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Sin trabajo, es más o menos fácil liarse la manta a la cabeza y aceptar cualquier oferta que, además, te permita residir en el extranjero. Esa tan deseable palabra que indica lo extraño, sin embargo, siempre me produjo urticaria. Yo no quería dejar mi pueblo, ni a mi familia, ni a mis amigos… Tuve que exiliarme para poder salir adelante, refugiándome bajo los intensos grises y verdes de las tierras en las que perdieron la vida los bizarros Rob Roy y William Wallace. Probablemente, ellos no alcanzaban mi metro noventa pero, con toda seguridad, no tenían ni la mitad de los miedos que me atenazan. ¡Incluso me asusto de la gente que se asusta de mí!
El mayor alarde de gallardía fue dejar a mi novia… Y encajar su bofetada sin derramar lágrima alguna. Lo cierto es que yo no quería seguir con ella. Apenas teníamos sexo y, cuando lo hacíamos, ni siquiera me corría. Tampoco sé si ella llegaba aunque, de todo punto, me había dejado de importar…
Aquel guantazo tuvo lugar unos minutos antes de embarcar rumbo a Escocia, donde esta vez usaron sus manos como prolongación de brazos que me recibían abiertos. Todos, excepto los de Silene.
De madre española y padre escocés, Silene no sólo era mi supervisora, sino una despampanante y enigmática híbrida de pelo rubio y tez morena, y con una altura similar a la mía. Frecuentemente, exhibía el canalillo de unos senos perfectamente redondos y enormes, a los que acompañaba con una mirada feroz y fría, escrutadora y seria. Me imaginaba unos pezones y areolas tan pequeños como seductores, que dotaban aún de mayor presencia al resto de su busto. Porque la persuasión era parte de su naturaleza; ni siquiera necesitaba hablar para que se hiciera lo que ella quería. Éramos sus perros…
El día antes de la fiesta, fue el primero en que oí cómo chillaba a un empleado. Era Gary, un pobre diablo borrachín que solía llegar tarde al trabajo con tremendas resacas y, a veces, incluso en plena melopea. Por un momento, le imaginé con los pantalones por las rodillas, postrado bocabajo sobre el regazo de Silene, y a esta, sacudiéndole azotes en el culo mientras gritaba: Bad boy. Bad, bad boy! Acompañando la escena, noté cómo mi miembro se empalmaba y mi glande placenteramente se rozaba por dentro del pantalón… La excitación se disipó en el momento en que Gary salía sonriente del despacho de Silene; la cosa no parecía ir a más. Al día siguiente, nos recogieron en la puerta del lobby del edificio donde se encontraba el Call Centre, y nos llevaron en un microbús hacia el castillo de Kinnettles.
El contundente frío hacía la pareja perfecta del paisaje; páramos que sólo contaban las almas de esas malhumoradas y parsimoniosas ovejas y vacas escocesas. Nos adentramos en un estrecho sendero sobre el que ya se divisaba el pequeño castillo, con la típica torre de princesas que una niña de 12 años dibujaría para plasmar sus sueños del cuento de buenas noches.
Como en esas historias, nubes grises comenzaron rápidamente a cubrir el cielo, al ritmo que bajábamos para recoger nuestras pertenencias del maletero.
–¡Toda una premonición para la mejor fiesta de Halloween! –exclamó Kathleen, nuestra mánager general.
Ella era la mujer ideal. Una jovencita, inteligente y dulce, todo candor y condescendencia. Jamás levantaba la voz y siempre trabajaba con pasión. Era como si estuviera luchando constantemente contra su identidad; escapó con 26 años de Stornoway, unas islas cercanas a los glaciares del noroeste y no paraba de preguntarme cómo era eso de vivir en España. Era simplemente perfecta… Para penetrarla desde atrás, ladeando sus bragas y rasgando su ropa en jirones, tras cada embestida, al ritmo del plaf de sus glúteos… Sin embargo, cada vez que se acercaba no podía mirar su cuerpo, sólo veía su eterna sonrisa.
