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Categoría: Gays

Tres veces es mejor, esta es la primera

(Tres encuentros tuve con Cristóbal en el plano íntimo. La manera en que inició esta aventura, es algo extraña, ya que ninguno de los dos que la vivimos parecíamos tener interés en que esto sucediera. Este es el relato de la primera cita.)

_____

Cristóbal es un muchacho bastante serio, con quien la conversación que sosteníamos sólo tocaba temas comunes o relacionados con nuestro campo laboral: los dos trabajamos en la misma agencia de publicidad, tenemos el mismo puesto, así como horarios de trabajo idénticos. Y, como puede suponerse, es una relación bastante impersonal, de compañeros de trabajo, sin otro interés de seguir conviviendo fuera de la oficina.

Durante las vacaciones de verano, cuando los colegios cierran sus puertas y los alumnos abren sus deseos al esparcimiento y al descanso, Cristóbal me pidió que le recomendara una escuela de natación , ya que tenía interés en aprender a nadar durante esas semanas, y le di los datos de un centro deportivo al que asistí hace algún tiempo: un lugar bastante confortable, que cuenta, además de una alberca con agua templada y cristalina, con gimnasio, área para practicar spining bike, aerobics y otras disciplinas deportivas. Fue a conocer el lugar, quedó satisfecho y se integró de inmediato a las clases de natación por las mañanas.

Después de varias semanas, compartiéndome sus avances y dudas respecto a los estilos de natación, en medio de nuestra rutina laboral, llegamos a descubrirnos simpáticos de manera mutua, sin llegar, ni de lejos, a consolidar una amistad. En alguna ocasión fuimos juntos con sus amigas de la universidad a tomar una copa, o a comer cerca de nuestro trabajo, o sólo platicábamos sobre experiencias personales, gustos literarios o musicales y, desde luego, de sus avances acuáticos. Una de esas conversaciones despertó mi interés por ir a nadar, aunque fuera por una mañana, ya que mis espacios de tiempo, ocupados por la escuela y el trabajo, me impiden, aun hoy día, invertir tiempo en hacer ejercicio; sin embargo, ante su invitación, decidí hacer una pausa e ir a nadar: con una mañana ausente de mis actividades escolares no se perdía gran cosa, y sí ganaba mucho con mover mi cuerpo y relajarme sanamente, por lo que pactamos vernos a la mañana siguiente.

Llegué en punto de las nueve, tomé la ducha obligatoria antes de entrar a la alberca, me equipé con los accesorios de natación y entré de inmediato al agua. Cristóbal llegó con unos minutos de retraso, y me alcanzó en la alberca. En este momento voy a hablar de mi físico: he sido agraciado con muchas virtudes, y aunque no llegué a tiempo al reparto de cuerpos envidiables, me conformo con lo que tengo, ya que no me causa complejos; y aunque estoy lejos de ser un mancebo acorde con la escala de valores estéticos, debo admitirlo, he dejado satisfechos a mis amantes en todos los sentidos. A mis casi veinticuatro años, con un metro ochenta y cinco de estatura, complexión delgada, piel blanca y libre de vellosidad salvo en axilas y pubis, ojos color miel y cabello castaño, lo menos que puedo hacer al respecto es sentirme agradecido, ya que aparento una edad mucho menor de la que tengo. Por su parte, Cristóbal, con apenas veintidós años a cuestas, es un caso similar: sus características físicas, sin alcanzar tampoco a los mancebos apolíneos, difieren de las mías sólo por sus ojos y cabello color negro, como una noche profunda, y una nariz afilada, lo que estiliza de manera poco convencional su rostro. Lo más llamativo de él, a mi parecer, es el halo de conservadora pero juvenil elegancia que lo envuelve.

