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1
Si dijera que hace seis meses descubrí que mi mujer me era infiel, no sólo estaría engañando al lector, sino que estaría incurriendo en la misma falta en la que caí durante todo mi matrimonio: estaría mintiéndome a mí mismo.
Fue la propia Valeria (¿Existe nombre más infiel que Valeria?) la que dejó el celular sobre la mesa ratona de la sala de estar, cuando se fue a bañar, esperando a que yo me dignase a aceptar la verdad. El aparato negro descansaba sobre la madera, cuando de repente se encendió, al mismo tiempo que vibró. Yo escuchaba el agua de la ducha correr. Valeria ya estaría completamente desnuda, con su cuerpito menudo pero sinuoso, recibiendo el agua tibia. Su cabello castaño estaría empapado, y su piel blanca comenzaría a ser recorrida por el jabón. En nuestros años dorados, yo esperaría unos minutos, me desnudaría, iría al baño, correría la cortina, y me metería en la bañera para ducharme junto a ella. Pero esos tiempos ya pasaron. El celular sonó de nuevo. No había un motivo concreto que me instase a revisarlo. Más bien había varios indicios. Y como en los crímenes (y ella cometió muchos crímenes), estos indicios, que individualmente parecen insignificantes, en su conjunto resultan muy sugestivos.
El primer indicio fue la disminución de la frecuencia con que manteníamos relaciones sexuales. Eso sería perfectamente normal para una pareja de treintañeros que ya pasaron la etapa de la lujuria desenfrenada, sino fuera porque fue acompañada por otras señales: su repentino mal humor; sus encuentros con amigas, cada vez mas frecuentes, y en horarios intempestivos; su renuencia a decirme cómo le había ido durante el día; su inexplicable gesto culposo en las noches en que estaba de buen humor y hacíamos el amor; y sus mensajes misteriosos que iban seguidos de una sonrisa alegre y seductora que a mi no me dedicaba hace tiempo.
Todo esto me llevó a que, contrario a mi personalidad respetuosa y confiada, decidiera husmear en la intimidad de mi mujer. Agarré el celular. Deslicé el dedo pulgar sobre la pantalla, hacia abajo, para ver las notificaciones. Noté que le habían llegado tres mensajes de WhatsApp, en dos chats diferentes. Sin poder contenerme, abrí la aplicación. Al ver los nombres de quienes le escribieron supe que no me iba a encontrar con nada bueno. El primer mensaje lo había mandado “P”, y el segundo “L”. Por las fotos de perfil supe que ambos eran hombres. “P” le había mandado un emoticón de una carita con corazones en lugar de ojos, sin embargo, antes había enviado otro mensaje que no se veía en la pantalla principal. “L” le había escrito “¿Cómo estás hermosa?, te quería decir…”, y para saber cómo seguía el mensaje, sólo debía tocar la pantalla.
Podría haber dejado el celular en la mesa y que todo continúe como estaba. Me convencería a mí mismo de que esos dos, sólo eran unos tipos con los que Valeria tonteaba. Yo mismo tenía compañeras de trabajo con las que nos dejábamos seducir mutuamente, sin llegar a nada concreto. Quizá debí hacer eso, y continuar con mi vida. Pero no pude, necesitaba saber toda la verdad.
Abrí el chat de “P”, el primer mensaje era corto pero contundente. “La pasé genial con vos la otra noche, no veo la hora de tenerte de nuevo entre mis brazos”, y seguido estaba el emoticón ya mencionado. Caí sentado sobre el sillón. Miré a los costados, como avergonzado de que alguien estuviese observando mi patético desmoronamiento. El sonido del agua de la ducha se seguía escuchando, pero ahora la mujer que estaba bajo el agua era una infiel comprobada. Las sospechas fueron confirmadas, los indicios dieron en el blanco, la verdad salió a la luz. Sentí que me bajaba la presión, tenía ganas de romper todo, pero mi cuerpo no reaccionaba. Sólo me quedé sentado, leyendo una y otra vez el mensaje. Comencé a temblar, y me largué a llorar.
Luego recordé que había otro mensaje.
Me sequé las lágrimas con la manga de mi camisa y abrí el mensaje de “L”. uno pudiese pensar que luego de leer el primer mensaje, no habría nada que me asombrase, ni me golpease emocionalmente más fuerte que lo anterior. Yo ya estaba abatido, estaba tocando fondo, y cuando uno está en el fondo, no puede caer más bajo. Pero claro que se puede. El mensaje de “L” decía lo siguiente: “¿Cómo estás hermosa? Te quería decir que ya leí el relato que escribiste sobre nosotros. Me encantó cómo detallaste cada momento que pasamos. Además, leí varios de tus otros cuentos. Me encanta que seas tan puta. ¿Venís mañana a casa? Te tengo preparada una sorpresa”.
Mi cabeza comenzó a dar vueltas. ¿Relatos? ¿Qué relatos? ¿y por qué le decía puta a mi mujer? ¿Acaso no alcanzaba con habérmela quitado? ¿Cómo se atrevía a tratar de puta a la chica dulce que me había costado tanto llevar a la cama por primera vez? Y la pregunta mas devastadora que me repetía ¿Acaso a ella le gustaba que la traten así?
- Andrés ¿Qué te pasa? – Escuché decir a una voz ponzoñosa a mi espalda.
Valeria se puso frente a mí. Vio mis ojos rojos, y el celular en mi mano.
- Por fin te avivaste. – me dijo. – Dame el celular.
Yo no reaccionaba. Ella me lo quitó de la mano, y se lo guardó en el bolcillo. Se metió al cuarto, y al instante salió con una cartera.
- Valeria ¿Qué significa todo esto? ¡Qué carajos pasa! – Alcancé a balbucear.
- Voy a dormir a lo de mamá. En estos días mando a buscar mis cosas.
Se dirigió a la puerta. Yo la miré marcharse, con la boca abierta, totalmente impotente, hasta que cerró la puerta a sus espaldas.
2
Me costó no perder la cordura. Cuando volví en mi (al menos en parte), salí a la vereda, pero Valeria ya había desaparecido. Llamé a su celular, pero lo había apagado. Traté de tranquilizarme. Debía subir al auto, e ir a buscarla. Si salía tan alterado como estaba, podría sufrir un accidente. Me lavé la cara, y respiré hondo y exhalé una y otra vez. Fui a la cochera, pero me había olvidado las llaves, así que tuve que volver a buscarlas. Luego abrí la cochera, saqué el auto, y me detuve a esperar a que el portón corredizo cerrara bien. Lo único que me faltaba era que ese momento se torne aún peor al sufrir un robo. Por suerte la puerta cerró sin inconvenientes, pero ya había perdido muchos valiosos minutos.
Conduje lo más rápido posible, pero me comí todos los semáforos en rojo. Valeria no podía irse así. No podía dejarme así. Nuestra relación de amor, nuestro matrimonio, no podía culminar luego de ver esos malditos mensajes de sus amantes. Ella debería dar la cara. Tendría que mirarme a los ojos, y explicarme por qué me traicionó, quiénes eran esos tipos, con cuántos hombres me había engañado, y desde cuándo. No podía dejarme sin respuestas.
Media hora después llegué a la casa de mis suegros. Toqué el timbre varias veces, y golpeé la puerta, como un desquiciado, hasta que salió doña Beatriz a recibirme.
- ¿Dónde está Valeria? – Pregunté.
- ¿Valeria? Acá no está, ¿Pasó algo? – Me dijo ella.