Silene no nos quitaba el ojo de encima cuando hablábamos. De hecho, mientras subíamos juntos por las escalinatas del castillo, volví a notar su mirada clavada en mi cerviz. Esta vez, no me giré…
–Siempre huele igual, ¿verdad? –me preguntó Kathleen.
–¿A qué te refieres?
–A Escocia –replicó con suave abatimiento–. Todo huele a roca húmeda… pero hoy da igual porque ¡tenemos una terrorífica fiesta de disfraces! –exclamó con la felicidad que siempre quería transmitir.
La brisa se había convertido en ventisca acuosa, justo antes de entrar a la recepción, en dirección a nuestras alcobas. Todos los miembros del staff compartíamos dormitorio y –al parecer, por sorteo– a mí me había tocado con Gary. Por supuesto, las jefas disponían de suites individuales. Y para aliviar la pena, Kathleen me habló sobre la suerte que tenía, al poder compartir la habitación con un compañero tan divertido. En fin, son cosas pueriles… Aquellas que, sin explicarte el porqué, siempre –creíble (o increíblemente)– reconfortan. Pasó la palma de su mano sobre mi brazo, me guiñó el ojo y me citó en la carpa donde tendría lugar el primer encuentro social de la empresa…
Cuando bajamos, ya nos habíamos tomado un par de shots de Jhonnie Walker. Al igual que mi sensación de soledad, la petaca de Gary no tenía fondo.
–¿Dónde está Silene? –preguntó Gary.
Casi sin darme tiempo a abrir la boca, Kathleen nos interrumpió por sorpresa…
–¡Coged vuestros sobres en recepción! –exhortó con un serio gesto de mando, hasta entonces inaudito–. En ellos, comprobaréis qué mesa os corresponde –sentenció–.
Hicimos lo que nos ordenó, mientras ella se dirigía con paso firme hacia la tarima central. Entretanto, se vislumbraban empleados del hotel en plena actividad; parecía que estaban organizando un gran banquete cargando y dejando cosas de un lado a otro…
–¡Hola a todos! –exclamó Kathleen, saludándonos desde una pequeña peana–. Un año más, nos damos cita para celebrar nuestra particular fiesta de Halloween… ¿Alguien sabe dónde está Silene? –se interrumpió, mientras el resto de comensales negábamos con la cabeza–. Bueno, espero que no haya tenido ningún percance con fantasmas… –bromeó.
Continuó con el típico discurso de agradecimiento a la plantilla por el trabajo realizado, los resultados de la empresa y demás mandangas que todos los responsables de oficina memorizan para subir la moral de la plantilla, en lugar de incrementar los salarios.
Al finalizar, nos pidió que abriéramos los sobres que recogimos en la entrada…
–En ellos encontraréis las instrucciones del role-play por equipos y la ubicación y sentido de vuestros disfraces –nos indicó, antes de hacer un gesto para que los camareros sirvieran la cena.
El banquete a base de carnes y un arsenal de licores, me hizo entablar amistad con Gary. El resto de compañeros eran insufribles; dos ingleses, con sus pomposos acentos, narraban aburridas andanzas por las Tierras Altas a tres escocesas que bebían apresuradamente…
La carpa se hacía eco reverberante del llanto celestial; la lluvia se sumaba cual comensal que nadie había invitado, pero que todos sabían que haría acto de presencia… como las sublimes impertinencias de Gary.
–¡Vuestro problema es que nunca podréis ser escoceses! –bramó a los ingleses, mientras sacaba la petaca para mezclar el whiskey con el champán.
Por suerte, esto ocurrió cuando habíamos terminado el postre, así que nos dispersamos siguiendo las instrucciones personalizadas de nuestros sobres. Las mías, me condujeron al guardarropa de una de las suites, ubicadas en la torre.
