Yo he sufrido mucho por culpa de mi timidez; hasta tal punto era tímido que si mi mujer no llega a decir por mí: “Si, Quiere”, aún estaría soltero. El cura que nos casaba me advirtió que debía decírselo yo y no me quedó más remedio que acercarme a él y decirle al oído:
-- Por favor, Don Cipriano, hágale caso o nos dan las uvas.
-- Pero, usted ¿quiere o no quiere? – me susurró entre dientes.
-- Supongo que sí – susurré yo también.
-- ¿Qué pasa? – preguntó mi futura levantando la voz – ¿Es que estás confesándote ahora?
Don Cipriano tuvo un sobresalto, se le cayó el breviario, intentamos recogerlo al mismo tiempo y fue tal el golpe que nos dimos en el tarro que ya no recuerdo nada más hasta que le oí decir con voz de sufrimiento:
-- Si hay alguien entre los presentes que conozca algún motivo por el cual este matrimonio no deba celebrarse que hable ahora, o si no que calle para siempre.
Había más de una docena de invitados que hubieran podido echarme un cable. Nadie habló. Seguro que pensaron: “¿Cómo, y vamos a perdernos el convite? Ni hablar, que hable el alcalde que está acostumbrado a los discursos”
Supongo que, después de tan sincera declaración, no pondrán en duda mi timidez, sobre todo con las mujeres. Y si esto me ocurría pasados los treinta, imagínense a mi adolescencia y juventud, fecha en la que descubrí hasta que punto son capaces de mentir las mujeres. Ocurrió así:
Mi primer amor se llamaba Chiruca y teníamos casi la misma edad. Era una preciosidad, no podía apartar mis ojos de su rostro ovalado en forma de huevo, ni de sus ojos negros como la diarrea de un borracho y su voz era tan suave y cálida como el humo del agua hirviendo.
Paseábamos cogidos de la mano a la luz de las farolas, o por el paseo marítimo, o por el malecón observando el balanceo de las barcas de los pescadores e incluso bajo un paraguas si llovía, fenómeno atmosférico que en mi tierra ocurre siete días a la semana.
Yo le componía poesías magníficas que le recitaba con voz transida de amor mirando la Luna cuando no había nubes. Ella me correspondía con el mismo platónico amor pues había visto unos zapatos en la calle Real que eran una “ricura”. En fin, que estábamos enamorados. Enamorados con ese primer amor platónico que todos ustedes conocen. Pues bien, llevábamos así quince o veinte días cuando transitando por una calle particularmente oscura me dice con voz angustiada:
-- ¡¡Uy, amor mío, que desgracia!!
-- ¿Que te pasa, cariño? – pregunté más angustiado que ella, creyendo me abandonaría para embarcarse hacia Filipinas.
-- Se me ha caído una media... entremos en ese portal – susurró avergonzada.
Si la calle ya era oscura no les digo nada el portal...la boca de un lobo, vamos.
-- Toni, cariño ¿quieres subirme la media? – preguntó temerosa de la oscuridad.
-- Claro, mi amor – murmuré agachándome solícito.
Abarqué con la manos el tobillo; para mi sorpresa toqué la caña de una bota. Claro, sólo miraba su cara. La oí murmurar cálidamente:
-- Más arriba, Toni.
Recorrí la caña hasta tocar la carne desnuda y encontré el elástico de una media calcetín que estiré con fuerza. De nuevo susurró:
-- La vas a romper y es más arriba.
Aunque la calidez del muslo me impresionó no me extrañó que, al ser una media, estuviera partida... continué la ascensión. No encontré rastro de media alguna pero si un húmedo felpudo. Se me alteró la sístole. Y también la diástole. La tensión arterial me subió hasta las orejas y el tacómetro hasta el ombligo
.
De momento, entretenido con el húmedo felpudo, no me di cuenta del par de gordas mentiras que me había contado hasta que me dejó por otro que ya había hecho la mili. Para entonces ya habían pasado otros veinte días. Este suceso me hizo aún más tímido y desconfiado y tardé muchos años en acercarme a una mujer.
Me transformé en un solitario durante mucho tiempo y un buen día me dice un amigo de quien no puedo sospechar me tenga inquina:
-- Tú lo que necesitas es una mujer.
-- Me han recomendado baños de mar – respondí nostálgico.
No me hizo caso y continuó:
-- Te lo digo yo, lo que necesitas es una mujer, créeme, lo que te sucede no es más que hastío. Tu vida es tan aburrida como la de un anacoreta; trabajas demasiado y encima te preocupas de naderías...Estás enfermo de soledad. Las féminas, amigo mío, son un regalo del cielo.
Suspiré con resignación, un enfermo es persona resignada. Con voz plañidera pregunté:
-- Entonces... ¿crees que tendré que casarme?
-- ¡¡Mal pocado!! – exclamó, como si dijera ¡pobrecito! -- Estás peor de lo que creía... hoy ya nadie se casa, hombre.
-- ¡¡Sopla!! – exclamé asombrado -- ¿Qué me aconsejas, pues?
-- Una compañera... ¿entiendes?. Debes procurarte una buena amiguita... Puedes llevarla contigo a la playa y de esa forma practicas dos curas a la vez. Ten por seguro de que eso solventará tu hastío y te curaras definitivamente.
