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Cuando murió mi mujer colgué los botines. Quién se iba a fijar en un tipo de 65 años. Me resigné a mirar a las mujeres desde lejos, en un café o en un transporte público. Después me masturbaba en mi casa, inventándome alguna historia en la cabeza. Ir de putas me parecía caer muy bajo. Hasta humillante. De modo que mi vida sexual estaba relegada a empuñar a la cabezona y esperar a que cansinamente se pusiera dura, para sacudirla un rato. Por suerte todo cambió cuando conocí a Lía, la que cortaba fiambre en el supermercado que queda a la vuelta de mi casa.
Me acuerdo cuando la ví por primera vez. Yo andaba buscando pastrón y en el supermercado que iba habitualmente no tenían. Salí a dar una vuelta por el barrio y me encontré con otro supermercado parecido. Encaré directo hacia el fondo donde habitualmente está la fiambrería. Ahí estaba Lía, cortando en fetas un salchichón primavera. Ella tenía un halo especial, como si estuviese viviendo en su propia película. Su forma física estaba en la fiambrería pero su mente estaba en otro mundo. Tenía pinta de tomar algún psicofármaco fuerte. Me erotizó enseguida ver sus pequeñas manos manipulando los fiambres, esa carne muerta de gran grosor, con la mirada perdida y de soñadora diurna. Lía era morocha y tenía el cuerpo de un varón: era plana, no tenía ni tetas ni culo. Sin embargo su pelo negro oscuro y su corte carré me calentaban de sobremanera. Ese día me olvidé de lo que había ido a comprar. Me olvidé completamente del pastrón. Le pedí 100 gramos de queso, 100 gramos de salame y 100 gramos de jamón cocido. Después llegué a mi casa, guardé todo en la heladera y empecé a masturbarme. Mi cabezona no tardó en desperezarse: tenía inspiración suficiente para ponerse rígida.
Con el pasar de los días, seguramente mi colesterol iba en aumento porque iba de lunes a lunes a comprarle fiambre a Lía. De a poco fui entrando en confianza. Ella hablaba poco, con monosílabos. Por momentos parecía autista, hablaba sola. Yo le tiraba algún chiste que se notaba que ella no entendía pero igual sonreía tímidamente. Una vez le regalé un chocolate y las mejillas se le pusieron coloradas. Sin embargo, qué podía hacer un tipo de mi edad con una piba que no superaba los 20 años y que encima no podía mantener una conversación coherente. Invitarla a salir era una utopía. Tenía que pergeñar algún plan para tener un encuentro a solas con ella.
Se me ocurrió pedir fiambre a domicilio. Previamente a ejecutar el plan, le pregunté al dueño del supermercado si había alguna posibilidad de hacer un delivery. Me dijo que si la compra era abultada, no habría problemas. Me dio a entender que por 100 gramos de mortadela no iba a movilizar a nadie. Iba a tener que hacer una buena inversión. Le pedí el teléfono. Además de eso, estudié el horario de los empleados del supermercado: de 2 a 4 de la tarde había poco movimiento de clientela y Lía quedaba sola, junto con el dueño que oficiaba de cajero. No tenía otra opción que mandarla a ella. Pobrecita, no quería hacerla sufrir cargando una pata de jamón entera. Pensé cuál sería el fiambre menos pesado y me decidí por una horma de queso brie importado y una bondiola premium entera. En total eran $500.
Cuando llegó el día de ejecutar el plan, me tomé un viagra. Si todo salía acorde a mis pretensiones, mi cabezona tendría que hacer un buen papel. Llamé al supermercado. Hice el pedido. Me dijeron que iba a tardar quince minutos. Suficiente para mi happening. Me metí a darme una ducha y a esperar que suene el timbre. De puro morbo ya se empezaba a engarrotarse mi bestia. Ni con agua fría la podía calmar. El viagra había hecho efecto. Pasaron unos minutos eternos hasta que el maldito timbre sonó. Salí de la ducha y mojado como estaba me puse una toalla en la cintura. Atendí el portero eléctrico. Escuché la puerta del hall abrirse. Hablé pero nadie respondió. La ansiedad me estaba dando taquicardia. El terror de que sea el dueño del supermercado quien trajo el pedido. Todo el plan tirado a la basura. Prever la sensación de fracaso amortiguaba la incontenible erección. Golpearon la puerta de mi departamento. El corazón me latía a mil. Lo único que falta es que me agarre un infarto, pensé. Abrí la puerta en ojotas y toalla, con el torso desnudo. Lía me miró de arriba a abajo, desencajada.
