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Sexo tras bambalinas

~~Le habían
 regalado una entrada para el concierto que, Joaquín Sabina,
 ofrecía esa noche. Su mujer prefirió quedarse en el
 apartamento con los niños porque no se fiaba de llamar a una
 canguro. A Luis le gustaban las canciones de Sabina y no quiso perder
 la oportunidad de acudir en directo al concierto.
 Debido al calor caminaba más bien despacio, mirando la noche
 ponerse sobre el mar calmado que, casi ni se inmutaba a pesar del
 suave movimiento de las olas que pesadamente venían a morir
 a la playa.
 A medida que se acercaba a la plaza advirtió que eran muchas
 las personas que caminaban en su misma dirección. Cada vez
 más y más gente. A unos cincuenta metros estaba la sobredimensionada
 plaza de toros. ¿Sobredimensionada? Dejó de pensarlo
 cuando vio los cientos y cientos de personas que se agolpaban ante
 las puertas del recinto. Carreras, empujones. Gente de diferentes
 edades, pero sobre todo parecían abundar los treintañeros
 y algunos, aunque menos, jovenes que reían y cantaban mientras
 aguantaban las filas inmensas para entrar.
 Debo estar haciéndome viejo, pensó. Hay que ver como
 están las chicas, sobre todo en verano, con esas ropas tan
 livianas, tan escasas. Menos ropa llevan aún en la playa, pero
 no es lo mismo, las prefiero asi.
 Cuando consiguió franquear la puerta apenas podía caminar.
 La entrada era en la arena, no de grada. Allí se amontonaban
 las personas. ¡Con el calor qué hace! Como pudo se abrió
 camino entre la muchedumbre. Me rio yo del metro en hora punta. Aquí
 no se puede uno ni mover un milímetro.
 Si yo llego a saber esto no vengo, vamos, ni por asomo, pensó.
 El comienzo del concierto se retrasaba ya diez minutos y él,
 rodeado, apabullado por el gentío comenzaba a desesperarse.
 Los empujones eran continuos. Pequeñas avalanchas provocadas
 por los retrasados en llegar y que pretendían avanzar para
 ver mejor provocaban que los cuerpos se estrujaran unos contra otros,
 que los codazos fueran incluso dolorosos y que los pies casi gritaran
 quejándose de los continuos pisotones.
 Pero, por fin, comenzó el espectáculo. El comienzo rockero
 animó al público que intentaba acompañar el ritmo
 con movimientos que, lógicamente, como las fichas de dominó,
 trasladaban a los que permanecian difícilmente quietos.
 En una de las oleadas de cuerpos, Luis notó un empujón
 sobre su espalda. Aquello no debía haberle extrañado,
 ya que empujones recibía por todos los lados. Lo que le sorprendió
 es que el contacto no le había resultado tan molesto como todos
 los otros. Mientras pensaba el por qué, con la música
 sonando a todo volumen, volvió a sentirlo. De nuevo, una tercera
 vez. Pero ahora, el contacto no se deshizo. Aquello que le presionaba
 en la espalda, quedó allí. El se mantuvo impasible.
 Podía inusualmente mantenerse aislado incluso de la música,
 haciendo trabajar a su cerebro. No le resultó realmente difícil
 deducir a qué era debida su pequeña turbación.
 La presión sobre su espalda la ejercían dos, presumiblemente,
 hermosas tetas. Lo de hermosas lo había deducido en apenas
 unos segundos por la textura del contacto. Grandes, tampoco excesivas,
 pero firmes. Siguió analizando la situación ajeno en
 esos momentos al ruido ambiental. Además, parece que no lleva
 sujetador, deducción tampoco digna de Sherlock Holmes ya que
 los pequeños saltitos que su poseedora daba rítmicamente
 las hacían subir y bajar a lo largo de su espalda con un recorrido
 suficientemente largo como para no dudarlo.
 Probablemente fuera aquel roce continuo, ascendente y descendente
 lo que produjo que los pezones se irguieran corroborando la teoría
 de Luis. No hay sujetador que valga.