-- Pero, querido amigo, ¿Dónde la encuentro? ¿Cómo la convenzo? Tendré que indagar, hacer gestiones y después... seguirla, suspirar, escribirle cartas... Demasiado esfuerzo para mi... ¿Qué te parece un anuncio por televisión?
-- No seas pazguato... ¿Es que no conoces a nadie?
Medité media hora.
--Conozco a Eufemia, la hija de la portera. Es muy servicial y se pasa el día cantando.
-- ¿Es una como un tonel?
-- No tanto, pero sí...es robusta.
-- ¿Alta como un ciprés?
-- Más bajita, pero es fuerte, sí.
-- Esta visto que no harás nada de provecho. Esas mujeres mastodonte ya no se llevan. Debe ser una muchachita riente, alegre como unas campanillas, inquieta, que te saque de tu tristeza. Pero, ahora que lo pienso, yo conozco a una personita... Nada, nada, mañana espérame en la cafetería Rialto. Te presentaré a Sarita... Te gustará.
La famosa Sara era una figurita delgada y pequeña como un bastón. Cuando entramos en la cafetería tuvo que esperar a que cesase la corriente de aire provocada por un ventilador giratorio. En un aparte me comentó mi amigo:
-- Ya le he hablado de tu asunto y está completamente decidida. Debes darle mil euros al mes...es una ganga.
-- Es una ganga – repetí, más convencido de que era un saldo.
-- Fíjate, cuarenta kilos de belleza y una campanilla por corazón. Es una mujer de las de hoy... “peso mosca”
-- ¡¡Jesús, María y José!! – exclamé admirado.
Y pedimos una botella de cava.
El primer día compre billetes por la mañana para el tren decidido a darme largos baños de mar. La verdad es que no estaba muy seguro de cómo debía actuar, me faltaba práctica... mis años de soledad... en fin. Mientras esperábamos en la estación tuve tiempo de leer cuatro veces El Mundo de cabo a rabo. De pronto comentó:
-- Por supuesto, ya no me llamarás Sara.
-- Naturalmente – respondí, convencido de tan imprescindible necesidad.
-- Entonces ¿qué nombre me pondrás?
-- ¿Sarita? – pregunté, admirado de mi gran inventiva.
-- No, vamos a pensar....
Y estuvimos pensando hasta la hora de cenar. Al cabo, la excelente muchacha resolvió.
-- Me llamarás... Minita – comentó muy ufana – Y yo a ti, Minito.
-- ¡¡Santo Dios!! – exclamé asombrado - ¡¡Cómo no se me habrá ocurrido antes!!
A renglón seguido me explicó que tenía un tremenda facilidad para poner motes exóticos. A cierto muchacho que llevaba en un zapato una suela de veinte centímetros para disimular su cojera, le apodaba “El Pillín de Siete Suelas” y me juró por su madre que “todo el mundo” se había muerto de risa. Luego descubrí que la manía de aquella joven era matar de risa a todo bicho viviente.
De pronto vino a sentarse en mis rodilla y se empeñó que le hiciera un mimito.
¡¡Psch!! – pensé aburrido – hagámosle un mimito.
Y le hice un mimito.
De mi casa de la playa, situada en la montaña, lo que más le agradaba eran los melocotones del huerto vecino. En el nuestro sólo probaba bellotitas de eucalipto, hojas de laurel y capullitos de rosa. Quería entrar en todas las fincas ajenas, quería teñir de color turquesa a un carnero y quería enjaular a todos los pájaros que trinaban en la urbanización. Tenía una muletilla que empezaba...
-- Me tienes que comprar....
Una noche sentí sobre mi brazo el leve peso de la cabeza femenina y pensé:
-- Es natural. Según las novelas los amantes acostumbran a dormirse así.
Miré al techo para distraerme. Sara comenzó a decir:
-- Tienes que comprarme un...
Se hizo un silencio corto...
--- ... un ...
Se había dormido. En tal momento no la hubiera despertado yo ni por quinientos euros. Pero no pasó mucho tiempo sin que, incomprensiblemente, la cabeza de Sara aumentara en peso. Recuerdo que al principio había pensado: Con melena y todo no llegará al kilo, lo que encontraba muy natural pues, como se sabe, la cabeza de la mujer pesa menos que la del hombre. Pero al cabo de diez minutos cambié de opinión.
-- Estará cerca de los cuatro kilos – me dije.
Y diez minutos más tarde ya calculaba que no bajaría de una arroba. Me giré de lado, pero el brazo aprisionado me dejó en la posición del zurdo que intenta tirar una piedra. Cavilé profundamente llegando a la conclusión de que el cuerpo humano ganaría en comodidad si sus extremidades pudieran desatornillarse. Me distraje de mis cavilaciones al notar que la cabeza de Sara pesaba ya un par de toneladas pero, de pronto, ¡Oh milagro! dejé de sentir aquel peso muerto. Ya no sentía el brazo.
-- ¡Se acabó! – exclamé gozoso – ya soy manco como Cervantes. Ahora si que alcanzaré la fama. Incluso puedo escribir una novela más famosa que El Quijote.
Otro día acabaré de explicarles como acabó mi convivencia con Sara que terminó por convencerme de que es mejor olvidarse de que existen las mujeres. Hoy no tengo tiempo, me está esperando una joven que le gusta mucho la equitación y asegura muy convencida que soy uno de los mejores jinetes que ha conocido.