El reverbero del calor sobre los caldeados adoquines de la calle, parecía absorber la mirada de Natalia que, con sus ojos intensamente verdes congelados sobre algún objetivo invisible a los demás, dejaba correr su imaginación hacia la esperanzada aventura que se abría todos los viernes al atardecer y que, ingratamente para ella, sólo servía para incorporar nuevas frustraciones a las tantas que ya tenía en su vida.
Esa ventana de la Intendencia, alta y estrecha, era su único medio de comunicación con la realidad cotidiana de ese pueblo pequeño, coqueto y atractivo pero de una chatura social que apesadumbraba a gente que, como ella, había tenido la fortuna de acceder a la cultura que da la literatura, lo que le permitía ambicionar algo mejor y sopesar críticamente la pacatería absurda y chabacana de sus coterráneos.
Empleada en el municipio desde hacía diez años, siempre había estado orgullosa de su cultura y, ya desde niña, esta soberbia le acarreaba un aislamiento despectivo de sus vecinos que se consideraban marginados por su desconsiderada altivez.
Falta de amistades, se había encerrado en la burbuja de su intelectualidad, a la vez que desarrollaba tan baja estima por lo físico que rozaba con lo absurdo. Y no era porque le faltaran atributos de los que hacer gala; descendiente de los viejos irlandeses que fundaran el pueblo, extrañamente hermanados en esa aventura con un grupo de italianos del Friuli a los que solamente los unía su fanático catolicismo, llevaba la marca registrada de ambas culturas.
De su madre había heredado ese tono mate de la piel, la estatura de los nórdicos y el suavemente ondulado cabello color canela. De sus ascendientes irlandeses, aparte de cierta corpulencia, se destacaban los inmensos ojos verdes y las pestañas, largas, abundantes y negras como la noche. El resto de su cara, sin ser espectacular, era armónica y bien proporcionada.
Lo verdaderamente imponente era su figura. Cercana al metro ochenta, era un compendio de lo mejor de las dos razas. La vigorosa contundencia de sus rasgos irlandeses un tanto pesados que la masculinizaban, se manifestaba en la rotunda turgencia de los senos, grandes y redondos pero no pesadamente caídos y en la ampulosa curvatura de sus caderas y nalgas. Compensando tanto despliegue, la suavidad de los hombros, la estrechez de la cintura y la incomparable esbeltez de sus largas piernas, le otorgaban un aspecto que más de una actriz o modelo envidiaría pero desgraciadamente, eso sólo era conocido por ella, que intelectualmente renegaba a esa generosidad de la naturaleza, empeñándose en ocultarla bajo ropas holgadas y casi informes. La hermosa cabellera aparecía prisionera de un descuidado rodete que enrollaba en su nuca y la inmensidad de sus ojos, era opacada por un par de lentes de gruesa montura sin utilidad óptica.
Escudada bajo este caparazón, despreciando desde sus primeros días de adolescente los vanos intentos que algunos valientes habían hecho por conquistarla - lo que había despertado no pocas habladurías sobre su orientación sexual - y extrañamente para una persona con tanto discernimiento, cifraba sus pueriles esperanzas en que algún día llegaría al pueblo el hombre con quien soñaba, ignorante y ciego a su exterior pero sapiente conocedor instintivo de su mente y espíritu.
En procura de ese príncipe azul y como cualquiera otra joven pueblerina - a las que menospreciaba -, acudía a la cita de los viernes al atardecer, para atisbar desde él andén de la estación a la muchedumbre que abarrotaba el tren hacia Buenos Aires y descubrir entre tanta mirada perdida e indiferente, ese brillo especial, aquella chispa que la uniría con el hombre esperado. Desde que el ferrocarril había clausurado el ramal, la cita era en la gran estación de servicio a la vera de la ruta que, remozada y convertida en una pequeña terminal, brindaba nuevas dependencias a los pasajeros de los grandes micros de larga distancia.
A los treinta años y por propia decisión, nunca había tenido ningún tipo de contacto con hombre alguno los que, en general, no la atraían. Sin embargo no era virgen y no ignoraba nada del sexo al cual, de una manera fortuita, había tenido acceso siendo una niña.
Desde que tenía seis años, un año después de la muerte de su padre y como aun tenía miedo a hacerlo sola, dormía en la gran cama matrimonial junto a su madre, pobre consuelo para tan enorme pérdida. Cierta tarde de enero, cuando tenía diez años, el calor húmedo y bochornoso se había desplomado inmisericorde sobre el pueblo. Después del almuerzo, con las calles desiertas reflejando los ardientes rayos del sol y, como mandaban las costumbres, la siesta se convirtió en la anhelada ocasión para acostarse ligeras de ropa.
A pesar de esa relativa frescura que suelen tener las casas rurales por la altura de sus techos y el grosor de los muros, una especie de manta húmeda, pesada, caliginosa y sofocante las sumió inmediatamente en un pesado sopor. Para aprovechar mejor el espacio en la amplia cama, ella se acostó atravesada a los pies de su madre.