Ahora, sentado frente a mi computadora, con mis sentidos más despiertos, y mi cabeza más ordenada, me doy cuenta de que la cara de asombro de mi suegra no era fingida. Ella realmente no sabía dónde estaba Valeria, e incluso estaba un poco asustada por el estado eufórico en que me encontraba. Sin embargo, en ese momento no reparé en ello. La hice a un lado de un empujón, que por suerte no fue muy brusco. Ingresé a la casa. Don Román me miró con sorpresa, por encima de sus lentes. Ni siquiera lo saludé. Subí hasta la habitación que solía ser de mi mujer en su adolescencia. No estaba. Revisé el cuarto de mis suegros, los baños, hasta los roperos. No había rastro de Valeria.
- Haber hombre, tranquilizate. – Me dijo don Román. – Valeria no vino para acá ¿Qué te pasa?
Yo estaba muy agitado, y por otra parte no sabia qué contarles, y qué no. Mis suegros esperaban mis palabras con cara de suma preocupación.
- Nos peleamos. – dije, tartamudeando.
- Mas vale que no hayas lastimado a mi nena. – dijo Beatriz.
- Pero no mujer. – me defendió mi suegro. – Andrés se habrá mandado una macana y Vale se habrá ido una noche para escarmentarlo.
- Pero nunca tuvieron una discusión tan fuerte como para que se vaya de su casa…
- Siempre hay una primera vez – acotó don Román. - ¡a ver, decí algo pibe! – exigió luego, dirigiéndose a mí.
- Es cierto, me mandé una macana. – mentí. – me asusté mucho, pero seguro que vuelve esta misma noche.
Me costó sacármelos de encima. Les prometí que cuidaría de su nena, y no la haría renegar más. Y les aseguré que les avisaría apenas sepa algo. Román, más calmado que mi suegra y yo, aseguró que Valeria debía estar en la casa de alguna amiga, que la deje en paz por unas horas. Yo accedí, y me subí al auto.
Llamé a tres de sus mejores amigas. Les mentí, diciéndole que quería comunicarme con mi mujer, porque parecía que se había quedado sin batería en el celular. ¿Está con algunas de ustedes? Todas negaron, y me parecieron sinceras.
Volví a mi casa, derrotado. ¿Qué carajos había pasado? Mi matrimonio acababa de romperse en mil pedazos, y yo estaba con la terrible incertidumbre de no saber cómo seguiría mi vida. Necesitaba respuestas. Necesitaba la verdad.
Entonces recordé el mensaje de “L”, uno de sus dos amantes (vaya a saber cuál era el número real) “¿Cómo estás hermosa? Te quería decir que ya leí el relato que escribiste sobre nosotros. Me encantó cómo detallaste cada momento que pasamos. Además, leí varios de tus otros cuentos…” decía el comienzo del maldito mensaje. Entre tantos golpes de realidad, esa alusión a los relatos me había quedado clavado en la cabeza.
Recordé que en nuestros primeros meses de noviazgo Valeria me había confesado que escribió varios relatos eróticos, y los había publicado en internet. Tenía muchas fantasías con uno de sus profesores de secundaria, y se había desahogado escribiendo al respecto. Yo leí esos cuentos dedicados a su profesor, y unos cuantos más. Nos reímos del asunto, y ella me aseguró de que eran sólo fantasías. Pasaron más de cinco años de aquello. Cada tanto lo comentábamos y nos volvíamos a reír del asunto. Pero de a poco me fui olvidando del tema. Tanto así, que recién cuando vi el mensaje de “L” me volvieron a la mente aquellos relatos eróticos, un tanto inocentones.
Por lo que entendía, Valeria había escrito sobre su encuentro con “L”. es decir, en la red, miles de personas leyeron detalle por detalle, cómo mi mujer me metía los cuernos. ¿Acaso esto podría ser más humillante? Preferí no responder a esa pregunta, porque temía a la respuesta.
Decidí buscar ese relato. Ahí estaba la verdad. Pero había un problema. No recordaba en qué páginas publicaba los relatos, y mucho menos su alias. Lo que hice fue empezar de cero. Coloqué “relatos eróticos” en el buscador. Aparecieron un montón de páginas diferentes, muchas más de la que esperaba. Abrí las primeras diez páginas en una pestaña cada una. Hice un rápido recorrido por las portadas de cada página. Luego me aseguré de ir a la solapa de últimos relatos, y ahí comencé a buscar con paciencia. Si bien no recordaba el alias de Valeria, si lo leía, seguramente lo recordaría. Ahora bien, si cambió de seudónimo debería pensar en un plan B.
Por asombroso que parezca, mi búsqueda detectivesca calmó un poco mis nervios, y apaciguó mi tristeza. Me sorprendió ver la cantidad de relatos de incesto que había. Y otros tantos de violaciones, y otro tipo de perversiones. Esa gente estaba enferma, y mi esposa estaba entre ellos.
Leí uno por uno los títulos y sus autores. Ninguno de ellos llamaba mi atención. Fui cerrando, decepcionado, pestaña tras pestaña. Aunque, por ridículo que parezca, tomé nota mental de algunos de los relatos. Tal vez otro día los leería.
Ya había revisado las diez páginas que había abierto, y no sólo los últimos relatos, sino todos los que se publicaron durante el mes, sin éxito alguno. Ya era medianoche, y me preguntaba si no era hora de abandonar esa locura. Pero si lo hacía, me vería obligado a volver a la cama, y releer una y otra vez aquellos perversos mensajes, y llamar a Valeria sin éxito alguno. Mejor era distraerme.
Abrí cinco pestañas más, con otras páginas. La tercera resaltaba sobre todas las anteriores, porque tenía un diseño muy elegante, y los relatos tenían mucho más vistos que sus competidoras. Era algo así como la Facebook de las páginas de relatos eróticos. Leí lentamente los títulos, con el terrible presentimiento de que mi búsqueda estaba a punto de llegar a su fin. Y en efecto, ahí estaba un relato muy sospechoso. “Me encontré con un lector”, decía, y estaba firmado por una tal Ninfa123.
El alias no me sonaba, pero como dije, pudo haberlo cambiado. Por otra parte, el título era muy sugerente. El relato se había subido el día anterior. “L” había dicho que acababa de leer el relato que Valeria escribió sobre su encuentro. La fecha coincidía, y el título del relato bien podría referirse a “L”. Demasiadas coincidencias. Sólo tenía que hacer clic para confirmar la verdad.
3
Los dedos me temblaban. Deslicé el mouse hacía el link para leer el relato. Sin querer, cliqué antes de llegar al título que pretendía abrir, y para colmo, se abrió otro relato. El wi-fi andaba lento, así que debí tener paciencia. Volví a la página anterior, y esta vez sí, hice clic sobre aquel relato turbio.
Comencé a leer, línea a línea, y cada vez que me internaba más en ese texto perverso, mi incertidumbre iba desapareciendo, para dejar paso a la terrible verdad. La noche estaba silenciosa, o quizá era mi profundo ensimismamiento el que no me dejaba oír los ruidos nocturnos. Mi cabeza sólo se ocupaba de absorber esas palabras, y de imaginar, con lujo de detalles, cada escena. El relato decía así.
Me encontré con un lector
No suelo dar mucha importancia a los mails que recibo de mis lectores. La mayoría busca llevarme a la cama, creyendo que soy muy fácil – No se rían, no lo soy – Pero si realmente prestaran atención a mis relatos, se darían cuenta, de que, salvo contadas excepciones, soy yo la que elige con quién me voy a encamar. Además, suelen decirme cosas vulgares, con las que ni en sueños me seducirían.
