LËILA Y MORA
Cuando horas después, Lëila regresó a casa de sus abuelos y a pesar de sentir su cuerpo derrengado, lo disimuló por la resplandeciente efervescencia que ponía un brillo distinto en sus ojos claros. Esa noche no concurrió a la milonga, pero en la soledad de su cama rememoró cada uno de los actos protagonizados con la impetuosa bailarina, dejando que sus manos los corporizaran en morosas caricias a su cuerpo para finalizar en una larga, despaciosa y satisfactoria masturbación que, en la modorra del orgasmo la sumió en una nebulosa en la que campeaba la imagen idealizada de Mora.
Acuciada por las adormiladas necesidades sexuales que despertara la bailarina y un ansia casi infantil de agradarle, a pesar de las severas miradas de su abuelo, la noche siguiente se puso un vestido que, sin breteles, se ajustaba al cuerpo como una funda haciendo innecesario el uso de corpiño pero la corta falda que apenas cubría sus sólidas nalgas, la obligó a colocarse la protección de un mínimo slip para no dejar expuesto el sexo.
Arribada a la milonga y tras ser recibida calurosamente por la bailarina, esta la condujo hasta la barra y en tanto la aleccionaba con su seductora voz oscuramente ronca haciéndole ver las distintas actitudes de las parejas que se deslizaban por la pista, manteniéndola de espaldas casi apoyada contra su pecho, una de sus manos se escurrió hacia los muslos de la muchacha para ir ascendiendo por ellos en suaves roces de los dedos e introduciéndose por debajo de la cortísima falda, acariciar las nalgas y jugueteando con la delgada tira de la bombacha, perderse por la hendidura hasta tomar contacto con el ano.
Balbuciendo su vergüenza por lo que creía era evidente a todos los presentes, la francesita no atinó a otra cosa que quedarse quieta pero su cuerpo instintivamente ciñó apretadamente los esfínteres anales ante la estimulación de los dedos. Comprendiendo su azoramiento pero segura de las reacciones de la joven, Mora desestimó el roce al ano para dejar que centímetros más abajo los dedos buscaran los labios de la vulva y uno de ellos, penetrándolos, recorrió el humedecido óvalo para finalmente hundirse en pausada masturbación en el agujero vaginal.
Embelesada por el placer que ese dedo le proporciona, la joven no quitaba la vista de los bailarines y en tanto Mora le susurraba quedamente al oído los momentos que le haría vivir cuando estuvieran a solas, con la boca dejando escapar un suave y corto jadeo y los ojos abiertos como hipnotizada, sintió como otro dedo se sumaba al primero y engarfiados rebuscaban en la vagina sobre el caldoso jugo que la inundaba.
Para quien las viera desde la pista en la semi penumbra de la barra, sólo eran dos mujeres impasiblemente absortas ante los floreos de la danza, pero a Lëila le costaba mantener esa aparente indiferencia a causa de lo que los dedos ejecutaban en su sexo. Imperceptiblemente y en una respuesta más animal que consciente, sus piernas se habían ido separando para permitir que la mano de Mora se moviera a su capricho y esta, percibiendo la entrega de la muchacha, añadió un tercer dedo. Esa vez la muchacha no pudo reprimir un quejido pero el chistido imperioso de la mujer la obligó a aparentar una calma que no sentía y mordiéndose los labios, soportó con un placer infinito esa cópula manual que la elevaba a niveles desconocidos del goce.
Presumiendo acertadamente que Lëila no soportaría la tensión cuando su excitación la llevara al clímax, la bailarina la tomó de un brazo para abrirse paso entre los concurrentes y conducirla al baño de mujeres. No bien entraron y tras comprobar que estaban solas, la mujer trabó la puerta para luego empujarla suavemente contra el mármol de los lavabos.
La excitación provocada por aquella masturbación había sacado de madre a la muchacha y no sólo aceptó el abrazo de Mora sino que ella misma aferró su cabeza para hundir sus labios en aquella boca lujuriosa. El cuerpo poderoso de la mujer se acoplaba al suyo de tal manera que aun a través de las ropas percibía su anatomía cómo si estuviera desnuda.
En medio del fragoroso acezar de ambas y de las entrecortadas promesas que se prodigaban una a la otra, los besos, lamidas y chupeteos elevaban su exaltación y en tanto las manos de la joven buscaban introducirse dentro del profundo escote a la búsqueda de los senos, la habilidosa experiencia de la bailarina deslizó la ajustada pechera de aquel vestido sin breteles para que sus pechos quedaran temblorosamente libres.
La boca codiciosa se deslizó por el cuello para buscar ávidamente los vértices conmovidos y la lengua tremoló vibrante contra las aureolas para luego fustigar rudamente la excrecencia del pezón. Mientras acariciaba agradecida la cabeza de la mujer, sentía como sus manos auxiliaban a la boca con el sobamiento de las carnes y cuando los labios rodearon las mamas para succionarlas y mordisquearlas hasta hacerla estremecer de placer, de manera primitivamente animal y en su jerigonza de francés y español, le suplicó con explícita grosería que la hiciera gozar con su boca y dedos en el sexo.
Acuclillándose a su frente luego de alzar hasta la cintura la breve falda del vestido, Mora destrozó los delgados elásticos del pequeño slip para levantarle una pierna y apoyándola en su hombro, hundir su boca en el sexo que ya se le ofrecía oscurecidamente dilatado, dejando ver su rosáceo interior. Como las fauces de un hambriento animal carnicero, labios y lengua se prodigaron afanosamente sobre la entrepierna en prodigiosas lamidas y chupadas mientras Mora incrementaba aun más su excitación oliendo los fragantes efluvios de la velluda alfombra.
Haciéndole acomodar el borde de los glúteos cobre el del mármol y con los hombros apoyados contra el espejado fondo, mientras la lengua se agitaba eléctricamente en la zona del perineo para luego ir ascendiendo por la abierta hendidura entre las nalgas, los dedos índice y pulgar apresaban entre ellos los oscurecidos pliegues de los labios menores para estregarlos vigorosamente y, cuando la lengua complementó su estímulo a los esfínteres anales con intensas chupadas de los labios, alternaron esos fuertes roces con la excitación al clítoris por medio de recios retorcimientos del órgano.
Recostando su hombro contra el gran espejo, Lëila no podía contener los ayes y exclamaciones complacidas por el goce que experimentaba y asiéndose a las canillas, agitaba la pelvis espasmódicamente mientras suplicaba a la mujer que la hiciera acabar.