Ignoraba cuanto llevaba de ese pesado entresueño, cuando unos movimientos extraños la despertaron. Despatarrada boca abajo y con un hilo de saliva manando de su boca, sin moverse, abrió lenta y trabajosamente los ojos. Parpadeando para enfocar la mirada, descubrió que la inquietud del sueño la había desplazado y ahora, a menos de cincuenta centímetros se abrían las piernas encogidas y separadas de su madre que, sin bombacha y con los ojos cerrados, deslizaba sus dedos por encima de una mata espesa, negra y enrulada de pelo de su entrepierna.
Paralizada y sin moverse en lo absoluto, alcanzó a ver que la otra mano se paseaba nerviosamente sobre los senos, acariciándolos y estrujándolos, apretando sañudamente entre los dedos los gruesos pezones. Las piernas se abrían y cerraban con el mismo impulso espasmódico de esas mariposas amarillas que cubrían los campos. La mano que recorría ávidamente el bajo vientre se escurría inquieta sobre los encrespados pelos y llegaba hasta la hendedura de las nalgas, en efímeros contactos con el negro agujero del ano.
En la medida que estas caricias crecían en intensidad, el cuerpo de su madre comenzó a mecerse y ondular de una manera lenta e imperceptible, mientras de su boca escapaba un ansioso jadeo y suaves gemidos, apenas reprimidos por los dientes que mordían los labios.
Abandonando los senos, la mano acudió en auxilio de la primera y, en tanto que una despejaba la enmarañada pelambre, los dedos de la otra separaron los labios exteriores de la vulva que, henchidos de sangre, mostraban un intenso color morado con tintes negruscos en los bordes. Ante los ojos de Natalia, dilatados por el asombro, se expuso el siempre distinto, siempre nuevo y siempre igual espectáculo de un sexo femenino.
Un óvalo de piel húmeda, lisa e iridiscente, era presidido en su parte superior por el tubito de un apéndice carnoso cubierto por un capuchón de finísimos pliegues. Un grueso borde de pliegues interiores, rosados y abundantes semejante a las crestas carnosas de los gallos rodeaba al hipnótico cuenco y en su parte inferior, orlado por un festón de delicadísima carne, se abría un agujero de regulares dimensiones que latía, contrayéndose suavemente.
Su madre había mojado con abundante saliva los dedos y, mientras unos se entregaban con esmero a restregar apretada y firmemente al clítoris, logrando que este cobrara mayor volumen irguiéndose desafiante como un singular dedo meñique, dos dedos de la otra mano se introdujeron suavemente por el agujero de la vagina. Dilatándolo con movimientos circulares, fue rascando con inusitado furor todo su interior en un recio vaivén que arrastraba hacia fuera las espesamente acres mucosas, esparciéndolas por sobre todo el sexo que lucía brillantemente inflamado y cuya fuerte fragancia hirió con repulsa el olfato de la niña.
Otra opinión debía de tener su madre, ya que chupaba con fruición los dedos para volverlos a introducir y repetir la operación, cada vez con mayor entusiasmo. Olvidada de su presencia, alzaba su cuerpo crispado por la excitación para volver a caer violentamente sobre las sábanas mientras que de sus labios escapaba un ronco bramido que espantaba.
Las manos se movían diligentes estregando las carnes y perdiéndose en locas penetraciones, hasta que, poniéndose de rodillas y con la cabeza clavada en las almohadas, dejó que la mano derecha entrara y saliera violentamente de la vagina mientras que la izquierda, pasando por sobre la grupa, excitaba suavemente al fruncimiento del ano y su dedo mayor, empapado de fluidos, penetraba en toda su longitud por los esfínteres complacientemente dilatados.
Aparentemente congratulada por esa doble penetración y clavando sus dientes en la almohada para reprimir sus rugidos de placer, se penetró sin descanso hasta que la niña pudo percibir a través de sus dedos un leve escurrimiento líquido que humedeció los muslos. Sollozando e hipando en medio de ronroneantes murmullos de satisfacción, su madre fue amenguando las caricias hasta que cayó en un profundo sopor.
Natalia sacó provecho de esa circunstancia y, aunque por sus lecturas de anatomía no ignoraba las funciones genitales, nunca las había vinculado con lo sexual y mucho menos con la autosatisfacción. Encerrándose en el que fuera el escritorio de su padre, rebuscó en la biblioteca y, con la ayuda de su agudo discernimiento y un diccionario, pudo descifrar por qué su madre había realizado aquel acto incomprensible y cómo la falta de sexo desde hacía tantos años la había afectado.
Sin expresarlo ni hacerle nunca ninguna referencia, comprendió la angustiosa necesidad de su madre, joven de treinta y cinco años en un pueblo tan pequeño. Pretextando con fingida suficiencia que ya era lo bastante grande como para dormir sola, logró ocupar el inútil cuarto de huéspedes y así facilitarle sus solitarias expansiones sexuales.
