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Telma

Una mañana de vacaciones salí de la ciudad en compañía de Miguel, Braulio, Isabel, Telma, Erika, Laura y Luisa. Casi todos teníamos 24 años (eran compañeros de generación –y degeneración), salvo Miguel, que tendría 21 o 22, Y Luisa, de 27, vecina de Isabel y Telma, quienes rentaban un pequeño depa. Íbamos a uno de tantos balnearios del valle de Cuernavaca en la nave de Luisa, a quien le había tocado ser “conductora designada”.
Isabel y Braulio eran novios desde segundo año, y Luisa andaba detrás de los huesitos de Miguel, quien no pertenecía a nuestro grupo de amigos y por primera vez iba con nosotros; las tres chicas restantes y yo, éramos buenos amigos desde tiempo atrás, y salvo a Erika, a quien al principio yo le había tirado los tejos, sin resultados, nunca hubo entre nosotros otra cosa que amistad. De modo que nos acomodamos en la nave, un lanchón de los años setenta, los tres tíos en la cajuela y las cinco chicas sentadas, y tomamos rumbo al sur.
Laura es gorda y grande, y poco atractiva en términos generales, en cambio Erika y Telma, sin ser unas diosas, tienen lo suyo: la primera tenía unas tetas de campeonato y unas buenas piernas, aunque algunos michelines que hacían perder su cintura. Telma mide cerca de 1.65, lo que es bastante en México, y una cara no bonita sino pícara, y un cuerpo bien proporcionado, aunque sin ser espectacular.
El balneario estaba casi vacío, de modo que lo usamos casi para nosotros, bebiendo cerveza en cantidad más que regular, y jugando como críos. De pronto, Braulio e Isa y Miguel y Luisa empezaron a jugar “caballazos” (juego que consiste en que la chica monta en hombros del chavo, dentro de la alberca, y a punta de empujones y jalones trata de derribar a la otra jinete), y Erika montó en la rolliza Laura, incorporándose y, para no ser menos, Telma montó en mi.
Al principio fue, como los anteriores, un juego de críos, pero el hecho de asir fuertemente a Telma de las piernas, muy cerca de sus ingles, me fue poniendo cachondo, haciéndome sufrir, pues no era plan que mis amigos (mis amigas) me vieran en traje de baño con el pito parado, pero no podía dejar de acariciarle disimuladamente las piernas a Telma, los músculos en tensión por la actividad, la “piel de gallina” por el frío del agua, y así hasta que una de las veces que Telma vino al suelo, o sea al agua, cayó sobre mí y sintió claramente la dureza de mi miembro, cuya erección ya no había podido yo evitar. Me miró con ojos raros y yo enrojecí y pedí paz y, antes de que los demás vieran nada, di un par de vueltas a la alberca, hasta que el pito recuperó su estado de reposo... o casi. Los demás, cansados, dejaron también el juego.
Entonces, mientras Braulio e Isa desaparecían, Telma, en lugar de echarse al sol al lado de Luisa, Erika, Laura y Miguel, se me acercó con dos cervezas en la mano, y empezó a platicar de banalidades, antes de sugerirme ir a una de las pozas de agua termal.
Hablábamos de cosas intrascendentes hasta llegar a la poza, en que la plática recayó en nuestros novios: ella tenía casi seis meses de haber terminado con Sergio, un tipejo despreciable, y yo andaba penando, una vez más, por culpa de Gilda. De los novios al sexo el tránsito fue natural y ante nuestras lamentaciones, ya para entonces con sentido cada vez más evidente, terminé por decirle que siempre me había gustado (lo que era cierto a medias), y, cortado, “ya vez como me pusiste, hace rato”.
Entonces nos empezamos a besar, ahí, dentro de la poza. Tiene unos dientes grandes, pero blancos y parejos, y unos labios enormes a cuyo contacto el pito volvió a parárseme. Yo le acariciaba la espalada y la cintura, que el traje de baño dejaba al descubierto, y me excitaba cada vez más, conforme ella me encajaba las uñas, hasta que la llegada de unos chamacos a la poza nos obligó a parar.
Los besos que me dio me hicieron jurarme que esa noche la tendría, y temer que se echase para atrás. Pero la suerte me sonrió, porque después de comer, bastante tarde, todos nos vestimos (ella se puso una mini de mezclilla y una delgada blusa de algodón, aunque dejó un jersey a mano) y preparamos el regreso, sólo que ahora Luisa pidió que Miguel fuese junto a ella, y como Braulio e Isabel ocuparon la cajuela, donde se fueron besando y acariciando un buen rato, los demás tuvimos que apretarnos en el asiento de atrás, y yo entré primero, sentándome hasta la izquierda, y Telma, como quien no da importancia al hecho, se sentó en mis piernas. Laura iba en medio y Erika en la otra ventana. Las muchas cervezas bebidas fueron haciendo su efecto, y pocos kilómetros adelante Laura se durmió, mientras Erika empezaba a cabecear. Entonces, con la mano izquierda empecé a acariciar el muslo de Telma, sin que ella dejara de platicar con Luisa y Miguel.
