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Tango y mucho más...1

LËILA & MORA
A sus veintitrés años, un algo indefinible se ha instalado en esa muchacha francesa que, hija de un argentino, siente una necesidad visceral por conocer lo que ella llama sus raíces aunque los antecesores de su padre fueran italianos.
A pesar de convivir desde hace más de tres años con Caspar y tener una hija fruto de esa vínculo, al igual que a su padre, siempre le ha parecido una falacia aquello de que un documento consolide las relaciones de una pareja y su deambular de artistas trashumantes le ha otorgado un matiz furtivo a la unión con el belga que acrecienta su romanticismo.
Con todo y contrariamente a su padre, quien desprecia las nostalgias que otorga el desarraigo a los inmigrantes, desde muy niña, ciertas palabras en español, el rezongo de un bandoneón escuchado en alguna emisora o la vista de paisajes argentinos, aunque fugaces, colocan en el fondo de su vientre una extraña sensación que su cerebro decodifica como remembranzas o reminiscencias.
Con paciencia de hormiga, ha ido escondiendo lo que sus miserables ganancias le permitieron escabullir y con Norah cercana a los tres años, se ha plantado frente a Caspar para expresarle su firme decisión de viajar a la Argentina, no sólo para reafirmar sus lazos familiares sino también para aprovechar la ocasión e imbuirse de todo lo que tenga que ver con el tango y a su vuelta, haciendo hincapié en sus ancestros, incorporar esa danza de moda dentro de su espectáculo.
En contraposición con ella, que es una verdadera mescolanza de argentinos, italianos, españoles, judíos y franceses, su pareja es un arquetípico belga y con su indiferencia habitual, no sólo no opuso ningún reparo a la circunstancia de que abandonara a su pequeña hija por más de un mes, sino que le pareció interesante ese aporte que proponía su mujer para enriquecer sus paupérrimas funciones.

Y así, emprendió con ilusión de colegiala ese viaje que excedería con creces sus expectativas. Su padre nunca fue muy demostrativo en sus descripciones de Buenos Aires y seguramente los treinta años de ausencia habían modificado la estética urbanística de ese monstruo que la deslumbraba.
Su ingreso a la ciudad y las posteriores recorridas a las que la llevaron sus abuelos, la convencieron de que esa metrópolis moderna con pinceladas de Italia y Francia, superaba largamente la imagen distorsionada que de ella se tenía en Europa y esa admiración se convirtió en fascinante sorpresa cuando a su pedido y tras explicarle cuáles eran sus pretensiones con respecto al tango, su única tía, mujer divorciada pero que, pisando la cuarentena aun estaba en estado de merecer y ella aprovechaba su independencia para desfogar sus necesidades sin tomar compromiso alguno, se ofreció a guiarla por los vericuetos de las milongas, en las que podría aprender el verdadero tango y practicarlo con eximios bailarines.

Lëila creía conocer algo de tango, pero esta danza que le proponían los milongueros no tenía nada que ver con esos movimientos mecanizados y acrobáticos con los que se embaucaba al público europeo y durante sus primeras visitas a tres milongas, sólo se dedicó a observarlo no sólo como un baile sino a tratar de interpretar la idiosincrasia de sus protagonistas; los gestos, la manera de hablar, de caminar, el famoso “abrazo” y hasta de expresar sus alegrías y pesares, con el trasfondo quejumbroso de bandoneones y violines, le confirmaron que no había estado equivocada cuando interpretó las señales inequívocas que manifestaba su cuerpo.
Toda ella vibraba como una cuerda bien templada y, cuando por primera vez se dejó estrechar por el hombre encargado de enseñarle los primeros pasos, sintió hasta la fibra más profunda que había nacido exclusivamente para alcanzar ese momento culminante de su más íntima sensibilidad. Su figura maleable obedecía hasta el más leve movimiento de las manos del hombre y los cuerpos, aun sin estrecharse, emitían una especie de vibración eléctrica, una carga magnética que la invadía por entero y la consustanciaba casi simbióticamente con el cuerpo masculino.
Como en un sueño y para asombro del profesor, esa pequeña francesita semejaba saberlo todo de la danza y al influjo de sus manos conduciéndola, dejaba surgir un bagaje de conocimientos misteriosamente acumulado en ella.

Tarde en la madrugada y en tanto su tía alababa calurosamente esas condiciones innatas para el tango, le confesó esa especie de extrañamiento, una alienación que la había invadido con solo sentirse protagonista de la danza, tal como si el tango la hubiera elegido a ella como una proyección carnal de sus sentimientos y pasiones.
Sorprendida por su desfachatez, le pidió a la mujer que la perdonara pero que su presencia la cohibía y que de esa noche en adelante preferiría ir sola a bailar. Como su ida a la milonga no era precisamente para hacer de chaperona a una jovencita apenas mayor que sus hijas sino a la búsqueda de circunstanciales parejas, su tía se manifestó entusiasmada por su rápida emancipación y tras darle algunos consejos de cómo moverse en el Buenos Aires nocturno estando sola, convinieron que a la noche siguiente Lëila haría su primera salida independiente.

Desde su misma adolescencia, el sexo no tenía para ella otro valor que el de una sana diversión y su libertad en ese aspecto era tan absoluta que sólo pensando en el porvenir de Norah se había unido a Caspar al quedar embarazada, pero lo que sentía por él no era amor sino una fuerte atracción física que se revelaba en un satisfactorio sexo, aunque a lo largo de esos años no había dejado de darse gustos tan fortuitos como fugaces con otros hombres.
Los siete días que llevaba ya en Argentina más los cuatro previos al viaje, habían transcurrido en una involuntaria abstinencia que unida a ese misterioso llamado visceral, terminaría por hacer eclosión en aquel abrazo eterno sin contacto físico con el hombre y ahora sentía como un demonio carcomía lo más profundo de su bajo vientre.
Con ese oscuro deseo royéndole las entrañas, esa noche se prodigó en el baile con tanto fervor que despertó la atención de todos los presentes, puesto que todos habían asistido a la evolución de la gringuita, pero esa noche alguien se mostró maravillado por lo que esa delgada y escultural muchacha hacía en la pista.
Con treinta y cuatro años, Mora era la más eximía, plástica y bonita bailarina profesional que ya había dado varios vueltas al mundo mostrando su arte e impresionada al saber que esa joven que decían era francesa, dos días antes no sabía dar un paso, decidió incorporarla a su compañía. Aprovechando su dominio del francés, se acercó a la muchacha y explicándole quien era, se ofreció a darle el beneficio de ser no sólo su profesora sino también su manager y representante.