Complaciéndola, la bailarina subió a lo largo del sexo en medio de un angurriento juego de labios y lengua hasta que estos se alojaron sobre el inflamado clítoris. En tanto la lengua escarbaba debajo del capuchón en procura de esa cabecita rosácea, alternándose con los labios que concurrían a succionar apretadamente el tubito carnoso, dos dedos fueron introduciéndose en la vagina para encorvarse en su interior y recorrerlo por entero a la búsqueda de la callosidad del Punto G y, cuando la ubicó, la intensidad del rascado se amoldó al ritmo de la boca para llevar a la joven a una histérica expansión de su placer.
En medio de rugidos y bramidos, la francesita bendecía a quien la estaba transportando a tan excelso deleite mientras proclamaba la inminente obtención de su orgasmo y entonces fue cuando Mora se prodigó por entero a satisfacerla; formando un verdadero falo, tres dedos ahusados zangolotearon en la vagina encharcada por los jugos en tanto que un largo pulgar se introducía en el ano con idéntico ritmo.
Aquello colmaba en exceso las expectativas de la muchacha y sintiendo que sus entrañas parecían desgarrarse para ir en procura del volcán ardiente del sexo, soportó alucinada el movimiento de los cuatro dedos de la mujer mientras disfrutaba como nunca con la sodomización y así, dejándose caer contra el espejo, experimentó la más abundante efusión de sus líquidos por entre los vertiginosos dedos de su amante.
Inclinándose sobre ella, la bailarina depositó en sus labios una exquisita mezcla de saliva con los fragantemente dulces jugos del útero y mientras la besuqueaba tiernamente, fue haciéndola salir de su marasmo. Logrado su objetivo y refrenando los mimosos intentos de la muchacha por reanudar el juego lésbico, la ayudó a recomponer sus ropas y arrojando los restos del slip por un inodoro, restauró su propio maquillaje. Mientras terminaban de peinarse y pintar los labios, la mujer le dijo que estaba esperando un llamado para concurrir a un sitio en donde ella conocería lo que era el verdadero sexo de los argentinos.
Aun en la joven subsistía un trasfondo decente y casi en ingenua protesta, le dijo que con ella había accedido a hacer todo lo que hicieran no porque fuera libertina y promiscua sino porque estaba realmente subyugada por ella y había sentido de esa forma cada acto a que la sometiera.
Besándola cariñosamente en la boca y en tanto la abrazaba con mimosa solicitud, le explicó que la vida consiste en dar pasos por un camino que no tiene retorno y que ella se había adentrado tan profundamente en uno del que ya le sería imposible volver atrás. Acallando las azoradas preguntas de Lëila con otro beso y llevándola amorosamente hacia la barra, pidió al barman que les preparada unos tragos.
Cuidadosamente estudiado, el cóctel tenía una mezcla de jugos y licores que lo hacían irresistiblemente agradable, por lo que quienes lo bebían degustaban hasta la última gota sin advertir que en realidad era el vehículo para transportar ciertas drogas que, en el caso de Lëila, eran tres pastillas de Rohypnol y dos de Keratina meticulosamente molidas. Deleitada por los sabores de la bebida, la joven no tomó conciencia de que la combinación perfecta de esas drogas llamadas “de la violación”, la sumergiría en un estado que, con la influencia casi catatónica de sumisión hipnótica de la primera unida a la eufórica obediencia de la segunda, la convertían en la víctima ideal para los fines de la mujer.
Desconociendo que el cóctel estaba surtiendo el efecto deseado, Lëila notó como todo a su alrededor parecía haber adquirido una nueva luminosidad y transparencia mientras que los colores cobraban mayor intensidad, así como la música semejaba penetrarla por cada poro de la piel. Súbitamente, su cuerpo semejaba tener una extraña liviandad y la exaltación que la inundaba había borrado todo rastro de cansancio. Evidenciando una bulliciosa exacerbación casi adolescente, asintió entusiasmada cuando la bailarina la invitó a seguirla para subir a un coche de alquiler y a no muchas cuadras arribar a una elegante casa.
Con los ojos brillantes y una espléndida sonrisa iluminando el rostro juvenil, festejando con exagerada desinhibición la intencionada conversación de la mujer y abrazada a su cintura como si fueran novias, la muchacha entró a un enorme salón donde, en medio de refinados muebles y espesas alfombras, se movían varios hombres elegantemente vestidos acompañados de hermosas mujeres.
Saludando con un gesto a los concurrentes, Mora atravesó el cuarto para conducirla hacia una especie de vestíbulo interior en el que se encontraban dos hombres y, tras presentarle al más guapo de ellos como Rubén, la hizo penetrar a una habitación en la que había una enorme cama.
La decoración del dormitorio la apabulló un poco y refrenando un poco su algarabía, contempló con aprensión las paredes pintadas de un oscuro tono borravino en las cuales se destacaban enormes pinturas con escenas altamente eróticas en tanto que el resto de la habitación se perdía en las penumbras de discretas luces rojizas.
Rubén había ingresado al cuarto junto con ellas y, al tiempo que la bailarina disolvía ese momentáneo reparo estrechándola entre sus brazos mientras la besuqueaba con verdadero frenesí en tanto ella se entregaba con pasión a devolver sus caricias, comprobó como él se había desnudado por completo e iba despojándola del escueto vestido negro. Cuando este cayó amontonado a sus pies, Rubén atrapó entre sus grandes manos los senos de la francesita y estrechándose contra su cuerpo, le hizo sentir la contundencia de su virilidad contra las nalgas.
Desconociendo que era por efecto de las drogas, Lëila sentía como todo su ser vibraba casi eléctricamente de excitación y unos deseos irrefrenables de tener sexo la inundaban por entero mientras un brasero de hirviente lava agitaba sus entrañas. Complacida por el contacto de ese cuerpo musculoso y en tanto Mora se desprendía por un momento de ella para despojarse rápidamente de las escasas prendas que vestía, se dejó estar mientras él sobaba y estrujaba sus pechos en tanto la pelvis portadora de un miembro que, aun invisible, se le antojaba enorme, se restregaba contra sus glúteos.
Riendo alocadamente y arrobada por la belleza incomparable de la elegante bailarina, contempló como aquella se aproximaba nuevamente a su frente e instintivamente tendió los brazos para asirla por la cintura y respondiendo a los besos de la mujer con ansia semejante, asentar sus manos en las imponentes nalgas para acercarla a ella.