Pero con Leandro fue diferente. Me intrigó que solo me escribiera para felicitarme por el último relato que subí. Le di las gracias, y le pregunté si no le parecía mal que una mujer casada actúe como yo. Él se sorprendió, porque estaba convencido de que mis relatos eran ficticios, y hasta insinuó que le estaba mintiendo. Eso hirió un poco mi orgullo, así que le aseguré que mis relatos eran cien por ciento reales. Él me respondió que, si de verdad era tan putita, le parecía perfecto.
Durante varias semanas chateamos, hablando de cosas ajenas al sexo. Yo le expliqué de lo mal que estaba mi matrimonio, de mi necesidad de conocer a otros hombres. Me invitó a salir varias veces, pero lo rechacé. No es que dudara de serle infiel a Andrés. Ese límite ya lo había cruzado hacía rato. Pero ¿Qué pasaba si no me atraía físicamente? Le confesé esto, y me propuso encontrarnos en un café, para charlar un poco, y si nos atraíamos físicamente igual que nos atraíamos virtualmente, quizá podríamos pasar un buen momento juntos. “¿Y vos no tenés miedo de que yo sea una gorda horrible?”, le pregunté, para chicanearlo. “No lo creo, pero si fuese así, también tengo derecho a dar marcha atrás, jaja” contestó Leandro.
Acordamos encontrarnos al día siguiente, en un café de Palermo. Yo sabía que a dos cuadras había un hotel alojamiento. La comodidad ante todo jeje.
Le dije a Andrés que me iba a la clase de zumba. Me miró con su carita de perro herido. Se notaba que desde hace rato sospechaba algo, pero nunca me dijo nada concreto. Me puse una calza negra bien ajustada, y un top blanco.
- A lo mejor vuelva tarde gordi. Acordate que los viernes salimos con las chicas a tomar algo después de clase.
- Sí, pasala bien. – me dijo.
Ya conté varias veces lo exasperante que me resulta la cara bovina de mi marido cuando salgo sola, vestida de manera sensual. Sus ojos miopes se abren desmesuradamente detrás de su anteojo cuadrado de marco negro. Parece querer decirme algo, pero no se anima a hacerlo. Allá él, si no tiene los pantalones para retener a su mujer, se merece todo lo que le hago.
Perdón el exabrupto. Como venía diciendo, me fui de casa, dejando a Andrés solo. Para cuando volviese, seguro me estaría esperando una rica comida en el horno, y él estaría durmiendo como un bebé.
Leandro resultó ser un cuarentón de rasgos marcados. Era alto, tenía la mandíbula cuadrada, el pelo canoso a lo George Cloney, espalda ancha, brazos musculosos, ojos verdes y avispados. En fin, estaba muy bueno.
Él también pareció muy conforme con lo que veía cuando me acerqué a la mesa donde estaba sentado.
- Supongo que sos Leandro – dije – solo un pervertido usa una camisa como esa. – agregué, refiriéndome a la horrible camisa a cuadros con la que me había dicho que iba a estar vestido.
- Por fin te conozco Ninfa123. – dijo él.
- Debés sentirte privilegiado, a muchos lectores les gustaría meterse entre mis pantalones.
- ¿Eso significa que este encuentro va a tener un final feliz?
- Salvo que no sea de tu gusto.
- Siempre tan directa. – dijo él sonriendo. – No solo sos de mi gusto, sino que superaste todas mis expectativas.
- Me gusta que me digas esas cosas, tengo un ego insaciable.
- ¿Tu marido no te dice esas cosas?
- Mi marido no hace nada.
- ¿Estamos lejos de tu casa?
- ¿Tenés miedo? – lo provoqué.
- Para nada, sólo preguntaba.
- ¿Y tu esposa dónde piensa que estás? – inquirí, señalando con la mirada su anillo.
- haciendo horas extras.
- Que chamuyo poco original.
- Pero muy efectivo. Mis compañeros me cubren en caso de que llame o aparezca en el local.
- Así que sos un pirata con experiencia. – bromeé. El rió.
- No te creas, sólo cubrí mis espaldas por esta ocasión especial.
- No hace falta que mientas.
- No te miento.
- No importa. ¿Vamos?
- ¿A dónde?
- Pagá la cuenta y llévame al telo de acá a la vuelta. – ordené. – si te portás bien, puede que nos sigamos viendo.
Subimos al auto, porque preferimos dejarlo en el estacionamiento del hotel. En el trayecto, no paró de manosearme las piernas y las tetas, como probando la mercancía. Yo comencé a excitarme. la sensación de vileza se apoderaba de mí, y me embriagaba. Me gustó, como tantas otras veces, sentirme una cualquiera, una puta. Me gustó sentir esos dedos ásperos y fuertes sobre mi cuerpo, mientras mi novio preparaba la cena en casa. Mis pezones se endurecieron, y mi sexo comenzó a lubricarse.
Entramos a la habitación, mientras Leandro no dejaba de pellizcarme el culo. Yo palpé su sexo, y noté que ya estaba hinchado.
- parece que ya estamos listos. – dije.
Me abrazó por la cintura y me atrajo hacía él. Su erección se apretaba en mi abdomen. Acaricié su rostro, áspero por la barba que comenzaba a crecer después de una reciente rasurada. Mientras sus manos enormes se abrían para acariciar mis nalgas en su totalidad. Mis pechos erectos también se frotaban en él.
- Mi marido cree que estoy en la clase se zumba. – susurré. – Está cocinando.
- Sos una atorranta.
- Soy muy mala. – dije a sus oídos, empalagosa – Soy muy mala.
Me abrazó con mas fuerza. Cada músculo de su cuerpo se sentía con dureza sobre el mío. Parecía estar atrapada en una cárcel de músculos de la que no quería escapar. Me besó. Su lengua se metió con audacia en mi boca. Mientras lo hacía, se quitaba los zapatos. Yo lo imité. Me quitó el top.
- ¿Esta ropita usas en la clase de zumba? – Me preguntó.
- Sí. ¿Te gusta? - sus dedos bajaron hasta el elástico de la calza. – Me vas a tener que hacer transpirar. Así Andrés no sospecha.
- Así que sos de las puerquitas que salen transpiradas del gimnasio. – dijo, comenzando a bajarme la calza. – Cada vez me gustás más.
Cuando quedé solo en ropa interior, me arrodillé, y le abrí la bragueta del pantalón.
Como ya dije muchas veces, los hombres que más me gustan son los que mas se diferencian de mi marido. Leandro era diez años mayor que Andrés, y su físico era imponente al lado del abandonado cuerpo de mi marido. Y si faltaba algo para terminar de seducirme, era la verga corta, pero gruesa, que salió como un resorte cuando bajé el bóxer. Acerqué mis labios al glande, y arrodillada, lo miré a los ojos, sabiendo que no hay hombre al que no le fascine ese detalle. Sin dejar de observarlo, me llevé ese tronco macizo a la boca. Mi lengua saboreó el espeso presemen que ya salía de su sexo. Observé cómo cambiaba su rostro al sentir la lengua y los labios trabajando. Hizo la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y apretó los dientes, al tiempo que apoyaba una mano en mi nuca, y empujaba, cada vez que quería que me la meta más adentro. Luego se sacó la camisa y la tiró a un costado.
