por más que la quisiera y disfrutara el penetrarla; aquello era definitivamente lo que me faltaba, lo que en verdad necesitaba, lo que siempre había deseado sin atreverme por miedo: un macho que me penetrara a mí, que me metiera su rica verga por atrás y me hiciera su hembra, pues eso era lo que yo era, una hembra, una mujercita, tal como Dmitri lo había visto desde un inicio.

—Aahh, preciosa… ahhh… me encantas… me encantas… ahhhh…

—Ayyy… mmmh… mmmhhhh…

—¿Te gusta, eh? ¿Te gusta?

—Sí, sí… me encanta… mmhhh…

—Preciosa… claro que te encanta… mmmhhh… te entra riquísimo… aahhh…

—¡Ayyy, qué rica… qué rica vergaaaaa! –grité soltándome al fin, erectísima yo también, saboreando ese enorme pedazo de carne.

—Aahhhh… ahhhh… ooohhh… eso… eso… carajo… ahhhh…

—¡Ayyy, sí, sí, sí, duro, duro, mmmhhh…!

—Claro que sí, preciosa… duro, durísimo… justo como esta cola se lo merece… ahhh…

—Mmhhh… rico, rico, mmmhhh…

Mis nalgas rebotaban una y otra vez contra su pelvis dura, sentía el golpetear suave de sus güevos grandes y peludos al borde de mi ano mientras mi recto lo recibía acogedor y húmedo.

—Ahhh… Adrianita… vas a ser mi mujer…

—Sí, claro que sí… precioso, mmhhh…

—¿Me amas?

—Te amo… mmmhh, te amo, te amo… —casi grité, recibiéndolo en mí con amor auténtico y, volviéndome ligeramente hacia él, recibí sus labios en un tierno beso.

Tras casi media hora de recibir su verga, me sentía algo cansada, mi ano me ardía un poco y sentía las nalgas adoloridas de tanta tunda, pero no quería parar, no quería que parara nunca, que me siguiera cogiendo por siempre, había hallado el Paraíso y no quería ya dejarlo.

—¡Cógeme, precioso, cógeme, cógeme… mmhh…! –le seguía pidiendo en cambio, echándole la cola hacia atrás y acariciando su muslo duro y peludo con mi mano.

—Mi amor… ahhhh… ahhhh…

—¡Ayyy, Mitia… mmmhh…! ¡Aayyy! ¡Aaayaayyyyyyy!! –comencé a gritar más fuerte, sintiendo cómo mi cuerpo se estremecía de pies a cabeza en éxtasis, experimentando un poderoso orgasmo anal que me hizo correrme sin necesidad alguna de pajearme.

—AAaahhhh… nena… ahhhhh… ahhh…

—¡Te amo, te amo… mmmhhhhh!

—Ohhh… nena, nenaaa… aaahhhh ¡AAaaahhhhhh! –gritó ahora él, llegando al colmo también y descargando un cálido chorro de leche fresca en mi interior, que me hizo amarlo de verdad.

Terminamos extenuados, jadeantes, sudorosos, pero con una sonrisa enorme en el rostro, encantados uno con otro.

Todavía por un rato, entre risitas y susurros, platicamos de cualquier cosa, nos besamos, y, siendo ya muy tarde, sencillamente nos quedamos dormidos ahí en su cama.

Al día siguiente ya algo tarde, antes de bajar a desayunar algo y pese al hambre que ambos teníamos, volvimos a coger, tan rico o hasta más que la noche anterior, con mi ano ya mucho menos testarudo, y ahí me quedé con él el fin de semana entero, platicando como solíamos hacer desde hacía tiempo, comiendo y bebiendo a ratos, aunque cogiendo de nuevo al renacer las ganas.

Aunque llegado el lunes yo al fin tuve que irme a trabajar, hice todo lo posible por terminar temprano, llegué a casa deseándolo y, apenas bañarme y cambiarme, lo llamé por teléfono, recibiéndolo esta vez en mi cama. Y así toda la semana.

Ya no pude vivir sin él.