Expansiones sexuales a las que ella misma accedería sólo tres años después y que la impetuosa revolución hormonal le imponía casi como una condición para el desarrollo de ese cuerpo que cambiaba en forma tan acelerada como desmesurada.
Alimentada por el mundo fantástico de la literatura, no terminaba de separar la ficción de la realidad y la idealización de aquel príncipe azul, el hombre que el destino había elegido para ella, hacía que no considerara a ningún hombre del pueblo con suficientes méritos como para encajar en aquel arquetipo.
Eso no hacía que fuera indiferente a los reclamos que el sexo ponía en su cuerpo y su mente, afiebradamente alimentada por la literatura decimonónica y que encontró rienda suelta en las noches de solitaria vigilia en que, embelesada en la intimidad por la generosidad de formas que su cuerpo iba adquiriendo se dedicó con extasiada pasión a conocer y reconocer cada rincón, cada oquedad, cada resquicio y cada fruncimiento que respondiera al estímulo de sus manos con placer.
Regiones recónditas se fueron mostrando sensibles al contacto de los dedos y muy pronto, emulando a su madre, se encontró experta en satisfacerse sexualmente, lo que acentuó ese rechazo a cualquier hombre que no fuera el imaginado; más aun, estaba segura de que ningún hombre del lugar tendría la suficiente imaginación para hacerla gozar ni sentir algo remotamente parecido a lo que ella lograba.
De esa manera y con los años, se había ido haciendo ducha en el arte del conocimiento de cada porción de su cuerpo que le diera placer sin la experiencia del orgasmo compartido y su vida se deslizaba calmosamente, sin temor a compromisos, a violencia física y mucho menos a embarazos, mientras crecía y se agigantaba en su mente la figura mítica de aquel forastero que la llevaría a los portales de la dicha.
Su madre había fallecido dos años antes y, con la independencia total que le daba la posesión de los bienes familiares, viviendo sola, se solazaba en la contumaz y cotidiana masturbación, elevando su imaginación a planos ignorados de la fantasía sexual. Con motivo de un viaje a La Plata por causas legales de la herencia, había aprovechado la ocasión y escudándose ridículamente tras enormes lentes ahumados en un sitio donde nadie la conocía, se había escurrido furtivamente en un porno-shop para adquirir varios videos condicionados. Arribada al atardecer a la casa, le faltó tiempo para verlos, asistiendo azorada a tanto despliegue físico y a la dimensión monstruosa de los miembros masculinos y descubriendo que la sola contemplación del espectáculo la excitaba de tal forma que llegaba al orgasmo espontáneamente. Absorta, los repetía una y otra vez, tratando de imitar las posiciones extrañas que adoptaban las mujeres y, con cierta repulsión, a practicar las variantes de la felación sobre un fino tubo de desodorante.
Como una cotidiana gimnasia, todas las noches se empeñaba con denuedo en adquirir la soltura necesaria y su cuerpo se iba adaptando lentamente a las elongaciones insólitas a que lo sometía. Sus carnes fuertes se fueron afinando y perdida la flojedad, manifestaban en plástica firmeza los beneficios del ejercicio, especialmente los muslos y glúteos a los que sometía a fortísimas flexiones.
Dispuesta a convertirse en una máquina de sexo que sorprendiera y conquistara definitivamente a su imaginario ideal, dedicaba horas enteras a practicar sexo oral, observando en cámara lenta los videos y utilizando un pepino, dominó el arte de introducirlo en su boca con la lengua como alfombra y tan profundamente hasta conseguir dominar las arcadas que al principio le producía. También imitaba las posiciones y, acostada, parada o sentada, se penetraba profundamente con el tubo de desodorante de tapa esférica, medrosa aun de utilizar el pepino.
Lejos de tranquilizarla, estas prácticas y las escenas de los videos, sólo habían contribuido a exacerbar su imaginación e incrementado aun más sus necesidades hasta el punto en que ciertas noches le pasaba por la mente el deseo de responder positivamente a las veladas alusiones que una de sus jefas, hermosa mujer casada, le dejaba deslizar con intencionada y apremiante lujuria, atendiendo a los dichos malintencionados sobre su rechazo a los hombres y a una equívoca preferencia sexual desviada. Convencida de la existencia del hombre mítico, se apoyó en la fuerza de su voluntad para no flaquear después de tantos años de voluntaria abstinencia.
Ese viernes, caluroso en demasía, se vistió con una camisa de seda tres talles mayores que el suyo, sin utilizar corpiño, costumbre que había adquirido ya hacía tiempo, para que no se destacara la prominencia de su busto y disimuló la contundencia de su trasero con un negro, ancho y holgado pantalón chino. La única licencia que permitió a su coquetería, fueron unas frescas sandalias que suplantaron a las zapatillas habituales.
