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Caminé mucho esa noche. Una tristeza profunda y fría recorría mi pecho, dolido por los desencantos de la vida. Caminar, sin saber a dónde ni para qué. Caminar solo por caminar, queriendo encontrar acaso, un pasaje a otro mundo u otra vida que me sacara de esta pena interminable.
Así llegué a ese bar. Un lugar muy bien cuidado, una barra en la entrada, algunas mesas a media luz más adentro, al fondo un restaurante y en el segundo piso, una zona de baile. Me acerqué a la barra y como un autómata, pedí un ron, que en poco rato fueron tres.
Quizás, de no haber bebido, esta historia no hubiera ocurrido. Quizás. O si no hubiese caminado esa noche, o si no hubiese tomado ese camino. Da igual, finalmente llegué ahí, a la deriva, sin un destino claro y sin importarme mucho el día de mañana.
En un momento, se acercó un tipo más joven que yo. Rondaba los 30 años y yo no disimulaba mis 40.
- Hola, soy Daniel. ¿Aburrido?
- Algo. -Dije sin ánimo. La verdad, no tenía ganas de compañía esa noche y menos masculina, de modo que fui todo lo hostil posible, sin ser mal educado.
- ¿Conversamos un trago?, me parece que te hace falta.
Tanta gentileza me incomodaba, casi sentí temor. Iba a rechazarlo en forma más enérgica, cuando dijo unas palabras que, en ese momento, me hicieron especial sentido.
- Conversar no cambia nada, pero ayuda.
No pensaba contarle mis preocupaciones, ni le diría mis problemas. No lo hice. Decidí mantenerme a la defensiva. Y accedí finalmente a conversar.
Apunté con la mirada a una mesa y nos sentamos a su alrededor. Puse la mayor distancia posible entre nosotros y tomé una postura de macho imposible. Corbata suelta, una pierna sobre la otra, mirada firme, con vaso en una mano y un cigarro en la otra.
- ¿Tu nombre?
- Jorge -mentí.
La conversación transitó por lugares comunes e intrascendentes. Aunque sí logró que me relajara y al menos sentir que no corría peligro.
En medio de ese diálogo, mi mente seguía pegada a mi conflicto interior. Un matrimonio fracasado, una segunda relación dolorosamente abortada por la muerte de mi pareja, hijas que no tenían interés en hablarme. Soledad y derrota, según yo, injustas, ocupaban todo mi espacio interior. Una sensación de que las mujeres de mi vida, habíanse coludido para herirme, o dejarme, me tenía al borde de la cornisa.
-¿Por qué no vamos a otra parte?
Me preguntó Daniel, con una mirada de misterio.
-¿Cómo? No entiendo...
- Vamos donde estemos más tranquilos. -Me dijo.
Esta vez su mirada era sensual, sin ser indecorosa, y me quedó claro lo que él quería.
- Creo que te confundes. Lo siento, ya debo irme.
- Es tarde Jorge. ¿Seguirás caminando? No sé lo que te pasa, pero creo que deberías desconectarte un rato del mundo. Solo un rato, y podrás volver a vivir con más energía. Necesitas olvidar...
- ¡Ya para! - lo interrumpí. Dejé dinero sobre la mesa y me puse de pie. Me alejé, en todo caso, pensando que en el fondo Daniel podía tener algo de razón.
Caminé por la vereda y sentí que me seguía. Me giré súbitamente y lo increpé:
- ¡Deja de seguirme!
- No tengo la culpa de que camines hacia donde dejé mi auto. - Me dijo Daniel, casi con la risa en la boca.
Hubo un silencio cómplice que me pareció eterno.
- Muy bien Daniel, vamos. Pero ten algo claro, no me interesa quien eres, ni lo que hagas. Esto empieza aquí y termina aquí. No me busques, no me llames y si en el futuro me ves en la calle, cruza a la otra vereda por que no me interesará saludarte. ¿Está claro?