Me levanté, apoyé mis manos en sus pectorales, y lo empujé con suavidad hacia la cama. Leandro, totalmente desnudo, cayó boca arriba sobre el colchón. Me subí encima de él. Besé su cuello, mordí su pezón, bajé hacia su abdomen, y me reencontré con la verga venosa, colorada, que temblaba cuando mi boca volvía a su encuentro. Acaricié sus testículos, mientras lo pajeaba, y no paraba de lamer y succionar sus partes más sensibles. Los chorros calientes de semen no tardaron en inundar mi boca.
Fui al baño a escupir el semen.
- Sos un infierno de mujer. – me dijo cuando volví.
- Ahora espero que me complazcas como yo lo hice.
- Vení, acercate putita. – me dijo.
Se arrodilló sobre la cama. Yo fui a su encuentro. Me quitó el corpiño, y después la diminuta tanga. Besó mis tetas. Apretó con los labios mis pezones. Acarició mis nalgas, y cada tanto, los dedos se metían, tímidamente, unos centímetros en mi ano. Su sexo comenzaba a despertarse lentamente, a medida que jugaba con mi cuerpo.
- Llamá a tu marido. – me dijo. – Llamalo mientras te toco. No te preocupes, no te voy a hacer gemir. Sólo quiero escuchar cómo hablás con tu marido mientras te toco.
- Ya sabía que me ibas a pedir eso. – dije, recordando que el relato con el cual me había conocido tenía una escena similar, cosa que generó mucho morbo entre los lectores.
Fui a buscar el celular, y volví a la cama, a los brazos de Leandro.
- Si me llegás a hacer gritar o gemir, te juro que te dejo con las ganas y no me ves más. – amenacé, aunque sabía que, si me iba de ahí, la que saldría perdiendo sería yo, ya que todavía no tuve mi orgasmo.
- No te preocupes putita. Vos llamalo.
Marqué el número de Andrés. Leandro me abrazó. Sos manos recorrieron una y otra vez, sin detenerse, todo mi cuerpo. El teléfono sonaba, pero Andrés no contestaba.
- Parece que no tenés suerte. Habrá dejado el teléfono cargando. – dije, pero cuando terminé de hablar, mi marido contestó.
- Hola amor ¿pasó algo?
Leandro, al escuchar la voz de Andrés, bajó sus manos hacia mis glúteos. Los dedos se hundieron en mi piel, causándome dolor.
- Nada gordi. Te quería recordar que hoy salgo con las chicas. – dije. Los labios de Leandro se deslizaron por el cuello.
- Sí mi amor, ya me habías dicho.
Ahora bajaban hacia mis tetas.
- No no no, yo recuerdo bien que te dije que quizá volvía tarde, ahora te lo confirmo, pero quedate tranquilo que en un par de horas vuelvo.
Los dientes apretaron delicadamente mi pezón, haciendo que suelte un débil gemido.
- ¿Pasó algo? – preguntó Andrés, y Leandro, con la boca llena con mis mamas, rió perversamente.
- No nada. – Nos vemos en un rato.
- Divertite amor. – dijo Andrés.
- De eso no tengas dudas. – dije, y luego colgué.
Leandro me tumbó en la cama.
- Sos un idiota, te dije que no me hagas gemir. – le recriminé, al tiempo que palpaba su hermoso tronco, que ya estaba completamente erecto.
- No te preocupes, no fue nada. Ni cuenta se dio el cornudo de tu esposo. – se puso el preservativo y me penetró. – ¿Sos mi puta? – me preguntó.
- Hoy lo soy.
- Entonces decilo.
- Soy tu puta. – grité, mientras me metía la verga en su totalidad.
- repetilo.
- ¡Soy tu puta, soy tu puta, soy tu puta! – dije una y otra vez, mientras me penetraba, hasta que me hizo acabar.
Después pudo aguantar un polvo más. Nos duchamos juntos. Me cambié de ropa, y puse las prendas de zumba en la cartera.
- Le voy a decir que me bañé en el gimnasio. No suelo hacerlo, pero no quiero que sienta tu olor en mi cuerpo.
Me dio un beso apasionado.
- Me encantó lo que hicimos. ¿Vas a escribir sobre esto?
- Obvio.
- ¿tu marido nunca sospecha nada?
- Supongo que en el fondo ya lo sabe. ¿Me acercás unas cuadras?
- Claro. – dijo Leandro.
Nos despedimos a cinco cuadras de casa. Cuando llegué, había olor a carne al horno, pero no tenía apetito.
- ¿Cómo la pasaste? – me preguntó Andrés, cuando entré al cuarto.
- Re divertido. – dije. – Qué raro que estés despierto.
- Sí, a veces me pasa. – me agarró del brazo y me atrajo hacia él.
- No gordi, hoy no tengo ganas. – Me desvestí, y me acosté desnuda a su lado. Me quedé pensado en Leandro, y decidí que volvería a verlo.
Fin.
4
La indignación ya no cabía en mi cuerpo. No había dudas, aquella historia la había escrito mi esposa. A pesar de que se tomó la libertad de no decir su nombre, y no dar muchas descripciones físicas, todo lo demás concordaba. El tal Leandro no era otro que “L”, unos de los que le había enviado un mensaje esa misma noche. ¿Hasta qué punto se puede llegar a desconocer a las personas cercanas? En mi caso, evidentemente, hasta niveles insospechados.
Cada cosa que mi mujer narraba en ese relato era más perversa y dolorosa que la anterior. El desprecio hacia mi persona era mucho más grande de lo que hubiese imaginado. Incluso sabiendo que me era infiel, no sospeché que tuviera tan mal concepto de mí. ¡Qué bizarra es esta manera en que me vengo a enterar de que le desagradaba mi mirada insegura, le molestaba la supuesta dejadez de mi cuerpo y me consideraba un hombre sin pantalones! ¿Cómo pude estar tan ciego?
Sin embargo, en medio de esta situación surreal sucedió algo aun más escandaloso, si se puede. El imaginar a mi mujer arrodillada, con su pequeño cuerpo blanco, con su cabecita subiendo y bajando cada vez que se llevaba la verga del maldito “L” a la boca; el observarla imaginariamente, a medida que avanzaba en la lectura, viendo cómo aquel hombre corpulento devoraba todo su tierno cuerpo; el saber que antes de que durmiera a mi lado, su amante manoseó cada rincón de su cuerpo y le hizo saborear su semen; el imaginar como aquel cuerpo enorme se subía encima del esbelto cuerpo de mi mujer, para penetrarla salvajemente; y principalmente, aquel llamado morboso, el saber que mientras hablaba con Valeria, ella estaba completamente desnuda en los brazos de otro, todo eso me produjeron una erección increíblemente potente.
Mi vida ya no tenía sentido, sin dudas. Completamente desorientado, decidí llamar, a pesar de que era muy tarde, a Marcos, mi mejor amigo.
Cuando comenzó a entender de qué le estaba hablando, se espabiló y me pidió que le cuente todo de nuevo, desde el principio. Yo recapitulé, y angustiado, le expliqué detalle por detalle todo lo que había sucedido.
Se compadeció de mi. Me dijo que Valeria estaba loca, y que era mejor que ni me moleste en buscarla. Me dijo que siempre supo que ella no era buena para mí, pero que no se animaba a decírmelo porque sabía que yo no le haría caso. Me ofreció su apoyo incondicional, y me preguntó si quería que fuera a mi casa. Le dije que no hacía falta, pero que al día siguiente seguramente faltaría al trabajo. Si me quería hacer compañía, era bienvenido. Finalmente me obligó a jurarle que no seguiría leyendo esos relatos. Yo le prometí que no lo haría, y colgué. Sin embargo, si cuando lo llamé ni siquiera había reparado en que podría haber otros relatos, ahora que me lo mencionó no me lo podía sacar de la cabeza. Fui a tomar agua, y a orinar. Volví a la computadora. Debía hacer clic en el nombre Ninfa123 para entrar a su perfil. Ahí encontraría más verdades desgarradoras. Cliqué, convencido de que ya nada podría sorprenderme, pero por supuesto, me equivoqué.