Con las últimas luces del atardecer, se encaminó lentamente a la estación de servicio y, en el buffet, en medio de la alegre baraúnda que provocaban las jóvenes del pueblo, se instaló en su mesa acostumbrada. Como siempre, había llevado consigo uno de sus libros preferidos, con la esperanza de que su vista provocara algún comentario acertado por parte de alguno de los viajeros. Una hora después, el local estaba atestado por la impaciente premura de los pasajeros de dos micros que habían llegado simultáneamente.
Escudada detrás de los matizados lentes y con un gesto aparentemente indiferente, paseó su vista golosamente sobre los hombres, que eran mayoría. Absorta en esta hierática postura, se sobresaltó cuando un hombre extremadamente gentil le pidió permiso para compartir la mesa. Excusándose por el atrevimiento, él le explicó amablemente que no formaba parte del pasaje sino que, después de manejar durante cinco horas, necesitado de descansar y comer algo, se había detenido en el lugar y momento menos adecuado.
Algo en la gentileza del hombre la hizo ser desusadamente amable y una repentina locuacidad, impregnada de incitante coquetería, la llevó a responderle que ella tampoco era viajera y que sólo estaba refrescándose con el aire acondicionado del lugar. La voz, los gestos y la masculina apostura del hombre iban colocando unas novedosas y temblorosas contracciones en el vientre y desde su sexo se expandía un cosquilleo cálido que nunca había sentido, incapaz de dominar su creciente nerviosismo y el arrebol que sentía en las mejillas.
Experto catador de mujeres, el hombre había comprendido lo que el rostro sin maquillaje le escondía y que debajo de las holgadas ropas se disimulaba una mujer deseable e histéricamente necesitada. Aprovechando su turbación y la atención embelesada con que escuchaba su conversación, decidió darle un respiro mientras ella recuperaba la voz que los nervios habían estrangulado, desviando la conversación hacia temas impersonales y, aprovechando la vista del libro, la condujo a temas culturales que al poco rato los hizo enfrascarse en un debate personal sobre literatura, alejándolos de la realidad.
Natalia perdió toda noción del tiempo transcurrido en el ahora desierto bar y la conversación, perdido ya el sentido de sostenerla, languideció. Con los ojos prendidos en los del otro, se dejaron estar en el dulce silencio de la intimidad, comunicándose con leves toques de sus manos. Como en un acuerdo tácito, sin mediar palabras, se pusieron de pie y saliendo del local ascendieron al auto.
Encendiendo sólo las luces necesarias de la casona vacía, condujo al hombre hasta su dormitorio que sí iluminó “a giorno”, ávida por asistir visualmente al acontecimiento más importante de su vida. Despojándose rápidamente de sus ropas, contempló orgullosa la expresión fascinada del hombre ante la contundencia de sus ocultos encantos.
Con una actitud de desenfadada seguridad que la asombró a ella misma, influida tal vez por las escenas que había contemplado cientos de veces en los videos y que era capaz de reproducir hasta en sus más mínimos detalles, se aproximó al hombre que ya se había quitado la camisa y, arrodillándose frente a él, desprendió los pantalones bajándolos hasta sus tobillos junto al calzoncillo. Sus dedos se engarfiaron a la piel de las peludas y fuertes piernas, ascendiendo por ellas mientras su boca besaba y lamía con angurria el interior de los muslos.
Todas sus experiencias teóricas, desde la de aquella tarde de enero, las de sus largas, exhaustivas y minuciosas exploraciones masturbatorias hasta las perturbadoramente excitantes por lo crudas y aberrante de los videos que había contemplado en estos años, se sublimaron acumulándose en su mente y asimilándolas, sabia de toda sabiduría, se aplicó al sexo con la maestría y lujuria de la más experta meretriz.
Su lengua y labios se aplicaron a sorber con fruición la arrugada epidermis de los testículos y una acre fragancia hirió su olfato con los mismos aromas que el sexo de su madre, a cuyo recuerdo, sus hollares se dilataron excitados. Derramando abundante saliva en sus manos, comenzó a acariciar al ya voluminoso miembro sin dejar de sorber denodadamente los genitales. Respondiendo a la apretada caricia de sus dedos, mientras aquellos ascendían y descendían por el obelisco de la verga, esta iba adquiriendo cada vez mayor rigidez y volumen - largamente mayor que el ridículo tubo de desodorante -, comparable a las mejores que viera en los videos y de un grosor tal que sus largos dedos no alcanzaban a envolver totalmente.
Tras la lengua que tremolaba furiosamente, la boca ascendió a lo largo del príapo sorbiendo su propia saliva y sometiéndolo a desesperados chupones de loca ansiedad. Ese primer pene - tal vez el único de su vida -, cubría en exceso sus expectativas y no sabía como agradecerle al hombre que le hacía conocer semejante felicidad. Los dedos corrieron con delicadeza la membranosa piel del prepucio para dejar al descubierto el suave y sensible surco del glande y la boca se hundió en él, socavándolo apretadamente, mientras las manos volvían a su frenético vaivén, imprimiéndoles un movimiento giratorio y acentuando la presión masturbatoria con el filo de las uñas.