Sabiendo que esa exaltación no era en absoluto consciente en la joven y que su estado de irrefrenable apetito sexual era dictado por las drogas, Rubén se complementó con la mujer en las caricias y en tanto esta incrementaba el besuqueo, dejó en su poder los endurecidos senos al tiempo que él se deslizaba con labios y lengua a lo largo de la columna vertebral y, acuclillándose, hizo que la lengua tremolante explorara la profundidad de le hendidura.
Lëila jamás había estado con dos personas a la vez y eso ni siquiera se le había cruzado por la cabeza, pero era tal la euforia urticante que la habitaba, que el intento de una experiencia semejante se le antojaba seductoramente excitante, ya que en su cuerpo se manifestaban sensaciones que la trastornaban por completo.
Mientras estrujaba uno de sus senos, Mora guió a su mano derecha para que tomara contacto con la verga del hombre que ahora estaba junto a ellas, en delicadas caricias masturbatorias. La mórbida carnadura la excitó de tal manera que, cuando la bailarina le indicó que siguiendo su ejemplo se acuclillara frente a Rubén, no sólo la obedeció mansamente sino que puso su total empeño cuando la mujer la incitó a la masturbación conjunta del miembro hasta convertirlo en un falo.
A pesar de que entre ambas recorrían con los dedos la carnosidad de la verga, la pasión que las invadía les impedía dejar de besarse y así, se entretuvieron en voraces chupeteos, besos y lamidas hasta que la misma Mora acercó la cabeza hacia el mondo glande para iniciar un goloso lamer al pene.
Desdoblando su angurria, la joven la imitó y su lengua, tanto penetraba alternativamente ávida en busca de la de la mujer como fustigaba curiosa la tersura del miembro hasta que, copiando decididamente a la boca de Mora, envolvió entre los labios al pene y, desde la peluda base, cual se fuera una armónica, chupeteó repetidamente a lo largo hasta alcanzar nuevamente la cabeza para recibir como premio la boca de su amante.
Esa mezcla de besos con felaciones llevó su enardecimiento al máximo y obedeciendo los apremios de Mora, fue introduciendo a la boca el contundente óvalo. Lëila se consideraba una experta en la felación, ya que esa había sido su primera aproximación al sexo y la practicaba asiduamente, especialmente en las pocas ocasiones en que fuera infiel a su marido entre las míseras bambalinas de oscuros escenarios. Sin embargo, la verga de Rubén ocuparía un lugar aparte dentro de sus experiencias; larga, mucho más larga que ninguna que conociera, poseía una cabeza ovalada que se hundía en un profundo surco libre de prepucio, nacimiento de un tronco achatado que se ensanchaba progresivamente.
Cubierto de venas y repliegues, el falo se curvaba extrañamente hacia arriba y en su máxima rigidez alcanzaba un grosor que sus dedos no conseguían abarcar totalmente. La frenética avidez que sentía rebullir en su vientre la hacía acometer la pelada cabeza con sus labios pero el respetable tamaño del tronco aun le hacía sentir una seria aprensión. Fue Mora quien terminó con sus remilgos y en tanto ella lamía voraz en la base del falo, iba empujándole la cabeza para que la introdujera en la boca.
El gradual ensanchamiento favorecía la introducción y de esa manera, en pequeñas succiones en las que avanzaba y retrocedía sobre la alfombra de su repentinamente espesa saliva, fue hundiendo entre los labios el prodigioso pene. El suave vaivén no le había permitido evaluar el verdadero tamaño y sólo se detuvo cuando el glande colocó una arcada en su garganta. Observando como Mora ejecutaba un juego de labios y lengua en los testículos y ano del hombre, extrajo totalmente el falo y dejando caer una abundante cantidad de saliva sobre la cabeza, volvió al vaivén con intensas succiones en tanto sus dedos masturbaban reciamente al tronco.
Rubén bramaba de satisfacción pero no estaba decidido a desperdiciar su esperma tan rápidamente y retrocediendo, alzó a la francesita por las axilas para tumbarla hábilmente en la cama. Respirando agitadamente, la muchacha recibió jubilosamente al hombre quien, encogiendo y abriéndole las piernas, alojo el falo contra la vagina y empujó. Ciertamente, la verga no superaba en tamaño al consolador con que la penetrara Mora, pero su consistencia, su curvatura o el sólo hecho de que no era artificial, la convertían en algo excepcional que llenaba por completo su vagina y todo sus músculos se contrajeron como para propiciar el roce de la torcida carnadura contra el Punto G.
Contradictoriamente, el roce brutal no le provocaba sufrimiento alguno sino una incentivación a sus ansias por copular y, apoyando ella misma sus talones en los hombros de Rubén, se dio impulso para acomodarse al ritmo de las penetraciones y de ese modo, asida a los antebrazos que el hombre apoyaba a cada lado suyo, rempujar para sentir como la verga se estrellaba en el fondo del sexo y los testículos azotaban su ano.
Aquel era el mejor coito que realizara en su vida con un hombre que no fuera su marido desde que pariera y eso incrementaba aun más sus ansias por disfrutarlo, cuando Mora decidió ser partícipe de él; ahorcajándose acuclillada sobre su cara, hizo descender lentamente el cuerpo y en tanto se trenzaba con el hombre en un apasionado entrevero de labios y lenguas, los ennegrecidos colgajos de su sexo se ofrecieron tentadores a los ojos de Lëila.
Un algo endemoniado alteraba todos sus sentidos y fascinada por aquella vulva fragante, cubierta ya por una delgada capa de exudaciones hormonales y sintiendo en el interior el tránsito de aquel émbolo magnífico, se aferró a los muslos de su amante para que la lengua recorriera la curvada zona genital, flameando desde el erguido clítoris hasta el pulsante agujero del ano no sin antes pasar vibrante sobre los arrepollados pliegues, escarbar en lo perlado del óvalo y hurgar en el hueco vaginal.
Radiante de placer, sentía por primera vez lo que era el verdadero sexo, dando y recibiendo sin condicionamientos afectivos o sociales, disfrutando del sexo por el sexo mismo como cualquier otro animal. Ella esperaba que la cópula continuara hasta la eyaculación final pero no sabia lo equivocada que estaba.