Y aunque Gaby al fin volvió y no tuvimos ya tan enorme libertad para encontrarnos, hicimos igual lo posible por hallar algún tiempo, algún momento del día para coger en su casa, o en la mía cuando ella no estaba. Me encantaba sentirme hembra, volví a tener como en mi juventud montones de fantasías o simples deseos de vivir como mujer, me quedaba pensando en el trabajo lo que sería tomar hormonas, operarme tal vez las tetas y hasta hacerme una vaginoplastia, emocionándome y censurándome luego por engañar de aquella forma a Gaby, que ninguna culpa tenía y tanto en cambio se merecía. Pero no pude parar, no quise. Se fueron transcurriendo las semanas, los meses, multiplicándose mis uniones con Dmitri y sintiendo crecer en mí un cariño sincero hacia él, un afecto y entrega que sólo por un dejo de prudencia no me atreví a confesarme era amor auténtico… Lo amaba, lo amaba de verdad, quería tanto ser su mujer, su mujer de verdad, y todo eso me causaba un conflicto enorme apenas ver de nuevo a Gaby, quien, curiosamente, ocupadísima en todo caso con su trabajo, pareció de pronto estar bastante contenta, relajada, casi todo el tiempo de buen humor, con todo y mi relativo aislarme y no tener de plano relaciones con ella, y aliviándome en todo caso el que por alguna razón (que no me puse a analizar con demasiado detenimiento) ya no quisiera pasar tanto tiempo con Dmitri, prefiriendo irse con alguna amiga, lo que yo aproveché para estar con él lo más posible.

Cogimos mucho, muchísimo, él me compró incluso varias prendas, que podía dejar allá en su casa sin preocuparme ya por dejar algún rastro al usar la ropa de Gaby, y ese deseo hasta entonces profundamente dormido de ser hembra fue creciendo y creciendo en mí, incontrolable, como quizá sólo en mi primera juventud había sentido, antes de reprimirlo por completo ante lo que me pareció por entonces un completo imposible.

Luego una tarde, en que como siempre yo llegué contenta a casa, apenas entrar, algo en la atmósfera me golpeó, y, con tiento, me acerqué a la cocina, donde Gaby estaba sentada con un libro enfrente, al parecer muy concentrada en él, si bien bastó una más atenta mirada para darme cuenta que el libro era lo último que le preocupaba. De hecho, al levantar al fin la vista hacia mí, por apenas un instante, por un momento intenso, medio segundo o menos, la vi mirarme con unos ojos que me dieron miedo, sentí un rencor enorme en ellos, como si quisiera hacerme arder, si bien, apenas medio segundo después, se apagó y apartó el rostro.

—¿Q-qué… pasa? –le pregunté con nervios, con temor, sin atreverme a acercarme más.

—Nada… no pasa nada –me replicó seca, mordiéndose el labio, pensando no sé qué.

—Bueno… es que… no pareces… ¿pasó algo?

—No… supongo que no –mencionó luego, alzando de nuevo la mirada y, suspirando, intentó incluso sonreírme.

—O… key.

—Voy a irme unos días –me dijo entonces, tras un largo e incomodísimo silencio.

—¿Irte? ¿Por el trabajo?

—Sí… algo así.

—Oh… okey, ¿cuándo?

—Mañana en la mañana.

—¿Mañ…? Oh, ¿es algo urgente?

—Sí… mucho.

—Bueno… pues… ¿cuánto tiempo?

—No sé, una semana o dos –me replicó, otra vez pensativa, costándole evidentemente mucho pronunciar cada palabra.

—Nena, ¿estás bien?

—Sí, sí… no… no te apures, okey… sólo… van a ser unos días –añadió, levantándose al fin y alejándose hacia las escaleras, sin querer discutir más.

Fue una noche larga, en que ninguno, en silencio, pudo conciliar muy bien el sueño; algo evidentemente no estaba bien, pero ella no iba decirme, y por supuesto que me imaginé montones de cosas, me imaginé lo peor, por un momento supe incluso como algo seguro que ella se había dado cuenta, que lo sabía todo, y me puse a temblar, quise salir corriendo, calmándome apenas en la madrugada, cuando al fin el sueño me venció.

Al despertarme, muy tarde, me sorprendió el no verla ya acostada, pues habría creído que, como otras veces, me pediría que la llevara al aeropuerto. Pero ya no estaba, ni tampoco sus maletas.

No supe qué pensar, no supe qué hacer, quise llamarle al celular pero al cabo no lo hice, y, destanteada, sencillamente me vestí y me fui al trabajo.

Apenas pude concentrarme, me estuve piense y piense en todo en nada, y al terminar, en vez de irme corriendo a casa como habría podido imaginarse sin tenerla en casa, me estuve la tarde dando vueltas por ahí, cené fuera, y, ya sólo muy de noche le mandé un mensaje a su teléfono, escribiendo sólo que estuviera bien, que se cuidara, y que me llamara cuando quisiera, fuera la hora que fuera, a todo lo cual ella respondió con un simple: “Hablamos cuando regrese.”