El hombre asistía a todo esto con una mezcla de asombro y complacencia, desde el descubrimiento del cuerpo maravilloso de Natalia hasta esa actitud que no se condecía en lo absoluto con la personalidad angelical y deliciosamente espiritual manifestada en la larga conversación. Naturalmente que había actuado con la sutileza necesaria como para obtener una recompensa sexual de esa corpulenta solterona a la cual había supuesto virginalmente inexperta, pero no podía imaginar tal grado de desinhibición que esperaba explotar y disfrutar al máximo.
La lengua de Natalia se había aplicado a lamer y humedecer al mondo glande y los labios comenzaron con una serie de besos succionantes al mismo. En tanto que aumentaban en fortaleza, los labios comenzaron a ir abarcando cada vez una porción mayor de la enorme cabeza y, rodeándola totalmente, la introdujo dificultosamente en la boca. Esta, que parecía no poder abrirse más, como si repentinamente la quijada se hubiese dislocado, se dilató mansamente y los elásticos y prensiles labios abrazaron al tronco, hundiéndolo profundamente en el interior hasta que la arcada reprimida la obligó a su retiro. Lentamente repitió la operación, iniciando un hipnótico vaivén con la cabeza que la obnubilaba y la llevaba a gemir descontroladamente, yendo del glande hasta sus propios dedos que acompañaban el recorrido, succionando la verga y dejando la rojiza huella de sus dientes romos en sañudo despliegue sexual.
Natalia sentía como la lava de la excitación con epicentro en lo más hondo de su vientre se expandía impetuosa por todo su cuerpo y los voraces canes del deseo hincaban sus agudos colmillos en las carnes, arrastrándolas hacia las entrañas y el cosquilleo de la región lumbar se convertía en finísimos puñales que torturaban la columna y los riñones, instalando esas enormes ganas de orinar insatisfechas que en ella, precedían al orgasmo.
El hombre presintió su estado y sacando la verga de la boca, aceleró la eyaculación masturbándose con su mano derecha mientras que la izquierda se aferraba al cabello de Natalia, obligándola a permanecer con la boca abierta a la espera de la catarata de semen que en impetuosos chorros se derramó en ella.
Con los ojos inmensamente abiertos y con la lengua empalada, Natalia recibió el meloso pringue del esperma con una delectación que la gratificó. El sabor inédito y anhelado la enajenó y la boca buscó ansiosamente la cabeza del pene con los labios tratando de evitar que el espeso fluido escapara de ellos, deglutiendo con meliflua lentitud ese líquido que le sabía a algún néctar de almendras dulces. El frenesí del hombre hacía que la verga expulsara al semen en convulsivas eyecciones y que gruesos goterones cayeran sobre la cara para luego escurrir lentamente sobre el pecho pecoso de la mujer que, golosa, lo recogía con los dedos para luego lamerlos con insaciable glotonería. Derrengada e invadida por su propio orgasmo, en medio de un sollozante hipar de satisfacción y con las entrañas urgidas por placenteras contracciones espasmódicas, saboreando los últimos vestigios del esperma, se derrumbó en el suelo.
Resollando fieramente y como contagiado por el mismo delirio, el hombre la llevó casi a rastras hacia el borde de la amplia cama, acostándola con los pies aun apoyados en el suelo. Arrodillándose frente a ella, separó sus piernas para dejar al descubierto la espesa y enrulada alfombra de su vello púbico, cuidadosamente recortada. Los dedos se deslizaron acariciantes sobre el húmedo tapiz, recorriéndolo morosamente desde el abultado Monte de Venus hasta el mojado fruncimiento del ano. Cada contacto de los dedos, iba despertando la sensibilidad de Natalia y minúsculas explosiones se daban en todo el cuerpo incrementando su histérica ansiedad.
Un dedo aventurero recorrió los bordes de los labios mayores de la vulva - cuya región circundante lucía hinchada y enrojecida por la afluencia de sangre -, que se entreabrían mórbidos y palpitantes dejando vislumbrar el rosado interior en la casi siniestra sístole-diástole de una voraz flor carnívora. Por vez primera, dos dedos masculinos accedieron al privilegio de separarlos y el maravilloso espectáculo de ese sexo impolutamente virgen de hombre, se le ofreció en todo su esplendor. En la parte superior de ese óvalo mágico de pulidas carnes, un triangular manojo de finos y delicados pliegues, cobijaba como su capucha al apéndice del clítoris que, a la sazón, había adquirido el aspecto de un dedo infantil. En la parte inferior, el dilatado agujero de la vagina del cual aun rezumaba una espesa mucosa, lucía oferente el festón del encaje de delicados pliegues y sobre estos, dos gruesos lóbulos carnosos esperaban al inminente intruso, abriéndose en las anfractuosidades de un complicado anillo de numerosos pliegues que, desde el rosa pálido del interior llegaba al violeta ceniciento de los bordes.