Mi mano fue subiéndole poco a poco la falda, y ella se acomodó sobre mí, sin que los demás se dieran cuenta, de modo que mi pierna izquierda quedó entre las dos suyas, que se abrieron sensiblemente, orientando dicha abertura hacia la puerta. Yo, entonces, pasé la mano de la cara externa a la interna del muslo, y fui subiendo la mano, hasta descubrir, con enorme gusto, que no traía bragas. Con el índice busqué su clítoris, encontrándolo no sin trabajo (es pequeño, escondido en sus pliegues), y lo empecé a masajear, mientras los dedos medio y anular, por sí mismos, empezaron a tocar suavemente sus labios vaginales. La mano derecha, para no ser menos, se posó en su cintura, mientras ella seguía haciendo alarde de seguir platicando.
A la altura de Topilejo, con los pezones rígidos por el frío y la excitación, ya no hablaba. Mi mano estaba húmeda y pegajosa por los fluidos que habían ido brotando, y un largo suspiro me hacía pensar que la había llevado al orgasmo. Yo traía a mi hijo dilecto más bien amorcillado, pidiéndole que me esperara, que esa noche cenaríamos.
Cuando pasamos la caseta de cobro, Telma movió por fin sus manos, quitando las mías de donde estaban, y se acomodó falda y blusa, poniéndose el jersey. Unos minutos después despertamos a Erika, que vivía en Tlalpan, y luego fuimos a dejar a Erika a su casa. No habían dado las nueve y Telma, con voz ronca, dijo “Miguel, Pablo, ¿no van a tomarse la última a casa?”, y aquel, que venía avanzando sobre Luisa, aceptó presto.
Llegamos los seis al pequeño departamento que Isabel y Telma rentaban en la Colonia Ajusco, y como era de esperarse, luego del primer tequila Braulio e Isa se retiraron a sus aposentos, y Luisa y Miguel al departamento vecino, que rentaba aquella. Tan pronto nos quedamos solos, Telma y yo empezamos a besarnos otra vez y a acariciarnos.
Algunas veces, entrada la madrugada, había yo dormido en un sofá cama de la recámara de Telma: insisto, éramos, seguimos siendo, grandes amigos, y con todo, esa noche sentí que entraba a su habitación por vez primera. Alcanzamos, todavía a asegurarnos que según recientes análisis, ninguno de los dos tenía SIDA, y decidimos confiar el uno en el otro, a falta de paracaídas.
Encendí la luz mientras cerraba la puerta con el pie, y le quité la blusa y el sostén, liberando sus blancos pechos, grandes como globos, con unos pezones diminutos pero amenazantemente erguidos, y empecé a masajearlos metiéndome los pezones en la boca, uno tras otro, mientras ella me desabrochaba camisa y pantalón. Pronto estuvimos desnuditos los dos, parados, apretando nuestros cuerpos uno contra otro. Mi boca subió de sus pechos a su boca y mis manos bajaron a sus nalgas. Ahora sí, y aunque aún no lo tocaba Telma, mi pito estaba que estallaba.
Las puntas de sus dedos recorrían mis nalgas, y sus uñas se encajaban en mi espalda, mientras yo exploraba la forma y suavidad de sus nalgas y su cintura, y el beso se prolongaba, con nuestras lenguas en guerra. La fui empujando hacia atrás y pronto llegamos a la orilla de su cama, donde la senté, y empujando su torso para atrás, me hinqué ante ella, y abriéndole las piernas ataqué su coño, gordo y sonrosado, con una delgada hilera de vellos castaños, y luego de recorrer sus labios, mi lengua se abrió camino hasta su pequeño clítoris, succionándolo y presionándolo tal como Ariadna me había enseñado a hacerlo años atrás. Sus suspiros se fueron transformando en gemidos sordos y me jaló, gimiendo “métela, métela ya cabroncito, ya”, cosa que hice. Estaba bastante húmeda y mi cachorro favorito se deslizó suavemente, en un solo envión, hasta el fondo, haciéndome ver estrellas. Al sentirme, empezó a mover muy lentamente sus caderas en pequeños círculos, mientras yo, con igual lentitud, emprendía el viejo mete-saca, desde la punta hasta los huevos. Yo quería retardar la situación, gozarla al máximo, pero mi verga, alborotada desde varias horas antes, pensaba por sí misma, y me vine demasiado pronto, inundando su dulce cueva.
Ella quería más. Me empujó y me hizo rodar sobre la cama, y tomando una toalla húmeda me limpió la verga y así, a media asta como estaba, se la metió en la boca, haciéndola recuperar rápidamente su posición de combate, y tan pronto lo logró, me montó salvajemente, hasta venirse. Sin dejarla salir, me levanté, la recargué en la pared, sin sacársela, y mientras ella rodeaba mi espalda con sus piernas, terminé dentro de ella por segunda vez.
Nos dormimos acariciándonos. Ella me daba la espalda, hecha un ovillo, y yo acariciaba sus pechos. Así desperté con la luz del día, y empecé a tocarla, a buscar su clítoris. La quería otra vez y la tuve, y repetimos luego un par de veces (ya les contaré de una de ellas, en la boda de unos amigos suyos de Cuernavaca), hasta que ella empezó a salir con un gran amigo mutuo, con el luego se casó, y nuestra deliciosa noche de balneario quedó como un secreto entre nosotros, aunque Braulio e Isabel siempre sospecharon.

sandokan973@yahoo.com.mx
Datos del Relato
  • Autor: sandokan
  • Código: 2486
  • Fecha: 13-05-2003
  • Categoría: Hetero
  • Media: 5.33
  • Votos: 24
  • Envios: 1
  • Lecturas: 3008
  • Valoración:
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