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Cuando me desperté, una sensación de plenitud me había invadido. Como si mis problemas se hubiesen desvanecido, como si hubiese dormido plácidamente más de ocho horas, sin tormento, sin pesadillas. Me incorporé ligeramente, con cierto miedo a que la paz que reinaba dentro de mí se volatizara y vi el enorme salón lleno de butacas de diseño, de cuero blanco, mullidas, acogedoras. También aprecié el piano blanco de cola en medio del salón, con partiduras caídas en el suelo, como una lluvia de alas sedosas.
Me acordé de la música de la noche anterior, en bucle, algo clásico y agradable, las velas de jazmín y flor de azahar esparcidas por todos los rincones, el cosquilleo que me había producido al principio y que, rápidamente, se había convertido, para mi sorpresa, en un placer inmenso. Me levanté, poniendo mis pies desnudos sobre el mármol frío y me acordé de la sensación… Busqué, saltando como un niña sobre las alfombras persas, para no tocar el suelo, mis medias de nailon que estaban tiradas en una de esas butacas, al lado de mis zapatos, y empecé a enrollarlas con delicadeza entre mis dedos, para ponérmelas. Observé, de repente, que algo sobresalía de uno de mis zapatos. Me agaché y cogí el papelito que estaba doblado con esmero. Lo abrí y descubrí una frase escrita con mi lápiz negro de ojos. Una frase que, ahora sí lo tenía claro, me había susurrado él a lo largo de la noche.
Sonreí.
La noche anterior, había quedado con unos amigos de la oficina, pero, esta vez, acudí sin demasiadas ganas al bar de siempre. Intuía que íbamos a hablar de trabajo. Fuera de la empresa, habíamos pactado no mencionar al jefe ni la cantidad de estrés que sufríamos todos y que, en resumidas cuentas, quedábamos para pasárnoslo bien. Nada más. Pero esa noche iba a ser diferente porque a Raúl le habían ascendido. Ya veía el panorama: brindis por Raúl que iba a empezar el lunes en su nuevo despacho de alto ejecutivo, brindis por el jefe que había propuesto su nombre a Dirección, brindis por nosotros… No me hacía ninguna gracia acudir. Pero me gustaba Raúl y me alegraba mucho por él.
Llegué pasadas las diez de la noche, enfundada en un vestido de tubo negro, con cuello cisne y unos stilettosrojos altísimos. En el callejón que llevaba al bar, sabía que mi look llamaba la atención, pero no me molestaron los silbidos de los hombres que se dieron la vuelta para ver cómo mi culo se contoneaba bajo el vestido ceñido. Cuando abrí la puerta del local, ya estaban todos. Vi un brillo especial en los ojos de Raúl que, aunque me mirara discretamente, sin perder la compostura, no podía ocultar que estaba deslumbrado. Vino a mi encuentro y, dándome un beso en la mejilla, me susurró:
–Estás esplendida esta noche. Bueno, siempre estás espléndida, pero hoy, estás especialmente increíble.
Le devolví el beso a modo de agradecimiento y saludé al grupito que ya había pedido unas cuantas botellas de champagne.
–¡Wauuuu! Veo que no vais de farol esta noche –exclamé al observar varias botellas de Dom Pérignon Gran Reserva en la mesa.
–Paga Raúl –dijo Eli, riéndose, mientras acercaba su flauta a la boca–. Al fin y al cabo, a partir de ahora, va a ganar más pasta que todos nosotros…
Eli se bebió el champagne de un trago y, con una servilleta de papel, limpió el carmín rojo que había manchado el borde de su flauta. Todos nos pusimos a reír. Si no recuerdo mal, fue el momento más divertido que compartimos todos juntos esa noche. Eli con su servilleta de papel deshilachada, Eli retocándose los labios con un espejito de bolsillo, Eli bebiendo directamente de la botella…
Pasaron las horas y las botellas, los canapés deliciosos y las miradas encendidas de Raúl hacia mí. Horas y horas hablando de trabajo, como me temía, pero con algún respiro cuando Raúl se dirigía exclusivamente a mí. Parecían pequeñas treguas que combatían el aburrimiento. No tenía demasiadas ganas de participar en la conversación y solo pensaba en irme a casa ya y quitarme rápidamente esos malditos stilettos que me aprisionaban los pies. Incluso estuve a punto de quitármelos bajo la mesa, pero temí no poder volver a ponérmelos después. Así que me aguanté. Hasta que no pude más y mi rostro empezó a crisparse en una extraña mueca que, al parecer, solo notó Raúl…
–¿Te encuentras bien, Laura? –me preguntó cuando vio que me levantaba, decidida a irme a dormir.
–Sí, sí, no te preocupes. Creo que ya es hora de que me vaya. Mañana tengo una reunión importante y no son horas para mí –mentí.
Una vez de pie, me puse a andar a duras penas, intentando disimular. Pero fue en vano. Comencé a dar pequeños tumbos de derecha a izquierda y supongo que todos pensaron que estaba borracha. Pero no era eso. Me costaba horrores andar sobre esos tacones infinitos, que parecían un alambre punzante. Raúl se levantó en cuanto me vio titubear y, con la galantería que siempre le ha caracterizado, anunció que me iba a acompañar a casa. Me negué; al fin y al cabo, era su fiesta. No me hizo caso y se despidió de todos.
–No estoy borracha, Raúl –le dije cuando estuvimos fuera.
–Lo sé, Laura. No has bebido ni un tercio de lo que nos hemos metido el resto en el cuerpo.
Me paré en seco y lo miré, poniendo cara de no entender a dónde quería llegar.
–Sé que te duelen los pies, Laura. Estos zapatos que llevas son maravillosos y muy sexis, pero tú siempre llevas bailarinas…Así que, por lógica… ya sabes…–dijo, agachándose para quitarme con delicadeza los stilletos.
Perspicaz, Raúl, muy perspicaz… Siempre lo había intuido…
Acabé, no sé muy bien cómo, en su casa; mis zapatos en los bolsillos de su americana Hugo Boss y andando de puntillas, con un agujero enorme en mi media derecha de nailon. Éramos ridículos los dos. Pero éramos naturales. Me senté en una butaca increíblemente cómoda, se quitó la chaqueta y puso un CD de Schubert. Las primeras notas empezaron a surgir y él se instaló a mis pies como quien quiere hacer una confidencia.
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