La punta ávida de la lengua del hombre, con la delicadeza de una inofensiva sierpe, se deslizó vibrátil de arriba abajo por el sexo, haciendo que las manos inquietas de Natalia acudieran inconscientemente a sobar y estrujar suavemente los senos. La lengua se enseñoreó de los pliegues refrescándolos con la saliva y los labios se alojaron sobre el triángulo carnoso, succionándolo delicadamente por unos momentos para luego envolverlo entre ellos y ciñéndolo férreamente mordisquearlo tiernamente, provocando que Natalia comenzara con un esbozado menear de sus caderas. Entonces, la boca bajó hasta la oscura caverna de la vagina y encerrando entre los labios al festoneado borde, introdujo en el anillado canal la punta inquieta de la lengua empalada que recogió las caliginosas mucosas para llevarlas al sediento interior que degustó complacida los olorosos jugos femeninos.
En medio de los agónicos gemidos de Natalia, volvió a subir hasta el clítoris y se instaló definitivamente, permitiendo que dos de los grandes dedos del hombre se introdujeran profundamente en la vagina pletórica de jugos, hurgando y rascando a la búsqueda en la cara anterior de ese punto calloso que muchas mujeres ignoran poseer.
Natalia había comenzado a ondular su pelvis al ritmo que la boca y los dedos del hombre le proponían y, cuando aquel lo halló, experimentó algo inédito hasta para sus dedos curiosos, sintiendo nuevamente las urgencias del vientre. Debatiéndose fieramente, con los senos torturados por sus cortas uñas y la boca reseca, prorrumpió en fuertes bramidos entre los que se mezclaban incoherentemente palabras de amor, groserías y pedidos angustiosos por mayor penetración y velocidad.
Borboteando estertoroso en la saliva que acumulaba su garganta, el orgasmo se le manifestó en las luces multicolores que deslumbraron sus ojos y en la marea ardiente que nuevamente expulsó el útero por su sexo, provocando que, ya sumida en la purpúrea bruma de la inconsciencia, todavía le exigiera perentoriamente al hombre que no cesara.
Aun flotaba en la densa neblina que la acunaba y sentía en sus miembros la dulce flaccidez de la satisfacción cuando el hombre alzó su pierna derecha, apoyándola estirada sobre su hombro y tomando con su mano al erguido falo, lo restregó suavemente a lo largo del sexo. Humedeciéndolo con sus jugos, muy lentamente, poniendo todo el peso de su cuerpo en la cabeza apoyada en la entrada a la vagina, fue hundiéndolo hasta que esta golpeó más allá del cuello uterino.
El tamaño desmesurado de esa primera verga masculina que invadía dolorosamente sus entrañas hizo reaccionar a Natalia, quien nunca había imaginado la sensación que la penetración le otorgaría. Esa enorme barra de carne se abría paso por los territorios que sólo había ocupado el delgado tubo de spray y como el émbolo de una máquina destructora, desgarraba y laceraba sus carnes a pesar de las abundantes mucosas del orgasmo.
Un hondo y espontáneo gemido dolorido brotó desde el fondo de su pecho y las manos engarfiadas se clavaron en el borde del colchón. A pesar del sufrimiento, una sensación nueva e ignorada de plenitud la había invadido y esperaba ansiosamente los movimientos del hombre quien, apoyando su pierna izquierda sobre la cama, retiró el pene de su interior y con renovado vigor la volvió a penetrar violenta y profundamente. Hamacando su corpulencia, repitió esa operación hasta que la mujer prorrumpió en ahogados pedidos de clemencia con su cuerpo estremecido gozosamente, esperando ansiosa cada nueva intrusión y elevando paulatinamente su pelvis al encuentro con la verga. Al ver su goce el hombre aceleró su vaivén, aferrado a la pierna erguida que Natalia usaba como sostén para su ondular.
Los dos magníficos cuerpos parecían haber alcanzado una simbiótica igualdad la alquimia especial de sus humores corporales los mimetizaba en una sola sensación. Como fundidos, soldados uno en el otro, fusionadas las carnes palpitantes, se hamacaban y ondulaban sin despegarse ni un centímetro. Las manos de él se apoderaron de los senos y los dedos retorcieron sañudamente los pezones clavando sus uñas en la enfebrecidas carnes.
El dolor y el placer formaban un algo singular y Natalia ya no podía distinguir cual de ellos la sumía ese goce tan profundo e inefable. Poniéndola de costado y encogiendo su pierna, el hombre la penetró salvajemente en esa posición sonriendo satisfecho ante los gritos incoherentes que Natalia profería mientras arañaba desesperadamente las sábanas y, sintiendo que su cuerpo todo se dilataba y conmovía con la alegría del goce, dejó dócilmente que el hombre la colocara de rodillas, intensificando el ritmo de la penetración que en esa posición se le hacía aun más placentera.
