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—Se llama Cristina güey, tiene como veintitantos años. Es alta, de buenas curvas, tiene unas nalgotas y unas tetotas... no mames güey, está bien buena.
—Aaah... no te la restires pinche Dioni. Si Don Justo ya tiene sus años.
—Sí, pero se la consiguió bien jovencilla. Mandó a volar a su anterior Señora y se casó con ésta. De verda’ buena canijo. Te lo juro. Esta Señora está de muy buen ver. Y Don Justo la tiene como reina.
—¿“Entóns”? ¿Por qué le pone el cuerno?
—“Pos” yo creo que de todo la atiende menos de ahí. O no sé, el caso es que la vieja, siempre que Don Justo se va, anda de cusca. Nomás se ve china libre y pa’ pronto. Luego luego busca verga.
—¡Anda ya! Y entonces, ¿por qué no te la has montado tú?
—Porque no soy güey. Don Justo nomás se dio cuenta de los cuernotes, o sospechó... ve tú a saber, pero le puso un vigilante. El cabrón se llama Nabor. Es un pinche güerote de ojo azul, bien mamado y como de uno noventa de altura. ¡No mames! Sí te pone en tu madre.
—Así que tiene quien la cuide.
—Sí, pero a la huerca le vale, eh. Se ve que es de sangre caliente y se las ingenia para darse sus escapadas. Espera a que Nabor esté desprevenido y se monta en su cuaco para salirse del rancho y buscar hombre.
Felipe veía con incredulidad a su amigo Dionisio.
—Ajá, y, según dices, de plano se encuera y en media carretera pide un “raite” así, en pelotas —le dijo, suspicaz, Felipe a su amigo.
—Pues eso dicen. Bueno, eso me han contado. Que así, encueradita, tal como el Señor la trajo al mundo, sale a la orilla de la carretera y pide aventón. Muchos no se detienen claro, pensando que sea una trampa. Creen que es un embuste para robarlos. Pero nunca falta uno que se aviente y...
—Y se la tira ahí mismo —apuró Felipe.
—Pues sí. Eso dicen. Que ahí, en pleno pasto, entre los árboles, se pone a cuatro y órale... la Señora deja que se la ensarten.
—¡Así, así mi rey! Húndemela toda. Hasta el mero fondo. —dice Doña Cristina.
El masculino ser que tiene detrás no deja de seguir sus indicaciones y fácilmente le da a tragar verga. Por lo menos eso aparece en el pensamiento de Felipe, quien no evita crear tales imágenes en su mente.
A pesar de eso, Felipe se muestra escéptico.
—¡Ya párale Dioni, que no te creo na’!
El joven Felipe, de apenas 19 años, estaba de visita en el pueblo pues eran las vacaciones universitarias, y él ayudaba en la tienda y mercería de sus padres.
«Viejotas así nomás en el Libro Vaquero», se decía para sus adentros, al no creer que una mujer con tales cualidades existiera en su realidad.
—Ah qué Dionisio, tiene mucha imaginación —se decía Felipe, mientras se desvestía para irse a dormir.
No obstante, ya en calzoncillos, Felipe no se abstuvo de acariciarse el miembro recordando las palabras de su amigo. La Señora que describía debía estar re-buena.
Al día siguiente, mientras Felipe barría el local, Dionisio se le presentó abruptamente.
—¡“Aí” anda! —gritó Dionisio.
—¿Quién? —le preguntó Felipe.
—La tal Cristina. Vino de compras al pueblo. ¡Vente!
Felipe se dejó llevar por la curiosidad y siguió a su amigo.
La Señora Cristina en verdad que era bella. Sus notables curvas se hacían notar pese a los vaqueros y camisa de franela que vestía. Sin embargo, Nabor también se hacía notar. El rudo hombre no permitía que los hombres se quedaran viendo por durante mucho tiempo a su patrona.
Tomando con seriedad su trabajo, custodiaba a la esposa de su patrón como perro a su hueso. Era muy consciente de la evidente sensualidad de la hembra y, más aún, sabía bien que la Señora se dejaba llevar por sus ansias de mujer.
—¡¿Qué chingaos la ven?! —gritó, de plano, Nabor, cuando un grupo de muchachos hicieron patente su interés en la dama—. ¡Pinches guarachudos! —terminó por decir.
Mientras Dionisio resintió con temor los gritos del tal Nabor, a Felipe ya se le había puesto tiesa la hombría al ver el sensual caminar de la dama.