Atónita por el ofrecimiento que le abría las puertas a un mundo totalmente distinto al casi circense que vivía con Caspar, no sólo se manifestó halagada por el privilegio sino que, aprovechando su conocimiento profundo de un español argentinizado, accedió a someterse a largas jornadas de aprendizaje en el estudio de la bailarina.

Los tres primeros días se convirtieron en una desilusión para la francesita, ya que Mora la puso junto a un grupo de sus alumnas a practicar movimientos en la barra que más tenían que ver con lo clásico que con el tango, aunque tuvo que admitir para sí misma que su cuerpo respondía sin resentimientos como si llevara años en ese tipo de ejercicios.
A terminar ese día y en un aparte de confidencialidad, Mora le dijo que su predisposición muscular confirmaba su presentimiento, pero no podía privilegiarla por sobre el resto del alumnado al darle clases personalizadas. Al manifestar con lágrimas en los ojos su desencanto, la mujer le dijo que ya había pensado en eso y, a pesar de no ser una costumbre suya, la aleccionaría en el living de su departamento.

Mora había debido adecuar la oportunidad en medio de sus clases matinales en el instituto y su preparación para el show que brindaba todas las noches en un conocido local nocturno. Por eso, a las tres de la tarde y rebosante de emocionada alegría, Lëila accedió al lujoso edificio de esas nuevas torres con vista al río para ser recibida por Mora en un espacioso living desde cuyos ventanales se veía gran parte de la ciudad y el horizonte ilimitado del enorme curso de agua.
La elegante prestancia de la bailarina la abrumaba y aquella, dándose cuenta de esa situación, la condujo hacia uno de los sillones y en tanto le servía un agradable trago largo que apenas contenía alcohol, se interesó en sus cosas privadas. Era la primera vez que podía hablar de sus cosas con una persona que por su edad y profesión la entendería y, totalmente distendida, le contó sobre sus abuelos y padre argentinos, de cómo se había despertado en ella la vocación por las artes, su relación con Caspar, del fruto de estas y de cómo, de una forma totalmente inexplicablemente misteriosa, se había sentido llamada por lo argentino y fundamentalmente por el tango.
Comprensivamente, la hermosa mujer de largo y lacio cabello castaño la escuchó en silencio y cuando la joven terminó de descargar el peso de su desasosiego, se levantó del asiento para encender un equipo de audio y pronto las notas quejumbrosas de un bandoneón llenaban el cuarto.
Asumiendo el papel masculino, casi sin tocarle la espalda con su mano derecha, Mora la condujo con maestría, sin apresuramientos, en lánguidos movimientos que la hacía acoplarse a ella como si hubieran bailado toda la vida. En los dos primeros temas, la mujer había guardado esa separación física que convierte al tango en una inexplicable fusión de emociones sin necesidad de otro contacto físico que los brazos pero, al iniciarse el tercero, la actitud de la bailarina se hizo más intimista; su brazo izquierdo ya no se apoyaba negligentemente en la espalda sino que la estrechaba hasta que la punta de sus largos dedos rozaba el hueco de la axila y la cara de la mujer contra la suya ponía en su oído la calidez de su respiración acompasada.
Al comprimir el torso contra el de Mora, comprobó que debajo del corto vestido de gasa que apenas cubría sus nalgas, aquella no llevaba corpiño y la contundencia de los gruesos pezones se hacía evidente contra sus senos, ya que ella no había utilizado sostén en toda su vida.
El rezongo triste del instrumento no dejaba de tener una honda sensualidad que despertó en su bajo vientre aquella extraña emoción que la embargaba cada vez que lo escuchaba y abandonándose en brazos de Mora, la siguió perezosamente sobre el pulido piso y en el estrechamiento, la calidez y la contundencia de la formas femeninas se hicieron sentir; como si carecieran de ropa alguna, los pechos se estregaban, los musculosos vientres parecían soldarse y las piernas actuaban como un elemento excitador, enroscándose o rozándose intensamente al cruzarse por dentro de las suyas y, hasta en un movimiento en que la echó hacia atrás, percibió la rotunda solidez prominente del sexo contra su muslo.
Sorprendentemente, esa actitud no sólo no disgustó a la muchacha sino que en su cuerpo sentía el rebullir de sensaciones que sólo el contacto con un hombre le podía proporcionar y acentuando el abrazo, dejó que su mano izquierda presionara fuertemente la espalda de la mujer para ir deslizándose, progresiva e inexorablemente, a lo largo de la columna hasta recalar sobre una de los vigorosas nalgas, El aliento de la bailarina exhalaba en cortísimos jadeos la emoción que la embargaba y al hacer Lëila un pequeño movimiento mimoso contra su cuello, los labios depositaron dos o tres húmedos besos en la oreja y la aguda punta de la lengua escarbó sutilmente en sus huecos.
Aunque liberada en cuanto al sexo, jamás se había sentido inclinada a sostener relaciones con mujeres a pesar de que en su oficio era normal compartir los cuartuchos para cambiarse y eso sí, estéticamente, los disímiles físicos de sus ocasionales compañeras la atraían, no pudiendo dejar de admirar un buen par de senos o la firmeza de ciertos glúteos o hasta la intranquilizante apariencia de ciertas entrepiernas.
Definitivamente no era lesbiana ni mucho menos, pero ahora, el calor de ese cuerpo que no dejaba lugar a la sutileza y la franca actitud homosexual de la mujer le hacía sentir cosas diferentes y, tal vez a causa de su abstinencia de casi quince días, pegó aun más su cuerpo al de Mora al tiempo que sus dos manos se aferraban a las nalgas para hacer más estrecho ese contacto.
El pretextado baile ya resultaba ocioso y paradas cerca de uno de los amplios sillones la mujer hacía indisimulable su pasión, permitiendo que una de sus manos bajara para buscar a tientas el cierre de la pollera y, desprendiéndolo, la hiciera descender hasta las caderas desde donde se deslizó acuosa hacia sus pies. La boca ya no se limitaba a ese hueco detrás de su oreja y ahora escurría premiosa a lo largo del cuello en incitantes besos y lamidas para luego ascender hasta el mentón y desde allí buscar el contacto con sus labios entreabiertos.
La lengua serpenteante rebuscó en el interior para que la punta colocara una incitante cosquilla en sus encías y cuando ella abrió definitivamente la boca para dejar escapar un quejumbroso gruñido, todo el órgano la invadió en tanto los labios se cernían sobre los suyos en apasionada succión. Nunca había supuesto que el simple beso de una mujer la conmovería de esa manera y sintiendo un fuerte tirón en el bajo vientre, aferró entre sus manos la grupa de la bailarina para entregarse con similar denuedo a una serie interminable de golosos besos en los que las succiones se confundían con los silenciosos entrecruzamientos de las lenguas y los incruentos mordisqueos de los dientes.
