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Todo está listo para mañana. La maleta de Adela está preparada con esmero y la pulcritud que la caracteriza, y no falta en ella ni sus útiles de aseo ni el elegante camisón de raso, que tanto le gusta a su amante. El traje de Andrés, perfectamente planchado y doblado, se recuesta, como un extraño huésped, sobre la butaca a los pies de la cama. Junto a él, el ramo de pequeñas flores blancas, de novia, que se llevarán mañana.
La noche ha caído ya hace un buen rato y faltan apenas unas horas para que el taxi los recoja. Ambos han planificado hasta el último detalle. “Me han dicho que desde la ventana, junto a la cama, se ve el mar”, le dijo Andrés. Y Adela sonrió pensando en las olas, las sombrillas tropicales y los esbeltos cuerpos semidesnudos de los jóvenes caribeños…
Sus labios se unieron en un profundo beso. Andrés podía notar el ronroneo de satisfacción que emitía la garganta de Adela, mientras, con los ojos cerrados, mantenían unidas sus bocas. También pudo percibir ese peculiar aroma del deseo emergiendo de la garganta de su amada y cómo sus pezones, como dos dedos impertinentes, le empezaban a presionar ligeramente a manera de reclamo.
Con los ojos cerrados, Adela inclina ligeramente la cabeza sobre la almohada, de manera que su pecho se expone de modo más prominente. Andrés lame con delicadeza la comisura de los labios de Adela, antes de recorrer su cuello con la punta de la lengua, en un húmedo zigzag. Y sus manos se entrelazan cuando Andrés juguetea con el pezón, justo antes de introducirlo en la calidez de su boca.
Adela jadea al notar cómo la combinación de movimientos de la boca de Andrés, sus dientes, su lengua, sus labios, el aliento de su respiración, cosquillea en su vientre. Busca a tientas el sexo de su amado para sujetarlo en sus manos, con la ternura y firmeza con la que se sujeta lo que se posee, mientras percibe como el ardor del deseo se va apropiando de su voluntad. Quiere ser follada como una bestia a la que dan caza; quiere que cada vello, cada articulación, cada vaso sanguíneo de su cuerpo se sobrecoja, y que todos se rebelen contra su pensamiento y le griten: “Soy yo, soy tu cuerpo el que domina y te desarticula; soy yo el que, finalmente, va a apropiarse completamente de ti”.
Sin dejar de juguetear en su vientre, Andrés desliza como un reptil, suavemente, tres dedos por entre el vello de su pubis, hasta alcanzar la vulva. Adela dibuja una sonrisa, maléfica y satisfactoria, en su rostro. Un rostro que ahora se ilumina, infantilmente, ante lo inminente.
Con la habilidad del virtuoso de un instrumento musical antiguo, Andrés se recrea con los labios de la vulva; los separa, los recorre, humedece la punta de sus dedos en la vagina, también su abrevadero; expone su clítoris, retira con una caricia casi imperceptible la piel que lo recubre. Adela jadea con fuerza, musita, acompaña con los movimientos de su pelvis el recorrido de los dedos de Andrés, en un furioso intento por apresar la promesa de lo que se avecina. “Sigue, por favor, sigue…”, murmura en un volumen que solo ella puede llegar a oír. Y Andrés sigue acariciando con pasión y ternura, una y otra vez, ese diablillo enrojecido que se muestra ya claramente al descubierto. Y la vida se agolpa en la garganta de Adela, y un vendaval de gozo golpea con furia en la ventana de sus ojos y su cuerpo, que es todo ella, se sobrecoge con fuerza, marcando con vigor todas las arrugas que la vida ha escrito sobre su anciano cuerpo. Y, al poco, su fláccido vientre vuelve a relajar su escasa musculatura, y sus alargados labios de la vulva vuelven a cerrarse como los de una flor polinizada.
“Estás preciosa, más preciosa que nunca, abuelita”, le susurra Andrés al oído, intentando recuperar, sin que Adela lo perciba, la escasa respiración que le proporciona un corazón octogenario, que late ya más de costumbre que de vida.
Una involuntaria lágrima, mal disimulada, escapa del rostro de Adela.
–¿Y si algo sale mal mañana?
–No te preocupes mi amor, todo está previsto en el hospital, tú siempre has sido muy fuerte y, además… desde la cama, puedes ver el mar.
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