 Empezó entonces a animarse, olvidándose por un momento
 del angustioso calor y del codo del muchacho situado a su izquierda
 que de vez en cuando se clavaba dolorosamente en su costado.
 Siguió inventando la anatomía de aquella mujer adherida
 a su espalda como un sello de correos. No se atrevía a volverse
 no fuera a perder el excitante contacto, por eso imaginaba, atento
 a las sensaciones que le transmitían aquellos senos.
 Olía bien a pesar del calor de la noche. Era un perfume atrayente,
 un poco embriagador, podía ser. ¿jazmin? quizá.
 Echó un poco la cabeza hacia atrás intentando captar
 el aroma con mayor nitidez. Sentía casi el aliento de ella
 cerca de oreja derecha. Hmmmm, aproximadamente, uno setenta. Con el
 rabillo del ojo observó o intuyó que era morena. Con
 disimulo giró ligeramente la cabeza y, por el mismo sistema
 que antes logró ver una pierna desnuda más allá
 de la rodilla, morena, un zapato, de esos, como de esparto y un pie
 pequeño más bien con las uñas pintadas de rojo.
 A todo esto sintió que perdía el contacto con el sello
 de correos y, como quien no quiere la cosa reculó unos centímetros
 buscando con ansiedad recuperarlo. No tuvo que esforzarse mucho. Allí
 estaban las turgentes tetas de nuevo, esperandole, reclamando su presión.
 De repente su instinto de conservación le llamó a la
 alerta. A ver si esta tía va a ser una carterista y me roba
 las pelas. Instintivamente se echó mano al bolsillo trasero
 del pantalón donde solía llevar la cartera. Uffff, allí
 estaba, menos mal. Pues no, no era una carterista. En comprobar que
 todo seguía en orden estaba cuando otra avalancha comprimió
 aun más los dos cuerpos. Luis se esforzó en no caer
 hacia adelante, forzando así el contacto con la mujer.
 No le había dado tiempo a retirar la mano de aquel bolsillo
 cuando notó que el roce se había extendido más
 allá de la espalda.
 Ahora, sobre el dorso de su mano paralizada por la estrechez, reposaba
 algo que así, de repente no identificó. Puso neuronas
 a la obra. Lo que me roza es una tela, una fina tela, parece una falda
 porque se desplaza y se pliega, si, eso es, una falda. Y al otro lado
 de la tela, eso es.
 La sospecha le turbó un momento pero pronto retomó las
 indagaciones. Parece. no, es un pubis.
 A aquel pubis no parecía importarle el encontrarse en contacto
 con su mano. Sigilosamente, Luis, la movió, apenas unos milímetros
 hacia uno y otro lado. Luego, otros pocos milímetros en dirección
 a la poseedora del presunto pubis.
 Le pareció que los saltitos se habían frenado y que
 la presión sobre su mano era ahora más fuerte. Decidió
 probar. Empujó ligeramente a la mujer que tenía delante
 suyo para hacerse un pequeño hueco, se retiró un poco
 de aquella lapa a su espalda y volteó la mano, dejándola
 como preparada a recibir en su palma aquel regalo. Tras unos segundos
 de inacabable espera llegó su recompensa.
 Allí estaba de nuevo la de las maravillosas tetas posándolas
 en su espalda, regalando a su mano con un inesperado calor.
 Luis no podía creerlo. Era un juego obsceno pero excitante.
 Probablemente la dueña de aquella caliente entrepierna ni siquiera
 se había dado por aludida absorta entre el ruido y los apretujones,
 pensó él.
 ¿Qué tal una pequeña presión a ver? Cerró
 la mano apenas unos milímetros y nada ocurrió. Animado
 por el hecho la cerró un poco más, y aún más.
 Si le hubiera molestado se habría apartado. Si se pone borde
 tengo la excusa de la cartera y el poco espacio.
 Pero no se apartó, más bien a Luis le pareció
 que se comprimía contra su mano, que lo que debían ser
 los muslos se cerraban un poco apretándosela por los lados.
 Puestos a imaginar creyó notar una pequeña alteración
 en el ritmo de la respiración de la mujer, percepción
 que solamente él podía tener en aquellas circunstancias.