La noche se había cerrado en el único brillo de grisáceas nubes, que sólo descubría intermitentemente la luna. El agua empezaba a golpear intensamente las vidrieras, al compás de nuestros pasos sobre las desvencijadas escaleras, y el caos espontáneo de los compañeros hacia sus destinos.
–Gary, ven conmigo. Tienes que subir a la otra suite de la torre –le convencí, tras leer las instrucciones de su sobre y explicarle tres veces que debíamos empezar el juego.
Le empujé hacia la alcoba y cerré la puerta. Fue la última vez que le vi.
Me dirigí a la suite contigua, dispuesto a seguir las reglas del role-play; me había tocado el “fantasma preso”; mi atuendo eran las correspondientes sábana y cadenas que aguardaban en uno de esos armarios rococó que todo castillo usa como accesorio, para persuadirnos sutilmente de los encantos del pasado.
La habitación era de ensueño; piedras vistas rodeaban una cama con doseles de madera y talla medieval, almohadas enormes de plumas, escudos de armas con evocadores blasones de bélicas fantasías y demás mobiliario –históricamente– a juego. Abrí el armario y encontré las que iban a ser mis exóticas prendas. Me quedé un rato mirándolas, fantaseando con esos recuerdos que sólo afloran cuando estás anestesiado por el alcohol…
Me quité el jersey y la camisa. A duras penas, me senté en la cama para descalzarme… Los calcetines… Los pantalones… –¿Qué tal si voy libre sin calzoncillos? –pensé. ¡Ni de coña! –me repliqué en un atisbo de sobriedad.
La profunda y superficial discusión entre el omnipotente deseo y mi restringida voluntad, me dejó noqueado en un impasse físico, alzando y bajando el culo de la cama en función de lo que mi cuerpo o mi mente me pidiesen; la ardua decisión de quitarme o no los calzoncillos…
En ese instante, comenzó a sonar una balada con toque tétrico…
¿De dónde coño viene esa música? –me pregunté mientras observaba mi pene fláccido. Definitivamente, me había desnudado del todo…
–¡Joder! ¿Quién anda ahí? –inquirí, cuando me percaté de que la canción provenía de la misma suite.
–¡Quieto! –me ordenó una voz familiar.
–¿Silene?
Me giré y descubrí a una mujer tan artificial que era la sensualidad personificada; la objetivación de los deseos más atávicos. Era todo látex: una máscara traslúcida, calada con motivos florales que simulaba expresiones humanas; hacía juego con el sujetador, el tanga, ligueros y medias que se perdían en unos zapatos de tacón de aguja. Todo era látex. Todo le otorgaba una silueta medusiaca; petrificaría a seres sentimentalmente más glaciares que yo mismo.
–¿Silene? –repetí, tembloroso.
Se acercó lentamente como si estuviera en un desfile de modelos, y apretó su índice contra mi boca para hacerme callar.
–¡Ni se te ocurra decir una palabra! –amenazó con vehemencia.
Las escaleras traían voces y pronto se empezó a oír a gente corriendo en la planta de abajo. La tormenta aumentaba de intensidad; los relámpagos y el volumen de los truenos daban cuenta de ello. Mi pene y mi escroto se encogieron cuando noté que los agarraba con su guante. Momento en el que se oyó un grito de dolor inmenso en la suite de Gary…
–¿Qué fue eso? ¡Para, por favor! –le supliqué.
–Eso es tu amigo Gary… Muriendo a manos de Kathleen –replicó sonriente mientras apretaba mis testículos.
Como si de un fantasma errante pidiendo clemencia se tratara, el grito final de Gary recorrió el pasillo. Era un aullido de muerte. Fue un signo de expiración.
–Por favor, no bromees con esto… Estaba muy borracho. Tengo que echarle una mano… –supliqué de nuevo.
Los truenos se acumulaban contra el tremar de las ventanas.