Estrechándola contra sí con el brazo izquierdo, Mora envió su mano derecha hacia la entrepierna para deslizarse en suave rascado por sobre la débil tela de la bombacha y, en tanto su boca se abría succionante como devorando los labios de la muchacha, el roce fue haciéndose más intenso.
Aunque pudiera resultar extraño, nunca nadie la había acariciado de esa manera y la delgada tela sedosa del slip no sólo le transmitía a ella la imperiosa caricia de los dedos sino que estos recibían a través suyo el caldo tibio que exudaba su sexo. Mientras una de sus manos se escurría por debajo del mini vestido para explorar el abismo entre las nalgas de Mora, la otra colaboró con ella asiéndola por la nuca y profundizando los besos hasta casi el ahogo.
Los gruñidos mimosos expresaban el grado de calentura que las habitaba y los dedos de Mora no se contentaron con el primer roce superficial y ahora hundían la tela para separar los labios de la vulva e introducirse en el óvalo en un suave recorrido que los llevaba desde el ya abultado clítoris hasta la misma entrada a la vagina y, entre los gañidos satisfechos de la muchacha, introducirse dentro de ella.
A pesar de la suavidad de la tela, esa especie de mitón alrededor de los dedos que despaciosa pero perentoriamente se introducían en el sexo, poseía una textura rasposa que hormigueaba sobre los tejidos de la vagina, enardeciéndolos con una sensación de exasperante angustia que hizo exhalar a la francesita un bronco suspiro sollozante.
Sin embargo, en un súbito chispazo, un resto de instintivo recato la hizo tratar de desprenderse del abrazo de la mujer pero ese movimiento no hizo otra cosa que provocar una iracunda respuesta y acarreándola hasta el próximo sillón, se derrumbó sobre él arrastrándola consigo.
La bailarina dominaba corporalmente a la joven y su físico poderoso aplastó toda resistencia del delicado cuerpo. Arrodillada en el asiento y aplastándole la pelvis con su grupa, impedía todo intento de huida y en esa posición, llevó las manos al ruedo del corto vestido para sacárselo por los hombros, exhibiendo ante la muchacha la maravilla de su cuerpo desnudo.
Evidentemente, los años de continuos ejercicios habían modelado magníficamente su cuerpo y Lëila observaba fascinada las formas estatuarias de la bailarina; contrariamente al de las bailarinas clásicas, su pecho se proyectaba en dos espléndidos senos que, sin ser groseramente grandes, colgaban oscilantes frente a sus ojos y debajo de ellos el cuerpo su sumía en un vientre chato pero musculado con un aspecto casi masculino que se hundía en la comba del bajo vientre para dejar ver un minúsculo triangulo velludo que parecía señalar el comienzo de un sexo más abultado de lo corriente.
Aquel examen había durado sólo un instante y la mujer ahora se inclinaba sobre la estupefacta muchacha al tiempo que le murmuraba en una confusa jerigonza de un elemental francés con español que no se negara a ser suya porque que ella la conduciría por caminos que nunca había ni siquiera imaginado.
Uniendo la acción a la palabra y en tanto su boca buscaba ávidamente sus labios, la experimentadas manos desabotonaron la blusa. Nuevamente, los besos y el calor de ese cuerpo fragante, unidos al quehacer de las manos que, terminando de quitarle la prenda sobaban suavemente sus pechos, la joven había recuperado su excitación inicial y abrazando el cuello de la mujer en medio de lengüeteos y chupones, susurraba ardorosas palabras de pasión en las que accedía a someterse a ella pero suplicándole que no le hiciese daño.
Apiada por la candidez de esa muchacha que, aun siendo madre se comportaba como una adolescente, fue descendiendo por el cuello en un tan alucinante como lento periplo de labios y lengua que prosiguieron su camino rumbo al pecho, complaciéndose al detectar el ruboroso salpullido que la excitación colocaba en él. Morosamente, la boca se dirigió a explorar las laderas de los dos consistentes senos que aun conservaban la turgencia de haber amamantado durante más de dos años, sorprendiéndose por el tamaño de las chatas aureolas coronadas por pequeños quistes sebáceos, esos que se conectan directamente con las glándulas.
Encorvada en un gancho y vibrante como la de una serpiente, la lengua tremoló apenas rozando esa granulosidad y a su contacto la muchacha se estremeció como tocada por una descarga eléctrica. Obviamente, no era la primera vez que sus pechos eran visitados por una boca pero justamente por eso había prolongado ex profeso el amamantamiento de su hija a causa de las sensaciones que la succión de los pezones producían en su vientre y en ocasiones en que se dejaba llevar estando en soledad, había experimentado algunos de sus orgasmos más tiernamente deliciosos por la satisfactoria paz que llevaban a sus entrañas.
Sus pechos y especialmente las aureolas y pezones habían adquirido una nueva y exacerbada sensibilidad ante el menor roce y ahora, la lengua de la mujer colocaba una aguda punzada de deseo en lo más profundo de su vientre. Mientras los dedos sobaban y estrujaban hábilmente la carnosidad del seno, lengua y labios iniciaron una enloquecedora tarea, alternando las intensas lamidas con acuciantes chupones que al calor de la excitación incrementaron el succionar hasta dejar pequeños redondeles rojizos en todo el derredor de las aureolas.
Dejando fluir la pasión contenida por la privación y casi como una respuesta lógica, las piernas de Lëila se abrieron para ceñir sus nalgas en tanto la pelvis iniciaba un lerdo ondular en simulado coito y, clavando la cabeza contra el asiento, llevó sus manos a acariciar y presionar contra el pecho esa boca que le estaba proporcionando semejante placer.
Alborozada por la aceptación de la francesita, Mora multiplicó el accionar de la boca sobre los senos, posesionándose de los pezones a los que succionó con intensa fortaleza para después dejar a los dientes la tarea de mordisquearlos en un inquieto estremcecimiento sin herirlos. El goce que experimentaba la joven era distinto a todo lo que viviera hasta el momento y cuando la boca ejecutó una rutina en la que primeramente la lengua fustigaba duramente al erecto pezón hasta doblegarlo para luego dejar lugar a que los labios lo ciñeran apretadamente en exquisitos chupones que cedían su intensidad para que los dientes, menudos y afilados, royeran la carne inflamada hasta hundirse en ella sin lastimarla y tirar de la mama como si pretendieran probar su elasticidad.