«De veras que está rete buena», se dijo así mismo.
De pronto, Dionisio lo sacó de su ensoñación tomándolo y agitándolo del hombro.
—¡Güey, viene para acá! ¡Ya no la mires, que sino el mentado Nabor nos pone en la madre!
—No te agüites. A esa dama la atiendo como se merece.
—Bueno, luego te veo —dijo Dionisio y se alejó.
Segundos más tarde, mientras Doña Cristina veía unas pañoletas, Felipe se la quedó viendo repasándola de abajo a arriba con mucho deleite. Esto no pasó desapercibido por Nabor y...
—¡Qué tanto mira pinche chamaco! —dijo el rudo hombre tomándolo de la camisa, y luego lo mandó de espaldas contra un anaquel.
El otro se quedó callado pero viéndolo con coraje.
—¡Oiga, ¿tiene más grandes?! —exclamó Doña Cristina y aquél aprovechó para ir junto a ella.
Nabor no dejó de mirarlo con una expresión de: “nomás le faltas al respeto y te parto la madre”.
—Mire, aquí tenemos otras pañoletas más grandes y de diversos colores —le decía muy sonriente Felipe a la dama, a la vez que sacaba de un cajón tales prendas.
Para la joven Señora no pasó desapercibido la influencia que sus sensuales carnes provocaban en el joven, así que...
—Ajá. Oye y me muestras esos calzoncillos que tienes allí abajo.
—Claro, en qué talla —respondió aquél.
—Pues.... mmm, como para un joven como tú —le respondió.
Felipe le mostró algunos que colocó sobre el mostrador, delante de ella.
Doña Cristina tomó unos y los restiró como probando la elasticidad. Luego metió una de sus manos dentro y con el dedo medio simuló un pequeño pene erecto dentro de la prenda.
Con sonrisa maliciosa en el rostro dijo:
—Cómo ves, ¿así se te verían a ti?
—No pos yo creo que los llenaría con más.
Ambos se sonrieron aprovechando que Nabor estaba lo suficientemente retirado para no darse cuenta de su amena disertación.
Sin embargo, el otro comenzó a aproximarse, así que la Señora no perdió más tiempo.
—Me cuadras muchacho. Mira, te espero en Rancho Alegre, ¿sabes dónde es?
—Claro.
—Te dejo una escalera por dentro, del lado del río. Si te puedes trepar la barda lo demás ya es fácil. (Y aprovechando los últimos instantes de privacidad dijo:) Después de las diez de la noche; Nabor ya se acostó para entonces... no me falles.
Después se hizo la disimulada.
—Bien pues envuélvamelos todos que me los llevo.
Felipe cerró temprano aquel día, pues se moría de ganas por llevar a cabo sus más naturales deseos: Follarse a una dama quien por sí misma lo había invitado a copular.
Dionisio, preocupado, le aconsejó:
—No juegues con fuego Felipe. Ese Nabor es bien perro. Además si te descubre y Don Justo se entera... no ma... el cabrón es dueño del pueblo. Te puede mandar a matar sin correr ningún riesgo.
Felipe no se dejó intimidar, sin embargo, escuchó los rumores que Dionisio le comentó:
—Dicen que a esa huerca la sacó de un putero y que por eso le regresan las ganas. No te vaya a contagiar algo.
—“Pos” sea lo que sea pero por una potranca “ansina” bien vale la pena el riesgo —le respondió Felipe.
Hizo oídos sordos a todo lo que su amigo le advirtió y partió. Pero, como amigos son los amigos, Dioni le ayudó a llevar una escalera larga para poder trepar el muro del rancho.
El temeroso compañero se quedó afuera, mientras el otro se arrojaba a la aventura.
El joven, con mucho cuidado, se aproximó a lo que él creía eran las ventanas de las habitaciones. Vio una leve luz encendida y, como pudo, trepó hasta allí.
La dispuesta hembra ya lo esperaba tendida en la cama completamente desnuda.
—‘Ora sí —dijo Felipe.
Cuando el ávido jovencillo y la señora fogosa estuvieron uno sobre la otra:
—Mira, tengo la raja húmeda por ti. Tienta para que veas que no te engaño —dijo, y Doña Cristina llevó uno de los dedos del joven hacia abajo.
