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Categoría: Confesiones

Su carne y mi leche

Hace 15 años que tuve la suerte de abrir mi propia carnicería. Antes teníamos una sociedad con mi hermano, y juntos atendíamos un mini mercadito. Pero la cosa se fue al carajo porque el muy tarambana piropeaba a las mujeres, les hacía chistes sexuales incomodándolas, les hacía descuentos considerables de puro pajero y, la gota que rebalsó el vaso fue cuando manoseó a una pendeja.

Por lo tanto, para mi tranquilidad preferí trabajar solo, con mis empleados, mis horarios y mi local. Me va bastante bien dentro de todo, y me alcanza para darles de comer a mi esposa y a mi hijo de 16 años.

Pero, el tema es que rompí mi promesa de no comportarme como mi hermano. Había salido asqueado de aquel negocio que compartíamos. Por eso, no voy a justificarme, pero a mi favor, no había manera de pensar cuando Sandra entraba a comprar.

Ella es una treintona con unas tetas siempre escotadas, de pezones transparentados por las remeritas livianas que se pone hasta en invierno, con ojos negros, un culo bien parado habitualmente con la calcita bien metida en la zanja, una sonrisa sugerente, y casi siempre un doble sentido innato para referirse a los productos que compraba. La mayoría de las veces llevaba pollo o milanesas preparadas. Pero cuando tenía ganas de otras cosas se hacía la linda.

¡Aldito, espero que tengas un rico choricito para mí, mirá que tengo mucha hambre!

¡supongo que me guardaste la morcilla más larga no?!

¡hoy me voy a llevar un kilito de nalga, que no son como las mías, pero bueno, creo que yo también estoy para comerme toda!

Son algunas de las frases que recuerdo que me decía, a veces con un dedo en la boca, arreglándose el escote o agachándose para levantar lo que se le cayera al suelo, medio a propósito.

Esto lo hacía en general cuando quedaba un solo cliente.

Mis ojos no podían hacer la vista gorda a semejante perra. Pero tampoco quería creerle a Roberto, el pibe que cobraba en la caja, cuando me decía que Sandrita se me estaba insinuando porque necesitaba un buen polvo.

En cambio Teresa, que es la encargada de vender pollo, huevos y quesos me dijo tal vez un poco celosa que esa chica no me conviene, que parece conventillera, que para ella ni se depila, y que por algo está sola, además de recordarme mi estado civil.

Roberto quería convencerla con eso de que seguro que los tipos no la entienden, pero que yo tenía que ocuparme de saciarla.

Mi mente carburaba a pleno, mi sangre se alborotaba cada vez que ella aparecía con su perfume extremadamente dulce y barato, y la pija se me endurecía sin piedad cuando era testigo de sus provocaciones un tanto más osadas.

Una mañana le dijo a Teresa:

¡mi reina, no tenés lechita por casualidad?, parece que para mí no hay leche por ningún lado!

Y me guiñaba un ojo con picardía.

Pude soportarla un par de semanas más. Hasta que otra mañana decidí cortar por lo sano.

Esa vez no había ningún cliente, y nadie estaba por entrar.

Eran las 10 cuando llegó, y me dijo:

¡Cómo estás Aldo?, no sabés la noche que pasé, y creo que por culpa del chorizo que me vendiste! Estaba tan rico, jugosito y tierno que me re envicié! Me lo comí todo, mordí toda la puntita y hasta chupé el plato como una perrita!

Mientras hablaba se mecía hacia los costados, sacaba un poco la lengua para lamerse el labio superior, y casi al final separó las piernas y se frotó la argolla con el monederito que solía usar.

Salí de detrás del mostrador con los colmillos afilados, dispuesto a todo. Me le acerqué, la llevé hasta la pared donde está el pizarrón con los precios y ofertas del día, le tiré el monedero al suelo y le re froté el bulto en ese culo infartante en cuanto logré apoyarle las manos en el cemento frío. Ella se reía nerviosa diciendo:

¡uuuy Aldito, me parece que la tenés re dura papi, y creo que ese chorizo me va a gustar más!

Aturdido por los latidos de mi corazón, cegado por el dibujo de las líneas de su tanga en la calza y enterado de que era hoy o nunca, la tomé de un brazo y la llevé con su resistencia al cuartito que solemos usar para preparar milanesas, medallones de pescado, hamburguesas, albóndigas y arrolladitos de pollo.

