Sobreponiéndose, hizo de tripas corazón y entró alegremente a su casa sólo para encontrarse con la ofuscada reprimenda de su madre, quien le reprochó que por esa demora llegaría tarde a su cita. Lo imprevisto de aquella desquiciada relación sexual le había hecho perder la noción del tiempo, olvidando que como casi todas las noches, su madre pasaría largas horas en compañía de aquel desconocido amante que ya no se preocupaba en ocultarle.
Pidiéndole disculpas por el retraso y rogando que su madre no tomara en cuenta su desaliño, la urgió a partir para no hacer aguardar más a quien la esperaba. Lo que ella ignoraba, era que su “espontánea” relación sexual con Olga venía gestándose desde hacía meses y que Elsa no era otra que aquella “visita” que su amiga estaba esperando.
La separación de Olga, había sucedido cuando su marido descubriera que en pocos años la belleza de su mujer le había permitido escalar posiciones, desde la de humilde empleada administrativa hasta la de secretaria privada de un director general, gracias a su complaciente bisexualidad que le permitía satisfacer tanto a poderosos ejecutivos como a influyentes mujeres necesitadas de un sexo tan secreto como confiable.
De la misma manera y habiendo crecido junto a Elsa desde que era sólo una niñita, había especulado con su sempiterna insatisfacción, seduciendo a esa mujer que ya renegaba de su inminente madurez para volverla a sentirse amada y respetada, rescatando el revoloteo de mariposas en su estómago junto a los cosquilleos del enamoramiento y provocando en ella ese cambio rejuvenecedor que Martha admirara.
En esos meses, la joven había liberado la lujuriosa naturaleza de la mujer que con los años se apagara ante la cada vez más indolente actitud de Andrés. A los veintisiete años, la atractiva rubia poseía la experiencia de la más perversa prostituta y, aplicándola al sometimiento de su vecina, la había convertido en una amante de incontinente lascivia que se entregaba a sus más aberrantes propuestas con el complaciente deslumbramiento alucinado de una jovencita.
Con respecto a Martha, a quien conocía desde que ella misma era una niña, había seguido con curiosa fruición esa metamorfosis que la convertía en una réplica de su madre, admirándose de la semejanza física con Elsa. Con malévola especulación la atrajo hacia ella con el pretexto de su madrinazgo laboral, preocupándose por hacerla caer en brazos de aquel hombre quien, a su debido tiempo, fuera un fervoroso amante de ella.
Convirtiéndose en la confidente y guía de sus más profundas intimidades, le había sido fácil conducirla por los senderos de la pasión instigándola a elucubrar sus fantasías más oscuramente bajas, pero también, en abierta contradicción, la indujo a la abstinencia para revalorizar su honra ante Guillermo. Ella sabía que de esa manera condicionaba a la joven para que, cuando ella lo considerara necesario, aceptara con beneplácito sus avances homosexuales.
Y, efectivamente, así fue. Aquel acto innatural a que la había conducido su mentora, no revistió para la joven más que una profunda modificación en su conducta sexual. Conocía desde mucho antes las perversiones en que incurre una pareja heterosexual y ella misma había experimentado algunas con su novio. Su relación con Olga sólo había servido para liberarla de preconceptos arcaicos y hacerle conocer el goce de sentir el contacto con otro cuerpo desnudo mientras practicaba por primera vez el sexo en forma total con una mujer.
No obstante, Martha comprendía que esas relaciones deberían ser resguardadas por el más profundo secreto, ya que, aunque su existencia era consentida hipócritamente por la sociedad, su proclamación pública sólo servía para estigmatizar a sus protagonistas. Sin embargo, aquellas precauciones parecían haberla preocupado en vano, ya que al otro día en el trabajo, Olga no manifestó el menor cambio en sus actitudes habituales tratándola de la misma forma que si no hubiera sucedido nada.
Un poco dolida por la indiferencia con que la trataba la persona a quien se había entregado en forma total, ella también mostró una esquiva apatía rencorosa que la impulsó mostrarse apasionadamente golosa con Guillermo. Decidida a sentir nuevamente como sus carnes eran dilatadas por algo más consistente que los habituales dedos, esa noche y en la acostumbrada pausa que ella se daba antes de descender al zaguán, no se limitó a higienizar su sexo sino que, preparándolo para cumplir con su propósito, lo estimuló con los dedos en una profunda masturbación que detuvo al comenzar a experimentar aquellos tirones que preanunciaban su orgasmo.
En ese estado de histérica necesidad, no bien descendieron las escaleras y cerraron la puerta cancel, prácticamente se abalanzó sobre el sorprendido Guillermo. Abreviando el juego previo de besos y caricias, descendió hacia la bragueta y, acuclillándose frente a él, sacó hábilmente la verga fláccida para meterla en su boca. El miembro de su novio alcanzaba un tamaño considerable al momento de su máxima rigidez, pero cuando aun no estaba excitado se reducía a un laxo colgajo de carne que escasamente llegaba a los cinco centímetros.
Con voracidad introdujo el jirón totalmente en la cavidad para dar lugar a que la lengua lo fustigara rudamente contra sus muelas y paladar, mientras los dedos acariciaban incitantes los arrugados testículos. Superado el asombro, el pene de Guillermo comenzó a crecer y de tumefacta morcilla paso rápidamente a ser el acostumbrado falo que dificultosamente alojaba en su boca, la que ahora circunscribió el fuerte chupeteo al glande e, imprimiéndole a la cabeza un lento vaivén, dejó a las manos la tarea de masturbar el venoso tronco.
Martha había alcanzado la meta de transformar al miembro y entonces, dejando de chuparlo, se levantó para volver a besarlo con desesperación mientras restregaba su ingle contra el endurecido pene en insinuado coito y entonces Guillermo, reaccionando de la sorpresa que le proporcionaba la pacata muchachita que sistemáticamente le negaba todo acceso al sexo que no fuera con sus dedos y que ahora se le entregaba desfachatadamente excitada como una perra en celo, la dio vuelta que fuera ella quien quedara apoyada contra la pared.
En esa posición, le alzó la pollera hasta la cintura y tomando la pierna derecha para engancharla sobre sus riñones, fue pasando la verga sobre la vulva para comprobar la humedad que la excitación ponía en el sexo y, tras pincelearlo de arriba abajo, lo apoyó contra la entrada a la vagina y empujó. El creía que la muchacha ya no era virgen gracias a sus dedos pero no esperaba que el falo se deslizara dentro de ella con tal facilidad.
Asida con los dos brazos al cuello de su novio, Martha se dio fuerzas para proyectar la pelvis y por vez primera sintió la carnadura de un miembro masculino dentro de su cuerpo. Si bien Olga realizara maravillas en su sexo, ni la mano entera de ella había llegado a ocupar de tal manera todos los rincones de la vagina. Sintiéndose pletórica pero no saciada, instintivamente se afirmó contra la pared e inició un lerdo meneo que animó al apabullado Guillermo quien, sintiendo como su verga era comprimida por los músculos vaginales que la muchacha ceñía inconscientemente en un movimiento de sístole y diástole, elevó aun más la pierna encogida para comenzar un perezoso hamacar de su cuerpo.
Predispuesta por el placentero acople con su amiga, Martha recibió jubilosamente el paso del falo y colaboró para que los remezones de su novio le hicieran sentir todo el vigor de la penetración. El sentía a través de la camisa como ella clavaba los dedos en su espalda y gimiendo roncamente, besuqueaba su cuello apasionadamente. Pero esa posición no sólo se le hacía incómoda sino que lo agotaba y arrastrándola con él, se sentó sobre el último escalón de los tres que precedían a la puerta, guiándola para que se ahorcajara sobre su entrepierna.
Ella conocía esa posición por haberla visto infinidad de veces en sus padres y acuclillándose sobre Guillermo, fue haciendo descender su cuerpo hasta que la verga sostenida por la mano de él, rozó los inflamados labios y luego se introdujo en la vagina como en una vaina. Tal vez fuera por la posición o porque su sexo estaba más sensibilizado, pero el falo parecía cobrar otra dimensión y siguió descendiendo hasta que los labios dilatados de la vulva se estrellaron contra el rudo vello púbico del hombre.