Apartando a Mora, Rubén siguió penetrándola pero colocándole las piernas encogidas de costado, con lo que fricción se hacía más intensa y paulatinamente fue haciéndola quedar arrodillada sobre la cama. Prestamente, como si estuviera acostumbrada a eso o formara parte de un acto, la bailarina se acostó boca arriba y reptando sobre la cama de espaldas, se colocó invertida debajo de ella. Cuando con infinita felicidad la muchacha sintió como la larga verga la penetraba en toda su extensión y la boca de la bailarina se posesionaba de su sexo para sojuzgar deliciosamente al clítoris, no pudo reprimir un rugido de ansia satisfecha y abalanzándose sobre la depilada entrepierna que aun guardaba las humedades de su saliva, pareció querer devorar esas carnes saturadas de sangre y olisqueó con avidez las flatulencias que emanaba la vagina por las contracciones uterinas de la mujer.
El impacto de las fragancias que exudaba el sexo pareció compelerla a una histérica necesidad y su lengua tremolante se deslizó a lo largo del sexo para degustar esa mezcla agridulce de sudores y viscosas secreciones. Enardecida por las tufaradas almizcladas, hizo que labios y lengua ejecutaran en los dilatados pliegues oferentes una verdadera danza por la cual llevaban a su boca los maravillosos sabores que excitaron sus papilas hasta el límite de la desesperación.
En el ápice de la exaltación, mientras Mora acompañaba la penetración introduciendo dos dedos encorvados a la vagina junto a la verga, proclamó a quienes la estaban haciendo vivir momentos tan maravillosos que su orgasmo estaba pronto a hacer eclosión y cuando eso sucedió, las espasmódicas contracciones uterinas volcaron las riadas de la satisfacción al sexo y a través del pene que no cesaba en su martilleo, las sintió escurrir para que dedos, labios y lengua de la bailarina saciaran en ellas su apetito sexual.
Asombrosamente, descubrió que esa eyaculación no sólo no amenguaba esa efervescencia que la inundaba sino que la hacía incrementar su glotonería. Sintiendo su cuerpo liviano y ágil como cuando era una niña, se apresuró a obedecer las ordenes del hombre que, saliendo de ella, se había acostado boca arriba en el centro del lecho y, haciéndola ahorcajar sobre él de espaldas, descendió el cuerpo para que la verga monstruosa que no había cedido un ápice en su rigidez y tamaño, fuera penetrándola hasta que la cabeza excedió con creces el cuello uterino.
Aunque hacía rato que el falo zangoloteaba dentro de su vagina, los músculos se negaban a distenderse totalmente y esa falta de elasticidad era la que precisamente hacía más notable y gozoso el roce. Con todo, el placer que la invadía en intensas oleadas era maravilloso y con una espléndida sonrisa de jubilosa embriaguez, comprobó, como ya lo había hecho anteriormente con Mora, que su cuota de masoquismo se veía satisfecha con creces por aquel sufrimiento que se transformaba en intenso goce.
Flexionando las rodillas, inició un movimiento ascendente y descendente que hacía a la verga recorrer ásperamente sus tejidos e inconscientemente, sus manos se dirigieron a los senos para no sólo sobarlos sino someterlos a fuertes estrujones y duros pellizcos a los pezones que terminaron por hacerle perder los últimos vestigios de cordura.
El traqueteo parecía no bastarle y casi en forma autónoma, su pelvis comenzó a menearse adelante y atrás al tiempo que las caderas hacían un movimiento circular que llevaba al falo a rozar aleatoriamente todo su interior.
Rubén había descansado en los primeros momentos de esa jineteada infernal, pero luego decidió recuperar el protagonismo y fue guiándola para que rotara lentamente hasta quedar de frente a él e inspirada, puso en juego su exagerada elasticidad; aferrando con su mano izquierda la pierna derecha la cruzó sobre la nuca para engancharla detrás con lo que el sexo quedaba abierto y oferente. Ante esa voluntariosa entrega, él también se inclinó y la verga, libre ya de impedimento alguno, se introdujo tan profundamente que ella la sentía como si chocara con su estómago mientras que la pelvis de Rubén se estrellaba directamente con los tejidos de la vulva que el abría con los dedos.
Aunque extenuante, esa posición hacía gozar enloquecedoramente a la francesita pero llegó un momento en que no resistió más y cuando se lo expresó al hombre, aquel la hizo retornar a su posición acaballada para luego hacerle inclinar el torso y apoyada con las manos a cada lado de su cuerpo, imprimió a su pelvis un violento bascular para que la verga la penetrara profundamente mientras él se daba un banquete con manos y boca en los senos que oscilaban colgantes ante su cara.
Semejante acople se le hacía sublime y empeñándose en satisfacer al hombre satisfaciéndose ella misma, se dio envión para que su cuerpo se hamacara suavemente disfrutando aun más de la penetración y en esa instancia fue cuando Mora volvió a unírseles. Habiéndose colocado un arnés similar al que utilizara en su casa, acopló su largo cuerpo al de la joven.
Copiando la curvatura del cuerpo, sus manos reemplazaron las del hombre y, mientras su boca besuqueaba y lamía las sudorosas espaldas de Lëila, el bulto insoslayable del consolador presionó entre las nalgas de la muchacha. Contenta por sentir nuevamente el roce cálido de las mórbidas carnes de su amante, no pudo evitar el experimentar cierta alarma por lo que esta se propusiera hacer con la verga artificial, pero los embates insistentes del émbolo carneo del hombre la hicieron desechar cualquier temor y, aplicándose a incrementar el ritmo de la cópula, se dejo ir.
Las manos de la mujer recorrían acuciantes todo el torso y en tanto una se dedicaba a retorcer los pezones e hincar el filo de sus uñas en ellos, la otra deambulaba por el vientre, hurgaba en la mojada mata vellosa y excitaba rudamente al inflamado clítoris. La francesita no cabía en sí de felicidad y al escurrir la bailarina su mano hasta la hendidura entre las nalgas y estimular decididamente los apretados esfínteres del ano, aquellos cedieron mansamente a la presión para que el dedo medio se introdujera lentamente hasta chocar con los nudillos.
La sensación era inefable y sumergida en la vorágine del goce, Lëila acentuó el balanceo de su cuerpo en medio de suspirados asentimientos entremezclados con enfáticas súplicas por mayor sexo. Rubén había ido inclinándole el torso para, en medio de sus apretujones a los senos, enzarzarse con ella en un lento y salvaje besuqueo, ocasión que la otra mujer consideró propicia y apoyó la ovalada cabeza de silicona contra el dilatado haz del ano.