Realizamos nuestras respectivas rutinas natatorias: él la que dictaba la entrenadora, yo la que decidí hacer; conversamos un poco, saludé a los amigos y conocidos a quienes hacía tiempo no veía. Después de poco más de una hora de ejercicio, me disculpé y salí de la alberca con la intención de entrar unos minutos al vapor y después tomar una refrescante ducha. Coloqué mis artículos de aseo en una canastilla bajo la regadera, como parte del rito de limpieza, y para dejar ese lugar apartado mientras permanecía en el vapor. A esa hora de la mañana, la mayoría de los asistentes del centro deportivo ya habían salido, por lo que el espacio era casi para uso de unas cuantas personas. Entré al vapor, lo cual disfruto sobremanera, ya que es con certeza uno de los momentos más relajantes que puedo tener, sin preocupaciones en mente, y con los minerales exudados por la piel, tal como hacía cuando mis mañanas estaban destinadas al ejercicio. Al par de minutos de estar en esa estancia húmeda a alta temperatura, y ante la próxima aparición de Cristóbal en ese recinto, casi sin pensar, y con una doble intención –la de limpiar mi piel en su totalidad y la de mostrarme desnudo por completo- me quité de un movimiento el traje de baño y me senté con los brazos atrás de la nuca, una pierna sobre la banca y otra tocando el suelo, en una exposición bastante clara de mis genitales. Una oportunidad así, la de exhibirme ante él, que de momento ningún interés erótico me despertaba, salvo el de mostrármele sin pudor para ver su reacción, no era cosa de todos los días. Pocas cosas encuentro más placenteras que el provocar reacciones sensuales en personas de mi mismo sexo. Y, como una cita esperada, apareció en el vapor para sentarse justo frente a mi, pero sólo por unos minutos: la elevada temperatura quemaba la piel, y más a él, por su escasa práctica en ese tipo de terapia anti-stress. Cristóbal me mostró una cantidad de cabellos que se desprendían de su cabeza cada vez que los jalaba con la mano, y dos veces se acercó para confirmarme el inicio de su supuesta calvicie. Nos reímos de la broma, ya que su cabello corto pero abundante podrá perderlo pero en cuarenta años más; sin embargo, no pudieron escaparse de mi atención las dos miradas –una por cada vez que se acercó- que se posaron sobre mi pene flácido y mis testículos rosados. Se retiró del vapor y yo permanecí allí unos minutos más, con una sonrisa interna por su reacción, y con ganas de verlo a él desnudo: claro que me llama la atención descubrir qué hay más allá de un abdomen con músculos ligeramente marcados cubiertos por un traje de baño, y más en este caso, el de una persona conocida de quien comenzaba a sospechar que compartimos la misma tendencia por disfrutar de una vista masculina. Bien, lo que sigue fue casi una revelación: al salir del vapor, él se encontraba en una de las duchas, precisamente la que queda ubicada frente a la entrada de las regaderas, justo en línea recta de mi campo visual, secándose el cuerpo, sin traje de baño, de perfil, con un pene incircunciso, colgando de modo natural, pero de un tamaño superior al que imaginé... con unos testículos relajados, que me hicieron acelerar el paso y entrar directo a mi ducha. Todo un panorama, un espectáculo que no esperaba, donde yo fui el sorprendido. Sorprendido, pero, ¿por casualidad? Sonreímos, porque a la salida del casi horno, llevaba tras de mi una estela de vapor, cual habitante infernal que saliera de su morada, lo que dio un detalle gracioso a la situación.

El resto del día puede resumirse en pocas palabras: llegada al trabajo, la rutina de cualquier jornada, igual a la anterior o a la siguiente, pero con mi pensamiento alterado, cavilando en lo que albergaba ese pantalón, en lo que sostenían en su punto de encuentro ese par de piernas delgadas pero torneadas, imaginando el rostro transfigurado de Cristóbal en el momento de tener un orgasmo, con sus labios rojos, abiertos, reclamando bocanadas de aire, los ojos cerrados y su líquido brotando con fuerza, empapando al punto lo que tuviera cerca, la pared, el suelo, mi pecho, el interior de un condón...

