Aquella noche, Irene se sentía traviesa. Tan sólo pensar en todas las cosas que quería hacer y que le hicieran le aceleraba el pulso hasta un punto en el que pensó que su corazón estallaría.
Fingiendo una inocencia inaudita, dados los episodios anteriores donde le había mostrado a Bruno y Ana sus habilidades dentro de las artes amatorias, se las ingenió para convencerlos de dejarla entrar a su habitación en aquella noche tormentosa.
Los tres eran colegas desde los primeros instantes de sus carreras universitarias. Desde el primer momento se estableció entre los tres un circuito lleno de energía sexual pocas veces vista. El alcohol que solía correr a montones todos los viernes en cualquiera de los bares de la ciudad que acostumbraban a utilizar como escapatoria de la mundana rutina de la semana laboral fue el mejor promotor de los múltiples encuentros que Irene sostuvo con ambos, siempre por separado.
Ahora, gracias al hospedaje de un viaje de trabajo bastante oportuno, ella tenía la oportunidad de juntar los tres cuerpos, tal y como muchas veces antes lo había soñado.
Antes se había escabullido al cuarto de Ana, para realizar una visita nocturna prometida durante el vuelo de ida. En cuanto Ana la observó en el umbral de la entrada de su habitación, vistiendo únicamente una fina lencería de color rojo, supo que la promesa se haría realidad en ese momento, un golpe de realidad que súbitamente humedeció su propia ropa interior. Irene, sonriente, se adentró a la habitación con la intención de hacerse de una víctima carnal más.
Sin decirse demasiado, ambas jóvenes empezaron el más lascivo de los besos en sus cortas vidas, mientras caían sostenes con apenas poca resistencia y las tangas se deslizaban suavemente a lo largo de ambos pares de piernas hasta llegar al piso, tan cálido como los cuerpos que en ese momento se fusionaban.
La mejor arma de Irene siempre fueron sus labios. Sabiendo eso, aprovechó para trazar un largo camino húmedo en el cuerpo de Ana. Empezando por su cuello, trató de memorizar el largo de los tendones que lo construían, envenenando también las venas que bajaban hacia el corazón de su amante y regresando hacia un par de pezones marrones en amplios curvones que estremecían la piel de su nuca. Su lengua volvió a atacar para bajar rápido hacia el ombligo de Ana, desde donde se desvió en su recta para acariciar su muslo derecho y acercarse peligrosamente a su pubis en un caprichoso regreso que tenía por último destino el muslo izquierdo.
La desesperación de Ana la hizo tomar con cierta violencia la cabeza de Irene y, enredando sus dedos en sus largos cabellos para dirigirla directamente a su entrepierna. Irene entendió el mensaje y salvajemente comenzó a relamer cada rincón de los labios vaginales de Ana, preparándola para una noche de inmenso placer. Sus dedos pronto se unieron al festín, abriendo las puertas de aquel tesoro para poder y sumergirse en él.
La saliva y los jugos de ambas se mezclaron en un delicioso cóctel cuyo sabor llevó a Irene a un orgasmo silencioso. El calor que despedía el rápido ir y venir de su lengua a lo largo de la vulva generó un millón de descargas eléctricas que recorrían de forma cada vez más intensa todo su cuerpo, hasta llevarla a un intenso e inevitable orgasmo, acompañado de una deliciosa lluvia adicional de aquel néctar divino.
Algunos minutos después Irene reanudó su labor de ensalivar por completo el cuerpo de Ana, mientras le contaba todas las fantasías que había tenido con ella. Cuando la sintió suficientemente excitada le propuso bajar un nivel más en la profunda escalera de la lujuria: coger con Bruno.
Ana, después de un espasmo no ajeno a la sorpresiva proposición apretó sus pechos fuertemente mientras imaginaba varias escenas con sus colegas. Aceptó gustosa y rápidamente se incorporó para tomar rumbo hacia la habitación del chico.
Vistiendo nuevamente sus diminutas tangas y sostenes, entraron de manera juguetona al cuarto de Bruno, quien, desconcertado, preguntó el motivo de aquella visita nocturna. Sin mediar más palabras, las chicas se metieron rápidamente entre las sábanas de Bruno, acercándose a su cuerpo para de inmediato contagiar el calor de su lujuria.
Cuatro manos empezaron a recorrer el cuerpo de Bruno, sin dejar un solo centímetro por auscultar. De forma casi imperceptible, lo despojaron de sus pocas prendas, mientras él recorría torpemente ambos cuerpos extraños para apresurar el levantamiento de su miembro.
Ana pronto sintió en su vientre la enorme erección y se dispuso a engullir aquel miembro sin dudarlo. Pronto, los gemidos del joven hicieron un dueto con los de ella, ambos disfrutaban el contacto de aquellas dos partes de sus cuerpos. Irene quiso unirse al concierto sexual y se sentó en la boca de Bruno, abriendo ella misma sus labios vaginales para disfrutar de una lengua larga y bastante habilidosa para explorar hasta el fondo de su ser.
Entre saliva, semen y fluidos vaginales, los tres llegaron después de unos minutos a un triple orgasmo cuyos ecos competían con la estruendosa presencia de la tormenta veraniega que enfurecía afuera.
Las chicas decidieron intercambiar sus lugares para utilizar a Bruno como su juguete sexual. Irene se sentó en el pene húmedo, que apenas volvía a tomar dureza, en tanto, Ana acomodó su entrepierna en los labios de su compañero. Ambas quedaron frente a frente, lo que aprovecharon para acallar en un largo beso húmedo los gemidos que les arrancaba el pene y la boca del chico.
Los tres sabían que ambas cabalgatas nocturnas serían apenas el comienzo de un largo descenso hacia la satisfacción de sus más oscuros deseos carnales.