 Con razón o no, él se animó. Suavemente movió
 su dedo corazón contra aquella caliente entrepierna y, como
 siempre según él, creyó notar una pequeñísima
 contracción, como de sorpresa, lo que le acabó de decidir
 y pasar a la acción.
 Ahora apretó con más fuerza. Qué sea lo que Dios
 quiera. Y parece ser que Dios quiso que no hubiera ningún tipo
 de rechazo, más bien lo contrario creyó él intuir
 al, por supuesto muy subjetivamente, notar como si la dueña
 del pubis lo hiciera frotar contra la palma de su mano.
 La situación le excitaba. Un pasito más. Poco a poco,
 con los dedos, comenzó a subir la falda, arrugándola
 hacia arriba hasta que localizó el borde de la misma aventurándose
 bajo ella con sigilo. Rozó los suaves muslos y buscó
 la fuente de calor que como imán atraía su mano hacia
 ella. Las columnas de carne que la custodiaban se abrieron ligeramente
 dejando acceso libre. En la entrada de lo que Luis intuyó como
 cálida cueva de placer había una tela completamente
 adherida y a juzgar por el recorrido que tuvo que hacer con los dedos
 para inspeccionarla, no demasiado ancha.
 Mirando siempre hacia el escenario, sin ver, sin oir apenas, siguió
 explorando. Buscó por uno de los lados el borde de lo que evidentemente
 era un tanga y deslizó lentamente sus dedos índice y
 corazón por la pequeña abertura que consiguió
 crear tirando un poco hacia afuera de la tela. Avanzó hacia
 la cueva a través de un bosque de vello púbico, corto,
 rizado. Ahora sí sentía el aliento claramente en su
 oreja, la respiración más profunda y lenta.
 Aún debió utilizar un poco más su fuerza para
 retirar la pesada puerta de suave textura de la caliente e incipientemente
 húmeda entrada. Sus dedos recorrieron a todo lo largo los bordes
 con forma de labios que se juntaban en el centro del cañón.
 Apartó con suavidad los suaves labios para encontrarse con
 los pliegues más internos. La humedad iba en aumento y el viento
 provocado por el aliento caliente resonaba en sus oidos más
 aún que la música que, supuestamente, debía sonar
 en el recinto y a la que Luis era totalmente ajeno.
 Se detuvo rebuscando entre los suaves pliegues una entrada al paraiso.
 Sin prisas. Deleitándose con su suavidad. Por fin, allí
 estaba el acceso esperado. Parecía como si una corriente interna
 le absorbiera los dedos. Se asomó al interior con el dedo índice,
 primero un poco, solo la yema, después, alentado por la buena
 acogida penetró un poco más. Como si algo le hubiese
 asustado en el interior de aquella hermosa vagina reculó, volviendo
 a adentrarse de nuevo profundamente, rozando las suaves y estrechas
 paredes que le acogían con mimo. Repitió lentamente
 las entradas y salidas hasta que el roce dejó hueco al solitario
 dedo para que tuviera compañía.
 Ahora eran dos los dedos que desplazaba hasta el interior. Dentro,
 fuera, en círculos. La respiración de la mujer ahora
 sí, objetivamente, se iba acelerando. La presión que
 los pechos ejercían sobre su espalda era cada vez más
 intensa, subían y bajaban al ritmo en que los intrépidos
 exploradores entraban y salían de la vagina. Pronto un tercer
 compañero se animó a entrar en acción. El dedo
 pulgar buscó torpemente la palanca que abriera la caja del
 placer final. La posición era, cuanto menos, original. Tardó
 un poco en encontrar el clítoris, apartando con delicadeza
 los estorbos que lo ocultaban. Localizado, fue el dedo corazón
 el que se aventuró a accionar la palanca repetidas veces, arriba
 y abajo, presionándolo con ayuda del pulgar, probando a rotar,
 hasta que una mano le indicó que ese era el movimiento adecuado
 y no otro. Una mano que le presionaba el dorso de la suya y que marcaba
 el ritmo, lo aceleraba más y más.