Pasaron varias semanas, sin que se repitiera más la experiencia de ir a la natación, hasta que, después de deliberar horas enteras en la intimidad de mi habitación, entre las sábanas, con mis manos tocando mi pene, mis testículos, mis nalgas y mis pezones, tome la decisión del todo o nada: jugar un volado con cincuenta por ciento de probabilidades de pasarla bien, o con el otro cincuenta de echarme encima un enemigo laboral; es decir, invitarlo a pasar una tarde fuera de la ciudad en un balneario junto al lago que es la delicia de los habitantes de esta ciudad.

Desde hace tiempo conozco ese lugar con albercas de distintas características: una de agua termal, otra con toboganes y chorros de agua para niños, la que es sólo para adultos, una más ante el lago, y otras privadas, de menor tamaño, pero con intimidad total: estanques cubiertos de azulejos turquesa, un par de asoleaderos en la terraza, una mesita con cuatro sillas, ducha de agua tibia y una puerta que aísla ese espacio del exterior del balneario, dejando fuera del mundo ese rincón de sol, también, privado: el lugar ideal para cristalizar mis planes.

Un día entre semana, le sugerí a Cristóbal que podríamos convivir fuera del ambiente cotidiano, lejos de lo laboral y, por qué no, permitirse, -esto se lo dije en tono desenfadado-, un poco de ginebra, albercas y sol, y de paso practicar los estilos de natación. Cristóbal se mostró un poco intrigado, además que no quise dar más detalles para no caer en trampas de palabras y tumbar el plan antes de iniciarlo, pero de inmediato su estupor inicial desapareció o se transformó en entusiasmo y aceptó sin conocer los detalles.

Al día siguiente, con un plan más detallado, le comuniqué que salíamos el domingo por la mañana, temprano, para aprovechar el sol y poder volver justo antes del anochecer; y, desde luego, no especifiqué mi propósito de rentar la alberca privada. Pactamos vernos el domingo cerca de su casa; yo pasaría en mi auto por él y luego iríamos a comprar bocados y bebidas para tener alimentos durante el día. Y así fue: a las nueve y media de la mañana del domingo, él me esperaba afuera de una tienda departamental en las cercanías de su casa. Debo dejar claro que su estilo, aunque discreto y de muy buen gusto, no ha sido nunca muy audaz: ese día Cristóbal vestía un pantalón de tela color caqui, sandalias negras y una playera negra. Lentes oscuros. Y la inevitable mochila al hombro, también color negro. Por mi parte, y acorde a mi estrategia, elegí deliberadamente un short de mezclilla, botas color café y calcetas blancas que resaltaban mis pantorrillas, y una camisa de manga corta color blanco. También lentes oscuros. En al auto llevaba una pequeña hielera, un reproductor portátil, discos compactos, mi mochila con artículos de aseo personal, condones y lubricante. Mejor prevenido para lo que fuera a pasar... En cuanto llegué, dejó sus cosas en mi auto, entramos juntos a comprar los víveres y salimos rumbo a la carretera que nos llevaría al balneario.

En el camino, entre comentarios para llenar esos espacios que la escasa convivencia laboral mantenía vacíos, observaba a Cristóbal con el rabillo del ojo, lo bien que lucía con su conservador pero bien combinado atuendo; y más de una vez lo vi mirar mis muslos, ya que al ir sentado, mi pantalón corto subía más que estando de pie y dejaba descubiertas mis piernas, y acentuaban esas partes ocultas que él ya había visto en el vapor.