El la sostenía por el torso y proyectaba su cuerpo con tales bríos que la punta de la verga golpeaba dolorosamente el cuello uterino pero, exaltada por aquella primera cópula, Martha no sólo aguantaba estoicamente los remezones violentos del hombre sino que ella misma había impreso a sus piernas una fuerte flexión para acompañar ese coito maravilloso. Olvidada de la prudencia que el lugar les exigía, desprendió los pocos botones que aun mantenían a la blusa en su lugar y llevó las manos de él a sobar y estrujar con vehemencia sus senos sacudidos por la violencia de la cabalgata.
Exultante y con una amplia sonrisa iluminando el rostro sudoroso, alentaba a Guillermo a penetrarla aun más profundamente y con mayor velocidad mientras sentía el chasquido de las carnes saturadas por los abundantes jugos que brotaban de su sexo. Guillermo comprendió que toda la histérica angustia acumulada de su novia se manifestaba en aquella cópula inaugural y, saliendo de debajo de ella, la hizo acostarse boca arriba sobre el rellano. Encogiéndole las piernas abiertas hasta que las rodillas quedaron a cada lado del torso y apoyándose en ellas, volvió a penetrarla para iniciar la cadencia de un profundo vaivén.
La muchacha no podía creer que en ese simple acto se pudieran experimentar tan espléndidas sensaciones, ya que, además del verdadero legrado que la verga realizaba en su vagina, sentía correr por su cuerpo alucinantes espasmos que despertaban cosquilleos desasosegantes en sitios que ni siquiera hubiera sospechado fueran sensibles. Muy en el fondo de sus entrañas, pero inexplicablemente vinculados con su nuca, comenzaban a atacarla los colmillos afilados de aquellos oscuros demonios y se instalaba en su vejiga aquella inaguantable gana de orinar insatisfecha que precedía a los orgasmos.
Instintivamente, llevó su mano al sexo para que los dedos complementaran el trabajo del falo, excitando en rudo estregar al clítoris mientras le suplicaba a Guillermo que no se demorara más y la hiciera acabar. Comprobando que tal como le dijera confidencialmente Olga, su novia no era virgen ni la inocente muchachita que aparentaba, elevó aun más su grupa y diciéndole que sostuviera las piernas encogidas con sus manos, extrajo el miembro de la vagina y, lubricado por las espesas mucosas, lo afirmó contra el oscuro agujero del ano y embistió.
La ovalada testa no se parecía en absoluto a los delgados dedos de Olga e intentó un movimiento de huida que, al estar su cabeza comprimida por el cuerpo del hombre contra la puerta, resultó absolutamente inútil. Comprendiéndolo así, intentó el último recurso de las súplicas y el llanto pero su novio parecía haber perdido la chaveta y enrostrándole el haberle ocultado su perdida virginidad solamente para especular con un futuro matrimonio, fue introduciendo la verga en el recto, cuyos esfínteres cedieron lenta pero inexorablemente hasta dilatarse por completo.
Olga le había demostrado que el dolor de la sodomización era un mito y ahora lo confirmaba; la verga parecía ocupar por entero la distendida tripa y, sin embargo, no sólo no experimentaba sufrimiento alguno sino que un cosquilleo gozoso trepaba por la columna vertebral para instalarse definitivamente en su mente. Cuando él comenzó a penetrarla con vigorosa continuidad, Martha fue modificando el tenor de sus ayes y ahora era la complacencia la que animaba sus gemidos, manifestándose en repetidos asentimientos y urgidos pedidos por la satisfacción final.
Guillermo también sentía que la eyaculación se aproximaba y, pidiéndole que se masturbara, aceleró el ritmo de sus embestidas en tanto que la muchacha sometía a la vagina con dos de sus dedos. Martha fue quien primero sintió el avasallante fluir de sus ríos internos a través del sexo y, mientras tragaba saliva dificultosamente por la intensidad del coito que le hacía abrir la boca a la búsqueda de aire, él extrajo el falo del ano para masturbarse rudamente hasta derramar sobre los pechos de la muchacha la blancuzca cremosidad de su esperma.
Ambos parecieron asumir la concreción de aquel coito animal como la consecuencia normal de algo largamente anhelado, sin pedir ni dar explicaciones, se limpiaron someramente para luego arreglar sus ropas y despedirse con la tranquila certeza de que nada que no tuviera que suceder había pasado. A partir de ese día, una instintiva y tácita prudencia se instaló entre ellos, como si darle a esas relaciones una rutinaria continuidad afectara el futuro de la pareja. Y así fue como en los próximos treinta días sostuvieron sólo una consumación sexual en la penumbra del zaguán pero, a pesar de los lobos que devoraban las entrañas de la muchacha, no tuvo la desesperada violencia de la primera.
Durante ese tiempo, las cosas parecieron aquietarse para sucederse de una forma casi normal; Martha recuperó la calma y en su trabajo rendía con tanta eficiencia como en los primeros tiempos, sólo que Olga ahora había puesto una distancia entre ellas y, sin dejar de ser su amiga, hacía valer su superioridad jerárquica.
En lo sentimental, también su noviazgo entró en una etapa rutinaria; ya no concurrían al boliche y en cambio la presencia de Guillermo en su casa se incrementó al modificar los días de visita por los lunes, miércoles y viernes merced a un expreso pedido de Andrés, que no quería ver a las mujeres desprotegidas durante sus viajes de negocios. A favor de esas ausencias cada vez más prolongadas de su marido, Elsa casi no pasaba una noche en su casa y su aspecto era cada día más esplendoroso, como si una savia vivificadora la alimentara.
Al cabo de unas semanas y aunque simulaba ignorarlas, conocedora de las relaciones que su hija mantenía en el zaguán, fue sugestionándola con persistentes y enigmáticas alusiones acerca de la desaprovechada oportunidad de utilizar la casa que les ofrecían sus escapadas nocturnas, perturbando aun más la ya confundida mente de Martha. Lógicamente y a pesar de ese lapso de tranquilidad, en los oscuros meandros de sus fantasías la muchacha abrigaba la esperanza de poder acostarse alguna vez con su novio para consumar el sexo con la profundidad y tiempo conque lo había hecho con Olga.
Las cosas parecieron ir encajando como las piezas de un elaborado juego pero respondiendo exactamente a las maquinaciones de sus participantes; Andrés anunció que, con la llegada de la temporada estival, iniciaría desde Pergamino una gira que le demandaría más de un mes, por lo que le pidió especialmente a Guillermo que se hiciera cargo de la seguridad y bienestar de su mujer y su hija. Por su parte y apenas su marido emprendió el viaje, Elsa le confió a Martha que por fin podría pasar un fin de semana completo con quien la estaba haciendo tan feliz y ante esa preanunciada ausencia, la pareja planificó que, ni bien su madre se ausentara ese viernes de la casa, ellos la ocuparían para disfrutar por primera vez de un sexo total.
Cada participante de ese juego de astucia e hipocresía pretendía suponer que los otros jugadores ignoraban sus trampas y, salvo la inocente pero interesada intervención de Martha, todos esperaban sacar ventaja de la situación; Elsa, porque quería cristalizar una maligna fantasía que rondaba en su mente desde hacía meses; Guillermo porque deseaba poseer tan profunda y violentamente como pudiera a esa muchacha que, sin serle esquiva, no terminaba por entregársele y, finalmente, Andrés, porque quería sorprender a su mujer con el amante que desde hacía ya varios meses la había modificado de esa manera.
Todos, sin excepción, iniciaron sus jugadas con la certeza de que resultarían ganadores para caer a su vez en las trampas de los otros. Ese viernes, luego de la salida del trabajo, Martha y Guillermo regresaron juntos y, al amparo de un frondoso árbol cercano a la esquina, esperaron pacientemente para ver como Elsa salía de su casa provista de un bolso para alejarse hacia la Avenida Caseros.