En su perfil ponía datos reales. Al menos su edad y su lugar de residencia lo eran: treinta años, Buenos Aires. En su presentación se describía fielmente, y explicaba lo aburrida que estaba en su matrimonio. Hasta ahora, nada nuevo bajo el sol. Lo que sí me dejó anonadado era la lista de relatos subidos a la web: había setenta y cinco. ¿Acaso eran todos basados en hechos reales, igual al relato de Leandro? Si solo la mitad lo eran, los cuernos invisibles que salían de mi cabeza eran mucho más grandes de lo que me había animado a imaginar. No pude evitar soltar una carcajada en medio de la noche solitaria.
Había muchos títulos diferentes. Apenas terminaba de leer uno, mi vista se dirigía al siguiente. Pero hubo algunos que llamaron poderosamente mi atención.
Uno de ellos era “Una mamada al chofer de Uber frente a mi casa”, otro era “Mi alumno se animó a tocarme”; luego estaba “Mi marido dura poco”, y finalmente, el más fuerte de todos, “Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 4”.
Todos estaban clasificados en la categoría de “infidelidad”, pero también tenían subcategorías. El del chofer de Uber, estaba clasificada en “sexo oral”, el texto que me dedicaba a mi, era de “confesiones”. Desde ya debo aclarar que mi duración no es la gran cosa, pero tampoco soy precoz. El del alumno era de “sexo con maduras”, y “sometida por el enemigo de mi esposo”, entraba en la terrible categoría de “dominación”.
¿En qué locuras se había metido Valeria? ¿Realmente le había practicado una felación al chofer de Uber frente a nuestra casa? De ser así, era muy probable que lo hiciese de noche, cuando yo estaba adentro. Era increíble el nivel de promiscuidad al que había llegado. Y siguiendo con la misma lógica, si los relatos eran reales, aquel alumno que se animó a tocar a mi mujer, habría sido alguno de los pendejos que vinieron a casa a principios de año. Valeria daba clases particulares de matemáticas. Antes del inicio del año lectivo, venían adolescentes ansiosos por aprobar el curso de ingreso de la universidad. Por supuesto, yo era tan imbécil que los dejaba solos, confiado en que ella estaría trabajando responsablemente. Pero alguno de esos niñatos tuvo un encuentro con Valeria. Muy bien ¿Qué otra humillación podía esperarme? ¿Acaso no bastaba con hablar conmigo por teléfono mientras otro la manoseaba? Por supuesto que no, también debía engañarme con un pibe recién salido de la escuela. Pero claro, eso no era nada comparado con lo que me esperaba en el último relato. Yo no tenía muchos enemigos, así que ya me imaginaba de quién se trataba, y por si eso no fuera lo suficientemente perturbador, esa historia estaba escrita en serie, y hasta ahora había cuatro partes.
Mis ojos recorrieron velozmente los otros títulos. Pensé en leer el primero, el más antiguo. Ahí estaría explicado cómo empezó a degenerarse mi mujer. Pero los relatos mencionados arriba me llamaban mucho la atención. Decidí empezar por ellos. Pero no terminaba de decidir cuál de ellos sería el primero. Qué más daba, podría leer todos, si así lo quisiera.
5
Sentí de nuevo que mi verga crecía adentro del pantalón. Me lo desabroché y bajé un poco el cierre, para estar más cómodo. Los cuentos que había subido mi esposa Valeria esperaban a ser leídos. Arranqué por el más liviano, no porque su contenido no fuera potente, sino porque era el más predecible. En “Mi novio dura poco”, Valeria se explaya sobre mi falta de virilidad, sobre mi abandono físico, y mi negación a ver la realidad. Nombra a varios amantes diferentes. Entre ellos Pablo, que yo supuse que era “P”, el otro imbécil que le había escrito esa noche. Pero a estas alturas poco importaba los polvos furtivos que se habían echado sobre mi mujer. De ese texto corto, sólo pude obtener la confirmación del desprecio y la decepción que sentía mi esposa hacía mi persona. Comencé a pensar que esto que estaba haciendo (leer sus relatos) era exactamente lo que la mente enfermiza de Valeria había planeado. Su silencio inflexible era compensado, con creces, con aquellos relatos que me mostraban pasajes de su vida que hasta ahora estaban ocultos. Terminé con esa publicación y seguí con los otros tres relatos. Todos me generaban humillación y morbo. Decidí empezar por el menos interesante (menos interesante comparado con los otros dos, claro está) hice clic y el relato se abrió ante mis cansados ojos.
Una mamada al chofer de Uber frente a mi casa
Aunque algunos no me crean, no siempre miento. Cuando el domingo le dije a Andrés que iba a juntarme con unas amigas del profesorado, fue totalmente cierto.
La noche transcurrió normal. Fuimos a comer a un lindo restorán de caballito. Nos dedicamos, como corresponde, a sacarle el cuero a nuestras respectivas parejas. Emilia estaba contenta por su nuevo trabajo; Juliana confesó que tenía un romance con un compañero de la escuela donde daba cases, y no se decidía entre dejar a su novio, dejar a su amante, o no dejar a ninguno; Florencia, la santurrona, la miró con indignación, y luego comentó lo bien que le iba con el troglodita de su marido. Siempre tuve cierto rechazo hacia Flor. Si no fuese porque compartíamos la amistad de Emilia y Juliana, nunca hubiésemos sido amigas. Pero más allá de eso, se comportó de manera agradable, no salió con sus discursos moralistas y religiosos. Cuando oía algo que la escandalizaba, sólo fruncia el ceño y se llamaba al silencio.
Yo no comenté mis aventuras. No por la mojigata de Florencia, sino porque las otras dos también se escandalizarían al conocer mi faceta más promiscua. Es que hay mucha hipocresía entre las mujeres. Emi y Juli se llenan la boca hablando de la libertad sexual de las mujeres, pero una cosa era una anécdota, como la de Florencia, en donde se debatía sentimentalmente por dos hombres, u otras historias más inocentes, como la de una aventura excepcional en algún lugar remoto. Eso no estaba mal, y hasta era cool y sofisticado presumir de esas historias. Pero muy diferente serían sus reacciones, si se enteraban de todas las experiencias que viví, tan numerosas como depravadas.
Así que simplemente les mentí, y les dije que mi matrimonio con Andrés iba muy bien, que ya éramos una pareja estable y madura, y que me sentía feliz y plena. Nos despedimos a las once de la noche. Fui la última en esperar en la vereda el Uber que había solicitado. Un hombre que se metía en su Chevrolet Camaro se ofreció a llevarme a donde quisiera. El tipo no estaba ni mal ni bien, pero el auto era increíble, y sentí una sorpresiva excitación sexual debido a ese tremendo fierro. Le dije que no, muchas gracias. Si no hubiese encargado el Uber, o si me hubiese insistido más, el niño rico podría haber sumado una conquista más en su haber.
Llegó mi chofer. Un jovencito de veintetantos años, vestido con barato, pero elegante traje azul, sin corbata. Conducía un Fiat bastante nuevo, que seguramente todavía estaba pagando.