La llegada al balneario fue, desde luego, relajada: con una hora de viaje por carretera, muchas reglas de oficina se habían roto: risas provocadas por los albures, las anécdotas, y hasta las críticas a algunos miembros de la empresa, habían vuelto el trayecto bastante alegre. Bajamos las cosas, después de estacionarnos, y entramos al balneario. Naturalmente yo iba a pagar, lo que me otorgaba el poder de elegir la alberca sin que él se percatara de mis planes. Hubo una disputa amistosa, ya que él quería cubrir el costo del importe por utilizar los servicios del centro de recreo, pero di un billete rápidamente al cajero y no hubo más que decir. Me dio una llave, la 17, y nos encaminamos al lugar. Abrí la puerta, entré, y tras de mi, entró Cristóbal. Cerró la puerta, y yo atravesé el cerrojo interior, para evitar cualquier intromisión externa. Sonreímos, aunque él parecía sorprendido, y me dijo que esperaba nadar en una de las albercas grandes, de las de afuera, pero le dije que la gente en exceso, y más en lugares así, me incomodaba, y que el objetivo del día era relajarse, explicación ante la cual pareció satisfecho. Dejé la hielera sobre el suelo, junto a la orilla de la alberca, él dejó sus cosas en una de las sillas y me ayudó a colocar el reproductor de compactos sobre la mesa y puso un disco de música ibicenca. También dejé mi mochila en una silla, y, tras un momento de titubeo, Cristóbal sugirió entrar a la alberca. De inmediato me despojé de mis botas, calcetas, short, y camisa y quedé en traje de baño, pero no de los que se usan en las albercas de verano tipo bóxer, sino de los pequeños para natación, pero de tela, no de licra: en esas situaciones, sobre de otras, debe conservarse en bueno gusto de manera más cuidadosa. Cristóbal también se quitó la ropa y portaba un traje playero, tradicional, de colores vivos. Y sin más preámbulos, nos arrojamos a la alberca. Yo comencé a bucear, a nadar a lo largo de la pequeña alberca, y Cristóbal hacía sus ejercicios de natación, lo que provocaba mi risa abierta. Así estuvimos un buen rato, bajo el sol, y me acerqué a la hielera para preparar unos tragos, la esperada ginebra que prometí desde la oficina. Aunque, claro está, mi intención era saber si Cristóbal tenía interés sexual por los hombres y, para qué negarlo a estas alturas, deseaba locamente disfrutar de ese cuerpo: mientras preparaba las bebidas, pasaron por mi mente todo tipo de imágenes que tantas veces había visto en películas pornográficas y otras tantas que había vivido en carne propia –y ajena- y que me tenían al borde de la excitación mental, pero sin delatarme antes de tiempo, pues el plan se iría al demonio y tenía ya varios días con los testículos lleno de semen, mismo que no iba a desperdiciar dándome placer por mano propia teniendo a un joven resplandeciente con quien compartirlo.

