Compré unas esposas en una calle del Centro. Las quería para cuando se presentara la ocasión, es decir, cuando una chica me dejara esposarla y me esposara. No tenía vieja de momento, pero siempre hay una que cae.
Volví a casa y vi que Lorena, mi prima, dormía a pierna suelta en el sofá. Que en la mesa de centro hubiera una botella de whiskey a medio acabar, y una de vodka vacía, me dio a entender que la infeliz estaba pedísima. Hice un breve recorrido por la casa y la vi vacía, así que no lo pensé dos veces.
Para mi suerte, Lorena estaba descalza. Como se hallaba bocabajo en el sofá, sus plantas tersas quedaban a mi disposición. No sabía a qué hora podría regresar mi madre, así que me apuré.
Saqué las esposas y se las puse a Lorena, desde luego que tras la espalda. No despertó, aunque me parece que emitió un gemido. La verga se me paró de inmediato. Me la saqué del pantalón y la acaricié mientras me acercaba a los pies de la esposada. De rodillas ante éstos, los olí largamente, extasiado. Siempre me habían fascinado los pies de esa cabrona, que además gustaba de andar descalza (aparte de beber, claro).
Tras los olisqueos sobrevinieron lameteos que al principio fueron suaves, pero que poco a poco se volvieron frenéticos. Chupar los taloncitos me enardeció especialmente. Cuando supe que me iba a venir, dejé de chupar los deditos y acerqué la verga a las plantas, que en segundos acabaron bañadas de lechita caliente.
Yo resoplaba cuando Lorena despertó. Asustada y sorprendida, giró el cuello, me vio con el pito de fuera y se dispuso a gritar. De una zancada llegué hasta ella, le tapé la boca y le juré que le rompería el cuello si gritaba. No pudo responder porque no le salía la voz. Su aliento no era agradable, así que tomé una servilleta de tela y la amordacé. Apenas gimió.
Le limpié las plantas con servilletas de papel, que tiré al cesto de la basura. Luego la puse de pie y la llevé del brazo a su habitación. La tiré en la cama, bocabajo, y me le eché encima. Ya se me había vuelto a parar. Le dije al oído que le diría a mi madre lo de sus borracheras (las de Lorena) si no se sometía a mi fetichismo. Se le salieron dos lágrimas, pero, como estaba de arrimada y, si la echaban, acabaría en la calle, asintió vivamente.
Le abrí las piernas tanto como pude, la levanté un poco por la cadera y le metí el pito en la vagina. Gimió, pero al cabo de unas cuantas embestidas se relajó y empezó a suspirar de placer. La molí a nalgadas poco antes de venirme, lo cual hice en otra vez en sus pies, pues no quería embarazarla. Tomé con una mano tanto semen como pude, le quité la mordaza a Lorena y le di a chupar mi leche. Lo hizo con satisfacción, dejándome los dedos ensalivados.
—Eres mi amo —me dijo.
—Ya lo creo que sí.
Le quité las esposas, le ordené que se bañara y que limpiara la sala, y le advertí que querría verla en mi cuarto cada vez que nos quedáramos solos.
Hasta la fecha ha cumplido. Mis esposas ya están muy usadas, sobre todo porque a veces dejo que Lorena me las ponga mientras estoy tirado en el piso, desnudo, bocabajo, con el pito parado.