- Wow, qué categoría. – dije, al ver su aspecto. – Así me voy a sentir como una niña rica con chofer propio. - Él rió.
- ¿Querés viajar adelante? – me preguntó, mientras abría la puerta, y medio disimuladamente, me miraba las piernas. Yo vestía un enterito gris corto, y unas sandalias altísimas que hacían ver espectaculares, mis ya de por si buenas piernas torneadas. Me había planchado el pelo, y me maquillé. En síntesis, estaba muy linda.
- Eso rompería mi fantasía de sentir que tengo chofer propio, pero está bien. – dije, riendo.
El muchacho se llamaba Walter, tenía el pelo negro bien cortito, y su cara afeitada. Parecía un chico bueno, un nene de mamá, y era muy bonito.
Me senté en el asiento de acompañante. Le mandé un mensaje a Andrés avisando que ya estaba en camino. En media hora debería llegar a casa. Walter parecía un poco temeroso, manejando en la avenida. Supongo que había aprendido a manejar hace muy poco tiempo. Cada vez que podía, su mirada se desviaba a mis piernas.
- Espero que no seas un abusador. – le dije, cuando sus miradas ya eran muy obvias.
- Claro que no, además, Acordate que nosotros estamos todos registrados.
- Sólo estaba bromeando. – aclaré – además, si habré tenido historias turbias con taxistas…
- Me imagino que muchos te quisieron levantar. – dijo Walter.
- ¿Levantar? Eso no me molestaría. Un degenerado me mostró la erección que tenía. Otro me llevó por un camino que no era el correcto. Si no me hubiese bajado del taxi, andá a saber a dónde me iba a llevar, y qué cosas me hubiese visto obligada a hacer. Y otros viejos que no paraban de decirme “piropos”. ¿De verdad los hombres piensan que se pueden llevar a la cama a una chica así?
- Algunos hombres son unos hijos de puta. -. Dijo Walter.
- Vos parecés bueno¬¬¬¬. Será porque sos de otra generación – le dije, con una sonrisa seductora. – Sólo me mirás un poco las piernas.
Rió, avergonzado. Su rostro adquirió color.
- Es difícil no mirarlas. – se aventuró a decir.
- Los hombres miran siempre. No se pueden sacar esa mala costumbre de encima. Pero yo ya estoy acostumbrada y mi marido también.
Se hizo un silencio incómodo durante algunos segundos. Por lo visto la alusión a mi esposo lo había descolocado. El auto dobló una esquina, y retomó por Avenida Rivadavia.
- Así que tu marido también está acostumbrado a que te miren. – dijo, al fin.
- En realidad, no sé si está acostumbrado o simplemente no le importa. – contesté, recordando todas las veces que, mientras caminaba con Andrés por la calle; algún tipo me comía con la mirada, y él fingía no darse cuenta de nada.
- Lo que pasa que es muy difícil salir con una chica linda. – acotó Walter. – En algún punto te tenés que hacer el boludo, porque si te vas a ofender cada vez que te miran a tu mujer, te vas a terminar agarrando a piñas cada dos por tres.
- ¿Estás defendiendo a mi marido? – dije, fingiendo indignación.
- No. – dijo él, sin dejar de sonreír. – sólo digo que así son las cosas. Además, también te dije linda.
- Sí, me di cuenta. – dije, y miré hacia la carretera, sintiendo cómo me devoraba con los ojos. – Pero no me contestaste lo que te pregunté hace rato. ¿Los hombres se piensan que se pueden levantar a una mujer, así, adentro de un auto, o diciéndoles estupideces cuando se la cruzan en las veredas?
Él se quedó con expresión pensativa, luego dijo:
- La verdad que no soy de hacer esas cosas, pero conozco casos de amigos que tienen buenas anécdotas sexuales, en situaciones que a lo mejor te sorprenderían.
- ¿Cómo cuáles? – pregunté, intrigada.
- ¿De verdad querés saber?
. Claro, pero apurate que enseguida llegamos a mi casa.
- Bueno, por ejemplo, un amigo, Ernesto, trabajaba en un supermercado, un día fue a entregar un pedido, y se terminó cogiendo a la dueña de la casa.
- No te creo, esas cosas no pasan. – mentí, ya que yo misma tenía historias más inverosímiles que esa. – Seguramente ya se conocían. Habrán salido un par de veces, y aprovecharon el reencuentro casual. – aventuré.
- Se conocían, sí, pero sólo de cuando ella compraba en el super. Se ve que le tenía ganas al pibe. Ernesto es fachero, y ella ya estaba bastante veterana, aunque buen cuidada. Ernesto no es de mentir, así que yo le creo. Cuando él fue a entregar el pedido, ella lo hizo pasar. Se fue un rato y volvió en pelotas. “¿Qué iba a hacer Walter?, no iba a quedar como un puto”, me dijo el pobre de Ernesto, medio con culpa.
- ¡Qué locura! – dije, alucinada. - ¿Y qué más?
- Bueno, otro amigo trabaja en un boliche, en la barra. Tiene la costumbre de regalar tragos a cambio de sexo oral. Te sorprendería la cantidad de chicas que aceptan hacer un pete a cambio de unos tragos gratis. El domingo pasado una chica lo hizo con todos los empleados. Cinco a la vez. Una locura.
- Las chicas están terribles.
- Y mi hermano se acostó con la mamá de su mejor amigo.
- ¿En serio? ¡Esas cosas no se hacen! – dije, fingiendo indignación.
- Lo mismo piensa el amigo de mi hermano. Hasta el día de hoy no se hablan.
- De todas formas, creo que tengo razón. Al final, ninguna de tus historias son de tipos que seducen a mujeres en medio de la calle, o en un taxi.
- Historias de taxis hay muchas, lo que pasa es que es difícil saber cuáles son reales y cuáles no.
- ¿Y vos? – pregunté - ¿Alguna historia memorable? – Miré, disimuladamente, la bragueta de su pantalón. Se notaba que recordar tantas historias lo habían excitado.
- Yo soy aburrido. Sólo tengo historias típicas. Con alguna novia, con algún amor pasajero de verano… esas cosas.
- Todavía estás a tiempo. Sos muy chico.
- tengo veintitrés.
- Por eso. -dije, mientras transitábamos las últimas cuadras.
- Ya llegamos, qué lástima, estuvo muy entretenida la charla. Ojalá todas las pasajeras fueran tan divertidas como vos.
- Gracias. – le dije. Me acerqué y le di un beso en la mejilla, más largo de lo común.
El auto paró justo frente a mi casa.
- Mi marido me debe estar esperando. – dije. Apoyé mi espalda en el respaldo del asiento, como si pensara quedarme en el auto. Nos miramos a los ojos. – Me debe estar esperando en el living, viendo alguna serie. Pero no creo que salga al portón a recibirme. No es de hacer esas cosas. Ni siquiera me preguntó si ya estaba llegando.
Walter se acercó, y me comió la boca de un beso, mientras me acariciaba las piernas. Eran las doce de la noche. El barrio estaba silencioso. Mi casa estaba con las luces internas apagadas y las persianas bajas.
- ¿Te gustaría tener una historia para contarles a tus amigos? – le pregunté, mientras deslizaba mi mano por su pantalón. Tanteé el sexo erecto y comencé a masajearlo por encima de la tela.
- Si, me gustaría mucho. – Me contestó, y luego me besó de nuevo.
- ¿Te gusta? – dije, mientras aumentaba el ritmo de la masturbación.
- Me encanta.