Vaya.

No fue sino hasta al día siguiente en que, sin poder quitarme el sentimiento de culpa, me fui a casa de Dmitri, encontrándolo también a él algo distinto, muy poco dicharachero, y en lugar de sencillamente fornicar como otras veces nos quedamos platicando, con largos intervalos de silencio, ahí junto a su piscina.

Ya noche, tras cenar, sencillamente nos levantamos y nos fuimos a su habitación pero, en lugar de coger, nos quedamos sólo abrazados, yo con un nudo en la garganta, hasta que al fin me puse a llorar.

—Ya, ya… ¿qué pasa?

—La quiero mucho, Dmitri… de verdad… yo sé que… esto es… No sé… pero la quiero mucho de verdad… y no quiero lastimarla, nunca he querido lastimarla –balbuceé entre lloriqueos.

—Yo sé, ella también te quiere mucho, lo sé.

—No puedo creer que le esté haciendo esto.

—¿Esto qué, nena?

—Esto… Dmitri… ella ha sido siempre tan buena conmigo, tan leal, es mi mejor amiga y yo… —seguí diciendo sin acabar, cortándome el llanto.

—Sí, entiendo –me respondió él, tranquilo, acariciando mis cabellos y mi espalda.

—Pero también te quiero a ti… también a ti… Dios mío… te amo, Dmitri… te amo de verdad… no puedo evitarlo.

—Sí, yo sé nena, también yo te amo.

—¿De verdad?

—De verdad, sí… eres mi mujer, ¿no? –me indicó sonriendo, mirándome comprensivo a los ojos.

—Dios, Dmitri, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué voy a hacer?

—No sé… sólo… déjala pensar un poco, ella sabrá.

Al escuchar aquello me le quedé mirando algo extrañada, como intentando adivinar qué tanto se sospechaba Dmitri de todo aquello, pero él sólo volvió a sonreírse.

—¿Podríamos sólo… dormirnos? –le pregunté, acomodándome sobre su pecho enorme y velludo.

—Claro, nena.

A la mañana siguiente me fui de nuevo a trabajar, temprano, consiguiendo pese a todo concentrarme y pasar el día en relativa calma, pasé luego a comprar algo para comer y me fui con Dmitri, quedándome de nueva cuenta con él sólo platicando, escuchando música, hasta que ya tarde, finalmente, yo misma me acerqué a él tras acostarnos y lo busqué, respondiendo él de inmediato a mis caricias.

Pasó toda una semana de aquel modo, quedándome todas las noches en su cama, platicando y cenando con él en relativa calma, por más que de cuando en cuando volvieran a asaltarme los remordimientos y le enviara otro mensaje a Gaby, que sin embargo ella sólo veía sin contestar.

Al siguiente miércoles por la tarde, de improviso, apenas salir del trabajo, ella al fin me llamó, diciéndome para mi gran sorpresa que ya había regresado y me esperaba.

—Sí, claro, voy para allá.

—Estoy en casa de Dmitri –añadió.

—Oh… ok.

—Vente para acá.

—Amh… sí, claro, como digas –respondí sin entender, y sin más fui por el auto.

Sin saber qué concluir de todo aquello, confundida, llegué a casa, aparqué el auto y, con preocupación creciente me fui al patio trasero, cruzando hacia el jardín de Dmitri, desde donde pude verlos sentados a través de la puerta de cristal sentados allá en su sala.

Entré con precaución, buscando sus miradas sin conseguir sacar nada en claro, y, torpe, intentando sonreír, saludé con un gesto de mano a Dmitri y me acerqué a Gaby para darle un beso.

—¿Cómo te fue? –le pregunté, sentándome a su lado como ella misma me indicó con la mirada.

—Bien, bien… todo está bien.

—¿Sí? Claro, sí, qué bien… Bueno… y… entonces…

—Tenemos que hablar –me cortó ella, tomando una de mis manos.

—Tenemos que… sí, claro… hay que hablar… —dije yo aturdida, mirándola ora a ella, ora a Dmitri, que me miraba con su habitual calma, sin entender nada de nada.

Observándome muy atenta, ella aún tardó un momento en abrir la boca, y, tras echarle un vistazo a Dmitri, suspiró y al fin comenzó.

—Sé de ustedes… Adrián… y sé que tú… bueno… —apenas escuchar eso yo sentí que la garganta se me cerraba, que el cuerpo me ardía y el piso me daba vueltas, pero intenté escucharla y no perder la compostura—. Y no es que no… bueno… siempre tuve ciertas sospechas, aunque nunca creí que… no realmente quiero decir… —siguió ella, costándole evidentemente un trabajo enorme decir todo aquello.