Esa maravilla acarreaba sufrimiento a la muchacha que, descubriendo su inconsciente lado masoquista, proyectaba el dolor a sus entrañas y la punzada angustiante que se clavaba en la parte baja de la columna vertebral le hacía arquear el cuerpo mientras de su boca salían ayes lastimeros que expresaban la intensidad de su satisfacción.
La bailarina comprendió que ya estaba bien y deslizándose a lo largo del abdomen pero sin dejar de sorber angurrienta los sudores de la piel, despojó prestamente a Lëila de la bombacha y dejó a su boca deambular por la parte baja del vientre, comprobando que la joven, como casi todas la europeas, conservaba intacto aunque recortado el amplio triangulo velludo que cobijaba al sexo.
Lejos de disgustarle, aquello pareció incitarla todavía más, ya que hacía muchos años que no tropezaba con una entrepierna de aspecto tan cerril. Acomodándose entre las piernas abiertas, le pidió que las alzara encogidas y entonces el sexo se le ofreció en toda su esplendidez; aunque mujer parida, la vulva abultaba apenas y el haz de apretados esfínteres anales se reducía a un oscuro hundimiento.
Alucinada por semejante e inesperado espectáculo, separó con los dedos las prietas nalgas para que la sierpe de la lengua se alojara sobre el ano estimulándolo tiernamente y en respuesta a los gemidos ronroneantes de la joven, los labios colaboraron al someterlo en delicadas succiones que conmovían a Lëila. El característico amargor la impelió a incrementar la acción de la lengua y pronto los esfínteres se distendían para permitirle hundirse en el recto.
Sus manos no permanecían ociosas y en tanto el índice junto al mayor se deslizaban suavemente contra los labios mayores de la vulva, el pulgar de la otra mano se hundía en la espesa alfombra velluda para hostigar la excrecencia del clítoris. El leve balanceo de las caderas de Lëila le decían de su excitación y entonces la lengua recorrió el breve y sensibilísimo tramo del perineo para explorar los belfos de la entrada a la vagina, húmedos de un aromático flujo que ella se apresuró a sorber.
Progresivamente los tejidos se distendieron y la joven sintió complacida como la lengua envarada de la otra mujer se introducía en aquel primer tramo de la vagina que actúa como una especie de vestíbulo anterior a los verdaderos esfínteres, para enjugar las mucosas que emitía la glándula de Bartolin y los labios se cernían luego en apretadas succiones. El sexo oral no le era desconocido, muy por el contrario, se había convertido en su favorito desde que descubriera que por vía clitorial alcanzaba con suma facilidad y placer los orgasmos más intensos pero, tal vez por el hecho de que fuera una mujer quien se lo estaba realizando o por el particularísimo énfasis que esta ponía en el gozoso contacto, lo cierto era que estaba disfrutándolo como nunca antes lo hiciera y sentía crecer en sus entrañas esa revolución que precedía a su verdadera satisfacción.
Degustando con fruición el líquido vaginal, Mora se entretuvo en ese empeño por unos momentos más para luego ascender sobre los labios mayores que apenas abultaban como los de una niñita para que, merced a los dedos índice y mayor que los separaban, acceder maravillada al aspecto inusual del sexo en una mujer casada; sutiles pero atractivamente festoneados como una delicada puntilla carnea, los labios menores que rodeaban al óvalo se le ofrecían tentadores y el agujero de la uretra que mostraba el extraño aspecto elevado de un diminuto volcán la sedujo para que la aguda punta de la lengua tremolara presionándolo y pudo comprobar como ante esa acción la joven incrementaba la conmoción de sus ayes y gemidos.
Arteramente, la lengua pareció negarse a satisfacerla y se desvió para azotar los retorcidos pliegues desde su mismo nacimiento alrededor de la vagina hasta donde formaban el arrugado capuchón que protegía al ya erecto clítoris en repetido balanceo de la cabeza y cuando estos mostraron un enrojecimiento producto de la afluencia de sangre a causa de su excitación, dejó a los labios la tarea de encerrarlos entre ellos para recorrerlos despaciosamente al tiempo que los succionaba con sañuda violencia.
Presintiendo y deseando el resultado final de tan delicioso sexo oral, Lëila alentaba sordamente a la bailarina, invitándola a proporcionarle el máximo goce que puede experimentar una mujer, cuando sintió como un dedo presionaba contra los distendidos esfínteres anales y resbalando en la mezcla de mucosas y saliva que lo cubrían, iba introduciéndose suavemente y delicadamente en el recto. Aunque ella negara sistemáticamente aquel placer a los hombres, en ocasiones en que se satisfacía manualmente mientras se enjabonaba, hacía que sus dedos se aventuraran hasta el ano en pretextada higiene y resbalando en la cremosidad, dejaba al mayor escarbar en el agujero para disfrutar de esa urgente sensación inicial de evacuar que derivaba a un goce infinito, casi masoquista, al introducirlo totalmente en la tripa.
Ahora y con el accionar de la boca en su sexo, el dedo penetraba sin prisa en pausado vaivén, superando largamente sus experiencias anteriores. Aferrando la cabeza de Mora con ambas manos, sacudía frenéticamente la pelvis pidiéndole que no la hiciera esperar más y entonces la mujer, decidida a complacerla complaciéndose, agregó otro dedo a la sodomía y el pulgar formó una tenaza al introducirse en la vagina.
Rebuscando en su interior, los dedos se apretaron a través de la delgada membrana que los separaba para restregar vigorosamente los tejidos y casi enloquecida por semejante dicha, Lëila utilizó su práctica de contorsionista para calzar sus muslos por debajo de las axilas y de esa manera formar una hamaca que abriera totalmente la entrepierna, permitiéndole alzar la cabeza para observar a quien la estaba satisfaciendo de esa manera.
Ante esa aquiescente actitud incontinente de la muchacha, Mora se acomodó mejor y en tanto su boca, con la actividad incesante de labios y lengua se prodigaba sobre el clítoris, atormentando al endurecido musculito con chupones y mordiscos, la otra mano abandonó al ano para reemplazar al pulgar con tres dedos que penetraron a la vagina en la búsqueda del codiciado punto G y en un frenesí de manos y boca, los chasquidos húmedos se sumaron a los agradecidos ayes gimientes de la muchacha hasta que el orgasmo, intenso y profundo la alcanzó y la mujer recibió entre sus dedos la marea caliginosa de la eyaculación.