–No bromeo. Ahora te toca a ti ver cuál es el placer del dolor…
Apretó una teta contra mi pecho, girándose para abrazar mi axila con el látex de su sujetador, mientras mordía mi brazo. Me ordenó que no me moviera. Yo temblaba. Fue hacia la cómoda, abrió un cajón y sacó unas sonoras esposas… ¡Parecían grilletes!
–¿Qué pretendes? –pregunté contradictoriamente incauto y a sabiendas de lo que se proponía.
–Voy a hacer de ti la fuente de mi placer –aseveró.
Me empujó contra la cama y, mi metro noventa, dolorosamente cayó violentando los medievales complementos…
–¡El dosel se va a romper! –exclamé.
–¡No seas niña!… O mejor dicho, ¡sé todo lo niña que yo te ordene! –respondió con picardía–. Esto es sólo el principio de una gran amistad… Lo siguiente serán cuerdas –sentenció.
Me ató como la más instruida FEMDOM, pero sin ninguna resistencia por mi parte; podría haberle partido la cara, pero ningún músculo de mi cuerpo respondió a la agresión. Era como si se sintieran a gusto…
–Por favor, ¡espera! –tartamudeé en un intento de saberme con las riendas de la situación.
Ya había aprisionado mis cuatro extremidades con verdaderos grilletes, y estaba atando con cuerdas mis brazos, pecho y pantorrillas…
–¡Te he dicho que te calles! –gritó, al tiempo que me clavaba una mirada asesina desde mis rodillas.
–Ahora eres mío –me dijo, tras subir precipitadamente y pasar su lengua húmeda sobre mi cara.
Se acercó a mi oído mientras posaba su sexo húmedo y ardiente sobre mi muslo, y empezó a narrar un cuento:
Las putas conquistarán el Reino de Dios… Y cuando los príncipes caigan yo seré la Resurrección… –susurraba en mi oído.
Mi cuerpo y mi mente se batían en el mismo duelo de antaño: voluntad vs deseo; moral vs necesidad… Pero, sólo anhelaba conocer el final de la historia…
El paleto cogió un palo del hombre que yacía en el suelo –prosiguió mientras se separaba la braga, untando mi pierna con su flujo–. Billy arremetió contra el cura que se follaba a tu progenitora… Sí, tu madre se convirtió en un fantasma que ni siquiera podía llorar…
–¡Mi madre lloraba! –grité estremecido.
–Mucho menos que tú… –susurró húmedamente en mi oído. ¿Sabes quién es el asesino de esta historia? –inquirió mientras apretaba las cuerdas.
–Noooo –clamé en un aullido sordo. ¿Quién? –chillé mientras me corría.
–Soy yo: la lechera en látex –sentenció.
Nada más aseverarlo, dobló mi pene con su vulva, restregándola por todo mi cuerpo hasta la boca. Llevó los dedos a sus labios para abrirla justo cuando la pasaba sobre mi cara y comenzó a restregarla en mi boca. Mi lengua no podía parar… Y mi miembro volvió a expulsar el néctar de la vida…
Al poco tiempo, volví a oír los gritos de Gary, lo cual fue complaciente: estaba vivo y Kathleen le estaba haciendo algo parecido a lo que Silene me estaba procurando.
La orquesta de Halloween continuó hasta el amanecer; la lluvia era torrencial; los relámpagos esperpénticos; los truenos insoportables; y, el látex de Silene, irresistiblemente orgásmico.
Nunca he pasado tanto miedo. Nunca volveré a una fiesta de Halloween… Pero siempre adoraré a Silene y a su látex, que me descubrieron una dimensión terrorífica de la sensualidad. Quizás, la que mi voluntad nunca esperó… Quizás, adoro lo extraño de la sumisión; quizás, sumiso siempre extrañé que me dominaran.
Ahora, me explico todo esto, y también el –creíble– porqué de las palabras de Kathleen sobre Gary.
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