- Dejame ver hacia la puerta. Si se abre y sale mi marido nos separamos y hacemos de cuenta que no pasa nada. Pero no te preocupes, no va a salir. Vos mirá al otro lado, avisame si pasa algún vecino.
Me besó el cuello, mientras sus dedos intentaban meterse por adentro del short del enterito. Le bajé el cierre, y ahora sentía en mi mano el sexo caliente y rígido. Él me agarró de la nuca e hizo fuerza hacia abajo.
- No. – dije. - Eso no. Necesito ver afuera para que no nos descubra nadie.
- No te preocupes, no voy a tardar mucho, estoy a punto de explotar. – dijo Walter, al tiempo que hacía mayor presión hacia abajo.
Malditos hombres, todos eran iguales. La caballerosidad les dura poco. Mis labios ya estaban haciendo contacto con la cabeza de su sexo, así que no me quedó otra que metérmelo en la boca. Me concentré en el glande, para que acabe rápido. Él me acarició el pelo, y con la otra mano el culo, cosa que pareció gustarle aún más que mis piernas.
Hizo un gemido profundo y su cuerpo se contrajo, y apretó con más fuerza mi nalga, por lo que supuse que ya iba a acabar. Me erguí, y mientras volvía a masturbarlo, miré para todas partes. A dos cuadras una de las vecinas estaba paseando al perro. Rogaba que no tueviese buena visión. La pija de Walter comenzó a largar su leche, que saltó unos centímetros y cayó sobre mi mano y ensució su pantalón.
Me limpié con un pañuelo descartable, mientras veía cómo la vecina con el perro se acercaba lentamente.
- ¿Nos vemos otro día? – Preguntó Walter.
- Sólo te prometí una anécdota divertida para contar. Y espero que sepas ser reservado. No des nombres ni direcciones. – le exigí, sabiendo que era improbable que cumpla con ello.
- Está bien, no te preocupes. Gracias. – dijo.
Me bajé del auto. Entré a casa. Andrés estaba en el living oscuro mirando una película. Si hubiese reparado en el ruido del auto cuando llegamos, y si se hubiese asomado por la persiana, me hubiera visto en acción, y así me evitaría tener que mentirle descaradamente.
- Hola gordi. – saludé a la distancia. – ya vengo, no doy más de las ganas de a ver pis. – le mentí, porque no quería que sienta el olor a semen en mi boca o en mi mano.
Me lavé, y me limpié los dientes, y después sí, fui a saludarlo con un cariñoso beso. Esa noche hicimos el amor.
No creo que haya un segundo encuentro con Walter, pero en varias ocasiones vi su auto merodeando por el barrio.
Fin.
6
Estaba frente a la computadora, casi desnudo. Mi bóxer había caído hasta los talones. Mi culo peludo apoyado sobre el asiento de madera. Mi mano masajeaba la verga. Me costó contener el orgasmo, pero quería aguantar hasta el final. Casi lo logro. Pero cuando leí cómo Walter eyaculaba, yo mismo empecé a hacerlo. Mi mano se quedó manchada de semen, igual que la mano de Valeria con el semen de Walter.
Quizá debería sentir rencor hacia el conductor de Uber. Pero no me cayó mal en absoluto. Además, tenía razón en algo que dijo, y como consecuencia, Valeria estaba errada. Si yo no me molestaba cada vez que un tipo miraba sus piernas largas, o su hermosa cola con forma de manzanita, era porque eso sucedía casi todos los días. Hubiese sido absurdo molestarme cada vez que pasaba. Además, a la propia Valeria no le molestaba.
Fui al baño a limpiarme. Intenté recordar aquella noche en que yo estaba viendo una película, mientras mi mujer se la chupaba a un desconocido a sólo unos metros de distancia. Pero el relato fue subido hace seis meses y me resultaba muy difícil identificar esa noche en particular. Además, era muy común que Valeria saliera con sus diferentes grupos de amigas, una o dos veces a la semana. Me di por vencido. Sólo debía conformarme con saber que, en una de esas noches de hace aproximadamente medio año, Valeria estaba recibiendo en su mano la eyaculación de un tal Walter. Alguna de esas noches, una vecina estuvo cerca de descubrir a mi esposa metiéndome los cuernos en la puerta de nuestra casa.
Volví a sentarme frente a la computadora. Revisé el celular. Había recibido un mensaje de Marcos. Decía que estaba preocupado, y me repetía que no lea aquellos relatos. Le aseguré que no lo haría. Luego llamé a Valeria, pero por supuesto, su celular estaba apagado. Intenté contactara por Facebook, pero me había bloqueado. El mismo resultado obtuve con Instagram.
De todas formas, el leer los relatos era como hablar con ella. Así que la necesidad apremiante que tenía de que dé la cara, resultaba cada vez menos razonable. Si bien no terminaba de entender, ni nunca entendería, el por qué me había abandonado así, y mucho menos, el por qué había llevado sus infidelidades a límites tan extremos, sí pude entender que yo tenía parte de culpa en el fracaso de nuestro matrimonio. Nunca reparé hasta qué punto algunas actitudes mías la irritaban. Y también fue un error garrafal no hacer caso a todas las señales que me enviaba cada vez que me era infiel. Siempre me generó ciertas sospechas sus salidas continuas, pero nunca le di la importancia que se merecía.
Tal vez, en el fondo, siempre fui un cornudo consciente.
Tenía mucho sueño, pero no quería ir a dormir. Me preparé un café fuerte. Tomé un sorbo largo. Abrí las pestañas de los siguientes relatos que pretendía leer. Era absurda la indecisión que surgió en ese momento, porque sabía que leería ambos e incluso algunos más. Quizá se debía a la ansiedad que se había apoderado de mí desde que empecé con el relato de “L”. Ahí estaban los dos relatos. En uno me enteraría cuál de sus alumnos se había animado a tocar a mi mujer. Alguno de esos pendejitos que pretendían ingresar a la universidad, cuando vino a mi casa, se había tomado la libertad de poner sus manos en Valeria. Me llamó la atención el título del relato. Parecía insinuar que el chico no había hecho más que tocarla. A estas alturas, conociendo a mi esposa mucho mejor de lo que la conocía hace unas horas, me resultaba difícil creer que todo quedara así.
Por otra parte, estaba el relato “Sometida por el enemigo de mi esposo”. Este título era demasiado impactante. Ya sospechaba de quien se trataba. ¿Cómo podía haber caído en los brazos de aquel violento hombre? ¿Cómo podía entregarse a alguien que había sido tan maleducado y agresivo conmigo? Pero no debería sorprenderme. Ya nada debería sorprenderme.
Sin embargo, este último relato tenía cuatro partes. Era mejor dejarlo para el final, como si fuese el plato principal.
Cliqué la pestaña donde estaba “Mi alumno se animó a tocarme”. Me bajé el bóxer, convencido de que tendría otra erección.
7
Mi alumno se animó a tocarme
Como todos saben, soy profesora particular de Matemáticas. Por distintos motivos, nunca di clases en escuelas, salvo algunas cortas suplencias. La docencia no es algo que me apasione, sólo hice el profesorado de matemáticas, porque mis padres, cuando yo contaba con diecinueve años, se pusieron muy insistentes con el tema de que debía hacer algo productivo con mi vida. Elegí esta profesión porque no me iba mal en matemáticas, y era una carrera más corta que una universitaria. Sin embargo, nunca tuve grandes habilidades pedagógicas, ni tampoco sentía una gran atracción por los niños pequeños.