Con los nervios propios de una colegiala y, aunque nadie los observaba, Martha abrió la puerta de calle y, tras mirar a su alrededor como si fuera una ladrona temerosa de ser encontrada “in fragantti”, entró rápidamente precedida por su novio. Una vez transpuesta la cancel, sus nervios se calmaron, segura de que en la casa oscurecida no quedaba nadie.
No obstante y a pesar de llevar meses sosteniendo sexo con Guillermo, siempre la oscuridad y la sombra habían sido cómplices indispensables de sus actos. Sólo conocían retazos desnudos de sus cuerpos y sus escenas más ardorosas no conocían del color. Ahora, sólo la fuerte luz de las tres lamparas del vestíbulo los guiaban pero la posibilidad de verse desnuda a la cruda luz del dormitorio la cohibía y por eso, tomando de la mano al hombre, lo condujo hacia el cuarto de sus padres e indicándole que fuera desnudándose en la media luz de la habitación, se dirigió al baño para desvestirse y darse una ducha que barriera los sudores y aromas del sexo acumulados durante todo un día de trabajo.
Envolviendo someramente su torso con una toalla de mano, volvió al dormitorio para divisar en la penumbra como Guillermo había desarmado la cama y quitando el cobertor, la esperaba recostado en las almohadas cubierto sólo por la sábana superior. La vista del torso desnudo de su novio al que la luz soslayada le otorgaba un misterioso atractivo la subyugó y, deslizándose debajo de la sábana, se acurrucó junto a él para sentir todo el calor de su cuerpo.
Guillermo también estaba emocionado ante la posibilidad de tener a su merced ese cuerpo maravilloso que, desde tanto tiempo conocía más por el tacto que por la vista. Acomodándose de lado, acarició tiernamente el cabello de la muchacha y acercando su cara, la besó levemente en la boca. Para Martha era como si aquella fuera la primera vez en ser besada y dejando escapar un hondo suspiro por los labios entreabiertos, correspondió con blando apasionamiento y pronto las bocas se encontraron entreveradas en una dulce batalla de lamidas y succiones.
Lentamente, los cuerpos habían ido aproximándose y cuando sus senos rozaron el pecho masculino, una atracción inevitable la llevó a aplastarse contra él para sentir entre las piernas la tumefacta carnadura del miembro. La confianza de saber que en los próximos dos días dispondrían de la libertad de hacer cuanto quisieran, había quitado la acostumbrada urgencia a ese encuentro y siguiendo con su lengua el complicado itinerario a que la conducía la de Guillermo, dejó que el cuerpo ondulara con primitiva lujuria, estregándose fuertemente con el del hombre mientras entrelazaba sus piernas para comprimirse contra él.
Guillermo había ido girando su cuerpo para quedar boca arriba y el volumen adquirido por la verga rozando su bajo vientre, hizo que ella se deslizara hasta la entrepierna. La boca voraz escurrió lo largo del vientre, lamiendo y chupeteando la piel hasta que los labios tomaron contacto con el ensortijado vello púbico. El áspero perfume la hizo dilatar sus narinas y, como una bestia predadora a la búsqueda de su presa, tremoló la lengua para que recorriera las canaletas de la ingle que confluían en el pene pero, evitándolo, continuó su camino hacia los testículos.
Levantando con su mano la verga aun no del todo rígida, dejó expedito el camino para la boca y, en tanto que la lengua cubría de saliva la arrugada piel, los labios la sorbían en angurrientos chupeteos. Moviéndose casi instintivamente, la mano aferró al miembro para comenzar a acariciarlo con la esperanza de que pronto se convirtiera en un verdadero falo. En realidad, durante esos meses se había convertido en una experta chupadora y, haciendo que la lengua vibrante excitara la base de los genitales, la llevó a merodear las proximidades del ano, lo que sabía excitaba a Guillermo tanto como cuando se lo hacía a ella.
Sus dedos adquirían la férrea firmeza de un anillo que ascendía a lo largo del tronco con lentitud para luego efectuar un movimiento de envolvente rotación sobre el glande y que repetía insistentemente hasta que nuevamente se deslizaba hacia la base para desde allí retomar la ruda masturbación. El hecho de tener a su disposición toda la entrepierna del hombre, pareció motivarla para ir ascendiendo por la verga, refrescándola con la saliva que dejaba escapar entre los labios para proporcionar lubricación a los dedos.
La boca golosa llegó a la cúspide del falo, pero antes se detuvo para escarbar en la sensibilidad del surco exento de prepucio y cuando hubo satisfecho sus ansias, llevó la lengua a fustigar la monda cabeza.
Como de costumbre cada vez que iniciaba un acto sexual, su boca se había llenado de una espesa saliva cuya consistencia babosa poseía elástica viscosidad. La verga ya había cobrado el tamaño y rigidez necesarios y entonces, encerrando entre los labios al óvalo carnoso, fue mamándolo con fuerte succión para introducirlo cada vez un poco más dentro de la boca. Guillermo dejaba escapar broncos rugidos de satisfacción y ella supo que, de continuar de esa manera, lo llevaría rápidamente a la eyaculación.
Como sucedía siempre, sus mandíbulas adquirían una curiosa cualidad flexible y se distendían ampliamente para dar cómoda cabida al miembro. Descansando por un momento, dio a sus dedos mayor velocidad, oprimiéndolo fuertemente para luego aflojar la tensión en tiernos movimientos circulares. Cuando ella misma se cansó de tanta violencia, abrió la boca y, sin siquiera rozar la piel del falo, fue introduciéndolo hasta sentir que la punta rozaba en la garganta.
Aquel era el parámetro para ejecutar sus mejores chupadas y, rodeando al tronco con los labios apretados, inició un movimiento de retirada al cual sumó el rastrillaje de los dientes que, sin lastimar, estimulaban extraordinariamente a su novio. Para evitar ahogarse con su propia saliva, tras dos o tres de esas hondas chupadas, volvía a masturbar la verga con la mano y su boca se esmeraba al martirizar glande y surco en endemoniados vaivenes de la cabeza.
Guillermo decidió cobrar protagonismo para practicar todo aquello de lo que había visto privado de hacer con la muchacha y fue acomodando su cuerpo de tal manera que, sin que aquella dejara de hacer lo que estaba realizando con su pene, quedara invertida encima de él. Abrazando sus caderas y asiendo con las dos manos el pronunciado promontorio de las nalgas alzadas, quedó frente al espectáculo magnífico de ese sexo delicioso, que aun en la penumbra del cuarto, le dejaba ver la generosidad de sus carnes.
La separación de las piernas dejaba expuesta la comba rolliza de la vulva y los abundantes pliegues de los labios menores pendían como oscuros colgajos que ya barnizaban las exudaciones hormonales del sexo. La fragancia acre de esos jugos, sumados al maravilloso trabajo que Martha estaba ejecutando, lo enardecieron y llevando la lengua tremolante a tomar contacto con esos tejidos, saboreó el agridulce líquido para luego deambular de arriba abajo por la vulva.
Tal como siempre había imaginado, la vulva de Martha conservaba vestigios juveniles casi infantiles y aquello lo hizo redoblar el lambeteo a la par que, abriendo los labios ennegrecidos con sus dedos dejaba expuesta la rosada cavidad del óvalo. Obnubilado, dejó que la boca toda se posesionara del sexo y, alternando los lengüetazos con profundas succiones de los labios, fue recorriéndolo para atrapar los festoneados pliegues, martirizar al largo clítoris o abrevar en el ahora dilatado agujero vaginal.
Movía en cadenciosos remezones su pelvis mientras le pedía roncamente que lo hiciese acabar. Decidida a iniciar de la mejor manera aquella cópula inaugural, no sólo imprimió mayor actividad a la boca y dedos sino que el dedo mayor de la otra mano se escabulló hacia abajo y, luego de macerar los mojados testículos, resbaló sobre el perineo para estimular rudamente los esfínteres del ano.
Aquello parecía enloquecer a Guillermo, quien incrementó el accionar de la boca como si quisiera devorar al sexo mientras dos dedos penetraban la oscurecida caverna de la vagina en un hondo escarbar de sus puntas.
