26-12-93. Tenía la piel muy oscura, suave y sedosa como la de un niño. Estaba ardiendo de pasión. Empezó a besarme con tal pasión que yo no podía ver ni la luz, estaba ciega, ciega de amor -ahora puedo decir que esa ceguera se debía a mi inexperiencia en esos campos-. Siguió besándome por la garganta, luego llegó a mis pechos, empitonados ya y muy duros; allí empezó a mordisquearme los pezones de una forma muy suave y tierna. Empecé a notar un calor muy sofocante en los labios de mi vulva, podía sentir cómo se hinchaba y crecía mi clítoris.

Él reanudó el viaje por mi cuerpo para pararse otra vez en el clítoris; sentí su lengua fría y muy húmeda acariciándomelo. Con el cambio constante de temperatura tuve una magnífica sensación, como si todo mi calor corporal saliera en milésimas de segundo al exterior y eso me produjo tal placer que tuve que gemir y suspirar varias veces para poder recuperar la respiración.

Yo, en ese momento, intuí que ahora me tocaba a mí empezar con él. Volvimos a besarnos en la boca, pero ahora su lengua tenía un sabor agrio. Le fui quitando la camisa poco a poco; los botones se me resistían y acabé estirando de la camisa hasta que salió, dejando sus músculos al descubierto, llenos de pelos rubios. Yo, al igual que él, iba recorriendo su cuerpo con mi boca y a la vez le intentaba quitar los pantalones. Hicimos una breve pausa para sacárselos y continué mi trayectoria descendente hacia su pene; ahora lo tenía delante de mi boca, estaba calentísimo y duro como una piedra. En ese momento vacilaba, no sabía qué hacer y le miré a los ojos. Él tenía cara de loco, loco de placer. Sacó su lengua de la boca y se la pasó por los labios. En ese mismo momento abrí mi boca, cerré los ojos y empecé a comerle el pene. Él, entre suspiros y gemidos, repetía: "sigue, no te pares, sigue". A los dos segundos, noté cómo mi boca se llenaba de un líquido viscoso, caliente y salado. Comprendí que él se había corrido. Le miré a la cara: reflejaba el placer, tenía sus ojos cerrados, la frente llena de sudor, la boca medio abierta, y estaba resollando. Yo estaba a punto de estallar.

Él saco un preservativo que se puso muy rápidamente. Llegó el momento que tanto he temido estos 18 años: la penetración. Siempre con tantas preguntas: "¿me hará mucho daño? ,¿sangraré mucho?, ¿me desvirgaré a la primera vez?". Dejé mis dudas por un momento. Él me cogió en brazos y, con mucha ternura, me puso encima de la cama. Yo me tumbé y abrí mis piernas. Esperando que él penetrara, cerré los ojos. Sentí cómo se echaba encima de mí. Puso una mano bajo mi cabeza y otra en su pene. Empecé a notar cómo me iba penetrando poco a poco y con mucho tacto; de repente culeó y me la metió hasta el fondo. En ese instante salió un grito de lo más profundo de mi cuerpo que no pude aguantar; él hizo caso omiso y siguió con el culeteo. Sentí cómo bajaba un líquido por mis piernas, miré disimuladamente y ví que era un poco de sangre que se deslizaba hasta la cama. ¡Ya no era virgen!

El chico volvió a correrse y paró, pero yo no sentí nada, sólo dolor. Sacó su pene. Sin decir nada, se fue al lavabo y, cuando volvió, lo único que me dijo fue:

- Podías haber dicho que eras una virgen de mierda.

Y me dejó sola en la habitación de aquel hotel cutre. ¿Te puedes imaginar cómo me quede? Por suerte para mí esa fue la única experiencia desagradable que he tenido en mi larga vida sexual.