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Los tanatorios tienen algo de lúgubres salas de embarque. Son un mundo donde desaparece el mundo. Pequeñas salas contiguas, unas tras otras, parcamente decoradas, frías, con un olor a no se sabe qué, a tanatorio posiblemente, donde las flores no exhalan ningún aroma y donde todas la desgracias se parecen entre sí, pero cada una es única. Y luego, en la casa de los muertos, están los vivos; unos con las miradas perdidas, otros con la euforia del melancólico, que produce una especie de baile de san Vito tendente a hacer cosas por no poder afrontar “la cosa”, unos aferrándose con las zarpas de un oso a lo que ya se ha ido, otros que se han ido con quien ya se ha ido; unos sobreponiéndose, otros dejando ya, por fin, de sobreponerse.
Era sábado, la mañana se presentaba fría, los accesos al tanatorio parecían colapsados y apenas hacía unas horas que había tenido noticias de la muerte del padre de Anabel. Abracé a Anabel con las fuerzas que me quedaban, nuestras mejillas se empaparon cada una con las lágrimas de la otra. Saludé y di las condolencias a cuantos familiares y cercanos de mi amiga reconocí y me detuve unos instantes, con la mirada fija, pero sin ver nada, frente al cuerpo de su padre. Después, abandoné la sala 23 A y deambulé sin mucho sentido por el pasillo central donde desembocaban todas las demás salitas. Escruté algunos rostros, intenté adivinar algunas biografías, observé el ir y venir comedido de los operarios del lugar y hasta escuché mis propios pasos. Dos niños, cogidos de la mano de su madre, entraron en una de las pequeñas salas. En un movimiento involuntario por mi parte, artificial, tan artificial como las flores, como la luz, como la rutina, los seguí. Me detuve en la puerta de aquella salita, tres puertas más allá de donde reposaba el cadáver del padre de Anabel, y observé, junto al libro de condolencias, el rótulo con el nombre del fallecido. Era un nombre de mujer y, durante un instante infinito, el mundo pareció detenerse.
Había conocido a Anabel en Barcelona, a mediados de los años 90, y las dos éramos, por así decirlo, dos golfas de mucho cuidado. Trabajábamos juntas en la misma multinacional, nos ganábamos bien la vida y las noches se nos hacían siempre demasiado cortas. Nunca entramos en competencia por la misma persona y no nos faltó, tanto a Anabel como a mí, dónde elegir. Pero de todas las cosas que hacíamos en asuntos de folleteo, que eran muchas y muy diversas, lo que más nos gratificaba a ambas era contárnoslas. Echábamos más tiempo en nuestros sucesivos relatos de encuentros y aventuras sexuales que en las mismas aventuras.
Por ejemplo, recuerdo perfectamente la cara que puso Anabel cuando le comenté que había contactado con una pareja madura que se anunciaba en la sección de “encuentros” de los anuncios clasificados de “Segunda Mano”.
–Estás loca, tía –me dijo mientras se ajustaba la falda, en un gesto muy característico suyo que indicaba una curiosa mezcla de indiferencia y preocupación.
Le dije que no se inquietara, que había hablado con ellos por teléfono y me había parecido una pareja entrañable, con muy buen rollo y que sabía lo que hacía.
Y así fue; eran dos personas maravillosas que se acercaban a la cincuentena. Fue Andrés el primero que se presentó con una amplia y acogedora sonrisa.
–Hola Valérie, yo soy Andrés y mi esposa es Samantha, Samantha Ortinduk.
Samantha, a la que por su indicación empecé a llamar simplemente Sam, era una mujer que enseguida captó mi atención. No era especialmente bella, pero su actitud cordial y participativa la hacía enormemente seductora. De origen noruego, aunque llevaba varias décadas afincada en España, parecía contener lo mejor de los dos mundos. Tenía unos dedos largos y precisos, el pelo castaño oscuro muy corto y eternamente despeinado y unos grandes ojos verdes que parecían querer comérselo todo.
La cena, en un restaurante a los pies del Tibidabo, fue muy agradable y sirvió para que los tres relajáramos un poco la tensión. Me contaron infinidad de cosas sobre ellos: sobre su perro Hildegardo, un mestizo de labrador por el que Sam sentía especial devoción; sobre sus ocupaciones y manías; sobre la fascinación que sentían ambos por el cine y la literatura; sobre cómo habían conseguido hacer de esas pasiones su sustento; y, solo muy al final de la cena y ya con algo de buen tinto en el cuerpo, nos atrevimos los tres a hablar un poco de nuestras experiencias y particularidades sexuales, algunas de las cuales hacían soltar una sonora risa a Sam y un cariñoso gesto de aprobación a Andrés. Tras la cena, Sam propuso que fuésemos a bailar un rato a un local situado justo enfrente del restaurante y que tenía una maravillosa vista sobre Barcelona. Debían rondar las dos de la mañana cuando Andrés, tímidamente, me preguntó si quería acompañarlos a su casa de Castelldefels, a lo que respondí que iría encantada… Sam reaccionó con una satisfacción que apenas contuvo.