Martha alternaba las succiones a la verga con vehementes masturbaciones y, presintiendo que su novio necesitaba de algún estímulo extra para alcanzar su alivio, fue introduciendo lentamente el delgado y largo dedo en el recto. Aunque él no se lo confesara abiertamente, ella sabía cuanto disfrutaba con aquella mínima sodomía y, concentrándose en eso, succionó desesperadamente hasta que, en medio de sus bramidos, sintió en la lengua el primer escupitajo del esperma. Alejando la verga de la boca, observó brotar el licor seminal y dejó que escurriera sobre sus dedos para luego enviar la lengua a recoger los melosos goterones blancuzcos y deglutirlos con la fruición de un néctar.
Aunque ella no había acabado, estaba agotada después de tan fragoroso encuentro y se dejó caer exhausta junto a él. Sin embargo, y a pesar de no ser un dotado físicamente, su novio sólo parecía haber eyaculado sin consecuencias posteriores ya que el miembro continuaba manteniendo su erección. Con la certeza de que la mujer no consiguiera su orgasmo, Guillermo se arrodilló frente a ella y abriéndola las piernas, le pidió que las sostuviera así, para luego apoyar la ovalada cabeza del falo contra el sexo y, lentamente, introducirlo en su interior.
Si bien había consumado el sexo en no menos de seis oportunidades, cómo en cada una de ellas esa barra de carne endurecida parecía ocupar en exceso cada rincón de la vagina y, automáticamente, sus músculos se contrajeron para provocar con ello que el tránsito le fuera aun más doloroso. Sorprendida por la contundencia de ese miembro que parecía destrozar todo a su paso, Martha tragaba dificultosamente la abundante saliva que se acumulaba en su boca y, con los ojos muy abiertos, esperaba aterrada el final de la consumación, ya que aquello le resultaba tan dolorosamente espantoso como eran de sublimes las sensaciones de placer que la recorrían por entero.
Guillermo estaba doblemente sorprendido, puesto que esperaba que sus manipuleos hubieran ablandado aquellos tejidos y la penetración se produciría sin inconvenientes pero tal vez fuera por lo inusual que le resultaba aquella súbita libertad o quizás en una respuesta instintiva, los músculos de Martha se ceñían para cerrarle el paso como si la muchacha sufriera de vaginitis. Irritado por esa resistencia, aferró los muslos de las piernas encogidas para darse impulso y con fuertes remezones, la penetró hasta sentir como la punta del falo se estrellaba contra el cuello uterino.
Esta vez, junto con el goce que experimentaba, los músculos de Martha se distendieron complacientes y la verga se deslizó gratamente por el canal vaginal como un cuchillo en su vaina. La felicidad de sentir ese miembro socavándola, la hacía prorrumpir en quejumbrosos gemidos y mientras con la lengua remojaba los labios resecos por la fiebre, veía como sus senos zangoloteaban al ritmo cada vez más intenso de las penetraciones.
Al cabo de unos minutos, él sacó la verga y, abalanzándose ávidamente sobre la entrepierna que exhibía al sexo de manera casi horizontal, chorreante jugos que habían rezumado del interior, deslizó la lengua desde el clítoris hasta el ano, sorbiendo con fruición la plétora de fluidos que barnizaban la piel. Tal como ella había hecho en el suyo, la punta de la lengua vibró contra el frunce de los esfínteres para luego subir por el breve trecho del perineo y adentrarse en la dilatada cueva de la vagina, sometiéndola como si fuera un pequeño pene.
El dedo pulgar sometió al clítoris a lentos estregamientos mientras la boca, apresando entre los labios las aletas carneas, fue chupando y mordisqueándolas hasta despertar en la joven gorgoritos dichosos en tanto que la pelvis iniciaba un suave ondular al tiempo que el cuerpo se arqueaba a la búsqueda de mayor placer. Los labios de Guillermo rodearon la excrecencia sensible succionándola con dureza como al verdadero pene que era y dos dedos unidos separaron las carnes de la entrada vaginal para deslizarse en su interior a la búsqueda de la nuez de tejidos que abultaba en la cara anterior.
Presionándola en forma circular, fue propiciando su hinchazón y cuando vio como aquello enardecía a la joven que, aferrada a sus piernas hamacaba el cuerpo en un instintivo coito, encorvó las falanges y ese gancho comenzó un enloquecedor recorrido giratorio de ciento ochenta grados.
Martha golpeaba con violencia sus puños contra las sábanas mientras clavaba la cabeza en la cama, exhibiendo la tensión de su cuello con las venas congestionadas casi a punto de estallar y entre los dientes apretados surgía un ronco bramido de ansiedad y satisfacción.
Haciéndola dar vuelta hasta quedar arrodillada con todo el peso del torso sobre los hombros y la cara, le separó las piernas e introdujo el falo nuevamente en los dilatados tejidos vaginales. Esta vez y a favor del goce de la muchacha, no sólo no encontró resistencia alguna sino que la verga resbaló cómodamente sobre el manto de mucosas que lubricaban el canal. Asiéndola por las caderas, imprimió a su cuerpo un perezoso hamacarse que pronto hizo escuchar el sonoro chasquido de las carnes estrellándose.
En la mente ardorosa de la joven flasheaban las imágenes de sus padres en similares situaciones y, respirando ruidosamente por la nariz, alentaba al hombre para que la penetrara cada vez con mayor intensidad hasta que esos mimosos reclamos se congelaron en la garganta al sentir como, la verga que él retirara del sexo, se apretaba contra el ano. La dureza del miembro presionaba los músculos anulares y, para su sorpresa, aquellos cedieron mansamente para que la pulida cabeza se convirtiera en tersa embajadora de la barra carnea.
Como la primera vez en el zaguán, la sensación era inefable; no había dolor en el sentido estricto de la palabra pero la distensión de los esfínteres a niveles que ella ni siquiera hubiera imaginado jamás que fuera posible, contrayendo su vientre y colocando el agudo filo de una daga clavándose en su nuca hacía que, insólitamente, ese sufrimiento fuera transformándose en una fuente de inéditos placeres. El tránsito del falo por el recto al lerdo vaivén con que Guillermo impulsaba su cuerpo, le resultaba tan grato como ninguna otra experiencia sexual anterior y, restregando los senos contra la tela, sin siquiera meditarlo, llevó la mano derecha a estimular reciamente su propio clítoris en tanto que con un obsceno lenguaje que creía desconocer, le expresaba cuanto satisfacía esa cópula sus incontinencias prostibularias.
Agotado también por el intenso trajín, él fue arrastrándola hasta quedar acostados de lado y así, con una de sus piernas encogidas hasta el pecho para facilitar la penetración, siguió gozando de esa dulce sodomía. Abrazando su torso, Guillermo lo hizo quedar hacia arriba y, en tanto continuaba escarbando en el ano con la verga, sus manos se dedicaron a estrujar concienzudamente los senos en tanto que la boca hacía nido en la suya.
Martha sentía la jubilosa excitación que antecede al orgasmo; con esa sensación de desgarro en sus músculos, experimentó las primeras contracciones uterinas y el desborde tumultuoso de sus ríos internos. Ya su mano no hostigaba al clítoris sino que índice y mayor se internaron en la cavidad sexual para zangolotear sobre la plétora de mucosas que la habitaban y, en medio de espasmódicas convulsiones, se fundió en una tormenta de besos y lamidas con el hombre mientras entre sus dedos sentía manar la abundancia líquida de la satisfacción.
Rápidamente y como si cayera en el abismo de otra dimensión, perdió toda noción de tiempo y espacio aunque no el sentido. Aun sin haber eyaculado, el hombre continuó traqueteando un momento más en el ano y al comprobar el desmayado torpor de Martha, respetando su cansancio, dándose vuelta se durmió.
Poseedora de una libido altísima, Elsa había sido deslumbrada por poderosa carga sexual de aquel hombre que la desvirgara en plena adolescencia y los primeros diez años junto a él se convirtieron en una especie de academia erótica donde alumna y profesor se esmeraron en superarse recíprocamente y, en una confrontación casi deportiva, competían hasta la saña en mejorar las performances del otro. Sin embargo, y al entrar en una madurez precoz en la que paulatinamente decrecían sus fuerzas, Andrés fue espaciando cada vez más los contactos sexuales, justamente en un período en el que Elsa estaba en la flor de la edad y transitaba la cima de su más incontinente sexualidad.