Su garganta, llena de una espesa saliva que se derramaba por los labios entreabiertos, gorgoriteaba por el aire que en ronco bramido surgía desde lo más profundo del pecho. Bramido que se intensificó, cuando el hombre, humedeciendo su grueso dedo pulgar en la vagina, fue excitando los fruncidos pliegues del ano que, insólitamente, cedieron facilmente a la presión y el dedo se introdujo en su recto, elevando a la categoría de gloriosa esa doble penetración.
Con el correr de los minutos, Natalia y cuando ya no aguantaba semejante goce, dando rienda suelta a tan delirante placer azotando con los puños las sábanas y su boca parecía querer desgarrarlas con sus mordiscos, sin prolegómeno alguno, el hombre la penetró violentamente por el ano. Un dolor inenarrable que superaba a todos cuantos había sufrido en su vida, la recorrió eléctricamente desde los esfínteres destrozados a lo largo de la columna y estalló en su nuca, cegándola una luz deslumbradora que se manifestó finalmente en un grito horrísono que se expandió por toda la casa.
El grito se convirtió en un hondo sollozo que acompañaba el fluir de las lágrimas y que terminó como un murmullo de gozoso agradecimiento, cuando el hombre fue meneándose lentamente en su interior y el sufrimiento se transformó nuevamente en una fuente inagotable de nuevas sensaciones placenteras. El hombre la sujetaba fuertemente por las caderas y ella acompasó el cuerpo a sus modulaciones rítmicas, impulsándose adelante y atrás en un hamacar que favorecía la penetración y su mano, instintivamente, acudió a masturbar al clítoris para hundirse luego en la mojada vagina.
Con las sensaciones de un nuevo orgasmo en ciernes, le suplicó al hombre que eyaculara en su vagina. Sacando la verga del ano, volvió a penetrarla por la vagina y, tras varios empellones, el calor de la poderosa descarga seminal inundó al útero. Era la primera vez que el esperma ocupaba un lugar en sus entrañas y la sensación de esos chorros espesos de semen asimilándose con sus fluidos la llevó a experimentar un orgasmo singularmente distinto y su pecho acongojado dio paso a la alegría y la carcajada mientras de sus ojos brotaban incontenibles lágrimas de felicidad.
El hombre parecía dotado de un vigor inagotable que en la ocasión contagiaba a Natalia, quien había sublimado todas las imágenes sembradas en su mente a lo largo de tantos años y se le hacía increíble que semejante agresión se hubiese convertido en la sublime fuente del goce más absoluto. Derrumbándose en la cama, arrastró con ella al hombre y abrazándose apretadamente a él, se restregó lujuriosamente contra su cuerpo al tiempo que sus manos hacendosas se esmeraban en conseguir que la verga portentosa recuperara su tamaño. Cuando lo hubo conseguido con auxilio de la boca, se acuclilló ahorcajada sobre él y tomando con su mano al miembro erecto, lo embocó en la vagina, dejando que el peso de su cuerpo cumpliera con la penetración. Cuando tuvo la certeza de que todo él estaba en su interior, comenzó con un lento hamacarse que le hacía sentir ásperamente el roce dolorosamente excelso de esa verga desmesurada. Echando la cabeza hacia atrás, equilibró su cuerpo apoyando las manos en el pecho del hombre e incrementando la flexión de las piernas, comenzó una prolongada jineteada en la que su cintura parecía quebrarse para permitir a las caderas un movimiento rotativo, adelante y atrás, en un vaivén demoníaco en el que los grandes senos colgantes se bamboleaban alocadamente y su jadeo cuasi agónico resecaba los labios entreabiertos, expandiendo los hollares de la nariz con febril pasión.
El hombre rugía de placer, alucinado por el espectáculo maravilloso de esa mujer en trance y, sin dejar que el miembro saliera de ella, la fue conduciendo para hacerla girar, hasta que quedó mirando hacia sus pies, asiéndose con las manos a las rodillas de sus piernas encogidas e incrementó su movimiento pélvico, penetrándola más profundamente. Sus manos no permanecían ociosas y mientras dos dedos colaboraban con la intrusión del falo a la vagina, su dedo pulgar buscó nuevamente y esta vez sin consideración alguna, el ahora pulsante agujero del ano, penetrando y revolviéndolo con saña en el intestino.
Los dos cuerpos semejaban ser parte de una acrobática y largamente ensayada coreografía, sapientes del próximo movimiento del otro, acompañándolo con soltura y fluidez. Con suavidad, el hombre fue recostando el cuerpo de Natalia contra el suyo, haciendo que la penetración fuera aun más dolorosamente gozosa e, involuntariamente, ella buscó alivio al apretado estregar del pene arqueado, apoyándose en los brazos extendidos hacia atrás y flexionando las piernas encogidas, favoreció los impulsos frenéticos de la pelvis del hombre.
