Se acercaba el crepúsculo, con la misma lentitud estúpida de cada tarde. En la acera de enfrente, dos ebrios peleaban por cualquier nimiedad producida por el alcohol ingerido. Yo me pasé la mano por la bragueta, y noté que debía tomar una decisión. La voz de Asun me urgió más que el turgencia de la entrepierna.
-¿No vas a venir? ¿Qué coño estás pensando?
Giré la cabeza noventa grados y la miré con desprecio. Puse en mis ojos toda la aversión que sentía por ella. Al fin, después de tanto tiempo, estaba en mi departamento, con la piel morada por el frío, mostrando sus encantos sobre mi colcha de cuadros, ansiosa de que yo la calentase. Pero...
-Estoy meditando- respondí.
-¿Y qué carajo hay que meditar para follar?
-Pues...
¿Qué podía decir yo? Hacía seis meses que le había ofrecido mi colchón, con tanta reiteración que huía al verme y tenía que indicarle, a señas y desde lejos, lo de la acostada. Y luego, cuando desistí por fin, ella llegó en mi busca, se quitó la ropa sin ningún preámbulo y abrió las piernas, obviando cualquier explicación sobre el tema a tratar. Pero...
-Necesito concentrarme- expuse.
Ella respondió con un gruñido. Se estaba congelando sobre la colcha. Supuse que las fricciones que se daba entre los muslos eran para calentarse. Yo... tenía que elegir, y no era fácil. Por una parte estaba mi deseo añejo, que me sugería lanzarme sobre ella sin pensar en nada más. Por otra parte... lo del infierno. ¿Acaso el placer de unas horas justificaría el castigo futuro?
-Voy a comprar cigarrillos- decidí.
-Y también cerillos, para que te calientes- dijo, con sorna.
Salí con la cabeza baja, mirando las puntas de los zapatos. Nunca hubiera imaginado que huiría cobardemente, pero... y el infierno que me esperaba....
Entonces, en el pasillo en completa oscuridad, una luz se pendió en mi mente. ¡Juan!, gritó mi cerebro, obligando a mi rostro a enfocar la puerta de enfrente. El estaría allí, viendo películas pornos, sin tener qué echarse al catre. El podía, y querría, sacarme del dilema. Yo necesitaba un amigo.
Se lo dije de corrido, sin atreverme a resistir sus ojos. No le importó mucho la disculpa, ya que solamente tuvo oídos para entender que Asun estaba en mi cama, muerta de frío y dándose friegas vaginales para pasar el rato. Cerró la puerta y corrió a mi departamento.
Bajé la escalera con la vergüenza y el arrepentimiento a flor de piel. Me corroía la conciencia, me picaba con saña bajo la bragueta. Me senté en el bar y pedí un whisky. No acerté a desafiar los ojos al camarero.
Juan bajaría en un par de horas. Llegaría iluminado, feliz y agradecido. Durante días, me besaría la mano, a no ser que yo me bajase los pantalones. Pero luego, cuando conociese el infierno, sus menciones de mi madre serían constantes y agrias. Pero... ¿por qué culparme a mí de su lascivia?
-En realidad- me justifiqué- si Asun tiene sífilis o no, yo no soy un doctor para asegurarlo. Espero que Juan , tras la prueba, me saque de dudas.