Aquel fue el período en el que Martha había iniciado sus observaciones y, a pesar del denodado entusiasmo con que los había visto encarar cada acople, su espaciada frecuencia fue instalando, en el cuerpo de Elsa primero y en su mente después, una apetencia que, como la de aquel que ha sido privado de los manjares conque fue alimentado cotidianamente, la hizo comenzar a mirar una realidad del mundo que había ignorado hasta ese momento.
Comprobó que a sus veintiocho años no sólo era joven sino que atraía más de una mirada golosa. Empezó a envanecerla aquello de vestirse y maquillarse para salir a caminar por la Avenida Caseros y recibir no sólo la admiración a viva voz de algunos transeúntes sino hasta la aproximación de los más descarados para proponerle citas indecentes.
Y la tentación se instaló en su magín para permitirle no sólo elaborar las más locas fantasías sino el atrevimiento de llevar su magnífica apostura a la misma calle Florida, en la que, a cubierto de toda maledicencia barrial, perdida en la multitud, paseaba su rotunda figura para el disfrute de los hombres y la envidia de las mujeres.
Sin embargo, y a pesar de sus propósitos, la decente ama de casa no podía desechar aquellos preceptos con que había sido criada y el sólo pensar en entregarse a un hombre así porque sí, aumentaba la confusión de sus ideas; no podía ignorar que exactamente a esa hora, su hija estaba en el colegio y su marido deambulaba la provincia para brindarles mayor bienestar
Pero como todo lo que se busca se encuentra, inopinadamente y cuando se encontraba tomando un té en un oscuro rincón de una confitería, la abordó un hombre que, por su apostura y elegancia, sumados al encanto en el trato y la seducción de la voz, la subyugaron. Así fue como, por primera vez, visitó un hotel por horas y descubrió el placer de la entrega total a un desconocido.
Aquella relación con el hombre del que ni siquiera recordaba su nombre y al cual no volvería a ver jamás, no la había cargado de culpa y sí le había abierto los ojos; una mujer con sus atractivos podía conquistar a cuanto hombre se le antojara sin tener ningún cargo de conciencia y, al evitar el compromiso de una relación ulterior, complacería a sus circunstanciales amantes.
También entendió que no debía convertir esas aventuras en hábito, por sí misma y porque, en definitiva, Andrés no lo hacía por mala voluntad. Decidida a no serle infiel a su marido arbitrariamente, disfrutaba cuanto podía con su esforzado sexo y, sólo cuando la soledad y la histeria levantaban presión en su vientre, se atrevía a aquellos paseos por el centro. Había aprendido la manera de insinuarse a los hombres que le interesaban y sus espaciadas relaciones extramatrimoniales le proporcionaban la cuota exacta de placer y adrenalina para sedarla por un tiempo
Precisamente, eran la espontaneidad y lo infrecuente de aquellas relaciones lo que las convertían en satisfactorias, hasta que una de ellas la llevó a cuestionar seriamente su actitud; de una manera totalmente casual y víctima del aburrimiento, la vista de un vestido singularmente bonito la decidió a entrar a una pequeña boutique. Posiblemente fueran sus modales desenfadados los que alentaran las fantasías de la propietaria del local que, mientras ella entraba al coqueto vestidor para probarse la ceñida prenda, había cerrado la puerta con llave para luego ayudarla en la prueba.
Acostumbrada a las modistas de barrio ante quien las vecinas se exhibían en ropa interior sin problema alguno, agradeció la gentileza de la mujer cuando esta le aconsejó desprenderse del corpiño, ya que sus breteles desmerecerían la prenda. Sólo cobró conciencia de su equivocación cuando la mujer, colocada a sus espaldas mientras supuestamente le ayudaba a colocársela, la estrechó fuertemente entre sus brazos, besuqueándole el cuello y estrujando los senos con sus manos.
Paralizada por la sorpresa, no atinó a hacer otra cosa que reclamarle airadamente que la dejara tranquila y, cuando repuesta del pasmo, un resto de recato la llevó a pensar en intentar escapar de sus brazos, la respuesta instintiva de su cuerpo se lo impidió y la misma angustiosa excitación que la había llevado a buscar un hombre, la hizo aceptar las caricias de la mujer. Algo en su subconsciente le decía que aquello estaba mal pero al mismo tiempo admitía que ella había salido a la búsqueda de una satisfacción a los reclamos de sus entrañas y se preguntaba por qué no hacerlo con una mujer que, además, era bellísima.
Mientras ella se sumía aturdida en esos pensamientos, la mujer había avanzado alentada por su complaciente quietud y sus labios juguetearon con los senos hasta que las manos de Elsa acariciando involuntariamente su cabello, la decidieron y empujándola con autoritaria dulzura, la condujo hacia un diván.
Las siguientes dos horas fueron un deslumbrante redescubrimiento del sexo y, de la manera más placentera, aprendió cuanto podía hacerla gozar una mujer y de que forma disfrutaba ella con el sometimiento de la otra. Regiones inexploradas de su cuerpo reaccionaban complacidas a los contactos de lengua, labios y dedos y, de la misma forma, los suyos aprendieron a disfrutar texturas y sabores que ni siquiera imaginara.
La situación no se había repetido, pero en su cuerpo y mente quedaría grabada en forma indeleble con consecuencias que ella ni podría imaginar. Paralelamente a este suceso, la menarca de Martha la había desconcertado al hacerle comprender que sus devaneos no eran propios de una señora de su casa.
La atención que la jovencita le exigía, era compensada por el súbito interés de esta en todo lo concerniente con el sexo y las relaciones con el otro sexo. A ella le costaba un poco franquearse con aquel pichón de mujer en el cual, día tras día, conforme la explosión hormonal se completaba, le parecía verse reflejada con la similitud de un espejo.
Reproduciendo el mito de Narciso, se deleitaba contemplando la belleza del rostro de su hija o se extasiaba con la firmeza de las carnes jóvenes reproduciendo sus formas como un calco. Esa reducción a sus salidas, tuvo forzosamente su compensación en el retorno a ocasionales masturbaciones que la aliviaban pero no la dejaban totalmente satisfecha.
Como a casi todo el mundo, la auto satisfacción la conducía a la reminiscencia de situaciones sexuales ya vividas o fantaseadas para alcanzar el orgasmo y, de un modo que ella no había instalado pero sí su subconsciente, se encontró reviviendo la deliciosa tarde en compañía de la mujer de la boutique aunque posteriormente hubieran existido otros hombres.
Lentamente y de mottu propio, fue reduciendo esas aventuras y, consecuentemente, aquella abstinencia la condujo al incremento de sus masturbaciones pero, inesperada y progresivamente, sin ejercer ninguna influencia voluntaria, aquella imagen de la única mujer que la hiciera suya fue difuminándose para ser reemplazada por la de Martha.
La primera vez que tuvo conciencia de experimentar la vívida sensación de estar poseyendo a su hija de la manera más perversa, terminó en un abortado orgasmo y por unos días se sintió contaminada y sucia, tratando de esquivar las cercanías con la muchacha. Cuatro días más tarde, el llamado imperioso de la sangre la encontró masturbándose con incontinente furia y aunque el rostro de su hija formaba parte de la tempestuosa fantasía en la que penetraba a la muchacha, la dignidad cayó al abismo del deseo y obtuvo un más que satisfactorio orgasmo de la mano de Martha.
Casi obsesivamente, se sorprendía a sí misma contemplando fascinada las formas rotundas de la jovencita que, en definitiva, eran las suyas. Cuando Martha comenzó a trabajar, se alegró porque su hija no estuviera tanto tiempo revoloteando alrededor suyo e incitándola involuntariamente. Al poco tiempo se sintió tranquilizada al anunciarle su hija la presencia de un posible novio pero no pudo evitar que su lascivia la hiciera imaginarla sosteniendo perversas relaciones con el hombre con quien salía.
