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Ambos conversaban distraídamente en la mesa para dos del restaurante al que acudían las noches más románticas. El admiraba cómo los tonos rojizos y cálidos de la decoración hacían destacar el innegable atractivo de su pareja. Sus curvas apenas se disimulaban bajo la blusa blanca, su piel se encendía, se hacía más sensual y única. Contemplaba su cuello y los lunares que lo adornaban, las sombras de su escote, los labios bailando ardientes, la falda demasiado corta para disimular sus largas y elegantes piernas. Apenas había degustado el trago de aperitivo, cuando con aire de indiferencia y sin dejar la conversación, deslizó súbitamente un pie desnudo entre las piernas del él.
Una sacudida le recorrió todo el cuerpo helándole la sangre, se sabía preso entre su pie y el respaldo de la butaca, a expensas de una repentina travesura. Desde fuera de aquel erótico escenario nadie podía descubrirla, un enorme jarrón ocultaba su pie que se paseaba suavemente causándole una enorme erección mientras disimulaba con su distraída palabrería. Le desafiaba con la mirada clavada en sus ojos, hablando de cualquier tema consciente en que él no sería capaz de concentrarse. Él se mordía los labios y tembloroso intentaba dejar su copa sobre la mesa. A ella le fascinaba controlar en cualquier momento sus deseos, dominarle, manejarlo a su antojo y obligarle a pasar por esos trances cuando se le antojaba. Le parecía divertido, apetecible, diabólicamente excitante.
Nadie alrededor alcanzaba a ver cómo disfrutaba observándole respirar pesadamente, pidiendo terminar con aquel juego con la voz entrecortada. Alrededor solo veían a una pareja cenando sin imaginarse que el mantel ardía, que debajo de las copas el tablero vibraba y la ropa sobraba. Cuando notó entre los dedos de su pie que el pene quería escapar del pantalón, se desabrochó uno de los botones de la blusa, mostrando los encajes de una ropa interior roja, impecable, encendida, que añadía mas fuego a su pasión a punto de explotar.
Observarle en ese estado le despertaba una risa divertida, perversa, que mezclaba con una conversación irrelevante, dando sorbos de su copa indiferente a la tortura de deseo con la que estaba ahogando a su hombre. El estrujaba la servilleta con desesperación, sentía el aire pesado, denso, el placer de aquella suavidad acariciándolo. Quería gritar, quería tirar la cristalería, los cubiertos, quería arrancarse la chaqueta, pero aguantaba el tren de pasión que le estaba atravesando la garganta mientras ella le clavaba la pícara mirada en sus ojos.
Los clientes del restaurante continuaban pasando junto a la mesa sin percatarse que estaba a punto de perder el control, de explotar, de gemir por aquel castigo dulce y salvaje. Sabía que a ella se le ocurrían sus perversos juegos en cualquier momento, y eso le excitaba aún más. Apenas la veía reírse, hablar, obligarle con la mirada a regalarle un orgasmo disimulado, contenido, solo para que ella disfrutara de una de sus imprevistas travesuras. Acalorado, jadeante, con ojos perdidos, le complació como tantas otras veces. La mesa se consumía en llamas, las copas de derretían, el aire lo abandonaba en su instantánea muerte de placer. Ella reía y apuraba su copa mientras llamaba al camarero para pedir más hielo en su vaso.
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