El dedo de Felipe se embarró en un fluido lúbrico que le escurría a la Señora. A la vez se dio cuenta que la dama era rete peluda de allí.
—Mete bien los dedos —le sugirió la propiciadora y él obedeció.
Felipe resbaló sus dedos en la raja natural sintiendo como la dama los disfrutaba.
—Uhmmm... qué rico resbalan. Te estás pero si rete que escurriendo —le dijo con cachondez.
—Sí, pero no lo desperdicies. Bájate al abrevadero —le dijo ella.
Fue así que Felipe, obedeciendo a la dueña de aquella finca, bebió de aquella fuente de jugos aromáticos a perfume de mujer.
«Está pero si bien lista para que le metan el camote», pensó Felipe, mientras lamía y lamía.
Aferrado a las nalgas de la mujer, el jovencillo hundía su lengua en la raja, pese a los cosquilleos que le provocaba el espeso vello femenino.
Luego de unos minutos, Felipe se sacó la verga y se dispuso a meterla por la gruta vaginal pero...
Un llanto infantil lo sacó de tono.
—Espera —dijo la hembra a quien trataba de penetrar, y colocándose una bata salió.
Tardó un rato que para él pareció una eternidad pero, al regresar:
—Disculpa, era mi bebé. Pero ya no te preocupes, le di teta y ya se durmió.
En aquel momento más de un pensamiento asaltó, eslabonadamente, la mente del joven:
«Tiene un bebe /...aún lo amamanta /...tiene leche».
Su atención se fijó en aquel par de senos prometedores y el jovencillo se avorazó sin impedimento de la dama. Felipe tomó la leche que le había dejado aquel bebé, a quien no tenía el gusto de conocer pero de quien agradecía su existencia.
—Así que tienes bebé —dijo Felipe entre sorbos.
—Sí —le respondió ella, viéndolo hacia abajo y con una sonrisa.
—¿Y... es hijo legítimo de Don Justo? —preguntó Felipe con cierta perversidad.
—Y a ti qué más te da —le respondió Doña Cristina.
—Bueno, sólo pregunto.
—No... digamos que otro hombre le hizo el favor —respondió ladina.
—O te lo hizo a ti —correspondió Felipe.
—De eso nada, Justo es quien quería un varón y él no lo había conseguido así que...
—Así que tú...
—Sí, le hice el favor de conseguírselo.
Ambos rieron.
—Bueno, tú ya te diste gusto, ¿y yo? Órale, encuérate completo para que nos mamemos nuestras “cosas”.
Fue así como Cristina dio pie para que ambos pasaran a formar un 69 perfecto.
El chico yacía en cama mientras la hembra, encima de él, le ofrecía la entrepierna a la vez que le comía el falo.
«¡Qué jugosa que está!», pensaba Felipe mientras se daba el gusto de su vida.
Él la lamía como a una fruta fresca mientras que ella le devoraba la verga con hábil maestría.
—Ya estás empezando a moquear —Cristina le dijo, volteando, aunque sin poder verlo cara a cara.
Minutos más tarde...
—¿Es cierto lo que dicen? —le preguntó él.
—¿Qué? —le dijo ella a su vez.
—Que eres tan ponedora como gallina culeca.
—Pues tú nomás juzga —le respondió Cristina manifestando convicción, al mismo tiempo que le situaba las nalgas sobre el regazo—. ¿Cómo vez? ¿Se nota que me gusta empollar huevos?
Era obvio que la mujer le encantaba ser totalmente desinhibida, y eso dejó hechizado al joven.
Ese par de hermosas mejillas, de suaves y delicadas tersuras, reposaban sobre él y Felipe lo disfrutaba. No la había siquiera penetrado y ya se sentía en el edén. Si aquella finca se llamaba Rancho Alegre, en verdad no estaba errado tal nombre.
Cuando la mujer se puso en cuatro y luego se empinó de manera por demás “cachorra”, él ya estaba listo para penetrarla, pero...
—No me la metas aún... dame unos vergazos en las nalgas —ella demandó.
A una mujer así no podría Felipe negarse, pues le había llevado casi al clímax sin la necesidad del contacto de sus genitales.
—Sí —dijo él, y dispuso “manos en la maza”.
Fue entonces que el trozo de carne cilíndrica empezó a golpear, no menos que lascivamente, las firmes posaderas femeninas.
—¡Más fuerte...! ¡Sí! —gritaba ella, como si aquello verdaderamente la encendiera.