La muchacha jamás había considerado la posibilidad de una doble penetración y aunque la sodomización la había satisfecho tanto o más que el sexo común, instintivamente intentó un vano intento de escape, pero el hombre le susurró roncamente al oído que no tuviera miedo y mientras la inmovilizaba con sus fuertes brazos, la bailarina concretó el acople.
Detenido por un momento el martillar de Rubén, Mora se acuclilló sobre las ancas prominentes y, lentamente, haciendo caso omiso de los profundos ayes doloridos de la muchacha, fue introduciendo el consolador hasta que la copilla plástica que lo soportaba se estrelló contra las nalgas que la mujer separaba con las dos manos.
La muchacha había clavado los dedos en las sábanas como queriendo desgarrarlas y en tanto de su boca surgía un confuso farfulleo en francés y español en el que se confundían la risa con los sollozos, descargaba su sufrimiento devorando la boca del hombre e involuntariamente, reinició el interrumpido hamacarse. Tomando aquello como una tácita aceptación, la mujer le abrió más las piernas y asiéndola por las caderas, inició un lerdo vaivén que el hombre acompañó con un suave meneo de la pelvis.
En otra ocasión, la doble penetración se le hubiera hecho insoportablemente dolorosa, pero a su recién descubierta incontinencia se agregaba la afrodisíaca mezcla de las pastillas con el alcohol y el roce de los dos falos a través de los que ella sentía como inexistentes tejidos de la vagina y la tripa, la elevaba a un dimensión del placer que nunca hubiera considerado que existía ni mucho menos que transitaría.
Enfervorizada por la multiplicidad de sensaciones que la invadían en ardientes oleadas, buscó acoplarse a la cadencia de sus amantes y con el rostro aun cubierto de lágrimas, se aferró a la nuca de Rubén para darse impulso y así colaboró denodadamente con ellos hasta sentir como, junto a los jugos de un segundo orgasmo, el hombre descargaba en el sexo los cálidos chorros de su esperma.
Aun así, los amantes parecieron seguir actuando por inercia y el coito se prolongó durante unos momentos más hasta que fue la apasionada Mora quien obtuvo su satisfacción y, abrazándola, se derrumbó con ella sobre el lecho.
Aquella batalla se había desarrollado a lo largo de más de una hora y media y a la joven madre le pareció hundirse en una nebulosa rojiza en la cual sólo existía el sordo latir de su entrepierna pero precisamente, a ese conjuro, las acuciantes necesidades histéricas de las entrañas colocaban un fuego inextinguible en el fondo de su sexo y sus deseos aparentaron comenzar a verse satisfechos cuando una boca se aposentó en la hinchada vulva de la cual aun rezumaban sus propios jugos mezclados al semen masculino.
Evidentemente y a juzgar por las manos que separaban sus piernas, la boca pertenecía a un hombre y fue tal el delirio que provocaron a su enfebrecida y desviada mente que, estirándose perezosamente al tiempo que proclamaba su fervorosa complacencia, con los ojos cerrados y un leve jadeo mimoso escapando entre sus labios, disfrutó de esa lengua que recorría tremolante desde el clítoris al ano mientras unos gruesos labios se apoderaban de los fruncidos pliegues o chupeteaban golosamente al todavía erecto clítoris.
La lengua del hombre superaba en tamaño, consistencia y plasticidad a la de Mora y la punta se movía como un garfio deliciosamente flexible que escarbaba en cada recoveco del sexo, separaba los fruncidos colgajos de los labios menores, azotaba impiadoso al carnoso tubo del clítoris e invadía ávidamente la todavía dilatada entrada a la vagina.
Deleitada por tan prodigiosa demostración de habilidad y mientras acariciaba sus propios senos con moroso apasionamiento, Lëila retorcía el cuerpo y sacudía en espasmódicos remezones la pelvis en tanto el hombre complementaba la acción de la boca en el clítoris con el duro estregar de la yema del pulgar y dos gruesos dedos se introducían a la vagina para recorrerla encorvados en todas direcciones.
A Lëila la espalda se le encorvaba en una reacción instintiva del cuerpo y las caderas se meneaban al compás de los dedos; mientras trataba de reprimir los gritos de contento mordiéndose los labios y exhalando continuos ayes, sintió como su boca era rozada por la suavidad de algo que sólo podía ser un pene.
Entreabriendo apenas los ojos, vislumbró fuera de foco y a muy pocos centímetros de su cara, los recios muslos de otro hombre que guiaba la masa todavía informe de una verga. En la inconsciencia ofuscada y febril de las drogas, no sólo no rechazó el miembro del desconocido sino que su mano se dirigió presurosa a atrapar el tumefacto pene y acometer con la lengua la tarea de lamerlo para paladear el sabor inconfundible de los hombres.
Viendo su condescendiente aceptación, aquel se ahorcajó sobre su pecho y entonces la verga fláccida presionó contra los labios que ella abrió con expectante deleite. El aspecto difería totalmente con la de Rubén, ya que el largo y recto tronco ostentaba una piel lisa y la punta del glande apenas asomaba del prepucio que lo cubría totalmente. Utilizando las dos manos, puso una a abrazar al tronco en lerdos movimientos masturbatorios para que adquiriera rigidez en tanto que la otra corría delicadamente el pellejo para dejar al descubierto una rosada y redonda cabeza a la que, una vez liberada de su prisión, lamió con suavidad y los labios encerraron para chuparla con fruición.
Profundamente excitada por lo que el otro hombre realizaba en su sexo, abrió totalmente los labios e introdujo el maleable pene y, en tanto lo sometía a fuertes succiones, la lengua fue macerándolo contra el paladar y las muelas. Merced a su empeño, el colgajo fue adquiriendo rigidez y aumentó tanto de tamaño que ya le era imposible tenerlo por entero en la boca pero compensó esa falencia masturbando con dureza al tronco e iniciando un repetido vaivén por el que lo introducía casi totalmente en la boca para luego sacarlo lentamente mientras lo succionaba ceñidamente y los dientes rastrillaban la piel.
La boca ya no jugueteaba más en el sexo y en cambio un pene, no del todo rígido, restregaba gratamente la zona macerada y cubierta de saliva, para luego ir introduciéndose sin inconveniente a la vagina, cuyos músculos se distendieron para darle cabida y luego iniciaron esas contracciones reflejas que incrementaban su roce.