El sabor de la ginebra, seco, fuerte, como un golpe intenso, le pareció bastante agradable a Cristóbal, algo que no bebía con regularidad, según sus palabras. A mí me resultó estimulante. Al segundo trago, la situación comenzó a relajarse: la música seguía escuchándose de fondo, el sol, inclemente y deslumbrante a la vez se cernía casi sin moverse sobre nuestras cabezas, y Cristóbal me pidió que le explicara cómo se hace la brazada de un estilo que él aun no dominaba. Le mostré la técnica con mi propio cuerpo y cuando él lo intentó, provocó nuevamente mi risa, ya que su resultado fue grotesco, por lo que le tomé el brazo para realizar juntos el movimiento una, dos, tres veces, y él lo hizo solo al cuarto intento, pero vislumbré en ese momento la oportunidad para cristalizar mi fantasía: le dije que no, que otra vez le iba a explicar, que se pusiera parado frente a mí, y cuando tomé su brazo, vi en sus ojos los efectos de la bebida, por lo que tomé con aparente seriedad la lección, y en el momento de rozar los brazos, sin pensar, más por un impulso, bajé mi mano derecha y la posé sobre su pezón: lancé la moneda al aire. Cristóbal pareció detenerse en seco, pero no hizo nada, por lo que subí mi mano hasta su nuca y le di un suave masaje. La moneda giraba antes de caer y decidir la suerte. Él cerró los ojos sin moverse ni un centímetro de su lugar. En ese momento no pude contener mi erección, misma que él no podía percibir. Tomé una de sus manos, y él, renunciando a ésta, moviéndose por sí mismo, acarició mi espalda. ¡La moneda había caído: la cara que mostró fue la del placer! Ese es el punto que nunca he podido entender: probablemente sea el más placentero de una relación física por el cúmulo de emociones, deseos y sensaciones que encierra, ese momento que marca un antes lleno de tantos placeres contenidos e incontenibles y un después incierto, que, sin embargo, provoca una sensación de eternidad. Y fue cuando, sin esperarlo, sin planearlo, como un destello, nuestras lenguas se enredaron en un beso lleno de deseo, sorpresa y humedad. Probablemente yo me sorprendí más que Cristóbal, pues su pasión estaba a flor de piel y, al entreabrir los ojos, vi sus labios rojos buscando los míos, comiéndose mi lengua. Al acercar mi cadera a la suya, sentí su erección, lo que me excitó más y sin permiso alguno, con las barreras quebrantándose a sí mismas, bajé mi mano por su abdomen, la pasé por su espalda, la subí a la nuca y apreté su cuello hacia mí, lo que provocó una intimidad bucal que nos hacía gemir. Él, sin permiso de ninguna índole, bajó sus manos y las metió dentro de mi traje de baño acariciando mis nalgas, apretándolas hacia su cuerpo. De inmediato busqué el cordón de su traje de baño y lo comencé a desatar, y él, a su vez, bajó mi traje de baño, lo dejó flotando a la deriva, y seguía agarrando con fuerza mi trasero, atreviéndose a llegar más lejos, pues ya me acariciaba entre las nalgas. Y mi traje de baño, como un indiferente pez tropical nadando sin rumbo, fue a encontrarse con otra criatura de su especie: el traje de baño de Cristóbal que le siguió en su estoico navegar submarino, ya que se lo bajé, lo arranqué de su dueño y lo mandé lejos de nuestra intimidad. Pero en nada de eso pensaba, porque ese pene con el que había soñado tardes enteras en la oficina, en mi casa, en cualquier rincón de soledad, ahora se apretaba junto al mío, grande, duro; ahora los dos miembros tocándose bajo el agua, y mis manos no paraban de tocar repetidamente las nalgas de Cristóbal, sus testículos tersos y grandes, también de seguro llenos hasta el tope de licor caliente. Sus manos bajaron, juntas, para acariciar mi pene, lo solté del cuello y arqueé mi cuerpo ante su caricia, lo que pareció excitarle más, porque gemía con frecuencia; con una mano me hacía el placentero vaivén y con la otra no paraba de tocar una y otra vez mi escroto. Después, buscando su boca, lo besé con un frenesí que a mi mismo me sorprendió, porque quería comerlo, hacerlo mío, darle placer, regocijarme entre su carne. Posé mis pies sobre el suelo -¡estaba flotando, literalmente!- y lo tome por los hombros, le di la vuelta, comencé a besarle el cuello y metí mi lengua en su oreja izquierda, al mismo tiempo que hacía rozar mi pene encendido entre sus glúteos, lo que le excitó de gran manera. Con una de mis manos acariciaba su abdomen y su pecho, con la otra estimulaba su pene; mi pene entre sus nalgas jugueteando, y mi lengua no paraba de pasear entre su cuello, orejas y nuca. Las manos de Cristóbal, una de cada lado, apretaban mi trasero, sin prisa de seguir indefinidamente en ese juego de mil sensaciones. Hasta que sentí que debía explorar los deseos de él: aun no descubría qué sabía hacer o qué estaba dispuesto a hacer, por lo que lo llevé a las escalinatas que permiten acceder a la alberca y me senté sobre un peldaño, de manera que quedáramos frente a frente, pero él a nivel del agua y yo casi fuera de la alberca: en pocas palabras, quería que se comiera mi miembro. Cristóbal pareció un poco perturbado, intrigado