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Una de las mujeres más guapas que he conocido, llamémosla Bea, tenía 21 años y un cuerpo de infarto(de esos que generan envidias por doquier) cuando la contrataron a jornada parcial, como recepcionista en una academia privada para opositores. Por las mañanas, abría las puertas para entrar a las aulas de Trabajo Social en la Universidad, mientras que por las noches cerraba las de las clases de su empresa. El ambiente laboral era terrible; la gerente comercial, sin conocimiento alguno de las materias que se impartían ni del mercado en general, se había convertido en la “Directora” del Centro. O, al menos, eso es lo que me contaba Mario: el único profesor varón de la Academia, en la que ya había tenido escarceos pasionales con profesoras y opositoras, a las que –también– les enseñaba Derecho Constitucional. Con 30 años en el body y 15 en el hemisferio emocional del cerebro, ligaba –con sed insaciable de féminas–, casi a diario, gracias a ese don de palabra y aquel aire pedante que, siendo honestas, funcionan… Mario la paseó entre nuestro círculo de amigos durante unos meses. Sus ojos escrutaban la silueta de Bea con fiereza contenida, de esas que –no en pocas ocasiones– dejan claro el corto recorrido del pensamiento masculino. Pues bien, años después, la confesión contenía polvos en las aulas, pasillos y despachos (tanto en el del propietario, como en el escritorio de la –odiada– gerente comercial) luego que el resto del profesorado hubiera marchado a casa.
Astutamente, Mario siempre tenía que “corregir exámenes” o “preparar la pizarra” con complicados esquemas para el día siguiente, y a Bea solo le quedaba fingir lo incómodo que era tener que esperar todos los días a que ese profesor terminara. Por supuesto, en la Academia había sospechas pero, al parecer, nadie pudo confirmar que Mario y Bea comenzaran una verdadera relación amorosa a los dos meses de haberse conocido… ¡en el trabajo!
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