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Un tren nocturno largo, con coches cama y un gran vagón restaurante. Varias parejas cenan animadamente. En dos mesas enfrentadas, un hombre y una mujer cenan solos. Leen. De vez en cuando levanta la vista del libro y sus miradas se encuentran. No las sostienen hasta la tercera o cuarta vez. Están demasiado lejos para poder hablar, pero no para ver el título del libro que leen. Ambos sienten curiosidad por saber qué lee un extraño en el metro, en el avión, ahora en ese tren nocturno. Ella lee “Días tranquilos en Clichy”, de Henry Miller. Él, “El amante de Lady Chaterley”, de D. H. Lawrence. Ambos sienten una inmediata atracción por el otro, al menos en cuanto a las afinidades literarias. El tren se dirige a París, donde llegará a las 9 de la mañana. Acabada la cena, él llama al camarero y le dice:
—Por favor, dígale a la señora de aquella mesa si acepta un café.
El camarero se dirige despacio y le susurra las palabras, discreto. Ella asiente, con una sonrisa blanquísima cuyos labios rojos destaca más. Él se levanta sin prisas, deja la servilleta sobre la mesa y se acerca a la mujer. Pide permiso con un gesto para sentarse y ella lo concede con ambas manos. Ambos libros descansan en la mesa. Piden dos cafés.
—¿Viajas por negocios o placer? —pregunta él.
—Quiero ver una exposición de arte erótico en el Museo de Orsay. ¿Y tú?
—Tengo un curso de un par de días, con bastante tiempo libre.
El coqueteo es evidente, pero no parece premeditado. Es natural, incluso podrían parecer viejos amigos.
Beben de las tazas de café.
—¿Has leído esta novelita de Miller? —pregunta ella.
—Oh, sí, Hace años. Deliciosamente inmoral. Muy excitante.
—Yo también he leído la de Lawrence. Confieso que me influyó mucho en mi modo de ver las relaciones de pareja.
—Es muy interesante, sí.
—Tienes coche cama individual?
—Sí, si económicamente puedo, lo prefiero. ¿Y tú?
—No quedaban cuando reservé. Comparto coche con un tipo bastante mayor, con quien apenas he cruzado dos palabras. Creo que sigo aquí por no entrar en ese cubículo y tener que desnudarme delante de él.
Se miran con franqueza, sin remilgos.
—¿Así que te interesa el arte erótico? —pregunta él.
—Mucho. Pintura y fotografía, sobre todo.
—¿Eres de las que distinguen erotismo y pornografía?
—No. Distingo buen gusto y mal gusto. Hay pornografía de un gusto exquisito, ¿no crees?
—Sí, sin duda.
Ella viste una blusa oscura con una gargantilla de perlas. Es morena, peinada à la garçonne, y tiene unos pechos que a su compañero de mesa le cuesta no mirar tan a menudo. Él viste camisa negra y americana negra. Es todo lo que se puede ver en la postura en que se encuentran, sentados.
—¿En qué influyó tanto la novela de Lawrence? —pregunta él.
—La leí con mi marido, y desde entonces decidimos tener una relación abierta. Sin alardes. Pero abierta. ¿Tienes pareja?
—No. Estoy divorciado desde hace dos años.
—¿Y…?
—Bueno, el duelo fue duro… Digamos que ya estoy en forma otra vez. Seguro de mí mismo.
—¿Te lanzaste al sexo desenfrenado como casi todos los divorciados?
—No. Digamos que prefiero la calidad a la cantidad. Además, mi cabeza no me pedía sexo.
—¿Y ahora ya te lo pide?
—Hace algunos meses que sí.
Piden otro café.
—No tengo ganas de dormir —dice ella.
—¿No te parece increíble que dos desconocidos como tú y yo mantengamos esta charla?
—No es frecuente, no.
—Me gusta la naturalidad que mantenemos. ¿Te puedo pedir un favor?
—Dime.
—¿Me lees algún párrafo de la novela que traes entre manos que te haya excitado?
Ella toma el libro, lo hojea y lo abre por una página. Dos hombres y una joven mantienen relaciones sexuales sin la menor vergüenza, con el sólo fin de disfrutar del instante.
—Un buen fragmento —dice él.
—¿Te ha excitado?
—Con tu voz, sí, mucho.
—Me halagas.
—Es la verdad.
—Te sueles masturbar con literatura erótica de calidad?
—A veces. Casi siempre leyendo con mi marido. ¿Y tú?
—También. La prefiero al cine porno. Las palabras me sugieren más cosas, me excitan más…
—Estoy de acuerdo… ¿Te pregunto algo?
—Claro.
—¿Has tenido una erección mientras leía?
—Sí. Aún la tengo.
—Interesante…
Ella se quita un zapato y posa su pie en la entrepierna de él. Lo aprieta y él se deja hacer.