—Nena… yo… yo… lo siento… yo no… perdona, no quise… —comencé a murmurar con un hilo de voz, sintiéndome desfallecer.

—No importa… de verdad que no importa… también yo… es decir… Bueno… —siguió ella, mirando de nuevo a Dmitri, antes de volverse de nuevo a mí y apretar mi mano—. También yo… nosotros… es decir… yo… y Dmitri –dijo entonces, haciéndome levantar la cabeza sin comprender todavía, si bien, al mirar entonces a Dmitri y explayarse al fin Gaby me quedé muda de asombro.

Llevaban meses siendo amantes. Sin que yo me sospechara lo más mínimo. Puede incluso que antes de que él y yo lo hiciéramos por primera vez, sencillamente había pasado, me siguió explicando Gaby, algo cortada, y ella tenía tanta necesidad de ello, de una relación como aquella, que con todo y el remordimiento que todo eso le provocaba no pudo parar, encontró formas para verse con él saliéndose a veces del trabajo por la mañana, o encontrándose con él cuando yo aún no llegaba de mi trabajo… y siguió y siguió diciendo algunas otras cosas que apenas pude percibir, sonando una especie de timbre en mi cabeza que me aturdió por unos momentos.

Vaya.

El cabrón llevaba meses cogiéndonos a las dos, y ni una ni otra en cuenta, pues, como me siguió diciendo Gaby, al principio tampoco ella sabía que él y yo… y luego, cuando finalmente él se lo confesó, habían tenido una fea pelea, ella le había gritado, le había pegado incluso, llorado, amenazado e insultado, antes de al fin calmarse un poco y escuchar, rendida, lo mucho que él sabía que yo la quería, y ese había sido el día en que yo la encontrara tan enfadada por la tarde.

Yo escuché todo aquello como en un sueño, un poco como si no tuviera nada que ver conmigo, sonriendo a veces de forma boba y otras quedándome sólo con cara de palo, en silencio, dejándola acabar y desahogarse.

—Se me pasó por la cabeza no volver… la verdad… llegué a creer que… bueno… que qué más daba, iba a dejarlos ser felices y ya… perderme… pero no pude.

—Te amo, nena… de verdad… aunque no lo creas –dije maquinalmente, tomando su mano tan suave y acariciándola.

—Lo sé, lo sé…

—¿Y… entonces?

—¿Entonces? –repitió ella, mirándome muy atenta, volviéndonos luego ambas hacia Dmitri, que paciente e inusualmente callado nos había dejado hablar.

—Yo las quiero a las dos, mierda… no tengo ninguna gana de escoger –comentó él alzándose de hombros, como respondiendo a alguna pregunta que antes de llegar yo le hiciera Gaby.

Sonriéndose, Gaby entonces tomó la mano de Dmitri y la mía.

—También yo te amo, y amo a este ruso loco, y… bueno, creo que a final de cuentas tiene razón.

—¿Tiene razón… en qué?

—En que lo único que hay aquí es amor… así que… bueno, si tú estuvieras de acuerdo…

—¿De acuerdo… o sea, tú, yo… y… él?

—O lo dejamos todo en paz y cada uno por su camino… o ustedes siguen y yo me voy… no sé –siguió Gaby diciendo, a punto de echarse a llorar, pero yo, sin poder aguantar más, la besé y le dije que haría lo que ella quisiera, incluyendo el mudarnos y dejar a aquel ruso loco.

—Ji, ji, ¿te parece entonces?

—Claro que me parece, me encanta… yo…

—Eso es lo que yo digo, no le veo cuál es el maldito drama –terció Dmitri, abriendo mucho los brazos, y haciéndonos a ambas reír.

Todos sabíamos que iba a ser complicado, que habría que adaptarse a un montón de cosas, sobre todo Gaby y yo, pero al menos en ese instante todo pareció llegar a buen puerto, se había acabado toda la angustia y los remordimientos, y tan sólo nos sonreímos, tomándonos los tres de las manos.

—Bueno, ya está, ya podemos ir a comer, supongo –comentó alegre Dmitri, inclinándose sobre ella y luego sobre mí, llenándonos de besos.

—Sí, claro, vamos –replicó Gaby, y, levantándonos al fin, nos fuimos a la mesa.

Datos del Relato
  • Categoría: Confesiones
  • Media: 10
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