 En esto estaba, concentrado en dar placer a aquella mano, a aquel
 sexo tremendamente mojado y ardiente cuando se sobresaltó al
 sentir que otra mano se deslizaba dentro del bolsillo de su pantalón
 blanco de verano. Inmediata e instintivamente miró a su izquierda
 pensando que el muchacho que allí brincaba y gritaba pretendía
 robarle un dinero que no se alojaba allí. Pero no, el de la
 izquierda se conformaba con seguir hincándole el codo en el
 costado sin otra pretensión.
 La mano se deslizó rápidamente, buscando algo que por
 aquel entonces ya era fácil de encontrar. Con rara habilidad
 y, siempre dentro del bolsillo se hizo un hueco por debajo de los
 calzoncillos de Luis y se aferró a su pene con violencia. Ni
 siquiera él mismo se había dado cuenta de lo empalmado
 que estaba.
 Aquella mano tan pronto le estrujaba con fuerza los huevos, como subía
 y bajaba a lo largo de su polla con vehemencia, o la apretaba con
 inusual fuerza. Le hacía incluso daño. En un momento
 dado los ritmos de ambas manos se sincronizaron y al poco, el huracanado
 viento en su oreja dejó paso a una serie de pequeños
 jadeos y grititos apagados. La mano de Luis totalmente mojada se sintió
 apretada, aprisionada, a intervalos intermitentes y bruscos, la otra
 comenzó a soltar su presa tras unos segundos de tremenda presión.
 La mano atracadora salió del bolsillo a la vez que aquel coño
 jadeante se retiraba satisfecho. Luis, con la polla a punto de explotar
 comenzó a volver a la realidad que le rodeaba de música,
 voces que intentaban acompañarla, sudores y demás. Las
 punzantes tetas también se habían retirado de su apoyo
 dorsal y el viento amainó instantáneamente.
 A Luis le dolía el pene inflamado de excitación y de
 apretujones violentos. Intentó colocarlo como pudo y comenzaron
 a asaltarle las dudas. Acabo de masturbar a una tia, sin ni siquiera
 verle la cara, seguro que era horrorosa, bizca, o nariguda. Sería
 gorda como un tonel o cheposa, con mi suerte, pensó.
 No pudo sustraerse al deseo de volverse e identificar a su circunstancial
 pareja. Lo hizo rápidamente, como para no dar opción
 al disimulo y sus ojos se abrieron desmesuradamente al ver a su espalda
 a un hombre, de unos 50 años, bigotudo, tipo camionero que
 le observaba extrañado. Este tío no era, ella tenía.
 Joder, se ha largado, menudo chasco, murmuró entre dientes.
 ¿Quieres algo? Vociferó el camionero.
 No, no, disculpe, respondió Luis aturdido.
 Y volvió la cabeza, fingiendo atender al Sabina, que ya debía
 llevar cantando más de una hora, para todos los espectadores,
 menos para dos.
 Allí permaneció alelado hasta que terminó el
 concierto. Salió, o más bien, le sacó la marabunta
 en volandas, y se encaminó hacia el apartamento.
 El decepcionado Luis caminaba torpemente. No paraba de protestar para
 sus adentros. Ni siquiera he oído el concierto y encima me
 voy con un dolor de huevos que para qué. Habráse visto,
 menuda tía. Esto me pasa por gilipollas. En esto estaba cuando,
 sin querer, entre tanta gente que se desplazaba por las calles, fue
 a chocar contra dos mujeres que caminaban delante de él, entre
 risas y cuchicheos.
 Joder, tened. interrumpió su frase al oler un perfume que
 le resultó conocido. Las mujeres, ambas de unos treinta y tantos
 años se volvieron sonrientes. Luis volvió a inhalar
 profundamente, haciendo que el aroma le atravesara la pituitaria,
 tratando de identificarlo. Es. es. ¡jazmín! Como en
 los dibujos animados, el olor le llevo a mirar a una de las dos mujeres
 fijamente. Morena, siguió bajando la mirada, dos buenas tetas,
 falda, y aún más abajo, bonitas piernas curtidas por
 el sol y. zapatos de los de suela de esparto y con las uñas
 rojas de los pies.