Alborozada por la obtención del orgasmo que descargaba sus tensiones tras la prolongada abstinencia, Lëila se dejo sumir en la modorra mientras trataba de recuperar el aliento, semi ahogada por la acumulación de saliva que la excitación ponía en su boca y garganta. Respirando hondamente por la boca entreabierta y las vibrátiles narinas totalmente dilatadas, con los ojos nublados por las lágrimas de felicidad, percibió como Mora retrepaba por el cuerpo y la tufarada de los olores vaginales hirió su olfato cuando la mujer posó los labios colmados por sus jugos sobre los suyos.
Era la primera vez que saboreaba sus propias mucosas y el gusto dulzón no sólo no le disgustó sino que la incitó a encerrar los carnosos labios de la bailarina para entregarse mimosamente a un intercambio de salivas que las lenguas se encargaron de expandir. Murmurando lindezas en sus oídos, la mujer la desplazó sobre el sillón para hacerse lugar y volteando su cuerpo, colocó su cabeza invertida sobre ella, dejando que la boca escurriera sobre la capa de transpiración que cubría el cuello hasta arribar a la gelatinosa masa de los senos.
Pestañeando para despejar sus ojos, sintiendo como el picor de la excitación renacía en el fondo de su sexo, la alterada muchacha vio los magníficos pechos de la mujer oscilando pesadamente frente a su cara y, al tiempo que volvía a sentir a la boca golosa apoderarse de los suyos para reiniciar la torturante exquisitez de sus lamidas, chupones y mordisqueos, unas ansias desconocidas ponían en su mente la imperiosa necesidad de practicar lo mismo en esas colgantes delicias.
Extendiendo medrosamente las manos, los dedos encerraron la tersura acojinada de los senos y alzando la cabeza, extendió la lengua para rozar la gruesa punta del rosado pezón. Ese contacto la conmovió, despertando una avidez desconocida en su bajo vientre; además de la sólida consistencia de los pechos, su vértice la atrajo por la inusitada característica de las aureolas que, pulidas y oscuras, se elevaban como otro pequeño seno en cuyo centro se erguía la insoslayable presencia de un largo y grueso pezón.
Tremolante como la de una serpiente, su lengua recorrió con instintiva sapiencia la breve colina para luego ensañarse contra la flexible excrecencia de la mama y, como en una atávica regresión compulsada por lo que Mora ejecutaba en los suyos, envolverla con los labios en una succión infantil que la sacudió por la satisfacción que le proporcionaba. Imitando instintivamente a la mujer, multiplicó el sobamiento a las carnes y la boca se afanó en su alternancia de un seno al otro para prodigarse en lamidas, chupeteos y hasta el timorato mordisquear de los dientes por miedo a lastimar a quien la estaba haciendo ingresar a un plano de la sexualidad que no sólo la satisfacía sino que la entusiasmaba.
Ninguna de las dos disimulaba el placer que estaba obteniendo y no escatimaban expresiones de urgido reclamo que, en medio de quejidos y resoplidos llenaban el caldeado cuarto. Lëila se demoraba extasiada en la mamada cuando Mora fue abandonado sus senos para dejar a la lengua abrevar en la cuenca del surco que dividía el torso. Los labios la auxiliaban en sorber esa mezcla de saliva y sudor y, trasponiendo el cráter del ombligo, se detuvo a recorrer morosamente la espesa vellosidad que cubría la entrepierna.
En oposición, ante la vista de la joven se ofrecía el espectáculo inédito de un depilado vértice que le proponía la protuberante vulva, en cuyo nacimiento se veía asomar el tubo de un clítoris desproporcionado. En tanto sentía como la lengua había atravesado la pilosa alfombra y ya se cernía vibrante sobre el suyo, observó como Mora abría más las piernas para hacer descender su pelvis.
Aun a su propio sexo lo conocía más por el tacto que por haberse dedicado a examinarlo detenidamente y ahora, sin experimentar el rechazo que hubiera imaginado sentir e irremisiblemente atraída por él, comprendía esa compulsión casi obsesiva de los hombres; oscuramente rosada, la vulva se elevaba carnosa para exhibir una raja cuyos bordes ennegrecidos se dilataban apenas para dejar escapar de su interior un apretado manojo de tejidos.
En un suspiro de inconsciente satisfacción, olfateó el almizclado dulzor de los jugos y la lengua, en un primitivo acto reflejo, se extendió para recorrer despaciosamente la arrugada caperuza del prepucio que protegía al clítoris. Un sabor indescriptible inundó sus papilas, compeliéndola a incrementar el viborear de la lengua y al trasegar ese néctar, fue como si un algo desconocido aplicara un mazazo a su nuca. Emitiendo un rugido primitivo, abrió la boca como una fiera carnicera para alojarla apretadamente contra ese compendio de tentaciones.
Asida como un naufrago a los muslos de la mujer, la francesita llevó su boca a iniciar un demencial recorrido que se extendió desde el clítoris hasta la negrura de un ano anormalmente dilatado y, en ese periplo descubrió que, estregando reciamente el mentón sobre esa zona, encontraba complacida recepción en Mora quien gruñía su satisfacción, provocando en ella otra reacción y dando a su cuerpo vigoroso un giro de ciento ochenta grados, quedó debajo de la muchacha.
Incitándola a que le sujetara las piernas por debajo de sus axilas, en esa nueva posición el sexo de la mujer se le ofrecía en toda su plenitud e inexplicablemente sabia de toda sabiduría y repentinamente hábil, Lëila proyectó su boca como una ventosa sobre el óvalo resplandecientemente rosado entre la negrura del exterior. Inexplicablemente, una de sus manos, respondiendo vaya saberse a qué mandato, se perdió en la hendidura entre las nalgas para que sus dedos buscaran el dilatado pulsar del ano y, en tanto ella succionaba con violenta intensidad al clítoris, el dedo mayor se hundió totalmente en la tripa para jolgorio de Mora quien le expresaba groseramente cuanto la satisfacía esa mínima sodomía.
Sin que Lëila se percatara, la bailarina buscó debajo de un almohadón para extraer un consolador que ostentaba en su punta una cabeza ovoide que superaba los cuatro centímetros. En tanto que la lengua volvía a la carga sobre el capuchón del clítoris que ahora dejaba ver claramente el glande blanquirosado que protegía, restregó la pulida cabeza del consolador sobre los inflamados pliegues y luego, apartándolos como dos carnosas aletas, escarbó todo el óvalo para finalmente, estimular la entrada a la vagina ya dilatada por los dedos y lenta, muy lentamente, fue introduciéndolo en el sexo.