Al concretarse el noviazgo y ya conociendo a Guillermo, lejos estuvo de calmar su afiebrada imaginación, imaginando cómo y a qué cosas la sometería aquel hombre joven en la cómplice oscuridad del zaguán al cual ella misma los incitaba a utilizar. Como Andrés se dormía apenas terminada la cena, se las arreglaba para espiarlos subrepticiamente desde la oscuridad de la puerta del departamento y eso sólo sirvió para exacerbar sus deseos antinaturales con respecto a su hija.
Por esos días cobró conciencia de que Olga, quien había nacido cuando ella era una niña y que poco tiempo antes regresara a ocupar el departamento vacío de sus padres tras un fracasado matrimonio, no se había limitado a conseguirle trabajo a su hija sino que estaba ejerciendo sobre ella una discreta seducción que la inocencia de la muchacha le impedía percibir. Dispuesta a pelear por la virtud de Martha, encaró decididamente a la rubia polaca para recriminarle ese abuso de confianza pero se encontró conque aquel era el artilugio del que se había servido para llegar a ella, de quien Olga estaba verdaderamente enamorada.
La sorpresiva declaración de la mujer la confundió, ya que no imaginaba que a su edad fuera capaz de provocar esos sentimientos en alguien y mucho menos en una mujer menor. Justificaba la atracción física de sus innomidados amantes y aun en aquella mujer de la boutique, pero lo extraño era que la vecinita la amara de tal manera.
Y eso, inexplicablemente, la hizo sentirse bien. Nunca se había sentido querida, ni como persona ni como amante. Sólo había sido un hermoso objeto del cual, tanto su marido durante casi veinte años como los desconocidos amantes posteriores, se habían servido para dar escape a sus más bajos instintos. Era cierto que ella también sacara provecho de aquellos sometimientos y, por qué no decirlo, disfrutándolos plenamente, pero el amor de Olga la shockeaba y confundía.
Todo se desarrolló como un verdadero romance en el que la otra mujer la hizo sentirse halagada y cuidada como jamás nadie lo hiciera y sólo llegaron a tener su primera relación íntima cuando ambas consideraron que ese amor recíproco necesitaba ser expresado físicamente. Aquel fue el período en el que su cuerpo había comenzado a cambiar y en sus ojos se instalara la luminosa chispa de la felicidad.
Progresivamente y, contrariamente a lo que sucedía con los hombres, la sexualidad entre ellas no se vio condicionada por problemas de cansancio, falta de erección o tiempos de recuperación; con Olga descubrió que, manejando los tiempos de cada una en forma alternada, la relación podía prolongarse casi indefinidamente, obteniendo largos y profundos orgasmos múltiples. Luego de esa revelación, las fantasías que cada una aportaba fue conduciéndolas por terrenos cada vez más tortuosos en los que dejaban aflorar toda la animalidad primitiva que las habitaba.
Esas sesiones de sexo se vieron enriquecidas cuando las largas ausencias de Andrés y la independencia de su hija le permitieron vivirlas cotidianamente. En aquellas maquiavélicas planificaciones que lucubraban durante sus ocasionales descansos, Elsa le confesó a su amante el raro sortilegio que la apariencia física de su hija ejercía sobre ella, convocando en su mente a los más oscuros demonios de su lascivia reprimida.
Olga también admitió que Martha siempre la había atraído y que no le parecía mal que ella intentara iniciar algún tipo de relación con su hija, habida cuenta de las que aquella le confesara tener con Guillermo. Al calor de sus acoples cada vez más depravadamente alienados, durante los cuales Olga la indujera a la utilización de grotescos sucedáneos fálicos, Elsa se convenció de que ya no podría vivir en paz hasta que no hubiera hecho suya a su propia hija.
Sin embargo, la polaca la persuadió de que la muchacha necesitaba ser condicionada por una experiencia homosexual previa para que, en la ocasión y el momento precisos, aquella no sólo admitiera la unión naturalmente sino que también la recibiera jubilosamente y, cuidadosamente, elaboró la telaraña donde Martha terminaría sucumbiendo jubilosamente a sus encantos.
De la misma manera y luego de la perversión lésbica a la joven y jugando con los tiempos de las giras de su marido, crearon el clima propicio para que la pareja de novios ejecutara sus planes creyendo que en realidad había sido obra de ellos. Al salir ese viernes de su casa, era consciente de que Martha y su novio estaban observando como partía y por eso caminó en dirección a la Avenida para luego volver, esperando en casa de su amante un tiempo prudencial.
Cuando calculó que los novios ya estarían entregados a sus pasiones, Elsa entró silenciosamente al departamento para ubicarse en un rincón del vestíbulo y observar por la puerta entreabierta como Guillermo sodomizaba a su hija. Un borbollón de sentimientos contradictorios se revolvió en su pecho en una mezcla de celos y deseo por ser sometida a idéntico tratamiento. Mientras aun Guillermo penetraba a Martha por el ano en posición arrodillada, comenzó a despojarse de las pocas prendas que vestía, esperando la ocasión para entrar al cuarto.
Al ver como el hombre acostaba de lado a la muchacha para someterla a una alienante penetración que complementaba con bárbaras succiones a la boca, se deslizó en la semi oscuridad del cuarto. Con las entrañas habitadas por las garras desgarradoras de los buitres de la tentación, casi babeándose por la excitación, contempló como su hija alcanzaba el orgasmo que la sumiría en un pesado desvanecimiento.
A favor de la actitud del hombre, quien luego de los últimos remezones se diera vuelta hacia el lado opuesto, caminó sigilosamente hasta la cama y con infinito cuidado ocupó el breve espacio que quedaba junto a Martha. Temblorosa por la emoción de llegar a poseer a su hija y con un extraño miedo a su rechazo comprimiéndole el vientre, alargó una mano para que sus dedos recorrieran, casi sin tocarlo, el torso de la chica.
El roce era imperceptible y esa misma ligereza colocaba como un invisible grano de arena entre ambas pieles, produciendo el efecto de una corriente estática que, al principio pareció no afectar a la muchacha. Martha estaba flotando en una bruma que la acogía con bienhechora dulzura y no alcanzaba a discernir si esa electricidad que recorría su epidermis formaba aun parte de la inconsciencia en que la sumía el orgasmo.
Alentada por su inmovilidad, Elsa se arrimó aun más para permitir que la otra mano colaborara con la primera en un acariciante periplo que se extendió desde el vientre hasta los muslos, pasando fortuitamente por las ingles y la entrepierna. Su mismo entusiasmo la llevó a perder levedad para que Martha pudiera comprobar la realidad de esos deliciosos roces pero lejos de protestar y porque su olfato había identificado el aroma del perfume de su madre, aquella ronroneó suavemente relajando su cuerpo a la caricia.
La presión de las yemas se hizo evidente y los dedos recorrieron morosamente la piel transpirada para ir despertando en la muchacha imperceptibles cosquilleos que se manifestaban en involuntarias contracciones como las de los cuadrúpedos al espantar insectos molestos. Instintivamente, la memoria ancestral de la hembra instalaba en Martha aquellas sensaciones que sólo Olga había conseguido despertar y, suspirando hondamente al tiempo que mordisqueaba sus labios nerviosamente ansiosa pero con los párpados aun pesados por la modorra, murmuró ininteligibles palabras de asentimiento.
Alentada por la sumisión de su hija, Elsa alternó la tersura de las yemas con los filos de sus delgadas uñas que, como afiladas garras fundaban placenteros surcos incruentos que incrementaban el ardor de la joven. Gozosamente inquieta y todavía sin poder dar crédito a la manifiesta homosexualidad de su madre y mucho menos a su mansa aceptación de la incestuosa relación, Martha no podía menos que hundirse en la plácida e intangible satisfacción, acomodándose para dar cabida junto a ella al cuerpo de Elsa.
Comprendiendo que, consciente o no, la muchacha hacía tácita aceptación del lésbico contacto, sumó a sus manos la actividad de la lengua. El experimentado órgano, aguzado como el de un áspid, se deslizó vibrante bajo la comba que formaba el peso del seno para ascender luego por la empinada colina en procura de esa aureola que ella reconocía como propia, rodeada por los gránulos que transmitían sus reacciones a la pituitaria.