- Sí. - Me respondió.
- No basta con decir sí. Debes ser franco.
Me miró fijamente y bajó la vista al suelo. Ese gesto sí me pareció honesto.
Subimos a su auto y emprendió la marcha. Mil cosas pensaba mientras miraba hacia afuera. Hasta que rompí el silencio con una frase, que para para Daniel, debió sonar inesperada.
- Tengo que decirte algo.
- Dime Jorge.
- Es que... es mi primera vez con un hombre, no sé bien que hacer y... bueno, eso.
Su rostro se sorprendió. Mi confesión debió parecerle infantil en boca de un cuarentón, y, en cierto modo, debió imaginar que iba a estrenar a un hetero virgen por así decirlo.
- Tranquilo. - Fue su única palabra.
Llegamos a un Motel cálido y muy bien cuidado. Entramos a la habitación. Caminaba como podía, mis piernas temblaban, me sentía muy nervioso.
Hablaba cualquier cosa. Con tal de no hacer un silencio que dejara paso a lo que venía. Me saqué la chaqueta. Él, sólo me miraba.
De pronto se acercó y puso dos dedos un mi boca, haciendo un gesto de pedir silencio.
- Tranquilo.
Esa fue la última palabra que le escuché.
Con la habitación a media luz y una música suave en el aire, bajó el cierre de mi pantalón y metió su mano, palpando mi pene que se encontraba semi erecto. Con una sonrisa diabla se arrodilló frente a mi. Abrió mi pantalón y sacó mi virilidad logrando desatar su máxima expresión. Lo frotó un poco y se lo llevó a la boca.
Suavemente succionó mi pene, con la actitud de quien toma algo que le es querido y para nada desconocido.
Muy suave, muy dulce, me prodigó sus caricias un largo rato.
Se puso de pie, retrocedió un par de pasos y una risa tímida se le escapó. Me miré y claro, con mis pantalones hasta las rodillas, la camisa abotonada hasta el cuello y mi pene saliendo de la parte baja de la camisa, exhibía un cuadro semi cómico.
Me senté en el borde de la cama desanudé mis zapatos y me estaba sacando el pantalón cuando enderecé la mirada y frente a mí, encontré su miembro duro y vigoroso, reclamando atención de mi parte.
Estaba mudo, nunca había estado en presencia de un pene ajeno, y, dentro de mí la curiosidad luchaba con la vergüenza.
Daniel tomó mi mano y la llevó a su verga, ese fue el último momento de pudor que tuve. Desde que tomé contacto con su carne, todo sentido del recato me abandonó. Lo llevé de la sombra a la luz, para observarlo bien. Mi mirada seguía atentamente las venas que serpenteaban por su tronco. Cada detalle, cada poro y arruga de ese miembro entraba por mi mirada, para convencerme de que me gustaba.
El fluido preseminal comenzaba a asomar por la rendija de su glande y mi mano adherida a él, comenzó a surtir los efectos propios de tal manipulación.
Lo lleve a mi cara y en un acto que no puedo explicar, acaricié mi rostro con él. Lo puse frente a mí, y con los ojos cerrados abrí mi boca. La punta, apenas tocó mis labios, consiguió que la abriese más. Mi lengua, comenzó a saborear su fluido ya más abundante, y finalmente, toda la cabeza de ese miembro, estaba en mi boca, quitándome la primera vez.
Lo miré, sus brazos colgaban a los lados, su respiración, estaba claramente alterada y su mirada estaba clavada en el techo.
Me decidí a hacerlo bien. Con mi mano derecha lo tomé de las nalgas mientras con la izquierda acariciaba sus testículos. Un mete saca en el que yo llevaba el ritmo, me tenía muy entusiasmado.
Entonces lo volví a mirar, su rostro estaba enrojecido, sus ojos mostraban lujuria y su boca semiabierta demostraban que su gozo necesitaba un desahogo de mayor magnitud.