 No cabía duda, era ella. Como accionado por un resorte alzó
 de nuevo la vista, observando la cara de aquella hembra. No era la
 bizca que él había imaginado, ni mucho menos. Los ojos
 verdes, la tez morena, unos labios carnosos que sonreian divertidos.
 Perdona, murmuró ella.
 No, si no. balbuceó Luis.
 Alelado, las adelantó, mientras escuchaba el murmullo de las
 voces de las dos mujeres comentando algo.
 Ahora le estará contando a la otra lo del magreo. Se estará
 descojonando de mí, la muy. Mira que estaba buena y, se miró
 el bulto que abombaba la bragueta de su pantalón. Joder, si
 aún estoy empalmado. Y siguió caminando sin atreverse
 a volver la cabeza, sonrojado.
 No había recorrido más de cincuenta metros, cuando un
 brazo le rodeó la cintura y una suave voz le susurró
 al oído : Ven, tengo aquí el coche.
 No tuvo siquiera que volverse. El intenso olor a jazmín le
 chivó la identidad de la voz femenina. Y para corroborarlo,
 por si cabía alguna duda, el roce de unas tetas duras y libres
 de ataduras apoyó la teoría.
 Conduce tú, creyó escuchar, a la vez que unas llaves
 se posaron en la palma de su mano.
 No pudo contradecirla, las palabras no salían de su garganta.
 Simplemente asintió y se sentó en el asiento del conductor.
 Mientras retiraba el asiento para acomodarlo a su altura ella ya se
 había colocado a su lado, en el asiento del copiloto.
 Sin atreverse a mirarla introdujo la llave en el contacto, lo que
 le produjo cierta sensación erótica y arrancó.
 Circulaban ya por las calles de aquella ciudad, lentamente.
 ¿Dónde vamos? Pronunció casi imperceptiblemente.
 Da igual, oyó decir a la voz femenina.
 Vaya, parece que te alegras de verme, escuchó, mientras una
 mano se posaba sobre su paquete que amenazaba reventar el pantalón.
 Tragó saliva y murmuró : Sí.
 Con tremenda habilidad las manos desabrocharon el cinturón
 y el botón del pantalón. Y enseguida, tiraron con fuerza
 de este y del calzoncillo hacia abajo. Al intentar facilitar el movimiento,
 Luis tensó las piernas, haciendo que el automóvil se
 encabritara por el acelerón.
 Lo. lo siento, dijo.
 Allí estaba él. Conduciendo un coche que no era suyo,
 con una tia al lado metiéndole mano, y los pantalones en los
 muslos. Ella mantenía su polla vertical con una mano, subiendo
 y bajandola a lo largo, esta vez suavemente, sin las brusquedades
 del concierto. La otra cogía con suavidad sus antes doloridos
 huevos. Le costaba manetenr la vista en la carretera y más
 le costó hacerlo cuando la voz le dijo: Deja un momento. Y
 le apartó la mano derecha del volante.
 Solo acertó a ver una melena morena, algo rizada, que caía
 sobre sus muslos cuando sintió un placer enorme. Ella acariciaba
 su glande con la lengua. Qué suavidad, qué maravilla.
 Al poco la misma lengua se desplazaba por su polla hasta alcanzar
 sus pobrecitos huevos para consolarlos. Y de nuevo hacia arriba. Se
 sintió morir cuando notó como aquella maravillosa mujer
 se introdujo el glande de su polla en la boca. Otro acelerón.
 Subía y bajaba con soltura y Luis, vista al frente, no tuvo
 más remedio que utilizar su mano derecha, liberada del volante,
 para apresar con ansiedad una de las tetas que habían dejado
 marcada huella en su espalda. Lo hizo por debajo de la camiseta, ligeramente
 echado hacia atrás para sentir su peso en la palma de la mano.
 Buscó el pezón, lo pellizcó, lo bamboleó
 mientras ella chupaba y chupaba.
 Por primera vez en su vida se corrió a 70 km/hora. Notó
 como el semen brotaba desde los testículos hasta la punta del
 glande y explosionaba en la boca de la ahora paciente mujer, que ligeramente
 retirada ahora, le masturbaba con ternura y besaba el rojo capullo
 al mismo tiempo.