–Pasá, pasá Lía, hace de cuenta que es tu casa –dije para generarle confianza–. Así me ayudás a acomodar en la heladera los fiambres.
Lía entró silenciosa. Le indiqué dónde estaba la heladera. Se me hacía agua la boca de sólo mirarla. Estaba vestida con una remera con unos dibujos de unas frutas y un jean. Pude adivinar que no llevaba corpiño. Igual no le hacía falta porque era flaquita y plana. Una delicia para este viejo degenerado, pensé. Ya no podía dar vuelta atrás. Cuando terminó de acomodar el queso y la bondiola en mi heladera, entré en la cocina y arremetí con mi acting: fingí trastabillarme con el marco de la puerta y hábilmente logré que la toalla que me cubría desde la cintura hasta las rodillas se cayera al piso. El viagra estaba en su clímax de efecto: la cabezona estaba suelta, rígida y amenazante como una serpiente. Hubo un silencio incómodo.
– ¿Te gusta? –atiné a decirle y la empuñe como quien muestra su espada para la batalla.
Lía se quedó muda. Abrió los ojos grandes. Se puso la mano en la boca. Pensé que iba a gritar o salir corriendo. Pero no me quitaba la mirada de la verga, que ya había adquirido vida propia y viboreaba sedienta de acción.
–Es grande –dijo por fin Lía.
Traté de comprender lo que me estaba diciendo. Pensé que se refería a mi edad.
–Está hinchada –dijo Lía–. ¿Le duele, señor?
Definitivamente yo estaba en lo cierto: Lía era extraña. Daba la sensación de que estaba sedada con algún antidepresivo potente. La cabezona ya empezaba a idealizarla, a babearse por esta loquita silenciosa y misteriosa. Un hilo de líquido pre-seminal empezaba a brotar del glande.
– ¿Querés tocarla? –pregunté con total caradurez, pero con un tono de voz cálido.
Lía acercó su mano dudosa como si fuese a acariciar a un perro que tiene pinta de morder. Me la tocó con la palma de la mano en el tronco y enseguida apartó la mano.
–Es como un salame de los que yo vendo –dijo Lía y se rio–. Pero está duro y caliente.
–No tengas miedo –le dije–. Tocala un poquito más.
Dudó nuevamente. Ese estiramiento del tiempo sólo aumentaba más mi calentura. La cabezona estaba ansiosa por ser mimada. Finalmente ella se decidió y empezó a hacerme caricias en el glande que estaba al rojo vivo y con el frenillo tirante. Lía se sobresaltó cuando otra gota gorda de líquido pre-seminal le manchó la palma de la mano.
–No hace nada, no hace nada, tranquila –dije.
Siguió haciéndole mimitos suaves en la cabecita a mi serpiente. Pero yo quería más. La tomé dulcemente de la mano y le mostré cómo tenía que hacerlo: envolver suave con los cuatro dedos y dejar el pulgar suelto. Después deslizar la mano desde arriba hasta abajo: del glande hasta mi pelvis de vello púbico canoso.
–No me decido si es como un salame o un salchichón –dijo Lía.
– ¿Te gusta? –pregunté ansioso de que me diga “Sí, sí”.
–Más bien es un chorizo como los de la carnicería –dijo Lía absorta en su propio mundo.
–Permiso –dije obnubilado por el viagra y mi impunidad de viejo obsceno. Le agarré la remera desde el extremo inferior y tironeé hacia arriba. Lía no ofreció resistencia. Pero sólo vi apenas un poquito de esos pechos diminutos porque ni bien le saqué la remera, enseguida se los tapó con las dos manos, dejando suelta y desesperada a mi cabezona otra vez.
–Son chiquitos –dijo Lía avergonzada y sonrojada–. A los hombres no les gustan.
–Son hermosos tus pechos, Lía –le dije con una dulzura de poeta.
– ¿En serio? –preguntó ella con cara de sorprendida
–Me gustan mucho tus pechos –afirmé nuevamente.