Ella no hablaba, pero en el camino me pisaba los pies, me pellizcaba un brazo y hacía fuerzas para que la soltara. Pero una vez que entramos y me bajé el vaquero tras clausurar la puerta, ella se arrodilló para oler mi bóxer, morderme la cabecita de la chota sobre la tela y comenzar a gemir complaciendo a mis oídos en estado de shock.

¡me encanta cómo se te para la pija, siempre me mirás el orto guacho, y te gustan mis gomas pajero de mierda! Tu mujercita no te coge papi?!, decía interfiriendo el sonido de su voz cuando frotaba sus labios en mi tronco antes de bajar por completo mi bóxer y dedicarse a mamarla.

Apenas sentí el calor de su boca la agarré del pelo y le dije que se quede quietita para cogérsela sin tregua, para prometerle una buena atragantada con mi leche y para escucharla incómoda, ya que se le complicaba respirar y eructaba cuando mi glande retrocedía un poquito. Pero al ver su cara bañada en lágrimas la dejé que ella sola me la mame, que me chupe las bolas, que me la escupa con estruendo, que se pegue en la boca con mi miembro y que se la incruste un ratito en el hueco de sus tetas por entre el corpiño.

Entonces, en un arrebato certero y veloz la levanté de los hombros y le apoyé las manos en la mesa llena de pan rallado. Le bajé la calza con tanga y todo, le di unos azotes a ese culo admirable porque no lo podía tener tan blanquito, y cuando noté que se le ponía colorado le abrí las piernas para mirarle la conchita.

Teresa no tenía razón, porque además de estar depilada era un ensueño de jugos al que mis dedos no pudieron desestimar. Cuando le colé dos juntitos la loca se estremeció, gimió y quiso que le ponga aquellos dedos en la boca. Lo hice, pero luego de lamerlos yo. Su sabor era exquisito!

No tenía demasiado tiempo, por más que Roberto me hiciera la gamba. Así que me pegué a su culo magnífico y le ensarté la verga en esa concha sensible, lubricadísima y caliente para hacerla chillar, para que me pida la leche como ninguna mujer lo hizo y para que mis 43 años renovados se fundan en el olor de sus hormonas revueltas.

¡dale papi, cógeme así, que me tenés re alzada, sacame la calentura que esta vaquita se va a tomar toda tu leche, dame verga pajerito, cógeme como un macho!, decía sin saber lo que me producía su descaro.

Pensé en hacerle el culo, en darle unos chotazos fuertes en las tetas, en volver a su boquita incendiada para que me la ordeñe y en obsequiarle varios lechazos por todos lados.

Pero cuando la muy turra me mordió un dedo en el mejor momento de mis penetradas, no supe hacer esperar al grito sagrado de mis testículos y me fui en seco en el interior de su vulva.

Ella se dio vuelta de inmediato para encajarme sus tetas en la boca, y mientras yo se las succionaba como un bebé suspendido en el tiempo, ella se frotaba el clítoris, pues, todavía su orgasmo no había llegado a su punto máximo. Pero cuando eso pasó su piel pareció despedir chispas multicolores y aromáticas, entretanto que mi semen le recorría las piernas al gotearle de la conchita.

¡la próxima me vas a chupar bien la concha, y si me lo hacés bien te dejo que me hagas el culo mi vida!, decía mientras se ponía la calza sin la tanga, porque no la encontramos por ningún lado. Además el apuro era nuestro enemigo incondicional.

El negocio ya desbordaba de gente, y Teresa ya me había golpeado la puerta tres veces.

Salimos temblorosos, sudados y perseguidos. Yo con un palo tremendo, como si no hubiese pasado nada. Ella con mi leche nadando en sus profundidades, con migas de pan, agitada y más o menos satisfecha.

Todavía no volvió por el negocio, pero sé que no tardará en regresar.

Lo claro es que Teresa ahora está insoportablemente celosa. Ahora ella imita los gestos de Sandra, le hace burlas a su forma de hablar y dice las mismas obscenidades. Para colmo ella encontró la famosa tanguita debajo de una silla!

Roberto me jura que Teresa está tan caliente conmigo como Sandrita.

¡Es imposible morirse de hambre con tanta carne femenina loco!, me dijo cuando le conté todo lo que pasó en el cuarto, antes de que le confiara que ninguno de los dos se había cuidado. fin

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