A pesar del tamaño inusitado de esa especie de misil o precisamente, a causa de ello, sus músculos se resistían a ser desplazados y un dolor intenso acompañó a la penetración que, no obstante, se le hizo placentera. El sufrimiento le aportaba un nuevo elemento de goce, una sensación de euforia masoquista que le hacía disfrutar al sentir ese ariete desgarrando sus carnes e introduciéndose hasta donde ningún pene hubiera alcanzado.
Clavando sus dedos engarfiados en las exuberantes nalgas de su amante, puso en marcha un mecanismo enloquecido de labios y lengua socavando las carnes de ese sexo tan deseado y ahora amado. La mano prudente de Mora condujo la verga hasta sentir la resistencia que le oponía el estrechamiento del cuello uterino y empujando con paciente ternura, lo transpuso para hacer que el glande siliconado rozara las mucosidades del endometrio entre los gemidos doloridos de la muchacha. Semejante penetración la desesperó y, bramando como un animal en celo, sacudía las caderas como si con ello aliviara la presión del falo que, por el contrario y ante ese movimiento, la mujer comenzó a mover en un cadencioso vaivén que trastornó a la francesita.
A pesar del sufrimiento, esa cópula se le antojaba maravillosa y agradecía a la bailarina con un incremento en sus succiones y lambidas que trasladaba hasta el mismo agujero del ano, el que recibió mansamente su boca dando cabida a buena parte de la lengua. Ella imaginaba un gusto más acre por una directa asociación con su función original, pero una ligera capa de feromonas bañó la lengua de un nuevo sabor no desagradable y entonces, sintiendo como aquel fantástico falo le proporcionaba sensaciones jamás experimentadas, descendió por el perineo y alojó la lengua en la vagina, al tiempo que fragantes flatulencias escapaban del sexo de su amada.
Decidida a que la muchacha disfrutara tanto como ella lo hacía y, sin sacar el largo falo siliconado de su sexo, Mora la hizo volver a quedar debajo de ella y utilizando su Monte de Venus para presionar la base del consolador como si fuera un hombre, la abrazó estrechamente al tiempo que su boca buscaba con gula la suya. Excitada hasta la alienación, Lëila también buscó esa boca que le proporcionaba tanto placer y de esa manera, ambas experimentaron la mutua sensación de degustar sus propios jugos vaginales.
Durante un momento y murmurando incoherentes palabras de amor, se embriagaron en besarse sin apuro, honda y tiernamente mientras sus cuerpos ondulaban en forma autónoma en un delicado coito. Luego y siguiendo las indicaciones de la bailarina, se dieron envión para iniciar un movimiento pélvico cada vez más intenso en el que los cuerpos se estrellaron con sonoros chasquidos de sus fluidas eyaculaciones y así, sumidas en un vórtice de pasión salvaje y amorosa entrega, alcanzaron sus orgasmos en medio de risas, quejidos y sollozos de alegría.

Tan alegre como no recordara haberlo estado antes y ahogada por la falta de aire provocada por la intensidad de la cópula, Lëila se dejó caer sobre el asiento parpadeando por el asombro de haber protagonizado el acople más ferozmente satisfactorio de toda su vida y cerrando agotada los ojos, supuso que la mujer se había dirigido al baño.
Su presunción era cierta, pero aquella sólo permaneció en él unos momentos y, cuando retornó al living secándose con una toalla, la joven alcanzó a observar con el rabillo del ojo como portaba un extraño artefacto. Se trataba de un arnés que una vez colocado como una rara bombacha de dos piezas, mostraba en su parte anterior la imitación a un falo, tan perfecta que a Lëila se le hizo difícil creer que fuera artificial. Sólo un poco más grueso que el anterior y levemente curvado, exhibía todos los detalles de uno verdadero; su “piel” oscura enrojecía levemente al acercarse a la punta, en cuyo vértice se veía un glande fuertemente rosado y que debajo del surco profundo de su base, mostraba un símil de prepucio arremangado. Lo seguía el tronco, cuajado de arrugas y protuberancias venosas y, asombrosamente, contra la copilla plástica, colgaban dos grandes testículos.
Por alguna razón desconocida, cerró los ojos cuando Mora se encaminó hacia la cama pero, mientras olfateaba con placer su perfume de hembra encelada, sintió como aquella utilizaba la toalla para secar de su cuerpo el pastiche de salivas, fluidos vaginales y transpiración. La emoción la traicionó y no pudiendo reprimir un susurrante ronroneo, dejó que sus ojos se abrieran para perderse en la oscura pasión que habitaba los de su amante. Conmovida por la tremenda belleza de la mujer, se dejó estar mansamente mientras aquella limpiaba su piel delicadamente y cuando terminó de secar su rostro y la humedad del cabello, la aferró prietamente por la nuca para atraerla hacia ella y besarla hondamente en la boca.

Luego de unos momentos de hacerse arrumacos en los que las manos revoloteaban ligeras por sus cuerpos, Mora se colocó entre sus piernas para alternar los lengüetazos y chupeteos al sexo con un cuidadoso secado de la toalla hasta que aquel lució tersamente seco. Alzándole despaciosamente las piernas hasta el pecho, la mujer le pidió que las sostuviera así y, asiendo el falo con una mano, lo oprimió contra la entrada a la vagina para, lentamente, comenzar a presionar.
La verga no poseía la elástica suavidad de la anterior y rígida, mucho más que la de cualquier hombre que la hubiera penetrado, su ovalado glande se introdujo morosamente esos tres o cuatro primeros centímetros en los que la vagina tiene mayor sensibilidad, actuando como la punta de un ariete para permitir el paso de los flexibles tejidos del falso prepucio. El arrepollado manojo respondió a los lentos enviones de la pelvis de la bailarina, lacerando en el ir y venir los tejidos de la muchacha que esperaba angustiosamente se concretara la penetración total.
Proponiéndose no lastimarla, Mora se aplicó a la introducción pausada del falo con pequeños vaivenes que profundizaba centímetro a centímetro, atenta a las expresiones faciales de Lëila. En una autentica exhibición gestual de visajes y mohines, el rostro de la joven iba mutando continuamente en tanto la verga socavaba la vagina. Con sus rugosidades y protuberancias, el duro tronco le provocaba sensaciones simultáneas de goce y dolor, acrecentadas por la contracción instintiva de sus músculos que lo ceñían tan prietamente como una mano.
El bello rostro, tanto esbozaba una alegre sonrisa como se contraía por el sufrimiento y la boca se abría para expresar su aquiescencia a la penetración o dejaba escapar el plañidero gemido del martirio. A pesar de todo, con el ralentado movimiento de la mujer parecía ir cobrando ventaja el placer y el cuerpo de la joven se movía ondulante como para facilitar el paso del falo en tanto que las quejas eran reemplazadas por jubilosos asentimientos que se repetían junto al pedido de mayor hondura y velocidad.