El activo tremolar de la lengua humedecida sobre la aureola provocaba tirones espasmódicos en el vientre de Martha y, aun sin abrir los ojos, llevó una mano a acariciar la cabeza querida al tiempo que su cuerpo ondulaba dócilmente estremecido por la emoción. Su madre había trasladado el lengüeteo al otro seno en tanto que el filo de las uñas rascaba tiernamente la áspera superficie que sustentaba al pezón, pero cuando la lengua fue suplantada por los labios unidos en succión sobre la mama, índice y pulgar estrecharon al otro para iniciar un lento retorcimiento de la carne que, junto al sufrimiento, llevaban a sus riñones y nuca los espléndidos pinchazos de un nuevo y maravilloso cosquilleo.
Esta vez ya no pudo seguir fingiendo estar adormecida y reaccionando, tomó a Elsa por el cabello para arrastrar su cabeza hacia la suya y fundir las bocas en un tan hambriento como lujurioso beso. Mimosas, estregaron sus cuerpos mientras labios y lenguas no se daban descanso en innumerables chupones con el intercambio de salivas en la dura lid de las lenguas.
Olga le había contado detalladamente de la múltiple cópula con su hija y sabía hasta que extremos era capaz de llegar. Subyugada por esas sensaciones extrañas que experimentaba por el hecho de verse reflejada en la chica, reconociendo cada rincón de su cuerpo en el de la muchacha, sintiendo palpablemente en su propia anatomía todo cuanto le hacía y hasta casi presintiendo las emociones y deseos que la acometían, con la misma emoción conque se penetraba a sí misma envió como gentil embajadora una de sus manos para que se internara en la entrepierna.
La muchacha presentía que cosas le auguraba aquel contacto de los dedos y abriendo aun más sus piernas, hizo lugar para que los dedos se aventuraran sobre la dilatada vulva. Explorando delicadamente en los retorcidos colgajos tan semejantes a los suyos, los dedos de Elsa se internaron en el encharcado óvalo para rascarlo levemente con las uñas y luego, mientras rebuscaban en las carnosidades que orlaban la entrada a la vagina, escurrió la cabeza por el abdomen de su hija enjugando la salobre capa de sudor, escarbando con la lengua en la oquedad del ombligo y sorbiendo los acres fluidos de la pelambre púbica.
Las tufaradas del vaho que brotaba del sexo hirieron su olfato y obedeciendo a un impulso ingobernable, se instaló entre las piernas abiertas. Encogiendo las piernas de la muchacha, llevó la lengua ancha y empalada a recorrer morosamente el sexo, vibrando contra la carne desde el clítoris hasta la misma apertura del ano. El placer de aquellas caricias y succiones habían hecho prorrumpir en ahogados gemidos a Martha y, ahora, con el fuerte lambeteo a sus zonas más sensibles, los ayes que escapaban irreprimibles de su boca habían despertado a Guillermo quien, luego de contemplar complacido como la bellísima mujer sometía a su propia hija, decidió sumarse a esa vorágine de sexo salvajemente inmoral.
Ninguna de las dos había tenido en cuenta su presencian yacente y menos ahora que estaban cautivadas por el disfrute. Observando como Elsa se había arrodillado con las piernas abiertas en un amplio triángulo frente a su hija, lo que dejaba expuesta la vigorosa contundencia de su sexo, Guillermo la imitó y abriendo con las manos las poderosas nalgas, instaló el tremolar de su lengua sobre el ano de la mujer. Elsa no sólo había especulado con que aquello ocurriría sino que, pudiendo haber sometido ella sola a su hija en la intimidad nocturna de su cuarto, había planificado todo para hacer participar de su desviada incontinencia a la pareja.
La lengua del novio de Martha estimulando su ano hasta que la dilatación de sus esfínteres le permitió introducirse en ellos, provocaba de tal manera a Elsa que, hincando su boca sobre la excrecencia carnosa del clítoris, lo chupó tan intensamente que sus mejillas se sumían hondamente y los dedos se deslizaron ávidos en la caverna vaginal.
Durante meses había masturbado a Olga en incontables ocasiones, pero nunca se había sentido tan exquisitamente complacida por la tersura de unas carnes que emitieran tan profundo calor. El tránsito de los dedos entre los prietos músculos, resbalando sobre la lubricación de espesas mucosas y por las fragantes flatulencias que escapaban entre ellos, le auguraban la generosidad del caldo que prontamente fluiría hacia su boca.
Guillermo había comenzado a alternar las succiones de la boca entre el ano y la vagina en tanto que sus dedos estimulaban reciamente al clítoris. Enardecida por ese prólogo exquisito del hombre, Elsa no se limitaba a dar hondos chupones al sexo de su hija sino que ya los dientes habían acudido en auxilio de labios y lengua para formar un triunvirato de martirizante eficacia, adueñándose de todos y cada uno de los pliegues para raerlos y tirar de ellos como si quisieran probar su flexibilidad. Martha estaba plenamente consciente de que novio se encontraba complaciendo a su madre y esa alternativa sólo sirvió para estimular aun más sus histéricas ansias.
Percibiendo que su hija estaba próxima al orgasmo por la manera conque la muchacha envaraba el cuerpo para arquearlo espasmódicamente en procura de su boca y dedos, incrementó su accionar hasta que, en medio de broncos y guturales gemidos satisfechos, Martha expulsó unos jugos tan abundantes como olorosos que ella saboreó con la fruición de un néctar.
Elsa y Guillermo estaban lejos de la satisfacción y alentando silenciosamente a la joven a proseguir con el acople, la hicieron ponerse en cuatro patas para que su madre se colocara invertida debajo suyo. Martha ya conocía las mieles del sexo mutuo y, excitada por la antinatural concupiscencia de tener en su boca el sexo de su progenitora, se abrazó a esos muslos tan similares a los suyos y hundió la boca golosa entre los labios dilatados de esa vulva por la cual asomaban groseramente henchidas las crestas de los colgajos.
Guillermo le hizo levantar un poco la grupa y, mientras su madre se solazaba estimulando con dedos y lengua al clítoris, sintió como su novio apoyaba la verga contra la vagina e iba penetrándola con increíble cuidado hasta que todo el falo estuvo dentro de ella. La sensación inédita de una boca estimulando sabiamente al clítoris y un miembro tan rígido penetrándola hasta el mismo cuello uterino mientras ella se complacía en estrujar entre sus labios los sabrosos pliegues de su madre la fascinaba, y alentándolos con jadeantes gemidos, empujó sus caderas al encuentro con la verga.
Moviéndose con indolente hamacar, su novio comenzó un vaivén por el que el pene la penetraba hondamente para luego salir totalmente, permitiéndole observar al hombre la progresiva dilatación de la vagina, que permanecía abierta por instantes para dejarle ver el intenso rosado de su interior y luego cerrarse cada vez con mayor lentitud.
Aferrada con los dedos clavados en las nalgas portentosas de su madre que eran la suyas, había centrado el accionar de su boca en el protuberante clítoris en tanto que una de sus manos, deslizándose hacia la hendedura, las separaba para buscar el palpitante haz de esfínteres anales. Mojado por los jugos vaginales y su propia saliva, un dedo fue tentándolo en círculos y ante la dilatación espontánea de los músculos, se hundió por entero en el recto. El entusiasta asentimiento de su madre se expresó en su voz jubilosa y en los empellones que las contracciones ponían en la vulva. Entonces, decididamente, Martha sumó otro dedo a la penetración para que la mujer festejara sonoramente su regocijo.
Tanto era el apasionamiento de Elsa, que dejaba de devorar el sexo de su hija para abrir con las dos manos los glúteos mientras incitaba a Guillermo para que penetrara el ano de Martha con su verga. Sacando al miembro mojado por sus jugos, el hombre apoyó la ovalada cabeza contra los esfínteres prietamente apretados y empujó. El cuerpo de la muchacha aun parecía resistirse a esas nuevas penetraciones e, instintivamente, el haz muscular se contrajo. Guillermo empujó su torso hacia abajo para que el trasero se elevara más y, apoyando una mano sobre la zona lumbar en la que campeaban dos deliciosos hoyuelos, guió con la otra a la rígida verga para lograr que, lenta e inexorablemente, fuera introduciéndose en la tripa.