Ahí nomás sonrió y se relajó, dejando caer las manos al costado del cuerpo. Esos pezoncitos oscuros destacándose de la piel me hicieron perder la cabeza. Eran dos dunas apenas elevándose en la planicie. Lía nuevamente estaba empuñando mi cabezona como le había enseñado. Me miró buscando mi señal de aprobación. Yo le hacía que sí moviendo el mentón hacia abajo. Tenía manos pequeñas y las uñas cortas, pintadas de color azul. Se sentía increíble. Una suavidad implacable. Ya sentía esa efervescencia, ese hervir de los espermas en los huevos. No me quedaba mucho tiempo así que decidí redoblar la apuesta.
– ¿Un besito? –le dije a Lía.
Lía entendió mal porque se acercó a mi cara y me dio un beso en la mejilla. Fue muy tierno de su parte. Tan tierno que casi me hace perder la cabeza y largar toda la lefa de golpe. Apreté el culo para contener a los soldados blancos: todavía no era tiempo de salir al campo de batalla.
–Un besito acá –aclaré señalando mi verga.
Lía obedeció y se agachó frente a la cabezona. Desde arriba se podía apreciar mejor los montes casi imperceptibles que se alzaban en su pecho. Era planita pero igual me la ponía dura como un pan de hace 10 días. Primero la miró respetuosamente. La noté curiosa, inspeccionando la zona. Yo no daba más de las ganas de largar toda la leche. Finalmente se decidió y le dio un besito en el glande.
–Con la lengua, con la lengua –dije ya sin ningún tipo de reparo ni poesía.
–Así –preguntó Lía alzando la vista y le dio una chupada lenta a todo el glande.
–Como un chupetín, Lía –dije con mi más sincera degeneración.
–No es un chupetín –me corrigió Lía y le dio otra lamida.
Ella me demostró que a diferencia de lo que yo pensaba, no era ninguna inocentona. Empezó a lamerme desde la base de los huevos hasta la cabeza desencapuchada, yendo y viniendo. Detrás de esa inocencia aparente había destreza y experiencia. Yo ya no podía contener mucho tiempo más la lefa hirviendo en mis huevos. Me miró nuevamente a los ojos. Se dio cuenta de que yo estaba sufriendo y me hizo sufrir aún más: se metió la verga casi entera en la boca y me dio un mordisco suavecito en el tronco.
–Que rico chorizo –dijo Lía después de hacer un recorrido en cámara lenta hasta sacar mi glande de su boca.
Cuando escuché la palabra “Chorizo” se me cruzaron los cables del cerebro. El viagra generó una sinapsis de neuronas en las que todas estuvieron de acuerdo: eyacular ya. Un chorro espeso y blancuzco brotó de mi verga. Fue directo a la cara de Lía, que abrió la boca sorprendida y me miró a los ojos de vuelta. Unas gotas le dibujaron un bigote de leche justo encima de la boquita. Otro chorro cargado de lefa fue directo a sus pechitos y se deslizó lentamente hacia su ombligo. El último disparo fue a su pelo, con ese corte carré hipnótico. Lía me miró y sonrió. Empezó a aplaudir rápido juntando las palmas de las manos como un angelito. Junté la toalla del piso y me la anudé de nuevo en la cintura. Traté de fingir un poco de cordura.
–Perdón, no quería que esto pase, fue un accidente –dije impostando una voz seria.
–Chorizo con leche –dijo Lía sonriendo–. Nunca había probado.
Le alcancé un poco de papel del rollo de cocina para que se limpie. Una vez que estuvo limpia sin rastros de mi lefa espesa, la ayudé a ponerse la remera con los dibujos de frutas.
–Tomá –le dije y le pagué por el delivery–. Con la plata que sobra comprate algo que te guste, para vos.
De repente, metió la mano por adentro del jean y sacó para afuera un poco de la tela de su bombacha. Era blanca de algodón.
– ¿Me compro otra? –me dijo Lía–. ¿Qué decís?
–Comprate algo lindo para vos, Lía –le dije sin entender si quería que opinara sobre su bombacha o si quería coger–. No hace falta que sea ropa interior –agregué conciente de mi acto pervertido y quise ponerle paños fríos a la situación.
La acompañé hasta la puerta. Pensé que iba a irse corriendo horrorizada, pero en lugar de eso la noté meditabunda. ¿Me había mostrado la bombachita porque quería algo más? Definitivamente no sabía expresarse bien. Yo había dejado toda mi energía en ese lechazo, en ese sexo oral errático pero excitante. Se despidió y poniéndose en puntitas de pie, me dio un abrazo.
–Chau, longaniza –me dijo Lía y me dio un beso cerca del oído. La segunda visita era más que inminente, pensé ilusionándome con su cuevita.
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