Regocijada por esas sensaciones, Lëila convertía a cada laceración en un motivo de inefable goce y aferrando con mayor fuerza las piernas encogidas, las llevó hasta más allá de su cabeza. De esa manera, la grupa fue elevándose hasta quedar casi en forma horizontal y entonces sí, Mora terminó de introducir la verga hasta que los falsos testículos se estrellaron contra el ano e inició el meneo de una lerda cópula. Ese suave vaivén terminó de enloquecer a la joven quien, alborozada, sentía como su cuerpo iba amoldándose a aquellas anfractuosidades con sucesivas y rítmicas contracciones.
Acuclillada sobre ella con las piernas abiertas, posesionada totalmente de la masculinidad del acto, enardecida, la mujer encontró la cadencia exacta para socavarla profundamente, deslizándose cada vez con mayor comodidad sobre las mucosas que emitía el útero para la lubricación. La francesita contemplaba arrobada aquel hermoso rostro que resplandecía por la felicidad de lo que estaba haciéndole y asiéndose por las muñecas a los brazos que se apoyaban en sus muslos, se dio envión para que la penetración adquiriera aun más vigor. Los dos orgasmos anteriores parecían haberla dejado vacía, pero sus ganas crecían en forma inversa y una arrebatada pasión por ser penetrada de la forma más violenta la acometió.
Como si presintiera la alocada emoción de la joven, la mujer sacó el falo de su sexo y urgiéndola para que le obedeciera, la hizo parar junto al sillón para colocar uno sus pies sobre el asiento mientras se inclinaba para sostenerse aferrada al respaldo, pero recurriendo al arte de su dislocación, la joven estiró la pierna verticalmente hasta engancharla en la nuca. Entusiasmada por esa elasticidad que prometía infinitos placeres, Mora se acuclilló entre sus piernas y la boca golosa volvió a saciarse en aquellas humedecidas carnes, recorriendo con la lengua tremolante desde el inflamado clítoris hasta el agujero fruncido del ano.
La boca era un fino instrumento que realizaba en sus carnes tan deliciosas maniobras como jamás hubiera experimentado; vibrando como si estuviera provista de algún motor silencioso que la impeliera se hundía entre los recovecos de la vulva, exploraba inquieta separando los ennegrecidos tejidos de los pliegues y los labios colaboraban en la succión de los fragantes fluidos que los empapaban. De esa manera, inició un estremecedor recorrido por todo el sexo para luego ascender por el perineo y arribar el prieto agujero anal. Allí se esmeró en aguijonear el frunce radial de los esfínteres para lograr obtener una mínima dilatación.
La suavidad del órgano de la bailarina era tan estimulante, que una jubilosa euforia la fue invadiendo. Apoyándose sobre el respaldo, Lëila se inclinó de costado para dar un ángulo mayor a su abierta entrepierna que favoreció las intenciones de su amante y, en tanto la boca volvía a recorrer la vulva, un delgado dedo presionaba el ano para introducirse totalmente dentro del recto como en una vaina.
Como en la ocasión anterior, una desagradable urgencia por defecar la dominó, pero la presencia del dedo en su tripa puso un vehemente deseo de mayor profundización. Percatada de aquello, la mujer sumo otro dedo e inició un movimiento circular que se complementaba con un ir y venir que fue cobrando velocidad conforme ella manifestaba a voz en cuello su satisfacción.
Lëila rechinaba los dientes y se meneaba incontrolablemente por la ansiedad y entonces Mora se puso de pie y aferrándola por las caderas, penetró su vagina desde atrás, causándole un goce tan hondo que sólo pudo proferir exclamaciones de agradecimiento. Introducido de esa manera, el irritante falo alcanzaba los más recónditos rincones de la vagina y golpeteaba fuertemente contra la estrechez del cuello uterino. Luego de unos momentos de esa placentera cópula, la bailarina se acomodó recostada sobre el ancho rasiento y la condujo para que ella se acaballara sobre su cuerpo. Abriendo las piernas, la muchacha se ahorcajó sobre la mujer y lentamente fue haciendo descender el cuerpo hasta que la verga se introdujo en su sexo.
Mora estaba embelesada con la figura lujuriosa de la voluntariosa joven e, hipnotizada por los agitados pechos que oscilaban al ritmo del coito, los aferró para sobarlos tiernamente. Esa posición era una de sus preferidas y sintiendo la plenitud de la verga en su interior, Lëila inició una serie de impulsos que llevaban su pelvis adelante y atrás al tiempo que la meneaba en forma circular como una indecente bailarina árabe. El movimiento se complementaba con la flexión de las rodillas en una cabalgata cuya intensidad obnubiló a la muchacha y gimiendo roncamente, se apoyó en el torso de la mujer para que sus manos estrujaran sin piedad los mórbidos senos que oscilaban gelatinosamente. Cuando esta imprimió a su pelvis un movimiento ascendente para incrementar la profundidad de la cópula, creyó enloquecer y soltando los pechos, se irguió con los ojos cerrados por semejante goce para enviar una de sus manos hacia atrás a buscar el ahora dilatado ano para introducir en él al dedo mayor mientras la otra maceraba rudamente su propio clítoris.
Inesperadamente, la mujer la aferró por los hombros y con una fuerte torsión de su cuerpo, hizo que cayeran sobre el asiento para que ella quedara debajo. Saliendo de la vagina, se acaballó invertida sobre su pecho al tiempo que le pedía que succionara al consolador. La vista del falo era impresionante; con sus arrugadas anfractuosidades cubiertas por una espesa capa de mucosas vaginales y el aroma dulzón que despedía puso frenética a la joven que proyectó su lengua para apreciar el exquisito sabor de sus propios jugos glandulares. El contacto con sus papilas ejerció un efecto mágico, haciendo que la boca se abriera generosa para recibir la rígida consistencia de la verga y, al sentirla llegando al fondo de la garganta, la ciñó con los labios como para impedir su salida por el suave vaivén que Mora le había impreso a sus caderas.
Así inició una ardua batalla contra el miembro, lamiendo, chupando y deglutiendo ávidamente los jugos que lo cubrían, admitiendo que esa succión se le hacía tanto o más satisfactoria que la de un pene verdadero. Al tiempo que asía las nalgas de la mujer para acentuar la penetración, advirtió que aquel arnés poseía una abertura que dejaba al descubierto la vagina y el ano de su portadora. Disminuyendo la intensidad de la boca, distrajo dos dedos para que exploraran en el ojal y buscaran la entrada de la vagina. Introduciéndose primero juntos y envarados en toda su longitud, se curvaron luego como un gancho e iniciaron un movimiento de rascado que desmadró a Mora.
