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Esperas, mujer, esperas sin nada que esperar. Necesitas un grito que te grite. Lloras por las lágrimas que no consigues conciliar. He sido testigo de mujeres que no se atreven a dar ese salto, ese grito, o esa batalla que anhelan, que viven sumisas sin placer, castas no por opción, ignorar lo que su cuerpo no solo es capaz de hacer, sino de sentir. Presionadas por la rutina, que al terminar el día desean meterse a la cama. Siendo esa la única penetración que obtendrán. Intercambian el deseo por descansar. Insatisfechas. Olvidadas. Alejadas.
Nadie está interesado por vivir, sólo presumir que viven en falsas realidades.
“Soy aquella mujer que no miras, que no deseas, que se viste con lo mejor con tal de provocar una mirada traviesa. Soy aquella mujer que ignoras por ver a la que a ti te ignora”.
Fue el mensaje que me despertó a la mitad de la noche, pero no estaba en mi cama, había caído al teclado hace unas horas escribiendo el fragmento de una mala novela, en una mala noche. Al leer no sabía quién era esa mujer que me escribía. Todo era confuso. Como un sueño recién apagado.
“Nos vemos mañana en la noche en bar donde vas a leer y a escribir. No te diré como iré vestida. Me reconocerás. Besos húmedos”.
Sentí una adrenalina espesa recorrerme las tripas. El misterio y la total falta de información me arrebataron el sueño, inclusive la porquería que intentaba escribir. Y sin quebrarme la cabeza al querer descifrar de quien se trataba. Opté por ir al bar.
El bar estaba lleno. Me senté en una mesa cerca de la puerta para verla llegar. Había arribado dos horas antes del anochecer. No sería tomado por sorpresa. Pero así fue. En la mesa de enfrente estaba ella. Con una blusa blanca, que se le trasparentaba el brasier de encaje morado, y una mini falda negra, tan oscura y misteriosa como la noche. Se notaba que venía directo del trabajo. La pierna la tenía cruzada, descansando la extremidad en una señal clara de guerra. Cruzamos miradas, era demasiado hermosa para haberla ignorado alguna vez. Sólo un pendejo lo haría. Y no estaba seguro si era ella la mujer que me citó. Así que antes de que se sintiera incomoda, bajé la vista. Y enseguida me llegó un mensaje como una flecha lanzada con acertada puntería.
“Sí, soy yo. Vuelve a mirar”.
Quité los ojos de las páginas del libro donde estaba leyendo la palabra senos, cuando obedecí la orden. La mujer se mordía el labio inferior y se desabrochaba la blusa. Tan segura como si estuviera en su habitación. Yo no tuve otra opción más que perderme en la parte superior de sus senos que me provocaban a la distancia. Era una mujer perdida de alguna novela erótica, que había escapado de la mente del pervertido que cada noche se masturbaba en su imaginario. Era una forajida de fantasías aglomeras de gemidos. Tenía que ser mía antes de desaparecer.
Pasó su lengua roja, de una comisura a otra, sobre sus labios. Se arremangó la falda, revelando unas piernas interminables, y en menos de un parpadeo, me enseñó que debajo de la tela negra no había nada. Sólo unos labios cerrados, bajo una corona de bello recortada en forma triangular. Como una flecha señalando el camino preciso. Nadie en el bar se percataba de lo que ella hacía, los comensales en las mesas que nos rodeaban estaban ocupados dialogando con sus dedos que se deslizaban sobre sus pantallitas brillantes a pesar de estar acompañados. No sólo ignoraban a su pareja, sino que también a la mujer tomaba las riendas de sus instintos.
La mesera vino a mi mesa, y discretamente le hice la seña a la mujer de enfrente que cerrara las piernas para no ser descubierta, ella sonrió, y con el largo copete castaño, tapó la mitad de su rostro. Enseguida la mesera puso sobre la mesa unas bragas moradas de encaje, y la limpió. Dirigí la vista al rostro de la mesara, la cual, me guiñó el ojo y sonrió traviesa, y al terminar de limpiar, me arrojó las bragas al pecho como si fuera un vil trapo y se fue, sin cruzar mirada con la dama que se rozaba los muslos con la mano abierta, y tensaba las uñas al dejar marcas rosadas en su piel desnuda.