Desde que me casé con Andrés, a los veinticuatro años, él se ocupó de satisfacer todas mis necesidades. Si bien sólo es un empleado de nivel intermedio, siempre se las arregló para que no me faltara nada. El hecho de que sus padres nos regalaran una casa, también contribuyó a que pudiésemos llevar una austera, pero cómoda vida de jóvenes de clase media.
Sin embargo, mi marido es bastante tacaño a la hora de comprarme cosas. No entiende que las mujeres, a diferencia de los hombres, no nos arreglamos con cuatro o cinco mudas de ropa. No puedo llevar la misma ropa cada vez que me encuentro con las chicas. Y, sobre todo, me gusta mucho la lencería íntima. Andrés no sabe apreciarlo. Para él todas mis tangas son iguales, y no le atrae en lo más mínimo los disfraces, o las transparencias.
Tengo que reconocer que mi necesidad de tener ingresos propios surgió hace tres años, fecha que coincide con la primera vez que engañé a Andrés. ¡Cuántos recuerdos! Y pensar que aquella vez me sentí tan sucia, tan culpable. Si mi yo de ese entonces supiera todas las cosas que haría en el futuro, enloquecería.
Perdón, ya estoy imaginando las voces de algunos lectores quejándose porque me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que hace algunos años, decidí dar clases particulares de matemáticas. Cerca de casa hay una universidad, así que pegué volantes en algunas de las paradas de colectivo. Pronto me empezaron a llamar chicos y chicas ansiosos por aprobar el curso de ingreso de la universidad.
Supongo que, en mi inconsciente, el hecho de haber elegido dar clases a chicos ya creciditos, fue con doble intención. Desde mis primeros momentos de profesora, me encontré con muchachos atractivos. Muy pocos eran los que no me miraban con interés, y alguno que otro se animó a invitarme a salir. Pero como saben, en mis primeros años de mujer infiel, tenía muchos temores y limitaciones, y por otra parte, esos chicos inexpertos tampoco supieron usar las palabras adecuadas para seducirme.
Pero en febrero, en medio del calor bochornoso del verano, un chico bello y atolondrado se presentó en mi casa.
Normalmente trato de vestirme lo más seriamente posible cuando recibo a mis alumnos. Pero este verano se rompió el aire acondicionado de la planta baja, y Andrés, como siempre, tardó mucho en hacerlo arreglar. Mi nuevo alumno se llamaba Benito, y su aspecto era tan tierno como su nombre. Delgado, petiso, incluso más que yo, de saltones ojos celestes, pelo rubio, peinado con un jopo, y mejillas eternamente rojas, como si viviera avergonzado. Sus ojos se abrieron como platos cuando vieron a su profesora particular. creo que ese día me había puesto mi vestido floreado. Es bastante suelto, su escote no es muy grande, y casi me llega a la rodilla. Pero de todas formas llamó mucho su atención. En realidad, casi todo lo que uso parece ser muy seductor para los hombres. Algo en mis genes, en mi fisionomía, hacen que, use lo que use, parezca atractiva. Mi cola se mantiene parada sin necesidad de mucho ejercicio; mis piernas son muy largas, mis caderas curvas, mis pechos, pequeños, pero bien paraditos. Soy una privilegiada y uso ese privilegio a mi favor.
- Hola, soy Benito, yo llamé ayer por teléfono. – Me dijo el chico, al otro lado de la reja.
Abrí el portón. Lo saludé con un beso. Fuimos a sentarnos a la mesa de la cocina, y ahí fue la primera clase, llena de miradas curiosas y sonrisas nerviosas.
Benito era el típico nene de mamá de clase acomodada. Había ido a una escuela privada, pero sus conocimientos en matemáticas eran escasos. Me sorprendió que haya podido pasar el secundario. Pero, de todas formas, sus ganas de empezar una carrera hacían que toda la vagancia a la que estaba acostumbrado fuera reemplazada por un inusitado entusiasmo por los números. Había comenzado el curso de ingreso en la universidad esa misma semana, y traía los ejercicios que le mandaban de tarea.
Esa era la dinámica de nuestros encuentros. Él venía con los ejercicios, y los hacía frente a mí. Yo se los corregía, y sin resolverlos por él, le indicaba en qué cosas se equivocaba. También repasábamos conceptos elementales que no tenía frescos.
Durante el mes que duró el curso de ingreso, Benito venía dos o tres veces a casa. Al principio se comportaba muy tímidamente. Respondía con monosílabos, y me miraba de reojo cada vez que me levantaba para servirle un vaso de agua, o para buscar cualquier otra cosa. A mi me daba mucha ternura su timidez exacerbada. Después de la tercera clase, cuando ya lo sentía con un poco mas de confianza, me tomaba unos minutos para preguntarle cosas ajenas a las matemáticas. Se puso como un tomate cuando le pregunté si tenía novia. imagínense si le preguntaba si era virgen.
Si bien venía hasta mi casa sólo, siempre pasaba a buscarlo su papá, que, dicho sea de paso, también me tenía mucha hambre. Todas estas cosas me daban mucha dulzura, y como todo en mi vida, este sutil cariño que empecé a sentir por él se degeneró hacia el lado sexual.
Empezó a obsesionarme la idea de si era virgen o no. Como ya saben, en mis encuentros sexuales no sólo pienso en mis fantasías personales. También me gusta cumplir los deseos de los hombres que me poseen. No hay nada que me resulte más placentero que ver el comportamiento de mis compañeros sexuales cuando hago en detalle, lo que ellos me ordenan. Estaba segura de que a Benito le volaría la cabeza debutar con su profesora de matemáticas. Sería una anécdota para contarle a sus nietos.
Empecé a seducirlo sutilmente. En general lo esperaba con mis vestidos, sobrios pero bonitos, o con una pollera y una blusa. Cuando entraba en casa, y caminábamos hasta la cocina, Benito siempre iba detrás de mí. Aproveché esa situación para jugar con él. Cambiaba bruscamente el ritmo de mis pasos, cosa que hacía que Benito, involuntariamente, chocara con mi cuerpo, haciendo contacto su pelvis con mis nalgas. Él se disculpaba, sonrojado. Y tomaba mayor distancia. Esto sucedió cuatro o cinco veces, y quizá el chico había entendido la indirecta, porque en una ocasión en que, de repente, disminuí la velocidad de mis pasos, me encontré con la cara externa de su mano, que rozó mis glúteos por unos instantes.
También tomé la costumbre de caminar de acá para allá, mientras él resolvía los ejercicios. Dejaba una estela de perfume a su alrededor. Y Benito, cada dos por tres, levantaba la vista del cuaderno, para mirarme arriba abajo. Nuestras miradas se cruzaban cada tanto. Él se ponía rojo y hundía la cara en elcuaderno. Pero como nunca lo reprendí por distraerse con mi figura, a medida que pasaban las semanas, me miraba con mayor obviedad, y hasta se animaba a sostenerme la mirada cuando yo “descubría” que me estaba observando.
Sin embargo, el tiempo pasaba, y no se había animado a hacer ni decir nada. Pero no lo culpaba. Apenas tenía dieciocho años y su inexperiencia era evidente.
El curso de ingreso llegó a su fin. Faltaba sólo una semana para que rinda el examen de, y yo estaba casi convencida de que no pasaría nada con él.
En las otras materias iba bien, pero en matemáticas, si bien había avanzado mucho, no e
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Lo siento, me acabo de dar cuenta de que no se publicó completo. Supongo que fue debido a la extensión. Y subo el resto