La casa estaba frente al mar. No era una de esas casas insultantemente lujosas, pero tenía un carisma especial y un cultivado gusto. Nos recibió, nada más llegar, un exultante Hildegardo, que ya había puesto sus patas delanteras sobre mí sin dejar de sacudir la cola.
–Bueno, Valérie, ve al grano –recuerdo que inquirió Anabel, con la copa entre sus dedos, cuando se lo conté la noche siguiente.
Enseguida pude apreciar que Andrés, en nuestro encuentro erótico, iba a desempeñar un papel más pasivo que el de Sam. Fue él quien propuso que Sam y yo nos diésemos una ducha juntas, mientras preparaba unas copas. Y así lo hicimos. Noté el nerviosismo de Sam cuando, bajo el agua, comencé a acariciar su tersa piel, del mismo modo que noté cómo se le erizaba el vello cuando, con suavidad, sostuve su pezón entre mis labios permitiendo que mi lengua y el agua juguetearan con él. Sam alcanzó su primer orgasmo pronto, allí mismo, bajo la ducha, al poco de que con la pastilla de jabón le frotase rítmicamente la vulva, mientras le susurraba palabras obscenas al oído. Nunca olvidaré su mirada de satisfacción y gratitud al poco de recuperarse de él. Era una mirada llena de vida, deseosa por explorar y ser explorada. Nos secamos mutuamente con ternura y nos fuimos hacia la habitación donde Andrés, con el torso desnudo y un pantalón de pijama puesto, nos esperaba. Besó a su esposa nada más llegar y la invitó a tumbarse sobre la cama. Yo coloqué con la cabeza entre las piernas de Sam, mientras Andrés le lamía suavemente las palmas extendidas, para ir descendiendo progresivamente hacia el interior de los codos. Por mi parte, empecé a puntear con mis dedos el interior de sus muslos, hasta que pude comprobar, al poco, que su excitación era difícilmente contenible. Apoyé la lengua sobre su clítoris para recorrer con ella la topografía de su deseo; los labios de su vulva, que separaba y volvía a cerrar, fueron el prolegómeno para chupar, absorber a veces, su apéndice erecto, de manera que fuese progresivamente tapándose y destapándose de la piel que lo recubría, lo que hizo que Sam, entre gemidos, sostuviera suavemente mi cabeza entre sus manos, para mantener el ritmo de mi movimiento. En ese momento noté la presencia de Andrés tras de mí que empezaba a juguetear con mis nalgas para, finalmente, acariciar con la punta de su lengua, mi ano.
–Andrés me está comiendo el culo, Sam –indiqué sin apenas detenerme en el vaivén de mi lengua sobre su clítoris.
Sam lanzó un poderoso gemido, y en un gesto involuntario, y entre progresivos espasmos, cerró sus piernas bruscamente. Ese había sido su segundo orgasmo…
A los pies de la cama y en una bandeja de madera patinada por la edad, había tres copas de Chianti. Esas copas se quedaron sin tocar, pero nosotros no…
Dormí desde el alba hasta mediodía entre ellos dos. Como un bebé. Fue un sueño profundo y gratificante, apenas interrumpido por los suaves gemidos de Hildegardo que, en el suelo al lado de Sam, reclamaba su paseo matutino.
Al día siguiente, Sam cumplía cuarenta y siete años y, cuando las dos despertamos, Andrés ya había sacado a pasear el perro y nos había preparado un esmerado desayuno en la terraza. Sam me dio un beso, y fue uno de los besos más naturales y sinceros que he recibido nunca.
Andrés, Sam y yo volvimos a encontrarnos el fin de semana siguiente, y la experiencia resultó igualmente placentera. Follamos, discutimos sobre David Lynch y nos tomamos, esta vez, las debidas copas de Chianti. Cuando me acompañaron a casa, Sam me pidió, como favor, si podríamos ir las dos a una conferencia sobre literatura eslava, que daba un conocido suyo. Le dije que sí, que por supuesto. Pero no fue así. La empresa me destinó unas semanas a Buenos Aires, para resolver allí unos asuntos. Cuando les di la noticia, Andrés y Sam lo lamentaron profundamente y quedamos en que a mi vuelta nos volveríamos a encontrar. Pero tampoco fue eso lo que sucedió.
Las semanas en Buenos Aires se convirtieron en meses, y no recuerdo el momento en que Sam y Andrés dejaron de interesarme… quizá cuando conocí a aquel apuesto hombre del Véneto. Era 1994 y yo era muy joven, excesivamente joven.
–Cariño –me dijo Anabel compungida–, van a llevarse ya a papá… ¿Vienes al cementerio con Luís y conmigo?
La voz de Anabel me sobrecogió y apenas pude girarme. Tenía la vista clavada en el rótulo de la difunta de la salita contigua que, en letras de molde, rezaba: “Samantha Ortinduk”.
–Sí… claro –le respondí, mientras, a través de la rendija de la puerta, miraba a Andrés que, sentado en una silla y con la espalda ligeramente inclinada hacia delante, parecía sostenerse la cabeza entre sus manos.
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