de percatarse cuál había sido el motivo real para ir a nadar, aunque creo que lo supo desde que lo invité, y estaba refulgente por la excitación sexual al verme, ahora sí, ser yo mismo en un plano de total privacidad e intimidad, con mi pene en tremenda erección, y al mismo tiempo excitado y ansioso por seguir ausente del tiempo dentro de esa situación. Percibí que no tenía experiencias similares con frecuencia, pero de tonto no tiene un pelo, y su deseo carnal sumado al mío, más la sorpresa de tener un contacto de esa magnitud con un sujeto a quien se tiene casi enfrente todas las tardes en esa oficina llena de bocetos y proyectos comerciales, estaban creando una situación extraordinaria y extraordinariamente placentera, Y, sin palabras, acercó su cara y se metió mi cabeza circuncidada a su boca. Al siguiente momento, mi pene desaparecía en el interior de su boca. Yo gemí al sentir eso, al ver sus labios comiéndose mi parte más excitable, al verla toda dentro de su boca. Se retiró por un momento, y me excitó mucho ver que un hilo de líquido semi viscoso mantenía unidos sus labios a la punta de mi miembro. Cristóbal estaba extasiado, y aunque me pereció que no era su primera vez, sí estaba más que dispuesto a seguir con esa situación: como si otras veces, al estar con un hombre, lo hiciera en clandestinidad y ahora tuviera frente a sí un mar de tiempo para explayarse y disfrutar de su erotismo. Subió un escalón, y su cabeza quedó en posición vertical a mi abdomen, por lo que su labor se facilitó mucho, y comenzó a subir y bajar su cabeza sin despegar su boca de mi pene, y a momentos, su lengua sólo lamía el ojo de la punta: ¡sentía cómo disfrutaba el hijo de puta del sabor de mi líquido transparente! Fue en ese momento que las palabras soeces brotaron poco a poco de ambas partes: Me la quiero tragar toda, De veras te gusta mi verga, Sí toda, Pues trágatela y también lámeme los huevos, Qué rico es comerte los huevos me caben los dos en la boca, Sí así los dos... aghhh.
En ese momento, para evitar venirme y terminar de golpe algo que quería terminar dentro de él, me levanté y, ante su ansia, fui a mi mochila por un condón y el lubricante. Él me miraba desde la alberca con avidez, sin apartar sus ojos de mi miembro curveado, apuntando hacia arriba, babeante de su saliva y de mis fluidos. Lo ayudé a salir de la alberca, lo puse a cuatro patas, con su cara orientada hacia la pared, mostrándome, se entiende, su trasero. Entré de un salto al agua, y comencé a lamer sus testículos y a tocar repetidamente su pene con mi mano: un pene grande al que ponía especial interés en su punta, guardándola y descubriéndola con la piel restante de su miembro incircunciso, mientras mis labios jugaban con uno primero, y luego con otro, uno por uno, de sus testículos. En esa posición no podía ver su cara, pero sí escuchaba sus gemidos: creo que nunca le habían hecho algo así, ¡cómo gozaba el carbón! En ese momento me detuve, acaricié sus nalgas, pasé mi mano por la parte media de su ser, acariciándolo, y le dije Te voy a comer, y fue allí que, como a mí me gusta que me hagan, de manera sutil, pasé mi lengua sobre su ano: fue un toque ligero, podría parecer casi imperceptible, pero Cristóbal se estremeció y vi cómo se contrajo el ojo de su culo: se retorció al imaginar lo que seguía, ¡y vaya!, en ese momento abrí sus nalgas con mis manos, endurecí mi lengua y la llevé directo a su agujero: parecía que lo quería penetrar con mi lengua, pues repetidas veces, la metí y saqué, ante lo cual Cristóbal movía su cabeza con placenteros movimientos afirmativos y se reanudó la letanía de maldiciones eróticas: Así así así, Te gusta cómo te chupo el culo, Sí así qué rico qué me haces, Te voy a comer las nalgas y los huevos, Más más lámelo más, y yo seguía, cambiando el ritmo de la lengua, ahora lamiendo descaradamente, con un ímpetu animal, con mi lengua tocaba su más secreta intimidad, ¡lo estaba lubricando!, y, otra vez, cambio de ritmo: mi lengua aleteando sobre su ano y bajando a los testículos, hasta que no pude contener las ganas y tomé su pene, lo pasé entre sus piernas y lo lamí: primero la cabeza, y luego pasé la lengua sobre toda su erección, sin utilizar los labios, ¡no podía darle todo el placer de golpe!, ¡no quería!, que me suplicara, y así fue, porque se revolcaba de placer y casi gritaba, y yo arremetí nuevamente contra su ano: ¡carajo, si teníamos menos de una hora de haber llegado a ese lugar y ya estábamos haciendo el amor!; entonces supuse que teníamos un tiempo casi infinito para disfrutar de nuestros cuerpos allí, o de regreso a la ciudad o cualquier otro día. Abrí el envase de lubricante y me embadurné dos dedos: no lo quería asustar, pero quería disfrutar del calor de Cristóbal. Le metí un dedo, lento, lento, y pareció alterarle un poco la situación, por lo que me detuve, pero no durante mucho tiempo, hasta que su esfínter se acostumbró e introduje el dedo completo. No le molestó. Allí permanecí casi un minuto y comencé a mover el dedo en busca de su próstata, y cuando la acaricié