Por un momento, el goce indescriptible que experimentaba la muchacha se veía enturbiado por ramalazos de imágenes de su hija y su marido, pero eso que burbujeaba en sus entrañas compeliéndola a exigir de los hombres todo aquello que tal vez subconscientemente había deseado experimentar alguna vez, la hicieron desechar esos recuerdos para entregarse de pleno a esa cabalgata sexual que parecía no tener fin y al que ella tampoco deseba arribar.
El hombre que la penetraba había logrado el endurecimiento de la verga y encogiéndole las piernas para apoyarlas en su pecho, la sometía a una tan agresiva como satisfactoria cópula en tanto que el poseedor del miembro que alojaba en la boca, se había inclinado en un ángulo que le permitía penetrarla como si fuera un sexo.
Ciñéndolo entre los labios para acentuar la semejanza, morigeró el ritmo de los empellones y con los dedos engarfiados a los glúteos masculinos, se sumió en un vórtice de placeres sin fin pero, cuando esperaba ansiosamente que el hombre descargara en su boca el almendrado gusto que hacía mucho no degustaba, quienes la estaban sometiendo a tales maravillas, decidieron modificar las cosas.
Abandonando el coito, uno se acostó boca arriba para esperar como, guiada por el otro hombre, ella se acomodaba invertida sobre él. Lëila supo al instante lo que esperaban y tomando entre los dedos el falo cubierto por las olorosas mucosas de su sexo, lo lamió con verdadera gula. El sabor de sus jugos actuó como un acelerador del deseo y con un frenesí casi salvaje, introdujo la verga en la boca para someterla a un ardoroso succionar que complementaba con la ruda masturbación de los dedos al tronco.
Entretanto, el falo que ella había acondicionado con su boca y manos, se deslizaba sin dificultad en la caldosa vagina pero, tras dar tres o cuatro remezones de la pelvis como para lubricarlo con las mucosas, el hombre lo sacó y sin hesitar, lo hundió violentamente en el ano. Lëila no esperaba aquello y la sorpresa más que el dolor casi la hicieron hincar sus dientes en la verga que tenía en la boca, pero al sufrimiento siguió esa estupenda sensación que no era comparable a ninguna de las otras formas de sexo.
Superado ese momento crítico, atacó con verdadera fiereza al miembro en vigorosa masturbación y forzando la inclinación de su cabeza, no se contento con las fuertes succiones sino que la boca lamió y chupeteó en la arrugada piel del escroto mientras uno de sus dedos tentaba la entrada al ano del hombre, ahora bañada por la abundancia de su saliva. Tanto o más enardecido que ella, y con el pene chorreante de líquidos, el hombre se aferró a sus muslos mientras la boca se ensañaba en los inflamados tejidos que, hinchados y ennegrecidos por la afluencia de sangre, recibieron complacidos la frescura que llevaban labios y lengua y al frotar vigorosamente con sus dedos el erecto tubo del clítoris, llevó a la muchacha a una desesperación tal que su dedo ya no estimulaba al apretado haz del esfínter sino que progresivamente se había hundido por entero en la tripa.
Aquello debió provocar algo especial en el hombre, ya que casi de inmediato le ordenó que volviera a chuparle el falo pero sin abandonar la caricia anal. La combinación del martinete que transitaba su recto con la de la boca y dedos del otro hombre en su sexo, colocaba en su mente y vientre una imperiosa necesidad que ambos hombres parecían no contentar y meneando ansiosamente las caderas, aceleró la actividad de mano y boca en la verga al tiempo que introducía perversamente otro dedo en el ano.
Los rugidos que la alentaban le hicieron comprender lo cerca que estaba de recibir su recompensa y masturbando con frenética urgencia al enrojecido pene, recibió en la boca abierta el primer y espasmódico chorro de semen. El añorado sabor a almendras dulces puso en ella el propósito de no desperdiciar ni una gota de aquello que le sabía a deliciosa ambrosia y manejando con la presión de los dedos a la uretra la salida del esperma, sorbió como de una fuente la blanquecina cremosidad y, como alguna había resbalado desde sus dedos a lo largo del tronco, volvió a introducirlo por entero en la boca y así succionarlo hasta dejarlo totalmente limpio.
Sofocada por el largo trajín, un atisbo de razón la llevaba a preguntarse como su cuerpo no manifestaba molestia alguna luego de tanto traqueteo pero la actitud decidida del hombre que la penetraba por el ano la sacó de esos pensamientos para obedecerle, cuando aquel, sin sacar el falo de su cuerpo, fue recostándose hacia atrás, acomodándose de tal forma que Lëila quedó acaballada sobre la entrepierna.
Entusiasmada porque aquella posición le era familiar pero nunca la había practicado por el ano, asentó firmemente los pies sobre la cama y flexionando las piernas acuclilladas, inició un galope que, por su vitalidad, fue convirtiéndose en una verdadera jineteada a la verga. Sin embargo y falta de aliento, a los pocos minutos sofrenó la cabalgata y entonces el hombre, tomándola por los hombros, la reclinó sobre su pecho al tiempo que la ayudaba a sostenerse con las manos echadas hacia atrás apoyadas sobre su pecho para formar un arco.
El ángulo que tomaba el miembro en esa posición hacía aun más placentera la sodomía y echando la cabeza hacia atrás, arqueó su cuerpo para sentirlo en plenitud pero en ese momento sintió como dos delicadas manos que no podían ser de nadie más que Mora, excitaban suavemente los colgajos del sexo y la fresca boca golosa se asentaba sobre ellos de una forma que no le hizo dudar en que el momento culminante de la noche estaba llegando, pero ni ella imaginaba de que forma.
Mientras el hombre continuaba penetrándola desde atrás, la bailarina se esmeró en procurarle a la muchacha un alivio después de tanto ajetreo y cuando quien la penetraba descargó en la tripa su esperma, Mora lo hizo retirarse. Ella aun se sacudía conmovida por la violencia de la sodomía cuando Mora, con una habilidad que demostraba su hábito en hacerlo, le colocó diestramente el correaje que sostenía al consolador.