—¡Ouf! —exclamó él, haciendo su mejor esfuerzo para que su pedazo fuera lo suficientemente contundente para cachetear los tremendo glóbulos de carne.
Cada golpe arrancaba alaridos de la joven propietaria de aquella rica villa. Los clamores lujuriosos, de seguro, llegaban más lejos de las paredes que hacían la habitación conyugal, pero ni se preocuparon por ello.
—¡Así nené¡ ¡Asííí...! ¡Castígame con los latigazos de tu vara! —aullaba Doña Cristina.
—Eso... te estoy castigando por ser una mala esposa. Una mujer infiel —le dijo Felipe, siguiéndole el juego.
Aquello era tan excitante para ambos que Felipe, sin dejar de azotar a la patrona, escupió su leche que se esparció sin control. Las nalgas y la espalda de ella se batieron, pero también las sábanas e incluso el buró cercano se vieron salpicados.
Finalmente el pene empequeñeció.
Habiéndose hecho el silencio entre aquella pareja, y advirtiendo la expresión del muchacho quien se notaba frustrado de haberse venido sin haber podido penetrarla...
—No te agüites mi rey, enseguida te la vuelvo a entiesar —le dijo la joven Doña apiadándose de él.
La mujer se recostó boca arriba y, tomando aquellas hermosas ubres, dijo:
—Vente nené, pon acá tu verga, en el canalillo.
—¡Pero si pa’ pronto! —exclamó el otro y se dispuso a hacerlo.
Los pechos de Cristina eran suaves pero increíblemente firmes. Por lo menos así lo percibió Felipe.
—‘Orita se para porque se para —dijo Cristina, al mismo tiempo que el falo era abrazado y acariciado por aquellas carnosidades.
Atrapado en el par de lascivos montículos, Felipe sintió que las ganas le volvían. Su pene se fue engrosando. Él no podía sentirse menos que afortunado al haber conocido a aquella dama. Una Dama de sangre caliente que no negaba su natura.
—‘Ora sí. Ábrete de piernas que “aí” te voy potranca —dijo, cargado de nuevo ánimo, Felipe.
—Tranquilo garañón, tenemos toda la noche, primero dame tu juguito —le replicó ella, y tomó el falo firmemente llevándolo a su boca.
Sacando su lengua, y estirándola hasta tocar la punta del miembro que tenía enfrente, fue como Cristina tomó la lágrima pre-seminal que salía del agujerito. La punta de su apéndice, incluso, trató de abrir el pequeño orificio antes de metérselo en la boca y comenzar a succionar el aparato sexual del chico.
—¡No...! ¡No sigas... si no me voy a venir en tu boca! —gritó, unos instantes después, el pobre muchacho que en extremo era sorbido sin tregua.
—¿Y eso qué tiene de malo? ¡Sería delicioso! —le respondió la Señora.
—No... es que yo quiero hacerlo pero dentro de ti.
—Pus “ay” está.
—No, pero dentro de tu vagina.
Doña Cristina se sonrió y decidió dejar de torturarlo.
—Está bueno pues.
La Doña tomó su posición predilecta; se puso en cuatro con las nalgas bien abiertas y así encandiló a núbil chamaco.
—¿Así? ¿Cómo ves?
«¡Que me castren sino me cojo ahora mismo ese agujero!», pensó el muchacho, al contemplar el asterisco café que se mostraba frente a él.
—!Es el mejor culo que he visto! —exclamó Felipe.
Habiendo cambiando su decisión de penetrar vaginalmente a la Patrona, por mejor hacerlo analmente, y con la punta de su glande apuntando al hermoso agujero que le había llamado sin duda alguna su atención (a punto de introducirse en tan fogosa hembra), sorprendieron al chamaco.
La puerta de la habitación se abrió estrepitosamente y se hicieron terriblemente reales sus anteriores palabras: estaba por ser castrado; cuando menos eso pensó, una vez vio a Nabor con cara de: “aquí te llevó la chingada”.
—¡Me lleva! —se dijo Doña Cristina, aun estando de a cuatro.
—¡’Ora si te va a cargar el diablo, cabrón! —gritó Nabor, dirigiéndose a Felipe.
El joven quedó mudo.
—¡No...! ¡No lo toques! Él no tiene la culpa —gritó la Señora.