Martha había descubierto que el sexo anal era el que mejores satisfacciones le proporcionaba, casi tanta como el oral a su clítoris. Encogiendo las piernas de Elsa, las colocó bajo sus axilas y, con la zona venérea a su disposición, incrementó la intensidad del chupeteo al sexo en tanto que los dedos se hundían como garfios carnosos en el ano. Acompañando las acompasadas arremetidas de Guillermo, aquella le respondió introduciendo dos dedos en su vagina, y, durante un espacio de tiempo sin mensura, los tres se dejaron llevar por esa hipnótica cópula.
Finalmente, Guillermo las hizo cambiar de posición y en tanto que su madre se acaballaba sobre su cara para que ella, acostada boca arriba, continuara chupándole el sexo y el ano, él le mantuvo su pierna derecha encogida y así, torciendo su grupa de lado, volvió a introducir la verga en el ano. En sus más locas fantasías nocturnas, alguna vez Martha había evaluado la posibilidad de sostener sexo con dos hombres, pero ahora, esta combinación multisexual superaba largamente aquellas expectativas, introduciendo en su mente y cuerpo una especie de desesperación por ahondar más en la experiencia sin especular sobre las consecuencias de esa desviación.
Elsa no se conformaba con el placer que su hija le proporcionaba con la boca e inclinándose, alojó sus dos manos sobre el sexo, la una restregando la inflamada masa del clítoris y la otra, introduciendo dos dedos en la vagina tan profundamente como la posición le permitía. Aquello entusiasmó tanto a Guillermo, que decidió participar de ese sometimiento manual y retirando el falo del ano, introdujo en él dos dedos que, conforme se deslizaban sobre un aguachento jugo que manaba de la tripa, provocaban que la joven impulsara su pelvis hacia delante en procura de mayor goce. Tal como si hubiera perdido el control de sí mismo, él fue agregando dedos al primero hasta ver complacido como el recto se había dilatado hasta el punto de recibir cómodamente a sus cuatro dedos y sólo la masa ósea de los nudillos impedía su profundización.
Aquello complació tanto a Martha que por momentos abandonaba con su boca el sexo de Elsa y mientras continuaba sometiéndolo con los dedos, lo alentaba furiosamente para que no sólo no cediera en su empeño sino que incrementara aun más las penetraciones. Obedeciéndola, él ahusó los dedos encorvándolos e inició un movimiento de rotación que acompañó al intenso vaivén con lo que obtuvo una dilatación extraordinaria de los esfínteres que, cuando retiró la mano, estos dejaron ver un hoyo de unos cinco centímetros de ancho cuyos bordes oscuros latían en un obsceno beso, mostrando el blancuzco interior de la tripa.
Aferrada desesperadamente a los muslos de su madre y profiriendo maldiciones entremezcladas con hondos gemidos de contento, Martha martirizaba las partes más sensibilizadas de su sexo y, cuando él volvió a introducir el falo en el ano, dejó de chupar a Elsa y semi incorporada sobre uno de sus codos, envió la mano derecha para que tres de sus dedos se hundieran en la vagina. A pesar de que las convulsiones y contracciones de sus entrañas no la abandonaran ni por un instante, comprendió que su cuerpo desacostumbrado a tal intensidad sexual había descargado sus jugos en más de una oportunidad y cuando el hombre les preguntó si estaban listas para dar satisfacción a ese momento culmine, ambas respondieron afirmativamente.
Juntas se arrodillaron frente a Guillermo que se había incorporado y, mientras aquel se masturbaba violentamente, ellas estregaron mutuamente sus pechos en estrechos abrazos, besándose con angurrienta voracidad hasta que Guillermo las reclamó. En tanto que Martha lamía de punta a punta el tronco del miembro alternándolo con las prietas tenazas de sus dedos, Elsa se dedicaba a lamer y chupar la arrugada superficie de los hinchados testículos. Luego de un momento y como si se hubieran puesto de acuerdo, las dos colocaron sus bocas en la base del falo y envolviéndolo con sus labios para ceñirlo con la consistencia de músculos vaginales, iniciaron un chupeteante periplo hasta la punta para luego descender e inaugurar un alienante recorrido que enardeció al hombre.
Guiando a la muchacha, Elsa introducía la roja cabeza de la verga en su boca y, tras darle tres o cuatro violentas succiones, descendía por el tronco para permitir que su hija imitara el proceso. El hombre contemplaba embelesado los denodados esfuerzos de aquel hermosísimo dúo femenino que semejaban ser gemelas y, cuando ellas remataron sus chupeteos al falo en voraces intercambios de saliva con sus lenguas ondulantes, él reinició su propia masturbación para finalmente derramar la cremosidad del semen sobre las lenguas extendidas de las mujeres que, tras recibirlo, tornaron a sumirse en apasionados besos, trasegando mutuamente el meloso esperma.
La eyaculación parecía no haber calmado al hombre quien, acuclillándose boca arriba, se apoyó en sus brazos extendidos hacia atrás y alzando su cuerpo en un arco, le ordenó a Martha que volviera a chuparle los testículos. Acomodándose debajo del hombre, aquella había reiniciado lo que comenzara su madre mientras escuchaba como él le pedía que extendiera sus chupeteos al ano. Anteriormente ella había comprobado cuanta satisfacción le daban a su novio con aquellos toques. Haciendo tremolar la lengua, azotó los esfínteres y estos, como en respuesta a un toque mágico, se dilataron para permitirle introducirse un par de centímetros en su interior.
Roncando de placer, el hombre se estremecía ante ese hostigamiento, pidiéndole por más. Martha comprendió lo que él pretendía y sumando un dedo al accionar de la lengua, lo introdujo totalmente dentro del ano. Masturbándose con violencia, Guillermo bramaba de satisfacción y para dar culminación al acto, ella lo penetró con dos dedos unidos para iniciar un rápido vaivén que provocó la explosión de una nueva eyaculación que, controlada por la presión de la mano sobre la verga, se derramó en su pecho.
Guillermo se derrumbó sobre las almohadas a la cabecera de la cama y mientras secaba con la sábana el fluido seminal que mojaba sus pechos, Martha se preguntaba que habría sido de su madre.
Más calmada, trataba de recuperar el aliento mientras utilizaba la sábana para secar el sudor que la recubría como una capa de barniz y, en tanto enjugaba el pastiche que bañaba su entrepierna, recapacitaba en la bestial cópula que acababan de protagonizar. Aunque se sentía culpable por la inmoralidad de sus actos, terminó diciéndose que lo hecho, hecho estaba y ya que no cabía el arrepentimiento, lo mejor sería disfrutar cuanto pudiera de esa situación que, seguramente, no volvería a repetirse.
Recortándose en el vano de la puerta, vio la figura maravillosa de Elsa nimbada por la luz del vestíbulo y en su vientre estalló un ramalazo de deseo. Como atraída por un imán, su madre se recostó junto a ella de lado y, en tanto la boca picoteaba juguetona en sus labios proyectando la lengua golosa en procura de la suya, sentía el placer que le daban los sensibles dedos recorriendo el vientre para luego estimular los hinchados labios de la vulva.
El sexo con su madre no se parecía en nada a aquel que sostuviera con Olga; en este los deseos de poseer y ser poseída se le hacían irrefrenables y, quizás el estar cometiendo la transgresión de un incesto con alguien que parece reflejarla como un espejo, no sólo en su aspecto exterior sino también en una natural desviación sexual hacia la perversidad, le hicieron olvidar los límites de moral y decencia. Abandonando por un brevísimo instante el intercambio de salivas y vahos, comprobó que su madre había lavado del cuerpo todo rastro de sudor, semen o saliva y que, oliendo al primitivo almizcle natural de su piel, estimulaba su deseo.
Mimosa, ronroneó en su oído frases amorosas que nunca hubiera ni siquiera imaginado que pronunciaría, suplicándole por el goce de la lengua en su