ligeramente, Cristóbal se movía casi sin control, suplicando con la cabeza, asintiendo ante mi caricia. ¡Y yo que creía que no sabía nada de esto! Ingenuo. Resultaba excitante ver su culo con pelos albergando mi dedo cordial, todo, y él excitado, porque su fluido pre seminal goteaba constantemente de su pene, lo que me indicó que todo marchaba por el camino adecuado: ahora sí íbamos a gozar los dos a lo grande. Lentamente retiré el dedo, y lo volví a meter, ahora junto al índice, lo que dilató su ano con gran facilidad. Salí de la alberca, le pedí que no se moviera, y sin decoro de ninguna especie, tomé su cabeza y le pasé repetidas veces mi pene sobre el rostro, restregándoselo sobre su lengua que lo buscaba con glotonería, hasta que se lo dejé ir en la boca y él, sin argüir nada, lo comenzó a lamer con apetito desenfrenado. Me separé un momento y coloqué dos cojines de las sillas sobre el suelo, nos movimos los dos lejos de la orilla de la alberca, entre la sombra y la luz del sol, y le pedí a Cristóbal que se siguiera en cuatro patas; destapé un condón, me lo coloqué en el pene delante de él, por cortesía, claro, ya que es importante hacer saber a los amantes las reglas de protección como norma obligada e inevitable si se quiere seguir disfrutando más de ese caramelo, aunque el sólo pensamiento de derramar mi leche directamente en sus intestinos me encendió más. Regresé para ponerme detrás de él, con mis rodillas sobre los cojines y le metí nuevamente los dos dedos. Después introduje la punta de mi pene en su ano, y entró sin problema. Seguí con lo demás, de modo lento, para evitar el dolor al máximo; pero Cristóbal, contrariamente a lo que esperaba, reculaba hacia mi, hasta que todo mi miembro lo penetró y gemí sin pensar: sólo me escuché delirando de placer y volteé a ver a Cristóbal, quien volvía su cabeza para ver lo poco que alcanzaba en esa posición, con una mueca de dolor placentero; en cambio mi vista era espectacular: el hermoso Cristóbal entregado al cien por ciento, con su piel blanca, tersa, ligeramente rojiza por el sol, de espaldas con sus codos apoyados sobre el suelo, mis piernas entre las suyas y su ano ocupado por mi pene, que ya estaba todo adentro... Y una tercera ola de atrocidades verbales al iniciar mis movimientos pélvicos: Cógeme así, Qué nalgas tan apretadas tienes, Muévete muévete fuerte, Te gusta te voy a partir cabrón, Dámela dame la verga toda. Y yo agarrando su cadera, moviéndome y a la vez atrayendo su cuerpo hacia mí, y él un poco como enloquecido, un poco como puta, comenzó a masturbarse, y yo seguí moviendo mi cadera, con movimientos lentos y profundos, pasando a una serie de deliciosos meneos cortos pero rápidos, y probando ahora el goce de combinar fuerza y velocidad: mis piernas, al chocar contra sus nalgas, y el lubricante bien distribuido generaron un sonido de chapoteo que nos prendió más; logramos arrebatos armónicos entre su manera de masturbarse y mi manera de irrumpir entre sus paredes apretadas: habíamos alcanzado buen ritmo. En lo particular, esa posición me resulta excitante para ambas partes, es más intensa la sensación para los dos, el pene entra más hondo, el que lo recibe siente mayor placer: ¡es la bendita gloria! Y él reinició, después de una breve pausa, sus imprecaciones, a las que yo respondía en la cima de la excitación: Cabrón acábame dámela máaaas, Siéntela te voy a llenar puto, Ahhhh así fuerte métemela ahhh toda, No que no sabías cabrón pídemela, Cógeme cógeme... Hasta que empezó a alterarse la respiración de Cristóbal y comencé a escuchar sus jadeos incontrolables, su mano moviéndose con un ardor que no le conocía, por supuesto, que ni lo imaginaba, gritando, agitando la cabellera hacia todos lados, ¡de seguro quería morirse de goce en ese momento!, y alcancé a ver tres, no, cuatro nutridos chorros de liquido blanco y espeso que cayeron sobre el piso a la par de sus gritos y de sus bruscos movimientos de nalgas que recibía directo en mi miembro, lo cual, de inmediato, provocó mi orgasmo. Eyaculé en el momento en que él dejaba de masturbarse: un instante de destellos en mi interior, nublado todo alrededor, los chorros adentro, uno, dos, cuatro, cuatro... c i n c o... Ahhh... Su culo, mis manos jalando su cadera, acercándolo hacia mí, mi verga buscando romperlo en dos o tres o en mil pedazos, mi pelvis queriendo llevárselo al fin del mundo a empujones, mis gemidos, no, ahora ya mis gritos, y el corazón por salirse, mi boca tratando de dar abasto de aire, insuficiente tomarlo sólo por la nariz, el aire inalcanzable, ahhh..., la paulatina vuelta a la calma. Salí de Cristóbal bañado en sudor, me tumbé a su lado, quien quedó boca arriba, acostado sobre su propio semen, me quité el condón lleno, lo aventé lejos, a no sé dónde, y reposamos unos minutos casi –pero casi- interminables. Si había barreras que romper, ninguno de los dos sabíamos dónde estaban, porque nos reímos, sorprendidos del ardor de nuestra cogida –sí, cogida, hacer el amor, metérsela a Cristóbal - y, sin decir nada, nos aventamos al agua.