—Me gusta tu erección.
—Gracias, El mérito es tuyo.
Él se quita también un zapato y con el pie se abre camino entre las piernas de ella, Las abre para facilitar la tarea. Lleva falda, y enseguida aprieta su pie en su sexo, sobre las bragas. Ella le acompaña con movimientos de pelvis.
—¿Excitada?
—Mucho —y se sienta en el borde de la silla– Mira mis pezones, no llevo sujetador.
—Erguidos, para dedicarles un buen rato de caricias y besos.
—¿Vamos a tu coche cama?
—Pensé que no lo dirías nunca.
Pagan la cuenta y se ponen de pie. Él la observa, más alta de lo que imaginaba, con medias color carne y zapatos con un tacón fino, no demasiado alto. Ella también observa su altura, sus hombros anchos, su culo bien marcado. Ella pasa delante de él hacia el pasillo de los compartimientos. Él la sigue de cerca, la mano en su cintura. Ella se detiene, se da la vuelta y rodea su cuello con sus brazos. Se besan rozando las lenguas en los labios, luego metiéndolas en la boca del otro. Él la apoya en una ventanilla y se estrecha contra su cuerpo. Sin dejar de besarse, empiezan a jugar con las manos. Ella empuja él culo de él contra sí, sintiendo su polla dura. Él mete las manos bajo la falda, magreando sus nalgas, abriendo y cerrándolas.
—Estoy muy caliente —dice ella— y le muerde una oreja.
—Y yo —dice él, y mete una mano bajo sus braguitas, alcanzando su coño, con poco vello, muy húmedo.
—¿Te gusta el morbo? —dice ella.
—Mucho.
Se arrodilla con la falda subida hasta la cintura y desabrocha su cinturón, el botón y baja su cremallera. Juega con los dientes sobre el bóxer. Él alborota su peinado. Le saca la polla que salta como un resorte, la acaricia, la aprieta y la engulle. Mientras se la mama acaricia sus huevos. Él echa la cabeza hacia atrás.
—¿Te excitaría que nos viera alguien? —pregunta él.
—Creo que sí, pero tenemos bastante nosotros solos, ¿no?
Él la pone de pie y mete la mano entre sus muslos, apretando su coño por encima de las bragas. Ella se arquea, las piernas parecen temblarle. Como hizo ella antes, se arrodilla entre sus muslos y, apartando apenas las bragas, empieza a lamerle el coño. Le separa los labios y succiona su clítoris. Ella gime y empuja su cabeza.
—El primero me viene rápido —dice.
Él se excita con esa frase y pone todo su empeño, hasta que siente cómo los flujos le llenan la boca. Ella le pone de pie.
—Vamos al coche cama.
Entran entrelazados.
—Desnúdate para mí —dice ella.
Se sienta en el borde de la cama y apoya los codos, semitumbada. Le observa desnudarse. Se quita el bóxer por fin y queda totalmente desnudo. Ella se ha masturbado todo el tiempo.
—Quiero follarte sin que te quites la falda —dice él.
Ella se quita la blusa y queda en medias, tacones, la falda y la preciosa gargantilla de perlas. La pone en la postura del perrito. Frota su glande por todo su sexo, sin meterlo. Ella está desatada, moviendo culo y caderas desacompasadamente.
—Métemela. Dame tu polla.
La toma de las caderas y se la clava hasta los huevos. Se queda quieto dentro de ella y ella contrae los músculos de su sexo. Empieza a follarla mientras ella se masturba el clítoris.
—Eres un amante maravilloso —jadea.
—Y tú una amante obscena y elegante, como me gustan.
Ella encadena varios orgasmos, y los flujos le caen por los muslos.
—No te corras dentro, por favor. Dámela en la boca.
En el último instante, él se sale de ella y mete su polla en la boca. Bastan dos succiones para que eyacule largo y espeso. Ella lo traga mirándole a los ojos. Satisfecha.
Se tumban abrazados en la cama, jadeantes.
—Tengo en mi compartimento un camisón transparente, negro, precioso. Quiero que me lo veas puesto.
—¿Te acompaño?
—No. Voy a ir como estoy, y lo recojo. Me quito la falda, me lo pongo y vengo.
—¿Y el tipo?
—Si está despierto que se haga una paja —rio.
Te espero.
Ella regresó al poco. Preciosa. Rezumando sexo por los ojos y los labios. Los pezones marcados y el vello público transparentado.
—¿Estaba despierto? —pregunta él.
—Creo que sí, porque la mano se movía bajo el edredón.
—¿Te pone que se masturben pensando en ti?
—¿A quién no?
Y ella empieza una especie de danza a su alrededor, contemplando su polla de nuevo erguida, dura, preludio de otro polvo memorable.
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