Me empujó sobre la cama y se subió sobre mi. Lo recibí con las piernas abiertas. Mientras me besaba y acariciaba mi pelo, su pene y el mío se frotaban y compartían fluidos.
Llevó mis piernas a su pecho y ensalivó sus dedos en mi boca. Con ellos mojó mi ano y apoyó la punta de su miembro en mi recto.
Comenzó a presionar lentamente, mientras sentía como su pene comenzaba a abrir mi carne. Entonces pensaba que así se siente que te quieran coger. Esa sensación de impotencia y de necesidad porque te tomen de una vez. Fue entonces cuando le dije:
- Daniel, por favor, ten cuidado. Me duele un poquito. Por favor...
En ese momento se detuvo un segundo, con su pene a medio entrar en mi recto y mirando mi cara de angustia, me dio vuelta y me puso boca abajo.
Unas almohadas puso bajo mi estómago, dejando expuesto mi trasero. En ese momento pensé que había sido mala idea hablar, pero ya era tarde.
Me montó por detrás abriendo mis piernas. Quise forcejear, más por pudor que por convicción, pero me detuve cuando sentí su pene en mis nalgas.
Nos quedamos inmóviles. Él con su respiración agitada. Yo con los ojos cerrados, y mordiéndome los labios, a la espera de las embestidas del macho que habrían de venir.
Entonces atacó. Me apretó firmé y metió su verga hasta el glande, en mi ano. Dolía, me quejaba, me movía como huyendo, mas él, me tenía firmemente agarrado de la cintura.
Me embestía con fuerza y a cada empujón me sacaba un chillidos agudo y él, exhalaba un bramido de bestia en celo. Así, hasta que me tuvo empalado. Sentía su verga palpitar en mi recto, su respiración en mi espalda y la tensión en nuestros cuerpos.
Se incorporó hacia atrás, con lo que pude acomodarse un poco. Lo miré y con cara de caliente le dije:
- Quítame la virginidad.
Levanté el culto lo más alto que pude y apoyé mi cara en el colchón.
Me tomo de cintura y de un solo empellón me perforó. Pensé que su miembro me saldría por la boca.
Bramidos de él, aullidos de mi. Movimientos de busca y encuentra, hasta que sus quejidos delataron que la parte exquisita de su lucha por fin llegaba al final.
Sus acometidas eran más profundas, más firmes, pero más lentas.
- Lléname... -Dije en tono de súplica.
Entonces sentí su palpitación en mi recto, y su semen caliente entrando. Uno, dos, tres chorros pude sentir.
Casi no me podía mover. El cayó desfallecido a mi lado, mientras yo, permanecía en la misma impúdica posición.
Después de un rato, él se volteó para tomar un poco de agua y entonces aproveché de ir por mi desahogo.
Lo tomé por detrás. El no hizo ademán alguno. Sólo se quedó quieto y mudo.
- Es mi turno.
Se giró y empezó a chupar mi pene. Lo hacía, casi con devoción. Lo volteé nuevamente. Inmediatamente se puso en cuatro.
Mientras lo penetraba le decía:
- ¡Ven a mí! ¡Déjate culear! ¡Dame la paz que necesito! ¡Paga con tu culo!
Lo forniqué con dureza. Adentro, muy adentro, con lágrimas corriendo por mis mejillas, lo sodomicé con ira. Como una suerte de expiación carnal, que liberaba mis cruces internas, lo llené con mi leche espesa y caliente.
Dormimos.
Al despertar, sin hablar, nos vestimos y nos fuimos, dejándome en el lugar mismo donde nos conocimos.
Caminé, y luego de un par de pasos, quise devolverme a recordarle nuestro pacto de silencio, pero ya no estaba.
Nunca más lo vi. Ni volví a estar con otro hombre.
Por alguna razón, volvieron a mí las ganas de luchar y de vivir, que había perdido.
Quizás, necesitaba perderme, para luego, reencontrar el camino.
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