La tarde era soleada, pero fresca. El viento soplaba amablemente, revolviendo mi cabello y enrojeciendo mis mejillas, haciendome, tal vez... mas atrayente para tus infantiles intenciones.
Si digo que estábamos completamente solos mentiría, pues estábamos archirodeados de personas; claro está ya estan muertas.
Rodeados de tumbas centenarias, de cruces, de olor a velas y flores marchitas... rodeados de los murmullos del silencio.
Entramos a lo más profundo del cementerio, conversábamos de trivialidades, de estupideces.
Nos sentamos sobre una tumba de mármol, admirados por el color y por el brillo del mármol.
Inevitablemente... nos besamos.
Pero esta vez fue tan, tan diferente.
Tus besos eran ardientes, provocativos, apasionados, candentes, que pedían mucho más que un simple besuqueo infantil e ingenuo.
Tus manos me acariciaban la cintura, mi panza, mi cuello, comenzando a hacerme temblar y a vaciar mi mente de todo lo que nunca importa.
Ya tus labios me besaban la oreja, el cuello el pecho, con una fogosidad inigualable, que me enloquecía.
No tardamos en excitarnos, en gemir de puro deseo.
Me acosté sobre aquella lápida de mármol.
Tus caricias me desgarraban la piel, tus besos me transtornaban.
Me descubrí el pecho. Solo el incómodo encaje del brasier separaba mis senos de tus besos, pero muy pronto no fue ningun impedimento.
Te acostaste encima de mi y pude sentir la dureza de tu erección.
Eso me excitó mucho, mucho, mucho más.
La tarde era ya fría, pero nosotros dos hervíamos como la lava de un volcán.
Era una extraña mezcla de calor y frío.
Toqué todo tu cuerpo y tu hiciste lo mismo con el mio.
Y, aunque lamentablemente no pasó nada (claro, el celador nos pilló) estaré esperando una próxima vez...