Traté de cruzar la pierna, pero era una acción imposible de realizar. Y ella estaba en éxtasis por provocarme la parálisis de la carne. Tomé las bragas y las mordí, las olí, y las lamí, acción que hizo que la mujer gimiera en silencio, y se enrollara el cabello en el dedo índice, para lamerlo, y así, mojado, levantarlo e indicarme que fuera hacia ella. Me levanté como si la fuerza de gravedad no existiera, sin ocultar la erección. Para qué, todos seguían hipnotizados en sus estériles pantallitas.
Cuando llegué a ella, sus piernas se cerraron. Saco la lengua, y la movió de arriba abajo viendo mi erección, la cual provocó que dos botones más de la blusa se desabrocharan. Pude ver la gloria que se cubría de encaje. Colocó su mano en mi pierna, y fue subiéndola, yo, a cada centímetro que ella conquistaba, me ponía más duro, y la mezclilla eran hilillos de fierro aprisionándome. Pero se detuvo a milímetros de sentir mi dureza, quitó la mano, acercó sus labios, los relamió y me besó la ropa que cubría mi pene. Sonrió, y luego lo mordió. Se puso de pie, y al vernos directo a los ojos, nuestros labios se magnetizaron, pero ambos nos detuvimos. No besos.
Me tomó del cuello, me giró, y me sentó en el sillón donde ella, debido a su apetito, ya lo había dejado caliente. Al ser ignorados por todos los comensales, las piernas ardientes de la dama se abrieron y me abrazaron. Como una presa indefensa me atrapó en su red húmeda, resbalando todo dentro de ella. Encajando sus uñas en mi cuerpo, y al mismo tiempo tomando impulso.
La adrenalina me picaba como cientos de agujas en el abdomen, sin pensar, o pensando con el pene, penetraba a esa extraña que ni su nombre sabía, en un bar, alrededor de personas sin almas. Una parte, que ignoraba, y me costaba trabajo escuchar por mis gemidos internos, deseaba que se bajara, ser descubiertos nos acreditaría ser corridos del bar, e inclusive hasta una multa, y/o encerrón por faltas a moral, al obedecer nuestra moral.
Cuando volteé vi a la mesara parada a unos pasos, ella nos veía como alguien que ha pasado horas en el desierto, y ahora, ante sus ojos, un espejismo se alzaba dominante. Sin poder decir, o hacer nada, la mujer subía y bajaba de mi pelvis, haciendo cada vez más largos, y afilados los suspiros que salían de su boca. Su vagina chorreaba sobre mi pantalón. Y yo crecía dentro de ella. La empalaba, corrección, se empalaba. Subía y bajaba. Me devoraba. Le mesara no perdía detalle. Sus ojos le brillaban, nos miraba como un felino observa a su presa a la media noche.
Todo resbala, todo hervía, y todo me vine dentro de la mujer que no hizo más que tensarse, y apretar las piernas al sentir la cascada invertida abrirse paso a su alma. Respirábamos como si hubiéramos corrido una maratón. No nos movíamos, no quería salir de ella, no quería ser libre. Y ella no quería soltarme. Pero la mesera al detenernos, dio media vuelta, haciendo rechinar los tacones, y fue directo a la barra, y desconectó el cordón umbilical del resto de los comensales, los cuales, levantaron la vista chiflando, y quejándose, y al vernos cogidos, fue como si un auto los estampara de frente sin poder siquiera esquivarlo. O más bien creo que lo que sintieron fue como si aparecieran en otro planeta.
Las noches siguientes, y sin poder bajar mi excitación, y sin poder concentrarme en escribir, esperaba volver ser tentado. Volver a recibir el mensaje de incitación a rendirme a la pasión. Pero no llegó. Ella había alcanzado su objetivo. Ya no era la mujer reprimida que fue. La luna no encontraba letargo en mis interminables noches de celo. Al borde de tentar cortarme las venas con las afiladas hojas de los libros que me consumían. Y cuando re leía una de las líneas que había escrito con anterioridad, descubrí las palabras que desbastaron mi esperanza de volver a verla.
“Todas las mujeres somos veneno, pero no todas matamos de la misma manera”.
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