Luis Carlos Lara
luis_carlos_lara@yahoo.com.mx
Datos del Relato
  • Categoría: Gays
  • Media: 5.92
  • Votos: 72
  • Envios: 8
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  • Valoración:
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Comentarios


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6 comentarios. Página 1 de 2
Michael
invitado-Michael 11-06-2004 00:00:00

Concuerdo con el del vecino pais,ojala todos podamos tener una experiencia de esas,solo falta encontrar a ese alguien,un abrazo,Michael

Agustin
invitado-Agustin 29-05-2004 00:00:00

La verdad que me quede sin palabras por tu relato, te envidio sanamente por haber encontrado un chico que te haga sentir todo eso. No pude no imaginarme la situación, y cambiando los personajes, por supuesto que uno soy yo y el otro algun chico que me vuelva loco y deseoso de tan solo verlo. Felicitaciones

Carlos
invitado-Carlos 09-02-2004 00:00:00

es una buena experiencia muy exitante muy espesifico, se nota que lo disfrutaste cada instante momento pero pienso que no te hubieras puesto el condon y lo hubieras dejado disfrutar mas.

Danni
invitado-Danni 30-01-2004 00:00:00

guauuu muy bueno realmente bueno deverdad que esta muy bien escrito y relatas todo mjy bien hasta te hace imaginar mas cosas.

Camaron
invitado-Camaron 05-01-2004 00:00:00

Increible experiencia has tenido amigo mio. Son de las pocas que jamas olvidaras.

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