Aquello abría una perspectiva sexual nueva y al sentir como ajustaba la copilla plástica contra su entrepierna, comprendió por qué la mujer había gozado tanto sometiéndola; todo el interior de la comba estaba cubierto por infinitas puntas que rozaban y rascaban suavemente todo su sexo pero sin lastimarla por la elástica suavidad de la silicona por que cedían al menor movimiento. Atenta a su cansancio y mientras terminaba de ajustar algún cierre para que el calce fuera perfecto, Mora le alcanzó una lata de una bebida energizante a la que había añadido dos pastillas de Extasis y recién Lëila cobró conciencia de la intensa sed que resecaba su garganta.
Mientras ella tragaba a grandes sorbos aquel líquido que le devolvería las fuerzas, ascendiendo por su vientre, la mujer volvió a apoderarse de los senos para chuparlos con verdadera fruición y cuando la muchacha terminó con la bebida, se apresuró a tomarla por el cuello y presionándole tiernamente la cabeza contra el lecho, ejecutó maravillas en su boca mientras una de sus manos meneaba delicadamente al consolador, haciéndole comprobar las delicias de aquellas infinitas puntas que rozaban los tejidos de la inflamada vulva de manera tan intensa que juntaba las rodillas e inclinaba las piernas unidas de lado a lado.
Rápidamente la joven volvió a ascender las colinas del deseo y prometiéndole que disfrutaría de exquisiteces sin par, Mora se acuclilló ahorcajada sobre ella para dirigir la punta del falo contra su sexo, restregándolo reciamente. Ese simple movimiento enardecía a Lëila quien, sintiendo las puntas estregar contra los labios menores y especialmente sobre el clítoris, en forma totalmente instintiva alzó sus caderas para que la cabeza del miembro penetrara la vagina unos pocos centímetros.
Riendo quedamente por la briosa actitud de la muchacha, la mujer terminó de acomodarse y entonces sí, guió al consolador para que, lentamente, el descomunal príapo fuera introduciéndose por entero a la vagina. Realmente y por primera vez, la francesita comprendió cabalmente al lesbianismo; como si el falo fuera una extensión de sí misma, sentía en su cuerpo los estremecimientos y espasmos de la mujer a medida que la penetraba y una especie de prepotencia dominadora la hizo desear concretar plenamente la cópula.
Comprendiendo la transformación que se operaba en la muchacha, Mora se inclinó buscando su boca y cuando las lenguas se trabaron en una incruenta batalla para luego sumirse en un enloquecido intercambio de besos, lamidas y chupones, las poderosas ancas de la bailarina se prodigaron en un frenético vaivén con el que se penetraba y las puntas del interior de la copilla martirizaban reciamente al sexo juvenil.
Lëila no daba crédito al insuperable placer que obtenía con esas penetraciones y agitando repetidamente las caderas, se entregó apasionadamente al coito en tanto sus manos buscaban los senos bamboleantes de la mujer para sobar y estrujarlos apretadamente mientras farfullaba obscenidades en medio de los ahogos del beso. Flexionándose, las vigorosas piernas de Mora daban a su grupa un consistente vaivén con el que se penetraba hasta hacerle sentir a la joven como el falo restregaba su vagina por el irritante castigo de las puntas.
Esa masturbación inédita exacerbaba cada vez más a la francesita y cuando la mujer se detuvo unos momentos para, sin sacar el miembro de su sexo, estirarse sobre ella y luego, lentamente, ir rodando de costado hasta que fue Lëila quien quedó encima, comprendió su propósito. Acomodándose mejor, fue alzándole las piernas encogidas y su cuerpo halló finalmente cabida entre ellas.
La sensación de omnipotencia que la invadió le hizo entender la prepotencia masculina, ya que todo en ella la compelía a poseer totalmente a la mujer que sostenía sus piernas por debajo de las rodillas casi hasta que estas rozaran los pechos y, elevando la pelvis, le pedía que la sometiera como un hombre. Aunque nunca había practicado el movimiento, un algo primitivo la impulsó a colocar las manos en los muslos de su amante y así aferrada, darse envión para que la verga penetrara totalmente la vagina ante el gruñido satisfecho de la mujer, iniciando un lento hamacarse que cada vez se le hacía más placentero en la medida que encontraba más flexibilidad en sus embates.
Más allá de la bebida y las drogas que ella ignoraba haber ingerido, había un algo desconocido y misterioso que se manifestaba en un ardiente deseo sexual que la prolongada sesión con los hombres y la mujer no sólo no satisfacían sino que le provocaba una imperiosa necesidad de experimentar sensaciones nuevas, no sólo siendo sojuzgada sino sometiendo a otras personas con un placer casi sádico que ignoraba poseer.
La que estaba disfrutando de su empeño era la bailarina, quien viendo como el rostro juvenil se transfiguraba en demoníacas expresiones de goce, fue dando a su cuerpo ciertos movimientos que la condujeron a ir quedando de lado para de esa manera presionar mejor contra el miembro que la socavaba y siguiendo sus apenas susurradas indicaciones, la muchacha siguió poseyéndola hasta que ella quedó arrodillada boca abajo y ampliando el ángulo de su apertura, permitir que el falo se deslizara totalmente en la vagina hasta sentirlo trasponer la estrechez del cuello uterino.
Seguramente, a causa de lo provocativo de la posición más primitiva del sexo o porque la vista de las poderosas ancas ofreciéndose la motivaran, Lëila se aferró a las caderas de su amante y acuclillándose, adquirió la figura de una mitológica amazona poseyendo a una esclava. El largo miembro entraba y salía de la vagina con la intensidad de un ariete y a los gemidos doloridamente satisfechos de la mujer, ella respondía con los rugidos que el frotar de las siliconas en su sexo le provocaba.
Respondiendo a tanta vehemencia, Mora llevó sus manos a los glúteos para abrirlos tanto como podía y exhibiendo a los ojos de la joven la dilatación de sus oscuros esfínteres anales, le suplicó que la sodomizara. Casi babeando por la pasión que ardía en su pecho y que la vista de la rosada tripa elevaba a un nivel demencial, sacó el consolador de la vagina para apoyarlo contra el palpitante ano e introducirlo lentamente al estimulo agradecido de Mora quien la bendecía por hacerle aquello.
Al sentir reciamente en sus propios tejidos como la copilla chocaba contra las carnes de la mujer y obedeciendo a un salvaje impulso, aprovechó la flexión de las piernas para estirarse sobre la espalda de la bailarina y asiendo sus pechos bamboleantes para estrujarlos entre los dedos, los utilizó como deliciosas riendas en la cabalgata animal que siguió.