Lentamente, este la fue poniendo de costado y alzándole la pierna izquierda, golpeó alocadamente su cuerpo contra el suyo entre los sonoros chasquidos de las carnes empapadas mientras sus manos sobaban y estrujaban los senos estremecidos. Las manos de Natalia, ansiosas por participar de la orgiástica fiesta, convergieron hacia el sexo y allí se esmeraron en la refriega febril del clítoris. Cuando el hombre la colocó arrodillada, se conmovió por entero al sentir la cabeza del príapo al que el hombre le daba un movimiento giratorio, socavando y golpeando su matriz.
El sudor manaba abundantemente de la piel, escurriéndose en diminutos ríos que, metiéndose en su boca y fundiéndose con la saliva, se deslizaban por el cuello para gotear alocadamente desde los pezones agitados o desde el vértice de las piernas, confundidos con los jugos vaginales inundar el interior de los muslos. Nuevamente el hombre había intrusado su ano con la tea encendida de la verga y otra vez Natalia experimentaba esa espléndida sensación de dolor-goce que la iba invadiendo en forma arrolladora, sintiendo como los demonios del orgasmo desgarrando las entrañas iniciaban su danza espantosamente placentera.
Mordiéndose los resquebrajados labios para soportar y disfrutar mejor la embriagadora sensación, no pudo evitar el prorrumpir nuevamente en sus ruegos quejumbrosos al hombre quien, retirando el pene del ano lo introdujo en la vulva palpitante, enrojecida e hinchada que, abierta como una flor esperaba la penetración y, en medio de sus estridentes gritos de satisfacción, una nueva oleada del semen se esparció en su interior.
Como dos bestias en celo, plásticas e incansables, se debatieron en una confrontación en que la recompensa del uno era la satisfacción del otro. Cuatro horas duró esta lujuriosamente satánica posesión, en la que ambos, ebrios de dicha e inagotablemente dispuestos, se brindaron mutuamente de manera primitiva y salvaje en incontables eyaculaciones y orgasmos.
Con la claridad del alba, Natalia pudo percibir entre la nubosa inconsciencia del sueño como el hombre se vestía y abandonaba el cuarto. Recién cuando el sol de la mañana le golpeó la cara y recuperó totalmente sus sentidos, escuchó los reclamos de su cuerpo afiebrado y dolorido. Mientras se acariciaba tiernamente el abdomen, fue trasformando cada cárdeno hematoma, cada rasguño y la pulsación febril de su sexo y ano, en un recuerdo maravilloso que atesoraría por el resto de su vida. Casi absurdamente, tuvo la certeza de que esa incandescencia casi palpable que latía en el útero, era el fruto de la simiente que el hombre – del cual hasta el nombre desconocía – había sembrado generosamente en sus entrañas fecundas y que estaba segura, germinaría como remembranza imperecedera de la única vez que el amor la había habitado y la habitaría por siempre jamás, aventando definitivamente las tinieblas de su soledad.
Este no es un comentario a tu cuento, sino que es un cuento mío. Mira, como soy gay el estúpido homofóbico del web máster me los quita de la página. Mi cuento se llama: Alev, Pepe y Jorge Alev se convirtió en Pepe. De esa forma podía expresarse como no lo podía hacer en su forma original. La pócima que había ingerido lo había convertido en un ser más repulsivo del que ya era. En su forma Alev se notaba su estilo amanerado, denotando que le gustaban los hombres a pesar de llamarse Álvaro. Alev sólo era su mote. Pero siendo gay no podía expresarse con valor, así que se tomó una pócima y se convirtió en Pepe. Pero sus preferencias sexuales aun estaban vigentes. Era Repulsiva su tez verdosa y sus dientes escurriéndole cierto líquido blancuzco. Pero ahora, siendo más repulsivo que antes, podía colarse de incógnito a los lugares. Nadie sospecharía de Alev, pues él solamente tenía cuatro brazos y Pepe cinco. Pero alguien lo descubrió y aquella criatura de cuatro brazos se expresó como un gay incomprendido. Pero Pepe seguía negándose de ser Alev, aunque lo defendiera. Pepe defendía a Alev, pues eran el mismo. Ahora aquella criatura con líquido blancuzco entre sus dos hileras de colmillos se fue un tiempo; pero ahora regresó de otra forma. Ahora se llama Jorge. Aun es gay, pero ahora se asoma de entre sus colmillos una protuberancia como si fuese su lengua. Ahora se a tomado la formula que lo convierte en un ser amorfo. Alev se ha convertido ahora en Jorge. Alev es gay, y algo cuelga de sus colmillos. Esto es real. Ese ser vive. ME LLAMO ÀLVARO ALIAS ALEV, ALIAS PEPE, ALIAS JORGE Y SOY UN MISERABLE PUTOOOOOOOOOOOOOO