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La recámara está oscura y sólo entraba por la puerta entreabierta la luz del pasillo, iluminado por una bombilla de poca intensidad. La penumbra del cuarto está a tono con el ánimo de la pareja. Aunque el ambiente es propicio para refrendar su amor, también lo es para la tristeza.
Él está sujeto a una dura prueba, su esposa le acaba de confesar que hacía pocos meses había hecho el amor con otro hombre. Mientras escucha las explicaciones, a su mente acude el recuerdo de la conversación que tuvieron tres años atrás, cuando iniciaron su noviazgo. “Mira, hay dos cosas que debes entender –decía ella entonces con voz firme, muy segura de sí–: la primera es que a mí no me interesa la fidelidad, así que no quiero que existan reclamos ni reproches por eso. La otra es que considero primordial la conclusión de mi preparación académica, incluso antes que tener hijos, y si en mis planes de desarrollo tengo que irme fuera del país a realizar algún posgrado, me iré y no deseo que intentes hacerme cambiar de opinión. En ese caso tú tendrás la libertad de hacer lo que quieras, pues daríamos por concluida nuestra relación.”
En su momento, él había aceptado estas condiciones preguntándose si sería posible soportar cualquiera de estas situaciones, pero sólo se limitó a consentirlo sin profundizar en su factibilidad.
–Estoy muy molesta conmigo, pues el tipo ese abusó de mí –decía ella con rabia y dos hilos de luz se reflejaban en sus mejillas.
–¿Te obligó? –preguntó, contagiado por el tono furioso que implicaba posibilidad de una violación.
–No. Me quedé dormida mientras veíamos una película en su casa y empezó a besarme. Quise apartarlo, pero sus besos apasionados me estimularon de inmediato. Conforme me desnudaba, sus besos iban cubriéndome el cuerpo y aumentaba mi excitación. Cargándome, y sin dejar de besarme, me llevó desvestida a la cama. Se quitó la ropa en un santiamén. Al verlo con tantas ganas como las que yo sentía, le pedí que ya me penetrara. ¡Fue un abusivo! –concluyó.
–Bueno, entonces no fue a la fuerza...
–¡Fue un abusivo porque me calentó sin que yo hubiera dado motivo! –dijo antes de comenzar a llorar abiertamente.
Escuchó confundido este último argumento sin acertar a guardar la seriedad que exigía el llanto con el que su esposa acompañaba la confesión, pues lo contradictorio del relato le motivaba a soltar una carcajada.
–No querías, pero lo pediste, ¿dónde está el abuso? –replicó sin poder ocultar una tenue sonrisa que delataba el lado divertido del embrollo.
–¡No te rías! ¿Acaso crees que no me mortifica lo que me pasó? –exigió enojada, golpeándolo en el hombro–. Te estoy diciendo esto porque quiero ser honesta contigo y tú lo tomas como algo divertido –externó sinceramente, creyendo que a su esposo no le importaba el asunto sin darse cuenta que él se ahogaba con una tristeza creciente que contenía en el alma para que no se derramara por su mirada ni por sus labios.
Las entrañas del hombre se deshacían, su mente se llenó con el recuerdo de la infidelidad de otra mujer. Pero, también, le quedaba claro que en esta ocasión debería tragarse el dolor... ¡Ese dolor era añejo!, en este caso no había una promesa rota que reclamara luto. Aún más, existía un acuerdo explícito de no reprochar la infidelidad. Sin embargo, al sentir que los ojos se le humedecían, besó la frente de su esposa y se retiró al estudio.
Entró. Las duelas del piso sonorizaban el paso de plomo con el que sus pies lentos le llevaban instintivamente a buscar la soledad. Allí, en ese cuarto rodeado de libreros atiborrados con volúmenes que sumaban miles, tuvo que tranquilizarse. No había mucho que hacer. Sentado, quedó pensativo. Buscaba una razón de tal confesión: “Si se había convenido en que la fidelidad no entraba en el pacto, ¿cuál era el motivo por el que ella llorara y me comunicara tal desliz? ¿Quizá quiere cimbrarme, reclamando que le ponga más atención? ¿Me estará recordando que nuestra unión no es ‘hasta que la muerte nos separe’? ¿Quiere comunicarme su sentida impotencia por la muestra de debilidad que tuvo ante algo a lo que se creía inmune?”
La razón diluyó la hiel de aquel momento, no sería necesario que el tiempo colaborara, ni hubo rencor perenne que rumiar. Él no tenía algo que perdonar y, suponía, tampoco recibiría reproches si alguna vez una mujer encendiera su deseo, fuese que lo cultivara pausadamente o que brotara en un momento de arrebato. ¿Verdaderamente sería así o ella no podría aceptarlo?
No valía la pena continuar pensando en las innumerables combinaciones que se pueden formar con la tristeza y el rencor, con la inmensa desventaja que se tiene al apostar por la razón cuando compite contra el sentimiento, así que regresó a seccionar las frases de ella buscando el porqué de esa revelación.
Encontró varias explicaciones, y, aun descartando las menos plausibles, no supo cuál engarzaba mejor con la verdad, pero tuvo la seguridad de que ella tampoco sabría todos los motivos. Recordó unas palabras de su segunda mujer, con quien vivió feliz hasta que ella, por algún mal cálculo, le dijo que terminaban su relación: “Debe distinguirse que una cosa es una relación afectiva o sentimental con alguien y otra distinta es el ‘acostón’. El ‘acostón’ lo tienes porque estás caliente y no pasa de ahí.”
Dejó esa línea agotada y se zambulló en sus propios sentimientos.
La tranquilidad le llegó cuando asumió completamente el último verso del poema que le hizo a su esposa cuando cumplieron su primer aniversario:
“Tendrás de mi amor, Amor, eterna necesidad.”
y descansó, iluminado por el goce que le daba conocer en su pluma otra visión más de su alma, prometiéndose seguirla amando cada vez más, hasta la muerte... o al menos hasta que ella se cansara de la vida marital.
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