Nabor hizo oídos sordos y, desenfundando un revolver que llevaba al cinto, amenazó a joven quien se enrollo en una esquina.
Nabor lo pateó múltiples veces.
La fantasía realizada se le estaba convirtiendo en terrible pesadilla al joven escaldado.
—¡Basta, y mejor mira aquí! —oyó gritar, a sus espaldas, Nabor.
Al voltear, Nabor pudo ver a la esposa de su patrón apoyada en sus rodillas sobre la cama, y abriéndose los cachetes de su trasero al máximo.
—En vez de gastar así tus energías, mejor úsalas en mí. ¡¿Qué...?! ¿Me vas a decir que nunca me has deseado en todo el tiempo que me conoces? —le dijo Doña Cristina a Nabor, al mismo tiempo que, completamente empinada, lo volteaba a ver con lujuria.
—¡¿Eh...?! —musitó Nabor.
—Anda... ven y móntame —ofreció la Dama.
¿Y quién podría quedar indiferente ante tal proposición?
Minutos más tarde, mientras el chico se recuperaba de los golpes recibidos, y aún estaba en el suelo, Nabor, ya sólo en calzoncillos, chupeteaba la raja de su patrona.
—Mmmm... desde cuando quería chuparle la pepa —decía el bronco hombre, al mismo tiempo que la Señora, totalmente abierta de piernas, emitía gemidos de placer.
Las rudas pero vigorosas lamidas avivaron la fogosidad de la hembra, poniéndole a tope el hervor de su sangre caliente.
—¡“Aí” cabrón!, nunca imaginé que fueras tan bueno pa’ esto —gritó la dama.
Felipe, sentado en el suelo, pudo atestiguar como el custodio de la Señora, ahora completamente desnudo, le exponía el notable grosor de su, no menos, largo miembro.
Doña Cristina, sentada a la orilla de la cama, miró hacia arriba al empleado de su marido y...
—¡Válgame...! No creí que calzaras tan grande —dijo, con un tono algo divertido.
—¡Trágatelo! —exclamó rudamente el cortante hombre.
La Señora así lo hizo.
Aquel hombrón no se conformó con la forma de mamar de su ama y, tomándole con ambas manos de su nuca, hizo que ella se lo tragara hasta la garganta.
—¡Cómetelo todo! —ordenó Nabor.
Luego, prácticamente, se folló la boca de su patrona, entrando y saliendo brusca y vertiginosamente.
Más tarde, Felipe atestiguó cómo el “pescuezo” bravucón del temido Nabor se abría paso entre aquellos labios genitales que él mismo había apetecido minutos antes.
—¡Eso...! ¡Lo quiero todo Nabor, lo quiero todo! —gritaba la dueña de la finca mientras era penetrada por el asalariado.
En cuanto aquél tocó fondo, la Señora dio un grito de placer, o de dolor. Felipe no lo logró discernir.
Nabor se abrazó a su ama y la siguió taladrando con brío. Un brío que, quizás, el propio Felipe no hubiera podido suministrar.
El tosco macho, sólo se despegó del abrazo con su patrona para tomarla de los tobillos y así abrirla de piernas a lo máximo, a la vez que obtenía un mejor sostén para horadarla con mayor contundencia.
Mientras Felipe veía subir y bajar las nalgas de la mujer que, ahora, montaba a su guardián, a la vez que entraba y salía resbalosamente aquel rotundo fuste del hocico vaginal, el joven tomó consciencia.
«Bueno, ¿y yo que hago aquí?», pensó para sus adentros. Adolorido, se puso en pie y, después de tomar sus ropas, se fue.
En el exterior del rancho lo aguardaba Dionisio, su amigo fiel. Cuando cayeron las ropas de su contraparte, aquél se avivó y se levantó del suelo para volver a colocar la escalera. Felipe bajó vestido únicamente con sus calzoncillos.
—¡Bien! ¿Y qué tal? ¿Cómo estuvo? —le dijo Dionisio, muy intrigado.
El otro, sin decir palabra, se fue a un rincón y junto a un árbol comenzó a hacerse una “manuela” desahogadora.
El pobre Felipe se había quedado, no sólo con la espalda y las piernas doloridas tras la golpiza recibida, sino que también con los “huevos”. Aquel par, tras haber sido dignamente empollados, no se les había dejado escupir su germen. El desdichado muchacho se había quedado sin descargar, “adecuadamente”, su última carga de esperma.
FIN
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