 En paz, le susurró ella al oido poco después.
 ¿Qué tal una prórroga? Volvió a decirle.
 Para allí, tras esos árboles.
 Obediente, Luis desvió el coche de la carretera, hasta detenerlo
 tras unos árboles apartados de ella, donde pensó que
 la morenaza le había indicado.
 Vamos a la parte de atrás.
 El coche era un todo terreno, amplio. Pasaron por entre los asientos
 hasta sentarse en los de atrás. El, primero, liberado de los
 pantalones, ella después se colocó encima de Luis, sentada
 a horcajadas.
 A pesar de que ella se había limpiado la boca utilizando un
 kleenex, el primer beso le supo a él mismo. Las lenguas se
 entrelazaban con vehemencia, con deseo apenas contenido. La mujer
 se quitó la camiseta. El panorama que apareció ante
 los ojos de Luis era imponente. El análisis que había
 hecho solo a raíz de los roces en su espalda había sido
 el correcto. Dos preciosas tetas se le ofrecían para su regocijo.
 Las cogió con sus manos, se las llenó con ellas, las
 apretó, las besó, las chupó con fruicción,
 mientras ella cerraba los ojos y disfrutaba del magreo acariciando
 su pelo y suspirando.
 Espera un momento, le dijo a Luis. Se incorporó, se sentó
 a su lado y se quitó la falda y el tanga. Momentos que Luis
 aprovechó para sacarse la camiseta pegada a su piel por el
 sudor.
 Volvió a sentarse sobre él, colocando con cuidado la
 polla entre sus piernas y sentándose sobre ella, pero sin que
 le penetrara, simplemente, puesta, dura, a lo largo de su coño
 ya empapado.
 Se frotaba contra ella con lujuria, haciendo bambolear sus tetas ante
 la cara del extasiado Luis. Tras unos minutos realizando esta labor
 se alzó ligeramente forzando la entrada del pene y dejándose
 caer para que entrara hasta lo más profundo de su cuerpo. La
 vertiginosa sensación de placer recorrió la columna
 vertebral del hombre y, sin darse ni un respiro, ella se puso a subir
 y bajar a lo largo de la polla a toda velocidad, con toda la fuerza,
 con rabia, con desesperación. Apenas unos minutos y Luis explotó
 en su interior acompañando los gritos ahora apreciables y sin
 ataduras de ella producto del orgasmo que le hacía incluso
 reir de satisfacción. El creia terminado el trabajo, pero ella
 no. Continuó con el alocado ritmo. Luis, ya sin fuerzas, la
 miraba e intentaba mantener la erección un poco más.
 Así observó la llegada de un nuevo orgasmo intentando
 colaborar con él mordiendo los pezones de las tetas originarias
 de todo aquel éxtasis.
 Por fin, la mujer se derrumbó sobre su pecho, sudorosa, abatida
 del cansancio que produce el placer.
 Así quedaron unos minutos, abrazados, descansando, medio adormilados.
 ¡Luis! ¡Luis! ¡Despierta hombre, que te vas a abrasar!
 Además, joder, tápate, en qué estarás
 soñando. ¿No te das cuenta de que estás totalmente
 empalmado? No se puede ir contigo a ningún sitio.
 Era la voz de su mujer.
 Abrió los ojos ligeramente. El sol le abrasaba. Se descubrió
 en mitad de la playa, tumbado en una hamaca, frente al mar y efectivamente,
 total y absolutamente empalmado.
 La madre que me parió, murmuró de mala leche. Un puto
 sueño, ha sido un puto sueño.
 De repente un intenso olor a jazmín le hizo volverse a su derecha.
 Allí, en top less, se tostaba al sol una mujer, morena, con
 dos tetas espectaculares y las uñas de los pies pintadas de
 rojo.
 Luis ocultó como pudo el paquete bajo el bañador, intentando
 disimular la erección y decidió ir al baño. Quizá
 sea lo más lógico, murmuró tristemente.
 ¡Así es la vida!

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
  • Media: 0
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  • Lecturas: 1247
  • Valoración:
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