La vista de las dos magníficas mujeres entregadas a esa cópula primigenia y bestial a la que ambas se entregaban con inconsciencia infrahumana, exhalando en ayes, gemidos y palabras su satisfacción más honda por someter la una y por ser sometida la otra, compulsó a los hombres a intervenir. En tanto Rubén se acomodaba detrás de Lëila para, con minucioso cuidado pero a favor del vaivén que esta imprimía a su cuerpo, ir introduciendo a través del ojal en la parte inferior la verga al ano que, sin estar totalmente distendido, no oponía resistencia, otro hombre se acostaba invertido debajo de Mora para que su boca y dedos juguetearan en el sexo.
Por fin la exaltada muchacha sentía como esa penetración anal combinada comenzaba a calmar sus ansiedades perversas y alentando a Rubén para que pusiera aun mayor empeño en la sodomización, consiguió un acople aun más total con la bailarina mientras percibía como esta contentaba sus histéricas necesidades con manos y boca en el miembro del hombre que yacía debajo de ella.
Aquella cópula múltiple se extendió por un tiempo sin tiempo en el que Lëila experimentó las más maravillosas sensaciones que parecían transmitirse enigmáticamente de uno a otro de los amantes, como si los cuerpos estuvieran conectados por una energía que los aglutinaba. Y así, sintiendo como suyo el orgasmo de la mujer, disfrutó del baño espermático de Rubén a su recto al tiempo que Mora proclamaba su satisfacción por las delicias almendradas del semen del hombre y ella experimentaba el orgasmo más intensamente dichoso de toda su vida para, junto con la violenta expulsión de sus jugos, hundirse en el caótico abismo de la inconsciencia.
Horas después y ya sin la ayuda de las drogas, su cuerpo derrengado experimentaba los dolores propios de semejante carnicería. Aun con los ojos cerrados, trataba vanamente de comprender los motivos de por qué su cuerpo todo palpitaba y el sufrimiento de un ardor pulsante nacía desde sexo y ano. Ella no sabía que, así como el Extasis y las bebidas le habían otorgado las energías y el ánimo necesario para protagonizar semejante orgía, el poderoso hipnótico del Rohypnol y la keratina habían puesto en su mente un velo que le impediría acordarse de cualquier cosa que hubiera hecho bajo sus efectos.
Despegando trabajosamente los párpados legañosos, pudo observar a quien recordaba borrosamente al entrar con Mora y ya más conciente comprobó que, cubierto por una sedosa sábana, su cuerpo desnudo descansaba en una amplia cama y a su lado yacía aquel hombre apuesto que su amante le presentara. Ante su movimiento inicial para tratar de incorporarse en el lecho, el hombre, que parecía no dormir, se incorporó para decirle que se mantuviera en calma.
Lëila estaba realmente asustada y temiendo que sus excesos la hubieran llevado a compartir la cama con el hombre, le pidió que por favor la dejara salir de allí. Sin brusquedad pero tampoco con amabilidad, el hombre del que recordaba vagamente el nombre, le hizo ver que, como podía comprobar, la puerta del cuarto estaba cerrada y ella, totalmente desnuda. Frente a su instintiva actitud de envolverse en la sábana, él le dijo con irónica crudeza que no necesitaba verla para recordar cuánto y cómo había gozado con su cuerpo.
A su indignado reclamo de que aquello era imposible ya que no sabía absolutamente nada de eso, Rubén le informó que aquel trago refrescante conque Mora la convidara, contenía las drogas necesarias para condicionarla a hacer lo que ellos quisieran y, en medio de su estupefacción, encendiendo un televisor, puso en marcha una casetera que colocó en la pantalla imágenes espantosas. Viéndose a sí misma, no sólo sometida sino entregada con un entusiasmo desmesurado a un sexo bestial con tantos hombres para terminar convertida en la protagonista principal de un acto monstruoso con quien creía su amante, la hundió en la desesperación y con el rostro bañado en lágrimas, olvidada ya su desnudez, se arrodilló frente al hombre para suplicarle en su jerigonza que la dejara ir.
Con frialdad casi perversa, Rubén demostró por qué era el jefe de la organización y con una sinceridad que llegaba a la crueldad, le explicó que jamás saldría de allí ni pensara en regresar a Francia ni en volver a ver a su hija. Para su desesperación total, le dijo que, como tantas otras chicas, ella había sido elegida por su condición de extranjera y ahora, careciendo no sólo de ropa sino de cualquier documentación que la identificara, estaba totalmente en sus manos.
Aun sin comprender del todo su situación, Lëila se encrespó para decirle que no olvidara que su padre y abuelos eran argentinos y que si no regresaba prontamente, seria buscada por la policía. Riendo ante su ingenuidad, Rubén le explicó que en los prostíbulos de la Argentina, como eran ilegales, las autoridades formaban parte activa de esa sociedad de facto por ser usuarios de ese servicio al que deberían penar; después del natural revuelo que seguramente haría su familia y los medios, pero sin ser buscada en donde debería serlo, el reclamo caería en el olvido y ella se convertiría en otra desaparecida más.
Por otro lado y si ella se negaba a trabajar, esas imágenes, por la calidad de los hechos, sus protagonistas y su extensión de más de tres horas, serían un material codiciado por la Internet mundial y seguramente, en algún momento, Norah tendría la oportunidad de ver a su madre comportándose como lo que realmente era.
Como si todo el peso del mundo cayera sobre sus hombros, el abatimiento la invadió y comprendiendo que el hombre estaba en lo cierto con respecto a todo, ya que su reprimida incontinencia era la que la había llevado a protagonizar los actos que cometiera y que, aun sin la ayuda de las drogas, hubiera llegado a hacerlo conducida por quien no podía odiar por más que lo quisiera.
Por otro lado, no estaba segura de si su destino final no hubiera sido, de manera encubierta por el arte, la prostitución. Pero lo que terminó de convencerla fue la posibilidad, aunque mínima, de que su hija y vaya a saberse cuantos parientes y amigos, alguna vez tuvieran la oportunidad de verla en su verdadero y definitivo rol e inocentemente, como una versión moderna del remanido drama tanguero, se rindió a Rubén al decirle que estaba dispuesta a cuanto él le ordenara si olvidaba todo, sin saber que las crudas imágenes de la noche anterior, debidamente editadas y tituladas con su verdadero nombre, ya se encontraban en el cyber espacio.