Lëila nunca había disfrutado así de una mamada; acelerando la actividad de sus dedos en el sexo de la mujer, buscó con el pulgar de la otra mano en la raja entre las nalgas y a tientas fue introduciéndolo en el ano y su arrítmica penetración terminó de enajenar a la bailarina que, aun disfrutándolo, no quería que aquello terminara tan pronto. Escurriéndose por su cuerpo sorbiendo los humores que lo cubrían y llegando al sexo, volvió a enterrar la boca angurrienta en los hinchados repliegues mientras con sus manos le abría las piernas tanto como le era permitido.
Ya totalmente fuera de sí por lo que la francesita hicieera con los dedos en su sexo y ano, volvió a instalarse arrodillada frente a la muchacha y tornó a hundir la verga en la vagina para luego sacarla enteramente y volver e introducirla en una repetida maniobra que hizo creer a la joven que la agradable cópula se repetiría pero, después de cinco o seis de esos embates, Mora apoyó la ovalada testa sobre el ano y empujó. La presión era tan lenta como firme y poco a poco, toda la dureza, el grosor y la superficie del consolador desaparecieron en el interior y, tanto el asombro como el dolor paralizaron a la muchacha, que esperó la consumación de aquel martirio con los ojos dilatados y la boca tremendamente abierta en un grito mudo.
La bailarina sabía el sufrimiento que estaba provocándole, pero como su intención era gozarla, fue dosificando la penetración con la certeza de que el placer que pronto alcanzaría su circunstancial amante superaría largamente aquellos primeros roces. Entretanto y con el rostro bañado por las lágrimas pero superado el primer dolor provocado por la misma crispación que apretara sus esfínteres, la muchacha percibió como el padecimiento inicial era suplantado por una sensación de intenso goce, tal como el placer masoquista obtenido por las uñas en sus pezones. Alucinada, sintió como la verga prodigiosa entraba en una extensión al parecer sin límites hasta que los testículos de látex golpearon contra su sexo.
Modificando su actitud, recompensó a la mujer con una espléndida sonrisa y tendió sus manos para asirse de los brazos con que aquella se apoyaba en el asiento, dándose impulso con tímidos movimientos de la pelvis. Atendiendo a su denodada entrega, Mora inició delicadamente un suave vaivén que, conforme los gemidos iban transformándose en mimosos ronroneos, fue adquiriendo velocidad y profundidad por el rítmico balanceo de su cuerpo. Ahora era la misma Lëila quien sostenía sus piernas abiertas y encogidas al tiempo que la alentaba con repetidos asentimientos y entrecortadas frases en las que expresaba groseramente su contento, auto calificándose como su devota prostituta privada.
A pesar de la situación y lo inusual del miembro, la violencia que la mujer ejercía sobre ella no tenía la misma actitud que la de su marido y en cambio, sentía que, fundidas en un sólo sentimiento, la mujer sólo pretendía darle amor y placer. Eufórica por ese descubrimiento, sólo atinó a pedirle a la bailarina que la hiciera tan feliz como esperaba y aquella, obedeciéndola, retiró por un momento el falo del ano para colocarla de rodillas y volver a penetrarla tan hondamente que ella, arrobada, enajenada por esas sensaciones maravillosas, llevó su mano al clítoris para excitarlo en apretados círculos.
Con su hermoso cuerpo cubierto de transpiración, Mora parecía una diosa de la lujuria con el cabello enredado en húmedas guedejas que se pegaban a la piel y las musculosas piernas acuclilladas para darse aun mayor impulso. La joven no lograba discernir cuanto de placer y sufrimiento tenía esa cópula infernal y en tanto alentaba fervorosamente a su amante a penetrarla más y mejor, dejaba escapar de su boca delgados hilos de baba mientras por sus mejillas corrían lágrimas de alegría y de ese dolor masoquista que la complacía.
Ya la verga se deslizaba en la tripa cómodamente y entonces, Mora inició una alternada cópula en ambas aperturas. Ora por la vagina, ora por el ano, el falo penetraba a la joven con demoníaca furia pero, aun así, la mujer se daba tiempo para retirarlo de una y contemplar como su dilatación le dejaba ver el aspecto cavernoso del rosado interior y, tras observar la lenta contracción de los esfínteres, penetraba la otra para repetir el procedimiento durante largo rato.
Ya Lëila creía que no podía ser más feliz y entonces le pidió a Mora que deseaba que la penetrara de esa forma pero de paradas. Complaciéndola, la mujer dio un paso atrás y ella, acompañándola, se paró abierta de piernas y mientras Mora volvía a penetrarla, ella recurrió una vez más a su virtuosa cualidad contorsionista para inclinarse hacia delante hasta lo imposible y con la cabeza junto a sus rodillas, buscar con los dedos las dos aperturas venéreas de la mujer, al tiempo que le reclamaba la hiciera alcanzar ese tan demorado tercer orgasmo.
Asombrada por las cosas de que era capaz esa jovencita y en tanto disfrutaba de lo que esta hacía en su ano y sexo, siguió empalándola con tan enérgico vigor que a ella misma la fatigó. Esperando tal vez ese reclamo de Lëila, la bailarina la estrechó entre sus brazos desde atrás y arrastrándola con ella, se fue dejando caer de espaldas sobre el sillón sin retirar la verga del ano. Pidiéndole a la muchacha que se apoyara en sus pies y manos para formar un arco, estrujó sus senos e inició un poderoso vaivén con su pelvis, penetrándola desde abajo con una violencia que dejaba sin aliento a la joven.
Después de unos momentos de tan placentera como cansadora posición, los brazos se resentían por tanto esfuerzo y dejó que sus espaldas se apoyaran en los senos de su amante, quien se adueñó del cuello con la boca en apasionados chupones que unidos al roce de las afiladas uñas a los pezones y el incontrolable pistoneo del falo en el ano, la llevaron rápidamente a sentir la avasallante riada de sus jugos internos explotando y derramándose aguachentos por el sexo, escurriéndose hasta donde la verga la socavaba tan placenteramente. Obtenida su satisfacción con la obtención de la suya, Mora se puso de lado para abrazarla tiernamente y así, aun unidas por el vinculo fálico, se dejaron estar blandamente para sumirse en la tibia modorra de la satisfacción plena.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
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